Capítulo 1. Nacer, morir
555 d. Z. Siginak, Siyagun.
—¡Vamos, empuja!
Yolda soltó un
alarido mientras clavaba las uñas en los brazos de Deger con tal fuerza que un
hilo de sangre resbaló por su antebrazo hasta llegar a la muñeca. Sin embargo,
a él no le importó lo más mínimo; estaba demasiado ocupado vigilando al médico,
quien ya estaba preparado para coger al pequeño y cortar el cordón umbilical.
Este era muy
joven, no tendría más de veinte años y, sin duda alguna, era el aprendiz del
hombre de espesa barba canosa y rostro arrugado que observaba el parto a su
lado.
—Lo estás haciendo
muy bien, jovencita —comentó el anciano con voz serena.
El joven, por otro
lado, parecía muy nervioso.
—¡Le veo la
cabeza!
Yolda se tensó y
miró a Deger a los ojos.
—No puedo. No
puedo hacerlo, no puedo…
Él le cogió la
mano con fuerza y le susurró palabras de ánimo. Por otra parte, el médico le dio
una colleja a su aprendiz.
—¡Idiota! ¿Quieres
que la paciente se desangre o qué? ¡Vamos, vamos! ¡Esto ya casi está,
jovencita! ¡Solo un buen empujón más!
Yolda movía la
cabeza de un lado a otro, asustada y con una mueca de dolor constante en el
rostro. Deger le apartó los mechones húmedos de la cara y le giró la cabeza
para que le mirara.
—Vamos, Yolda.
Hazlo por nuestro hijo.
Sus ojos parecían
cansados, pero apretó los labios y asintió antes de apoyar la cabeza en la
almohada y hacer fuerza de nuevo, acompañándose de un grito al que le siguieron
unos estruendosos llantos.
Si no hubiese
estado tan nervioso, Deger habría reído de buena gana al ver el rostro del
joven médico, que sostenía en sus temblorosos brazos a su hijo.
—Es una niña… ¡Es
una niña! —gritó, sonriendo.
Él soltó una carcajada,
más por el alivio que por cualquier otra cosa. Al mirar a Yolda, ella también
sonreía con los ojos llenos de lágrimas.
El anciano, por su
parte, cogió con delicadeza a la recién nacida para después gritarle al joven aprendiz:
—¿Piensas dejar a
la niña atada a su madre todo el día o qué? ¡La joven tiene que descansar, por
el amor de Tanri! ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Aún tenemos mucho trabajo que hacer!
Como si saliera de
un sueño, el aprendiz cortó el cordón umbilical y se apresuró a cubrir a la
recién nacida con una manta antes de entregársela a Yolda, que todavía lloraba.
—Mira, Deger. Mira
qué pequeñita es y cómo grita.
—Tiene buenos
pulmones, sí —dijo el joven, con lo que se ganó que su maestro le regañara por
no prestar atención a lo que le estaba diciendo.
Con un poco de
temor, Deger le acarició la cabeza. Era tan pequeña en comparación con su mano…
Y también tan frágil…
—Cógela. —Yolda le
tendió a la niña. Él dudó unos instantes, pero al final se atrevió a cogerla y
apoyarla en uno de sus brazos, momento en que la niña dejó de llorar y levantó
las manitas, como si estuviera buscando algo.
Cuando le dio el
dedo y empezó a chuparlo, esbozó una gran sonrisa.
—¿Ya habéis
decidido el nombre? —preguntó el joven cuando el médico le dijo que trajera a
la niña para examinarla y asegurarse de que había nacido sana y sin ninguna
enfermedad o deformidad.
Deger miró a su
mujer, quien le sonrió antes de decir:
—Torin. Se llama
Torin.
En cuanto el joven
llevó a la pequeña con el médico, él se sentó en la cama y abrazó a Yolda, que
se recostó en su pecho y cerró los ojos.
—Una hija…
—susurró su mujer—. Parece un sueño.
Él la besó en la
cabeza.
—En realidad,
parece que fue ayer cuando ayudé a una mujer preciosa que se había caído al río
mientras lavaba la ropa. —Sonrió con picardía—. La ropa mojada te quedaba muy
bien.
Ella le dio un
manotazo. Era increíble que después del parto tuviera fuerzas para golpearle.
Mientras observaba
a su hija junto a su esposa, se preguntó si se parecería a su madre, y si sería
tan guapa como ella… Y si tendría algún rasgo suyo. Le gustaría que heredara
sus ojos, idénticos a los de su padre, pero por lo demás, quería que se
pareciera a Yolda.
—Deger —la llamó
ella con el ceño fruncido.
Sabiendo a lo que
se refería, la abrazó con más fuerza.
—Aún no voy a
irme. Quiero estar contigo y con nuestra hija aunque solo sean unos días. No me
marcharé hasta estar seguro de que estáis bien.
—Nos las
apañaremos. Mis padres me ayudarán. —Su rostro se volvió triste un instante
mientras le acariciaba la cara—. Ojalá tus padres pudieran conocerla.
—Lo harán, cariño.
En cuanto todo haya terminado, la conocerán.
Solo esperaba que las
cosas salieran bien.
Aldatma, Asikhava.
Habían pasado
siete meses desde que abandonaron Liman y se dirigieron a Dumanli Dag. Allí, en
casa de Kafa, permanecieron algún tiempo para descansar del largo viaje y
recopilar información sobre los naik.
Tal y como había
dicho Yilan, no encontraron nada salvo rumores. La gran mayoría acabaron siendo
falsos, pero aun así tuvieron que intentarlo, asegurarse de que solamente eran
habladurías que no tenían nada que ver con sus hermanos.
Los soldados de
Siyagun, desde que les persiguieron en Liman, no volvieron a molestarlos. Lo
más seguro era que no quisieran arriesgarse a luchar contra cinco naik y dos guerreros, no habrían logrado
otra cosa que no fuera una muerte segura.
Kinskalik tampoco
les atacó. Cumplió su promesa y los dejó tranquilos, no tuvieron noticia alguna
de los vasi o siquiera los vieron.
Durante eso
tiempo, entre ciudad y ciudad, se habían dedicado al entrenamiento. Yilan, al
ser quien tenía más experiencia de todos ellos, se convirtió en el maestro,
mientras que Shunuk le ayudaba, pues desde el momento en que Yilan lo acogió
había estado aprendiendo de él todo tipo de artes de la lucha con cualquier
arma, aunque su favorita seguía siendo la hoz con cadena.
Alev, al no haber
luchado nunca con una alabarda, agradeció que su hermano mayor le echara una
mano. También aprendió a dominar los poderes ígneos que contenía, e Irsis le
enseñó a guardarla en su piel y hacerla aparecer cuando quisiera, como él hacía
con la espada que le regaló Sava; la única diferencia era que Yanar, en vez de
transformarse en una inscripción en su brazo, se convertía en el dibujo que
tenía en el hacha y se colocaba sobre su pecho.
Kafa mejoró
notablemente con su machete y con sus técnicas de cuerpo a cuerpo, siempre con
los tibicenas a su alrededor, que
solían acorralar al adversario y disminuir su movilidad.
Suh, para la
sorpresa de todos, no necesitaba a Yilan. Al haber sido aprendiz del dios de la
destrucción, conocía toda clase de fintas, ataques y defensas. Aun así, seguía
sin ser capaz de ganar a Irsis en un combate cuerpo a cuerpo.
El joven era sin
duda el que más había cambiado. Había crecido y su cuerpo se había fortalecido
hasta tener una figura atlética, de finos músculos levemente perceptibles,
aunque seguía estando bastante delgado. Irsis no necesitó mucho entrenamiento;
cada vez que luchaba contra alguien, sabía instintivamente qué movimiento haría
y lo bloqueaba o lo esquivaba antes de contratacar. Su único problema era que
se precipitaba en algunas ocasiones.
Zhor, finalmente, se
había recuperado completamente de la pierna y ahora estaba como una rosa. Su
humor mejoró notablemente cuando pudo correr y pelear sin notar ninguna
molestia, aunque eso no significaba que su carácter hubiera cambiado.
Así, habían
recorrido el continente de sur a este, atravesando de nuevo el desierto de
Yeralti Vala, pero haciendo un rodeo para evitar la ciudad de Mevkut. No fue
por temor a los soldados ni nada parecido, sino porque Alev se negaba en
redondo a detenerse allí por motivos que no quiso explicar, y ellos tampoco
quisieron presionarle.
Continuaron su
marcha hacia el norte por las costas de Asikhava hasta llegar a Aldatma, donde
se detuvieron para descansar y buscar más información. Al no encontrar nada,
decidieron probar suerte en Yayla. Allí siempre había algún rumor,
probablemente por la montaña de Feryat Dag, donde se decía que moraban criaturas
extrañas.
—¿Has estado allí?
—le preguntó Alev a Yilan cuando se detuvieron junto a un riachuelo para
descansar.
El soluk frunció el ceño.
—Una vez, pero no
por mucho tiempo. Huía de Kinskalik y pasé por esa montaña para despistarle.
—Ladeó la cabeza, pensativo—. No vi nada concreto, solo una especie de sombras.
Irsis alzó la
cabeza al escucharle.
—¿Sombras? ¿No
sabes qué eran?
—Eran demasiado
rápidas. Parecía…
—¿Qué?
Yilan sacudió la
cabeza y miró a Shunuk.
—Tú ibas montado
en mi lomo, ¿viste algo?
Este hizo un gesto
negativo.
—No, pero no me
sentía muy tranquilo pasando por esa montaña.
Suh esbozó una
sonrisa torcida.
—Lo más seguro es
que tengamos que luchar contra esas cosas, sean lo que sean. —Hizo girar los
sables habilidosamente con las manos—. Puede que sea divertido.
—A ti pelear te
parece siempre algo divertido —comentó Zhor con un gruñido—. No es una cualidad
muy deseable en una mujer.
—Habla por ti
—dijo Irsis, mirando a Suh con una gran sonrisa—. Yo te apoyo, mi amor.
Ella puso los ojos
en blanco y enfundó los sables.
Unos minutos más
tarde, siguieron su camino por los bosques en dirección a Yayla. Cuando ya se
encontraban cerca de la frontera, los tibicenas
empezaron a comportarse de forma extraña. Gemían y ladraban mientras corrían en
dirección a algún árbol, al cual saltaban, como si quisieran subir, y, pasado
cierto tiempo, corrían hacia otro y repetían la misma acción.
—¿Qué diablos les
pasa? —preguntó Zhor, quien miraba los árboles, esperando encontrar algún
soldado o vasi. Sin embargo, no se
veía nada.
Irsis avanzó hacia
los lobos para tener un mejor ángulo de visión.
—¿Queréis que suba
y eche un vis…? —No pudo terminar la frase. De repente, y sin previo aviso,
empezó a bailar y a pegar saltos. Todos lo miraron con una ceja alzada o
fulminándole con la mirada.
—Este no es un
buen momento para hacer el imbécil —le dijo Suh.
—¡Te juro que no
soy yo! ¡No puedo parar! —prometió Irsis, que no dejó de dar vueltas sobre sí
mismo en ningún momento.
—¡Y una mierda no
puedes parar! —rugió Zhor al mismo tiempo que se acercaba al muchacho—. ¡Y
después el señorito se ofende cuando le llamamos ni…! ¡Ah!
Al igual que
Irsis, el soldado, sin hacer señal alguna, comenzó a bailar y a pegar saltos.
No tardó en unir su brazo con el del joven a la vez que giraban sin cesar.
Esta vez, todos
fruncieron el ceño, confundidos.
—¿Qué coño…? ¡No
puedo parar! —exclamó el sorprendido Zhor.
—¿Ves? ¡Y tú
creías que estaba jugando!
—¡Es que en ti
esto es normal!
Los demás los
ignoraron y coincidieron silenciosamente en una cosa: que Irsis hiciera cosas
como ponerse a bailar de repente era, tal y como había dicho el soldado,
normal. Pero Zhor… Él era otra cosa.
Alev hizo amago de
acercarse, pero Yilan lo cogió del brazo.
—No nos
arriesguemos a acabar como ellos —le dijo antes de volverse para dirigirse a
Suh—. Déjame tu sable.
En cuanto lo tuvo
en la mano, se acercó un solo paso más y, con el arma, apartó las hojas que
cubrían el suelo.
En la tierra,
había dibujado un símbolo. Yilan siguió quitando las hojas, descubriendo así un
círculo de signos dentro del cual Zhor e Irsis seguían danzando sin descanso.
—Un círculo de anjanas —comentó Shunuk con los ojos
entrecerrados, a lo que Alev respondió con un gruñido.
—¿Qué es eso?
—preguntó Suh.
—Unas criaturas
molestas que se dedican a hacer travesuras como esa —respondió Alev con una
mueca de desagrado—. Están por todo Asikhava y hay muchos círculos de esos en
los bosques.
—¿Son peligrosas?
Alev frunció el
ceño y se encogió de hombros.
—No son fáciles de
ver. Pero algunos hombres mueren cuando caen en uno de sus hechizos.
—¿Cómo los
sacamos? —interrogó Kafa mientras observaba el círculo de símbolos.
Antes de que alguien
respondiera, una cadena se enrolló alrededor del brazo de Zhor, tiró y, al
estar su brazo cogido al de Irsis, logró sacarlos a ambos del hechizo.
—Arreglado —dijo
Shunuk como si nada tras quitarles la cadena y enrollarla para engancharla
después a su cinto.
—Gracias, Shunuk.
—Creo que he
vuelto a abrir la herida de la pierna…
—¡Calla, hombre!
Eso hace meses que ha cicatrizado.
—¡Callaos! —ordenó
Suh.
Al principio no
oyeron nada, pero los tibicenas sí
escucharon algo, pues corrieron de nuevo hacia otro árbol. En ese momento, Suh
cogió un cuchillo que llevaba en el cinturón y lo lanzó a una de sus ramas. Entonces,
percibieron un veloz movimiento, pero Suh fue mucho más rápida y, impulsándose
en el tronco del árbol, cogió otra rama, que se rompió cuando sus pies estaban
a punto de tocar el suelo.
Volvieron a ver
ese mismo movimiento entre los dedos de la naik,
pero fuera lo que fuera, no podía escapar.
—¡Eh! Venid a ver
esto.
Todos se acercaron
y observaron al pequeño ser que golpeaba con sus diminutos puños la mano de
Suh, en un vano intento por librarse de ella. Se trataba de una niña, muy
delgada y de piel anaranjada, con largas orejas puntiagudas y grandes ojos. El
cabello, largo hasta por debajo de la espalda, era dorado, y las alas, más
parecidas a grandes hojas rojas características del otoño, se movían
velozmente, intentando alzar el vuelo.
—¡Suéltame, arpía,
suéltame! —gritó con voz aguda y sin dejar de golpear su mano.
Suh alzó una ceja
y esbozó una sonrisa divertida.
—¿Arpía?
Insultarme no te servirá para otra cosa que no sea… —No pudo terminar de
hablar, ya que una rama grande la golpeó en el estómago y la lanzó por los
aires, quedándose atrapada en un zarzal al aterrizar.
Al mirar a los
demás, estos también estaban atrapados por toda clase de enredaderas, arbustos
y raíces.
—¿Creíais que podíais
hacerle daño y salir de rositas, estúpidos humanos? —preguntó otra anjana que apareció de repente frente a
sus ojos, solo que esta tenía la piel de un verde amarillento y cuatro alas con
forma de pétalos de margarita.
Otras dos
aparecieron junto a ella y se aseguraron de que la anjana que Suh había atrapado estaba bien.
—¿Cómo os atrevéis
a hacer daño a una de las nuestras? —gritó furiosa una de ellas al mismo tiempo
que consolaba a su amiga, que se había puesto a llorar.
—¡Vais a pagar por
esto!
Desafortunadamente
para las criaturas, no pudieron cumplir su promesa, ya que una llamarada las asustó
y las obligó a apartarse rápidamente.
Alev se había
librado de un rosal y ahora caminaba envuelto en llamas con una sonrisa cruel
en el rostro.
—Habéis tenido muy
mala suerte al encontraros con nosotros, hormigas. —Observó el bosque—. Este
lugar es vuestro padre, ¿verdad? —Hizo que las llamas aumentaran de tamaño—. No
querréis que lo arrase, ¿verdad?
—¡No!
—¡Monstruo!
—¡Asesino!
—Entonces, soltadlos.
Se miraron las
unas a las otras y, tras tomar una decisión en silencio, chasquearon los dedos.
Al instante, las plantas soltaron al resto… excepto a Suh.
Alev fulminó a las
anjanas con los ojos.
—A ella también.
—¡Ha hecho daño a
Fraxi! ¡Debe…!
—¡Dormin, Xogo,
Ros, Fraxi! ¿Qué estáis haciendo?
Todos se giraron
para observar a otra anjana. Esta era
más grande y tenía el cabello más corto, por debajo de los hombros. Su piel era
de un tono marrón oscuro, como la corteza de los árboles, y sus alas eran seis
grandes pétalos de nenúfar de un color que estaba entre el azul y el violeta.
La anjana puso los brazos en jarra,
ignorando por completo a los naik.
—Explicadme esto.
—A Fraxi le
estaban…
—Lo sé, porque
vosotras habéis estado jugando con hechizos que os está prohibido usar. Ellos
solamente se han defendido. —Se dio la vuelta y se dirigió a Suh, a quien le
hizo una profunda reverencia—. Por favor, disculpa su comportamiento, no son
más que unas niñas.
—¡Nenuf! —se
quejaron las pequeñas.
La tal Nenuf se
giró y las miró con mala cara.
—¡Ni Nenuf ni
Orman! ¿Quién os ha estado enseñando a realizar círculos mágicos?
La de las alas de
pétalos de margarita sacó pecho y apretó los labios.
—¿Y por qué no
usarlos? ¡Las mayores los usáis para atrapar humanos! ¿Por qué ellos iban a ser
diferentes?
Las alas de Nenuf
se movieron más rápido, tal vez a causa del enfado.
—¡No lanzamos
hechizos a cualquier humano! —Miró a los naik—.
De todas formas, ellos no son mortales, aunque lo parezcan.
—¿Ah, no? ¿Y qué
son?
Nenuf señaló a
Alev y a los tibicenas.
—¿Crees que un
hombre podría provocar fuego de la nada? ¿Crees que los demonios acompañan a
humanos normales y corrientes? Pues no, lo que estáis viendo son naik.
Las cuatro jóvenes
anjanas los miraron con los ojos muy
abiertos.
—¿Alguien puede
sacarme de aquí de una vez? —preguntó Suh con un tono de voz que aparentaba
aburrimiento.
Nenuf chasqueó los
dedos y las zarzas que la mantenían presa se hicieron a un lado, dejándola en
libertad. Suh se levantó de un salto y se quitó todas las hojas que tenía
encima como si no hubiera pasado nada fuera de lo normal.
—¿De verdad son naik? —preguntó Fraxi, acercándose a
Alev con curiosidad, pero Dormin la cogió del brazo y la apartó bruscamente.
—¿Qué haces? ¿No
ves que ese lanza fuego?
Nenuf se acercó al
susodicho y le hizo una leve reverencia.
—Te agradecería
que no hicieras aparecer esas llamas otra vez. Supongo que comprenderás que
tememos el fuego. —Cuando Alev asintió respetuosamente y apagó las lenguas de
fuego que lo envolvían, se dirigió al resto—. Os pido que vosotros tampoco
hagáis nada que pueda dañar este bosque. —Una vez todos estuvieron de acuerdo,
Nenuf les sonrió—. Dejad que las anjanas
os compensemos por este contratiempo. Sé que lleváis prisa, así que pasad por
nuestro pueblo, acortaréis camino para llegar a la frontera.
Tras unas miradas
interrogativas y el visto bueno de todos, siguieron a Nenuf y a las pequeñas
hasta el Lago Sisek.
El hogar de las anjanas era enorme y estaba lleno de
altos árboles cuyas ramas y troncos estaban llenos de flores, setas y enredaderas
que subían hasta donde alcanzaba la vista. Y, sentadas sobre estos, se
encontraban las pequeñas criaturas. Las más jóvenes se asustaron al verlos,
pues nunca habían visto humanos en sus dominios, pero las mayores se acercaron
a saludarlos y a ofrecerles néctar.
Los naik se sintieron un poco extraños al
ser tan bien recibidos, más que nada porque no estaban acostumbrados a que
aquellos que conocían su existencia les trataran con amabilidad, pero de todas
formas agradecieron la bienvenida.
Gracias a un
hechizo de Nenuf, el cual consistía en unos símbolos luminosos sobre el lago que
creaban un pasadizo, pudieron andar por encima de la superficie del agua.
—Oye, Nenuf —la
llamó Yilan—, ¿alguna de vosotras ha oído algo sobre algún naik? Cualquier cosa nos vale.
La anjana se quedó pensativa unos
instantes.
—Yo no sé nada,
pero si hay alguien que lo sabe es Lis. Esperad aquí, iré a buscarla.
Mientras Nenuf
volaba hacia un árbol, los naik se
sentaron en unas raíces y esperaron. Las demás criaturas revolotearon un rato a
su alrededor, jugueteando con los cabellos de Yilan y sentándose en la cabeza y
los hombros de Irsis, hasta que hubo un momento en que, sin previo aviso, todas
miraron en una dirección y se quedaron muy quietas.
—¿Qué pasa? —preguntó
Suh a la vez que se giraba en la misma dirección.
Volando en
solitario sobre la superficie del agua, lentamente pero sin pausa, había una anjana adulta de piel grisácea y alas
con forma de hojas delgadas y amarillentas. El cabello, de un tono rojizo
apagado, era muy corto, y sus ojos, vidriosos, no parecían ser conscientes de
lo que tenían delante.
Se posó al pie de
un árbol, donde se tumbó y, con un suave resplandor plateado, se desvaneció. En
su lugar, apareció una pequeña planta de un brillante color amarillo, cuyas
hojas estaban enrolladas.
Unas cuantas anjanas volaron hacia esta y
desenrollaron todas las hojas, dentro de las cuales había otras anjanas más pequeñas y con un gran
parecido a la que acababa de desaparecer, solo que tenían el cabello muy largo,
de un rojo brillante, y sus alas poseían una tonalidad amarilla muy viva.
—¿Qué ha sido eso?
—interrogó Kafa, quien observaba el extraño suceso agachado y con un brazo
apoyado en el lomo de Kabus.
—Las anjanas vivimos cuatrocientos años
—respondió Dormin, que estaba sentada en la cabeza de Irsis junto a sus
amigas—. El día que cumplimos esa edad, nos convertimos en plantas o flores, de
las cuales nacen nuevas anjanas.
—Curioso… —comentó
Shunuk, rascándose el mentón.
—¿Y no hay anjanas de sexo masculino? —preguntó
Zhor, dándose cuenta de repente de que, a pesar de que eran muy delgadas, todas
tenían senos.
Al oírlo, las pequeñas
se partieron de risa.
—¿Cómo iban a
haberlos? —rio Xogo.
—Nunca han existido
—comentó Ros.
—Los humanos lo
veis raro porque necesitáis un hombre y una mujer para tener hijos, pero
nosotras nacemos de las flores… y de este bosque —explicó Fraxi con timidez.
—¿Del bosque?
—murmuró Kafa, mirando los altos árboles.
—En este bosque
hay restos de energía divina —dijo Alev, quien captó la atención de todos—.
Probablemente de Orman.
—No exactamente —dijo
Ros—. Es algo más poderoso.
Irsis frunció el
ceño y alzó los ojos para intentar mirarlas.
—¿Hay algo más
poderoso que un dios?
—Así que estos son
los jóvenes naik.
Todos se volvieron
al escuchar una voz débil y anciana. Era una anjana, de piel olivácea y cabello plateado que le llegaba hasta la
nuca. Sus alas eran ocho pétalos de flor de lis y sus ojos, en otro tiempo de
un brillante verde, estaban un poco vidriosos.
—Es un placer
conoceros, lo cierto era que dudaba de si tendría la oportunidad de veros antes
de que me convirtiera en flor… —empezó a hablarles… pero mirando a un árbol,
algo que los dejó confusos.
—Lis, eso es un
árbol —le dijo Nenuf a la vez que la giraba para que les hablara de frente.
—Nenuf, tendré
trescientos noventa y nueve años, pero aún tengo una vista infalible.
—Lo que tú digas
—murmuró a regañadientes mientras rodaba los ojos para después acercarla un
poco más a Yilan—. Este de aquí es Damballa, me ha preguntado si…
—¿Damballa? ¿Este
hombre es su rencarnación? Recuerdo que hace mucho tiempo, cuando el anterior
naik de Damballa estaba vivo era…
—¡Lis! ¡Escúchame!
—Nenuf suspiró y volvió a empezar—. Quiere saber si has oído algo sobre sus
hermanos.
—Mmm… —La anciana anjana se quedó pensativa unos instantes
antes de hacerles un gesto con la mano—. Acercaos, naik.
Estos obedecieron
y dejaron que Lis pusiera la mano en sus frentes uno a uno. Cuando terminó,
volvieron a sentarse donde estaban.
—Así que tenemos
aquí a Damballa, Tegu, Galner, Guayota y Mattia. Os faltan cinco más.
—¿Usted sabe algo?
—preguntó Kafa.
—He oído rumores
de los bosques de Damavand. Dicen que hay un naik allí, uno grande. Sin embargo, los ciudadanos lo niegan
constantemente, así que no estoy segura de que sea verdad. —Hizo una pausa—. De
todas formas, los que saben seguro estas cosas son los trasnos, creo que deberíais preguntarles.
Al oírlo, Irsis y
Alev soltaron un resoplido, a lo que Yilan y Shunuk respondieron con una
divertida sonrisa, mientras que los demás los miraban con el ceño fruncido.
—¿Qué son esos trasnos? —preguntó Suh.
—Las criaturas más
embusteras sobre la faz de este mundo —respondió Alev.
—¿Pero representan
alguna amenaza para nosotros?
—¡Qué va! Esa
birria no hace ni cosquillas.
—Habla por ti
—comentó Irsis—. Si no me hubiera transformado en cuervo, habría muerto a
carcajadas allí mismo. —Esbozó una gran sonrisa—. Pero no se llevaron mi pasta,
que es lo importante.
—Tú siempre
pensando en dinero —gruñó Zhor.
—En eso y en el trasero
de mi hermosa novia.
Nada más mencionar
esas palabras, Suh intentó darle un golpe en el estómago, pero Irsis tuvo más
que suficiente con dar un gracioso salto a un lado para esquivarla.
Yilan,
ignorándoles, siguió hablando con Lis.
—¿Dónde podemos encontrarlos?
La anjana le hablaba con la cabeza mirando
hacia abajo, pues no parecía que tuviera muy claro dónde estaba su cara.
—Sigue hacia la
frontera. Y dejadles alguna baratija de esas que tienen los humanos para
atraerles.
—¿Baratija?
—¡Yo me encargo!
—gritó Irsis tras esquivar un nuevo puñetazo de Suh. Por otra parte, las cuatro
anjanas que aún seguían en su cabeza
reían sin parar y provocaban a la naik,
quien parecía estar a punto de sacar sus armas.
Yilan miró al
resto de sus hermanos, que se encogieron de hombros. Después, le hizo una leve
reverencia a la anciana.
—Gracias por su
ayuda.
—Oh, no tienes que
darlas. Os deseo la mejor de las suertes, pequeños naik —dicho esto, se despidió con una mano mientras regresaba a la
copa de los árboles, aunque fue un poco difícil, ya que fue chocando con varias
ramas hasta que unas anjanas adultas
fueron a ayudarla.
Nenuf, sin
embargo, se quedó con ellos con el semblante sombrío.
—¿Ocurre algo? —le
preguntó Kafa, tendiéndole la mano para que se sentara.
Ella aceptó el
ofrecimiento y los miró con sus enormes ojos.
—Hace varios días
que una amiga desapareció, justo en el lugar al que os dirigís. Creo que la
cogieron los trasnos. Esos monstruos
son capaces de hacer cualquier cosa por un puñado de esas baratijas.
Todos se miraron
sin estar muy seguros de lo que había dicho. Solo cuando intervino Irsis lo
entendieron.
—Los trasnos, pese a no ser humanos, a menudo
comercian con ellos, especialmente con los herreros y los sacerdotes. Las alas
de anjanas tienen muchas cualidades
curativas, los sacerdotes las usan para pociones que después entregan a los
médicos.
—Es cierto. Creo
que cogieron a Xana precisamente por eso. —Nenuf los miró con ojos brillantes—.
Por favor, si la veis, liberadla. Nosotras no podemos luchar contra los trasnos.
—Nos encargaremos
—le dijo Yilan—. Lo prometo.
Nenuf les dedicó
una mirada agradecida antes de alzar el vuelo.
—Niñas, nos vamos
a casa.
—¿Ya? —se quejaron
las pequeñas anjanas, quienes seguían
en la cabeza de Irsis.
—¡Vamos!
Las cuatro se
aferraron al cabello del joven.
—¿Nos lo podemos
quedar? —preguntaron al unísono, lo cual hizo que Irsis riera de buena gana.
Nenuf puso los
brazos en jarra.
—Un naik no es un saltamontes o una
mariposa. Venga, vamos.
Dormin y las demás
se despidieron de todos, incluso de los tibicenas,
aunque procuraron evitar a Suh. A Irsis, sin embargo, lo llenaron de besos
antes de despedirse con las manitas.
—Estás hecho un
rompecorazones, ¿eh? —le dijo Suh con una sonrisa burlona, a lo que el joven le
respondió con una gran sonrisa.
—No te preocupes,
cariño, sabes que yo solo tengo ojos y manos para ti.
Ella gruñó.
—¿Por qué siempre
dices lo mismo? En siete meses no has parado, empiezo a dudar de que te canses
algún día.
—Renuncia. Jamás
parará —comentó Zhor con una risotada.
Por otra parte,
Alev, Kafa, Shunuk y Yilan hablaban sobre los trasnos.
—¿Todos vosotros
habéis visto trasnos? —preguntó Kafa,
seguido fielmente por sus tibicenas.
—Sí. No te
preocupes, Kafa, son inofensivos —le tranquilizó Yilan.
—Se les da mejor
huir y esconderse que cualquier otra cosa —le dijo Alev en esta ocasión.
—Pero eso solo
hace que sea más difícil atraparlos —reflexionó Shunuk—. Si queremos
información, no nos la darán así como así. Para esos seres todo tiene un
precio.
—Y uno muy caro
—puntualizó Irsis, que salió de la nada pasando los brazos por los hombros de
Kafa y Alev—. Por eso os pido que me dejéis a mí.
Yilan alzó una
ceja y le dedicó una sonrisa cómplice.
—Ya estás tramando
algo.
—Eso lo hago
continuamente, pero lo de los trasnos
puedo arreglarlo yo solito.
—Muy bien, Irsis.
En cuanto les hayamos localizado, te lo dejaremos todo a ti.
El joven esbozó
una gran sonrisa.
—¿Localizarlos?
Serán ellos quienes vengan a nosotros.
Olum Isik, Siyagun.
—¿Pero quién es el
niño más guapo de todos? Tú. Sí, tú.
—Llevas cuatro
horas haciendo el gilipollas, ¡deja tranquilo al chiquillo! Seguro que ya se ha
cansado de ti.
Kedi soltó una risilla
mientras cogía al pequeño de tres meses en brazos.
—Mira, al tío
Zephar no le gusta que tu hermano mayor te diga lo guapo que eres. Eso es que
está celoso —añadió en voz baja, aunque no la suficiente como para que su
hermanastro no le oyera.
—No estoy celoso,
estoy cansado de oírte. ¿Ves la diferencia o no?
—Bobadas, si a él
le encanta.
—¿Y tú qué sabrás?
—Antes de que respondiera, alzó los brazos como si se rindiera—. Cierto, Kedi
lo sabe todo. Kedi lo sabe porque hurga en cabezas ajenas…
—En tu caso es
porque tienes una mente muy abierta —le dijo con una risotada. Como respuesta,
Zephar soltó un gruñido y se fue, dejando a solas a su hermano menor y al bebé.
Su madre había
tenido otro niño. Contándolo a él, eran en total cuatro hermanos… O lo serían
si Aures siguiera con ellos. Ahora mismo, solo estaban Zephar, Nokta y él.
Miró a su hermano
pequeño con una gran sonrisa. Se parecía mucho a Aures, con el cabello dorado
rizado y brillantes ojos azules. Era una lástima que su destino estuviera
ligado al burdel y a cientos de desconocidos y desconocidas que usarían su
cuerpo para aliviar sus necesidades.
De repente, escuchó
gritos en la calle. Se acercó a la puerta, donde ya se habían amontonado sus
compañeros para observar qué pasaba.
Aun así no salió,
no le hizo falta. Nada más escuchar varios pensamientos, comprendió lo que
había pasado. La tensión se apoderó en un segundo de su cuerpo y, en un acto
instintivo, cubrió aún más a Nokta con la manta.
—¿Qué diablos está
pasando? —preguntó Karali, que también había oído el alboroto y se había
acercado para saber qué ocurría.
—Alguien ha muerto
en el palacio.
Deger caminaba a
paso rápido entre los callejones de la ciudad. La nube en la que había flotado
gracias al nacimiento de su hija Torin se había desvanecido en menos de un
segundo al ver el estado de ánimo de los ciudadanos tres días después de salir
de Siginak.
A pesar de que la
temporada cálida ya estaba avanzada, los habitantes de Siyagun se comportaban
como si el brillante sol estuviera cubierto de nubes grises, las cosechas
muertas por el frío y los cobradores de impuestos al caer.
Tanto los pobres
como los de clase trabajadora tenían caras largas y hacían sus recados sin
ganas, la ciudad yacía envuelta en una niebla de tristeza y no tenía ni la menor
idea de dónde había salido.
Tampoco comprendía
la ira. Los hombres susurraban amenazas en las tabernas acompañadas de golpes
de puños, que destilaban indignación y frustración. Había visto a más de un
ciudadano mirar con odio palpable a los soldados e incluso algunos habían sido
golpeados al intentar enzarzarse en una discusión con ellos.
Esa fue la razón
por la que se dirigió directamente a Yeniden Dogmak, donde esperaba encontrar a
Sakasi para que le explicara qué demonios había pasado.
Al entrar, no solo
encontró al bufón. Había docenas de campesinos amontonados al fondo, alrededor
de alguien que lloraba desconsoladamente.
Alguien había
muerto. Lo supo por los hombres que llevaban atados al brazo un pañuelo negro y
por las mujeres que portaban sobre sus hombros velos del mismo color.
—Deger.
Giró sobre sus
talones al escuchar a Sakasi. Tenía muy mala cara y los ojos rojos, como si
hubiera llorado. Sin embargo, sus manos eran firmes puños.
Se acercó a él y
se arrodilló para poder hablar cara a cara.
—¿Qué ha pasado?
Acabo de llegar y he encontrado a los ciudadanos tristes e iracundos. ¿Quién ha
muerto?
Las comisuras de
los labios del bufón fueron hacia abajo tras varios intentos de contenerse.
Instantes después, lágrimas de rabia resbalaban por su deformado rostro.
—Ese cabrón la ha
matado, Deger. El rey ha matado a Aglaya y a su hija.
Durante varios
segundos, no pudo reaccionar. La información llegó a su cerebro como una flecha
envenenada, infectando todo su cuerpo y dejándolo totalmente inmóvil.
A duras penas fue
consciente de que se puso de pie y salió de la posada, en dirección a palacio.
Escondido bajo una manga, llevaba un afilado cuchillo, cuya hoja esperaba
pacientemente a que la sangre la bañara.
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