Prólogo. La última voluntad
No se oía ni un solo ruido. Las luces
estaban apagadas, los corredores vacíos, el personal dormido. De vez en cuando,
el tenue gemido quejumbroso de las cañerías rompía el silencio, pero tan solo
durante unos escasos segundos. Después, la calma volvía de un modo
espeluznante, de hecho, para algunos de los vigilantes que trabajaban en la
instalación, esas horas de la noche les recordaban a aquellas películas de
terror ambientadas en un hospital psiquiátrico. Solo ellos permanecían
despiertos y alerta, asegurando que todo estuviera en orden y que nadie
entrara… o saliera.
Pero esa noche, alguien había preparado
una sorpresa para los guardias del sector 12. Estos apenas llegaban a la
docena, pero iban bien provistos de armas: dos pistolas semiautomáticas, un
taser, varios cuchillos y un fusil de asalto. En caso de máxima necesidad,
había unos armarios en algunas paredes que contenían metralletas.
Por desgracia para ellos, no tendrían
tiempo de usar nada de eso. Sus adversarios los conocían bien y llevaban meses
preparando aquella incursión.
Era el momento de acabar con todo.
—Esto es una mierda —bostezó Billy
mientras estiraba los brazos.
Gordon hizo un gesto negativo con la cabeza.
A él le gustaba el turno de noche, lo mantenía alejado de la peor parte de
aquel trabajo.
Estaban patrullando el ala norte, donde
aparte de las salas que había en todos los sectores, se encontraban unas
oficinas donde se hacían cargo del papeleo. Desde que abrieron las
instalaciones, no habían tenido muchos intrusos, solo unos pocos curiosos
fáciles de ahuyentar, y se esperaba que siguiera siendo así mientras se
proseguía con los experimentos.
Billy le dio un codazo en el brazo.
—Vamos, tío, di algo. Si no hablo con
alguien mientras hago esto me moriré de aburrimiento.
Gordon contuvo un suspiro y se encogió de
hombros.
—Pídele a otro que cambie su puesto
contigo. Estoy seguro de que muchos querrán este turno.
—Yo no lo tengo tan claro. Por el día esto
está lleno de mujeres, apostaría mi dinero a que los demás ya habrán coqueteado
con ellas —dijo, lamiéndose los labios, haciendo que Gordon se estremeciera.
Tratando de ignorar a aquel niñato que
había entrado a trabajar hacía un par de meses en las instalaciones, se
concentró en su ronda. Levantó la vista y se paró en seco. Al final del
pasillo, a unos pocos metros de distancia, había un hombre mayor, de más de
sesenta años, vestido con una bata que lo identificaba como un médico. Pese a
su edad, no había perdido mucho cabello, de hecho, lo llevaba ligeramente largo
y rizado, a juego con su barba blanca. Unos ojos claros e inteligentes se
asomaban tras unas estilizadas gafas, y les observaba con frialdad y decisión.
Gordon le conocía de cuando trabajaba en el
turno de día.
—¿Doctor Therian?
Este no les respondió. Se puso la máscara
de gas que llevaba en la mano y lanzó un tubo metálico con la otra. Antes de
que ninguno de los dos pudiera reaccionar, el objeto desprendió un fuerte humo
blanco que hizo rápidamente el efecto deseado. Ambos hombres cayeron
pesadamente al suelo, inconscientes.
El doctor Therian miró hacia el pasillo
que se metía por la izquierda e hizo un gesto con la mano a la vez que pulsaba
un botón de la máscara, accionando un intercomunicador.
—Vamos, vamos, vamos —murmuró.
El primero en salir fue un hombre alto
armado con un fusil de asalto y con otra máscara de gas que se arrodilló
delante del anciano. Después, movió el brazo de un lado a otro, haciendo saber
que el perímetro era seguro. Tres personas más aparecieron, una mujer y dos
hombres, todos ellos armados con pistolas semiautomáticas y cubiertos con
máscaras que evitaban la absorción de gases tóxicos. La mujer fue hacia una de
las salas acorazadas y se colocó frente a un teclado que abría las compuertas.
Los otros dos se agacharon a ambos lados de las puertas de acero y le hicieron
una señal a su compañera. Esta tecleó un código y, nada más abrirse la entrada,
lanzaron otro tubo metálico.
No se movieron de su posición durante un
minuto entero. Entonces, oyeron cinco golpes sordos y entraron. El doctor
Therian se unió a ellos con una camilla con retenciones y una manta.
—Coged al 354 y largaos —ordenó.
—¿Estará bien usted solo, doctor?
—Tengo que encargarme de un par de cosas
antes del amanecer, y vosotros también deberíais cumplir vuestra parte antes de
que salga el sol. Si nos descubren y nos cogen, acabarán con nosotros.
—Puedo quedarme si le hago falta, doctor
—se ofreció el hombre del fusil que vigilaba.
—Eres muy amable, Rick, pero eres el más
fuerte y Tyler necesitará ayuda para bajarlo del camión.
—¡Eh! ¿Y qué hay de mí? —se quejó el
cuarto hombre.
—Tú eres un fideo con patas, Norm.
Rick y la mujer rieron disimuladamente.
Tyler trató de poner orden.
—Menos cháchara y más trabajo. Vamos,
ponedlo en la camilla y larguémonos de aquí.
Diez minutos más tarde, los cinco
caminaban a paso rápido por los pasillos del sector 12 hacia la salida de
vehículos. Rick iba delante, con el fusil en la mano y armado con otro tubo
metálico por si aparecían más guardias pero, afortunadamente, habían tan pocos
intrusos que la mayoría no tenía mucha prisa por recorrer todo su sector. El
resto empujaba la pesada camilla, cubierta por una manta que delineaba la
figura de lo que parecía ser un hombre.
Al llegar al garaje, Rick inspeccionó el
área, sin preocuparse por las cámaras de seguridad que habían desconectado
antes de dirigirse al ala norte, y al ver que estaba desierta, corrió hacia uno
de los camiones y lo puso en marcha. La mujer que les acompañaba abrió las
puertas traseras del camión y bajó la rampa para que Norm y Tyler pudieran
subir la camilla, no sin cierto esfuerzo. Una vez hecho, Tyler ordenó a Norm y
a Ellie, la mujer, que se quedaran junto al 354 mientras que él se dirigía al
doctor Therian, quien ya se había quitado la máscara.
—¿Está seguro de que podemos dejarle solo?
El guardia de seguridad de las cámaras y esos dos vigilantes vieron su rostro.
El anciano esbozó una media sonrisa.
—No te preocupes, Tyler, al amanecer yo ya
no estaré aquí.
El otro hombre asintió.
—De acuerdo. Si surge cualquier
imprevisto, avísenos —y dicho esto, se metió en el camión con Norm y Ellie y
cerró las puertas. Dos golpes sordos avisaron a Rick de que ya podían
marcharse. La persiana de acero del garaje se abrió y el conductor pisó el
acelerador sin encender las luces, procurando que nadie viera que salía un
vehículo hasta que estuvieran un poco más lejos de las instalaciones.
El doctor Therian vio cómo se perdía en la
oscuridad con el corazón en un puño. Lo habían conseguido. Era un pequeño paso,
pero ese diminuto logro podría abarcar algo muy grande, si estaba en lo cierto.
Y teniendo en cuenta su coeficiente intelectual, estaba bastante seguro de
haber confiado su secreto a la persona adecuada.
Sabiendo que aún tenía cosas que hacer
antes de que el alba se apoderara del cielo, cerró el garaje y regresó
rápidamente al ala norte del sector 12. Allí, en el pasillo donde aún estaban
inconscientes los dos guardias, había dejado un par de mochilas pesadas. Las
cargó a sus cansados hombros y se dirigió a las oficinas de papeleo. Una vez
allí, las dejó en el suelo y encendió el horno que usaban en las instalaciones
para quemar cualquier información peligrosa que pudiera perjudicar a la empresa
en caso de que tuvieran que evacuar el edificio.
Mientras se calentaba, sacó todos los
papeles y carpetas de las mochilas y las preparó para su inmediata destrucción.
Más de treinta años de investigación que quedarían reducidos a cenizas. Toda su
carrera, sus títulos, sus logros, sus brillantes y revolucionarias ideas y
teorías… eran el único error que había cometido en su vida, y el mayor de
todos. Por culpa de su genialidad, había destruido miles de vidas, y esos
papeles que tenía delante, en las manos equivocadas, podrían acabar con tantas
otras miles, puede que incluso millones.
Había soñado con cambiar el mundo… Y lo
había hecho. Para peor. Había creado el infierno para cientos de personas que
no habían hecho nada malo, vidas que el azar cruelmente había dispuesto para
que padecieran un sufrimiento que muy pocas personas llegaban a experimentar.
Mientras el horno terminaba de calentarse,
quería hacer una última cosa. Encendió el ordenador y puso la cámara a grabar.
Su confesión era la última pieza del rompecabezas para el señor Hagel, en él
depositaba su confianza para que ayudara a aquellos a los que él no había
podido salvar. Cuando terminó, colocó el archivo en un correo electrónico y lo
programó para que fuera enviado un mes más tarde a partir de ese día. Después,
borró cualquier rastro y lo apagó.
Miró los archivos que él mismo había
redactado con repugnancia. Apretando los labios, los cogió en pequeños montones
y los lanzó al horno, viendo cómo desaparecían uno tras otro entre las llamas.
Saber que todo cuanto había hecho, que toda su vida, la había dedicado a crear
una auténtica masacre, le enfureció y le frustró. Como si el fuego pudiera
destruir los últimos treinta años, arrojó todos los papeles hasta que el último
permaneció ahí, consumiéndose.
Sentado en una silla, mirando fijamente
los últimos resquicios de su trabajo, esperó y esperó. Ya no quedaba nada de su
investigación cuando sonó su móvil. Era Tyler. Lo cogió de inmediato.
—¿Tyler?
—Lo hemos conseguido, doctor.
Él suspiró de puro alivio.
—¿El 354 está a salvo?
—Se despertó durante el trayecto y tuvimos
que ponerle otra inyección, pero aparte de eso está bien.
—Bien.
—Doctor, usted ya está fuera de las
instalaciones, ¿verdad?
Se quedó muy callado y bajó la vista. En
su mano derecha, llevaba la pistola que Rick le había prestado por si
necesitaba usarla.
—¿Doctor? ¿Está ahí?
—Sigo aquí, Tyler —respondió con una leve
sonrisa—. ¿Sabes?, creo que aún no os he dado las gracias, a ti, a Ellie, a
Norm y a Rick por haberme ayudado.
—Era lo que había que hacer, doctor, no todos
somos unos desalmados hijos de puta.
Se le escapó una sonrisa y una lágrima.
—Es hora de que os diga adiós, Tyler.
Muchas gracias por todo. Espero que encuentres a tu hermano.
—¿Doctor? —le llamó con inquietud. Tyler
era inteligente, seguro que había entendido lo que quería decir—. Doctor, ¿qué
está haciendo? ¿Adam? ¡Adam, responda!
Cortó la llamada y metió el mismo móvil en
el horno para evitar que descubrieran a Tyler y los demás. Ellos todavía tenían
una misión que cumplir hasta que el señor Hagel pudiera ayudarles. Puede que
tardara unos meses, o tal vez un año. Lo importante era que aquella pesadilla
terminara de una vez.
—No me defraude, señor Hagel —murmuró—.
Sálvelos. Sálvelos a todos —dicho esto, se metió la pistola en la boca y apretó
el gatillo.
—¿Adam? ¡Adam! —gritó Tyler, pero el
doctor había colgado. Intentó llamarlo otra vez en vano, solo para recibir las
palabras de una grabación que anunciaba que el teléfono al que llamaba estaba
desconectado o fuera de cobertura. Soltó una palabrota y lo tiró al suelo antes
de pasarse las manos por el pelo.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Norm,
alarmado.
Tyler no sabía qué decir. Su cerebro le
decía que eso había sido una despedida, pero no quería aceptarlo. Habían
tardado tres años en tener aquella oportunidad, y ahora que lo habían
conseguido, el doctor no podía marcharse, no de esa forma.
—Tyler, ¿qué te ha dicho? —le preguntó
Ellie.
¿Qué iba a decirles? ¿Por qué había tenido
que ser él quien hiciera la maldita llamada?
Rick se acercó a ellos con las facciones
tensas.
—Se ha quitado la vida, ¿verdad?
Un silencio tenso siguió a esa pregunta,
mientras los demás trataban de asimilarlo. Ellie se llevó una mano a la boca y
Norm golpeó el camión con rabia y lágrimas en los ojos.
—Lo habíamos logrado. Joder, lo hemos
hecho, ¿por qué ahora? —le preguntó.
Gracias a Dios, Tyler no tuvo que ser
quien respondiera. Rick le dio una palmadita reconfortante a Norm en el hombro.
—El sentimiento de culpa era demasiado
para él. Algunos, sencillamente, no pueden vivir con ello. Ahora está en paz
—tras pronunciar esas palabras, le dio un apretón en el hombro a Ellie y se
metió en la parte trasera del camión para bajar la camilla.
Tyler, poco dispuesto a rendirse al dolor
en esos momentos, le siguió y le echó una mano. Dejaron la camilla junto al
camino cubierto de hojas y, con cuidado y mucho esfuerzo, dejaron al 354 en el
suelo envuelto en la manta. Este profirió un gruñido escalofriante a la vez que
abría los ojos.
Tyler perdió el color de la cara. No
debería estar despierto.
—¡Ellie!, ¡inyección!
La mujer se sobresaltó, pero fue Norm
quien saltó al interior del camión para conseguir el sedante.
Por otro lado, el 354 miró de un lado a
otro entre gruñidos, como si buscara algo. Al menos, el efecto de los sedantes
no había desaparecido del todo, eso les daría algo de tiempo.
Todavía recordaba la primera vez que entró
en la sala de las jaulas y vio a uno de ellos. Cada día durante los últimos
tres años, había tenido que convivir con el horror y lo inhumano de aquellas
instalaciones, había tenido que fingir que no le importaba una mierda lo que
ocurría, tratar con frialdad a personas que no habían hecho nada malo.
Pero si el doctor tenía razón… todo terminaría.
No sabía cuándo, ni siquiera estaba seguro de si podía confiar en Hagel. La
naturaleza humana tendía a desconfiar de todo aquello que fuera diferente a
ella.
Observó el rostro confuso y desorientado
del 354 y le tocó la frente. Este gruñó.
—Si puedes oírme, presta atención a lo que
voy a decirte, 354.
La garganta del hombre retumbó pero, al
menos, dejó de gruñir.
—El doctor Therian creía… No. Él estaba
convencido de que tú podías ayudar a tu gente, siempre que tuvieras la
oportunidad de hacerlo. Nosotros te hemos dado esa oportunidad, tienes la
ocasión de darles la libertad. Lo único que tienes que hacer es pensar antes de
actuar, no dejes que el odio y la ira te cieguen. Su futuro ahora depende de lo
que hagas a partir de ahora, ¿lo entiendes?
El 354 se giró hacia él y le miró,
confundido. En ese momento, Norm llegó a su lado y le puso la inyección. El
hombre gruñó con fuerza y se movió levemente antes de volver a quedarse
inconsciente.
Tyler suspiró y le colocó bien la manta
para evitar que pasara frío. Detestaba dejarlo sedado y a la intemperie, pero
no tenía otra opción. Afortunadamente, no estaría solo mucho tiempo.
—Tyler, tenemos que irnos —le dijo Norm,
cogiéndole suavemente por el brazo.
Él asintió y miró un segundo el camino
rodeado por árboles.
—No nos falles, Hagel —dicho esto, le echó
un último vistazo al 354 y regresó al camión.
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