viernes, 29 de junio de 2018

La Sombra de la Destrucción

Capítulo 6. La Salamandra


Yeralti Vala
    
Hacía una semana que Yilan y los demás se habían puesto en marcha, y ya estaban muy cerca de la frontera de Kurakarazi. La travesía había sido muy sencilla con Alev a su lado; al haber vivido en el desierto tantos años, y pudiendo controlarlo, sabía dónde encontrar otro agujero que condujera al oasis, y cuándo se acercaban las tormentas de arena.
Ahora habían llegado adonde se encontraba Zehir, la salamandra de la que les había hablado. Aunque nunca había luchado contra ella, sabía que se trataba de un demonio creado por Yangin, el antiguo dios del fuego, que le dio el poder de escupir llamas por la nariz y echar nubes venenosas por la boca. A diferencia del animal, que no sobrevive a terrenos áridos, esta salamandra contaba con una especie de escamas muy duras que envolvían su cuerpo, a las que llamaba armadura, la cual la protegía del sol y del calor, así como de armas afiladas.
Según la leyenda, los dioses que precedieron a Zeker y Tanri, conocidos como los Antiguos, organizaron un concurso para ver quién creaba el ser más extraordinario. En él, participaron Orman, el dios de los bosques, Dalga, diosa del mar, y Yangin, dios del fuego. El primero creó a Furfur, un ciervo alado que era omnisciente y que decía la verdad a aquel que lo atrapara; la diosa dio vida a Nokar, la serpiente marina cuyo deber consistía en proteger las Tierras Pálidas de invasores; y, finalmente, Yangin creó a Zehir, una salamandra con un pulmón de fuego y otro de veneno, capaz de sobrevivir en el desierto. La última criatura fue la vencedora y, durante mucho tiempo, vivió en la Sabana Oscura, el continente poblado por los yabani situado al sur de Tohum, al otro lado del Mar Ovalar. Pero, nadie sabe cómo ni por qué, la salamandra llegó a Yeralti Vala y se quedó allí.
En esos momentos, Alev observaba atentamente unas dunas concretas, como si Zehir estuviera justo delante.
—¿La has localizado? —preguntó Irsis.
—La tenemos justo delante —contestó, señalando las dunas que había estado observando—. Está oculta bajo la arena. Debe de estar ahí desde hace un par de meses, los suficientes como para que haya acabado tan enterrada.
—¿Y no se muere de hambre?
—Zehir no come, solo bebe agua cada seis meses, y la puede conseguir del oasis. —Miró la dirección donde el demonio debía de estar—. Es el superviviente perfecto, supongo que por eso los dioses la declararon ganadora.
—Eso está muy bien y nos sentimos muy orgullosos de ella —dijo Irsis con sarcasmo—, pero eso no evitará que nos fría como pollos o que muramos envenenados si le da por bostezar.
—Para eso hemos llevado a toda la manada. Nosotros iremos en el centro, y el resto de kumath se transformará en arena y nos cubrirá. Zehir pensará que se trata solamente de los caballos y nos dejará tranquilos.
Irsis asintió, convencido.
—Creo que es un buen plan pero, ¿cuánto tiempo tenemos para pasarla de largo?
—Unos quince minutos.
—¿Y tu amiga lagartija es muy grande?
—Como Yilan cuando se transforma en serpiente, solo que no tan larga y más robusta.
El joven aplaudió con ironía.
—Pues ¿a qué esperamos para convertirme en alitas de cuervo?
—Se nota que aún eres un adolescente —gruñó Zhor mientras rodaba los ojos—. Siempre tan negativo…
—Yo me considero más bien realista.
Mientras el joven discutía con el soldado, Yilan se colocó junto a Alev, quien tenía el ceño fruncido.
—¿Crees que nos dará tiempo?
—Si no hay nada que espante a los kumath, podremos conseguirlo. Y no percibo nada en varios kilómetros.
—¿Qué hay de los soldados?
—Pronto estarán aquí. Así que vosotros decidís; o arriesgarnos con Zehir, o dar un rodeo y que nos alcancen.
Al escucharlo, Irsis olvidó rápidamente la discusión y prestó atención a la conversación.
—¿Con esa caja en su poder? —Observó a sus compañeros antes de hacer un gesto negativo con la cabeza—. De acuerdo que yo era partidario de quitarles esa cosa, pero teniendo en cuenta que por ahora no puedo hacerlo, prefiero morir entre un infierno de llamas venenosas que dejar que un miembro de la nobleza me deje inmovilizado en el suelo y me degüelle como si fuera un perro callejero. Así que, con o sin kumath, voto por la salamandra.
Todos estuvieron de acuerdo con él, así que comenzaron a descender por las dunas lentamente. Alev temía que sus poderes aún no estuvieran recuperados del todo y hubiera calculado mal la distancia que había hasta Zehir, de forma que al final acabara detectando su presencia.        
Cuando estuvieron cerca de las dunas donde se encontraba la criatura, alzó una mano y dio la señal. Los kumath se transformaron en arena y los envolvieron rápidamente sin dejar un solo hueco. Solo entonces aceleró el ritmo, inquieto porque no tuvieran tiempo suficiente para pasar de largo a la salamandra. Pero, afortunadamente, lo lograron.
Suspiró aliviado cuando pasaron la última duna de largo y los kumath volvieron a convertirse en caballos. Esperó unos minutos, intentando percibir algún movimiento por parte de Zehir.
No hubo nada.
—Lo conseguimos.
—¡Sí! —exclamó Irsis antes de acercarse para palmearle la espalda—. Eres el mejor, Alev.
Su hermano esbozó una sonrisa, pero se borró rápidamente al percibir algo cerca de ellos, justo en las dunas donde se encontraba la salamandra.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Yilan al ver su expresión.
—Hay algo cerca de Zehir. —Miró hacia las dunas, pero no había nadie—. No lo entiendo, no veo a nadie allí.
—Tal vez sean los akbalar —comentó Shunuk, recordando que esas criaturas podían ir bajo la arena.
—No, no se acercarían sabiendo que Zehir está aquí. —Frunció el ceño—. Esto es muy raro, tengo la sensación de que son los soldados, de que están ahí delante, pero no veo nada.
—Tal vez hayan traído a un sacerdote con ellos —intervino Irsis.
—No seas ridículo, los sacerdotes no luchan —comentó Zhor antes de darse la vuelta y sobresaltarse—. ¿Pero qué coño…?
A las espaldas de Irsis, había una especie de muro transparente, en el cual descargas eléctricas zigzagueaban de un lado a otro.
Yilan acercó la mano al muro… para retirarla rápidamente cuando un relámpago estuvo a punto de alcanzarlo.
—Creo que Irsis tiene razón —dijo, mirando las dunas—. Probablemente el sacerdote esté utilizando un hechizo de invisibilidad.
—Y sabe que estamos aquí —afirmó el más joven mientras bajaba del kumath y cogía uno de sus abanicos—. Está claro que no quiere dejarnos escapar, por eso ha levantado este muro.
—Irsis, ¿qué vas a hacer? —preguntó Alev, preocupado al ver que su hermano desplegaba su arma.
—Una vez le dije a Yilan que he robado a muchos de los nobles de mi ciudad. No me refería solo a los soldados, sino también a sacerdotes, por eso conozco bien sus trucos —explicó mientras esbozaba una sonrisa diabólica—, y también sé cómo bloquearlos. —Miró el muro fijamente, hasta que sus ojos brillaron—. Las barreras espirituales tienen un núcleo desde el cual se extiende la energía, solo hay que atacar ese punto con fuerza y adiós barrera. —Inspiró hondo y, de repente, un fuerte viento comenzó a alborotar sus cabellos—. Vosotros id yendo, yo me encargo del sacerdote.
—Deberías venir con nosotros, la caja… —comenzó Alev, pero Irsis lo cortó con un gesto de la mano.
—Nos alcanzarán de todas formas, y entonces esa caja sí nos traerá problemas. No te preocupes, no les daré tiempo para que la abran. —En ese instante, lanzó su abanico, acompañado de las poderosas ráfagas de viento que había creado, hacia el núcleo de la barrera, la cual estalló en una gran descarga antes de desaparecer—. Venga, largaos ya y no os preocupéis por mí. Hace mucho que sé arreglármelas solo.
Alev miró a Yilan con inquietud, pero este sonrió y se dirigió a Irsis.
—Te esperaremos en la frontera.
Irsis hizo un gesto con la mano en señal de despedida y los demás se fueron. Inspiró hondo varias veces, sabiendo que se jugaba la vida al estar solo contra los soldados, pero estaba bastante seguro de que su plan funcionaría.
—Bien, Irsis, es hora de hacer alarde de otras facultades —dijo mientras guardaba su arma y estiraba los músculos.
Hacía tiempo que no usaba esas habilidades, pero estaba ansioso por ver si seguía siendo tan bueno luchando contra esos santurrones como hacía un par de años.


546 d. Z. Aragili, Asikhava

Hafiza Nazik era considerado el hombre más raro de aquella ciudad. Pese a su respetada y bien pagada profesión de médico, prefería vivir en soledad en una cabaña en el bosque, a las afueras de Aragili; pasaba la mayor parte del tiempo recogiendo plantas medicinales y estudiando a los animales en vez de relacionarse con personas de la alta sociedad, en busca de ganancias más sustanciosas; y le gustaba practicar la meditación y la reflexión sobre todo tipo de cosas, desde el papel del ser humano en el mundo hasta el porqué de la esclavitud, el machismo o el racismo. Sus conclusiones le habían granjeado el desprecio de los altos círculos de Aragili, motivo por el que trabajaba especialmente para las clases medias y bajas de la ciudad.
Sus pensamientos iban a menudo en dirección a la muerte de su hija, y a ese nieto al que jamás conocería por culpa de su yerno. Era una lástima que el fallecimiento de su mujer lo hubiera afectado hasta el punto de convertirlo en un hombre cerrado y malhumorado, del que se decía que había perdido la capacidad de sentir emociones.
Aquella noche estaba junto a sus dos cuervos, Dusunze y Bellek; ellos le traían noticias sobre sus seres queridos, la mayoría eran amigos que habían sido condenados al exilio por sus ideas religiosas.
Hacía muchos años que Hafiza también pertenecía a los Hainler, una orden espiritual inspirada en la ideología de los monjes de las Tierras Pálidas. Creían que la opulencia en la que vivían los sacerdotes de Tohum los corrompía y los apartaba de su verdadera función: servir a los dioses y ayudar al pueblo. Por ese motivo tenían una existencia humilde, subsistiendo de lo que cultivaban ellos mismos y a base de trabajo duro, dejando el dinero para aquellos que lo necesitaran. Pasar tanto tiempo en los campos y los bosques les enseñó mucho sobre las plantas, razón por la que la mayoría acabó aprendiendo medicina y ejerciéndola sin coste alguno, tal y como hacía Hafiza, que prestaba sus conocimientos médicos sin pedir nada a cambio. Eran de los pocos que pensaban que Zeker no era un ser malvado, sino un simple dios con la función de cuidar las almas de los fallecidos, de forma similar a lo que hacía Tanri con los vivos. Estaban en contra de la esclavitud y pedían los mismos derechos para hombres y mujeres, así como que favorecían la desaparición de los prejuicios contra las razas extranjeras, como los soluk y los yabani.
Desafortunadamente, los Hainler eran una minoría en Tohum y durante milenios habían sido perseguidos y diezmados por los sacerdotes, quienes, temerosos de perder su alto nivel de vida, se habían encargado de promulgar entre el pueblo que eran seguidores de los dioses paganos de las Tierras Pálidas, o, actualmente, seguidores de Zeker.
El yerno de Hafiza sabía que él pertenecía a esa orden pero, por respeto a su difunta esposa, no había dicho ni una palabra. A pesar de eso, le había prohibido acercarse a su casa o a su hijo.
Estaba tan perdido en sus pensamientos que, hasta que Dusunze no graznó, no se dio cuenta de que alguien llamaba a la puerta. Fue a abrir con el ceño fruncido, extrañado de que alguien fuera a verlo a esas horas, y se encontró con lo último que esperaba ver.
Un niño, que no tendría más de diez años, estaba de pie en su puerta y con una herida en el pecho que desprendía mucha sangre. Su piel clara estaba llena de magulladuras y arañazos, como si se hubiera arrastrado por un suelo de piedra durante horas, su cabello negro estaba despeinado, y sus ojos oscuros delataban su miedo.
—Buenas noches, señor —le saludó entre jadeos—, ¿podría ayudarme? —Al terminar la frase, tosió sangre y acabó de rodillas en el suelo.
Hafiza no lo pensó dos veces; cogió su cuerpo escuálido y tembloroso entre sus brazos y lo llevó dentro, donde lo tumbó en la cama y se dedicó a tratar su herida.
Durante días, cuidó del niño; le curó el profundo corte que tenía en el pecho, le desinfectó los rasguños y le alivió las magulladuras, y le dio de comer y un lugar donde descansar hasta que se recuperara. Durante ese tiempo, el chico no dijo ni una palabra, aparte de que su nombre era Irsis.


554 d. Z. Yeralti Vala

El capitán se felicitaba por haber sido lo suficientemente astuto como para llevar un sacerdote con él. Aunque era obvio que aquel ser que le entregó la caja al rey y el que lo salvó a él y a sus hombres de la tormenta de arena era uno de los vasi, no creía que Tanri y sus guardianes fueran a hacerles todo el trabajo. Por eso había acudido al templo de Mevkut y había entregado una buena cantidad de dinero al sacerdote que mejor conocía el desierto.
Este era ya un anciano, pero estaba en forma gracias a las muchas peregrinaciones que había hecho a Yeralti Vala. Su piel morena estaba llena de manchas, y sus ojos castaños rebosaban astucia y avaricia. Era de esa clase de sacerdotes que estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de obtener dinero.
Todo parecía ir bien; la salamandra no había detectado su presencia gracias al hechizo de invisibilidad del guía espiritual, pero todo cambió cuando un joven montado en un corcel pequeño empezó a gritar:
—¡Eh, Zehir! ¿Qué te pasa, pequeña? ¿Es que ya eres demasiado vieja como para luchar contra un niño? ¿En qué se ha convertido la gloria de Yangin?
—Haga algo, sacerdote, hará que esa salamandra salga —ordenó sin perder la calma, aunque su mano aferraba con fuerza la empuñadura de su espada.
El anciano observó al muchacho y murmuró un hechizo en el antiguo todil[1]:
Helemanthenik: Kumuadamai.
    

Irsis sonrió cuando notó que el suelo bajo las patas del kumath temblaba. No había sido muy difícil provocar al demonio para que saliera de su escondrijo, pero no tenía tiempo para celebrar que la primera fase del plan había funcionado.
—Vamos, pequeña —le dijo a su montura mientras bajaba de ella—, vuelve con tu manada. No creo que quieras estar presente cuando una salamandra muy enfadada aparezca por aquí.
El corcel relinchó y se alejó de él a galope tendido. No se paró a observar su marcha, ya que la arena que había a su alrededor empezó a arremolinarse hasta adoptar la forma de unos hombres altos y muy delgados, casi esqueléticos, que lanzaron un aullido espantoso antes de atacarlo.
El joven esquivó rápidamente los golpes de sus contrincantes, pero cuando atacó, solo logró traspasarlos. La confusión retrasó sus reflejos, llevándose así un puñetazo de uno de los hombres de arena. Se levantó con rapidez y se limpió la sangre del labio mientras analizaba la situación.
“Son sólidos cuando van a atacar, pero no cuando yo les ataco a ellos. No me estoy enfrentando a hombres, sino a arena”, reflexionó mientras una sonrisa se extendía por su rostro.
—Vamos, tipejos feos, venid a por mí.
Cuando los monstruos aullaron de nuevo y se lanzaron a por él, murmuró algo que ni el sacerdote ni los soldados llegaron a oír, pero que afectó a las criaturas de arena. Empezaron a oscurecerse y, a cada paso que daban, se deshacían en trozos.
Irsis sonrió al darse cuenta de que, a veinte metros de él, el sacerdote lo miraba con la boca abierta. Sentía el impulso de sacarle la lengua, o de bajarse los pantalones y mostrarle el trasero, como le hacía a los soldados cuando era pequeño, pero se contuvo. Esto no era una travesura, estaba demostrando que no tenían que subestimarlo por ser el más joven. Además, él tenía más probabilidades de acabar con el sacerdote que los demás.
Vio que las tropas comenzaban a descender por las dunas en su dirección con las espadas desenfundadas. Así que se habían cansado de esperar. Bien, justo en el momento oportuno.
El leve temblor del suelo se convirtió en un violento terremoto que logró evitar transformándose en cuervo y alzando el vuelo. Así, desde las alturas, contempló a Zehir.
Tal y como había dicho Alev, era enorme, y parecía estar cubierta por una armadura impenetrable. De color negro, tenía manchas amarillas por todo el cuerpo y ojos oscuros. Cuando salió de la arena y resopló, una llamarada salió de sus orificios, la cual no le alcanzó por los pelos.
Entonces, el demonio se fijó en los soldados y gruñó amenazadoramente antes de lanzar otra nube de fuego que alcanzó a varios guerreros, mientras que el resto intentaba retirarse al galope. Por su parte, Irsis se lanzó en picado hacia el sacerdote, a quien cogió entre sus garras para evitar que huyera, no podía permitir que después volviera a ir tras ellos.
Lo soltó con fuerza, de forma que el anciano rodó varios metros por la arena, con lo que el joven tuvo tiempo de volver a su forma humana y ponerse sus pantalones, en los cuales guardaba sus abanicos y donde tenía enganchado un cuchillo.
—Vamos, santurrón, no tengo todo el día —le dijo mientras terminaba de vestirse. No es que fuera especialmente pudoroso, pero tampoco iba a luchar desnudo si podía evitarlo—. Te voy a resumir las dos formas en las que puede terminar esto; con una muerte rápida y dolorosa o una lenta y más dolorosa todavía. Tú decides —comentó como si estuviera hablando del tiempo.
El sacerdote, ofendido porque aquel monstruo lo subestimara, lo miró con una mueca de asco y desprecio.
—Te crees muy fuerte solo porque seas uno de los hijos de Zeker, ¿verdad? Pues deja que te diga algo, niño; no eres más que uno de los mortales maldecidos por Tanri. Ojalá vuelvas al antro del que saliste y te pudras allí.
El naik terminó de abrocharse los pantalones como si no hubiera oído nada, aunque su sonrisa socarrona decía todo lo contrario.
—Créeme, Tanri me adora, y muy pronto sabrás por qué. —Sonrió y comenzó a pronunciar en voz alta unas palabras que el sacerdote entendió a la perfección—. Helemanthenik: Kumutabur.
A las espaldas del sacerdote, la arena se deformó hasta convertirse en un ataúd que lo atrapó y lo encerró. Pero, tal y como Irsis sospechaba, no fue por mucho tiempo. El contenedor estalló en una nube de arena y el anciano lo miró con el ceño fruncido, en parte por la confusión y en parte por la incredulidad.
—Tú… ¿cómo es posible que conozcas el antiguo todil?
Irsis no respondió, sencillamente, siguió atacando.
Umuthenik: Karkatuyei.
Al principio, pareció que no sucedía nada, pero cuando el sacerdote lanzó un hechizo consistente en una descarga eléctrica que impactó de lleno en el joven sin efecto alguno, intuyó que algo no iba bien. En ese instante, plumas negras empezaron a caer del cielo. Al principio eran pocas, pero después fueron aumentando hasta rodear al anciano por completo, de forma que no pudiera ver nada.
Se quedó bloqueado, sin entender lo que estaba haciendo ese naik, pero no tardó en comprenderlo cuando algo frío y afilado se clavó en su pecho. Entonces, vio los ojos de la muerte, brillantes y negros como la garganta de un lobo hambriento.
Cuando Irsis retiró el cuchillo, observó impasible cómo el cuerpo del sacerdote caía en la arena. Lo vio toser sangre e intentar gritar agónicamente en busca de ayuda sin sentir compasión alguna.
—Dime una cosa, santurrón, ¿de qué te sirve ahora todo el dinero que tienes reunido en el templo donde vivís tú y tus compañeros maricas? Espero que en el Zehennem hagan que te arrepientas de haber dejado que la gente muera de hambre mientras que tú tirabas la comida que te dejabas en el plato.
El anciano hizo una mueca de asco.
—¿Te preocupas por un montón de ignorantes que se dejan engañar? ¿Qué le importa a un demonio lo que les pase?, tú los condenarás a la esclavitud y a la muerte.
Irsis soltó una risotada, incapaz de evitarlo.
—Creo que aquí ha habido un malentendido, viejo. No me gustan la gran mayoría de los humanos, pero encuentro a los sacerdotes especialmente… despreciables —declaró, agachándose a su lado. Ya no había asomo de diversión en su rostro, lo miraba con un odio palpable—. Os aprovecháis de buena gente prometiendo que su vida tras la muerte será pacífica a cambio de unos donativos, gente que trabaja duro para que luego unos gilipollas avariciosos puedan vivir sin mover ni un puto dedo. Y por si eso no fuera poco, no os importa lo más mínimo derramar la sangre de aquellos que amenazan vuestro lujoso estilo de vida.
—Mira quién fue a hablar —El sacerdote, a pesar de la herida mortal que lo conducía poco a poco a la muerte, logró dejar escapar unas carcajadas—. Sé lo que eres, niño. Eres un… —No tuvo tiempo de terminar la frase, porque Irsis le cortó el cuello con un solo movimiento.
A pesar de que ese despojo estaba muerto, no se sentía mejor, ni mucho menos satisfecho. Le habría gustado seguir desahogándose con él, darle una muerte lenta mientras vengaba a todas las personas que seguramente habían muerto o bien a sus manos o por su culpa. Pero había estado a punto de decir algo que él jamás aceptaría.
Por desgracia, él llevaba la sangre de la nobleza. Su madre era hija de un antiguo sacerdote del que él había heredado el Don de Tanri, la energía espiritual con la que nacían unos pocos humanos y que les permitía usar determinados poderes.
Hafiza lo supo cuando le curó la herida mortal que había dejado una cicatriz en su pecho y le enseñó a utilizar su poder. Aprendió muchas cosas de su abuelo, el único noble al que no despreciaba y admiraba, aunque no estaba seguro de poder llamarlo así, teniendo en cuenta la vida humilde que llevaba desde hacía años.
Pertenecer a la nobleza era lo único de lo que se avergonzaba, razón por la que había querido luchar solo contra los soldados, para que sus hermanos no lo vieran usando sus poderes. Si podía evitarlo, nadie más aparte de él y su abuelo sabrían que era un… sacerdote. Aunque él se consideraba más bien un Hainler, teniendo en cuenta que Hafiza le había criado con los valores de la orden.
Se disponía a regresar con sus compañeros cuando pisó algo duro bajo la arena. Frunciendo el ceño, se agachó y desenterró lo que había, encontrándose con una larga caja de metal decorada con paisajes desérticos y llamas, además de unas letras en rojo sangre que no comprendía.
Al abrirla y ver lo que había dentro, se sintió más confuso todavía. ¿Cómo demonios había llegado eso al desierto?


Alev, al sentir que la salamandra había despertado, había dado media vuelta para buscar a Irsis. No había dejado que Yilan y los demás lo acompañaran porque él se las podría apañar con Zehir, ya que el fuego no lo afectaba, y bastante tenía ya con encontrar al más joven del grupo como para perder a alguien más en aquel caos; el humo le dificultaba la visión, y de vez en cuando veía un rayo de llamas en el aire, provocado por la salamandra. Afortunadamente, sus poderes le informaban de la posición de la criatura y de los soldados, quienes o bien huían como podían de aquel infierno o bien yacían en la arena, carbonizados o asfixiados por el humo venenoso.
Zehir soltó una nueva nube de gas tóxico, obligando a Alev a cubrirse la mitad de la cara. En ese momento, notó que la criatura se estaba moviendo en su dirección.
Mierda, le había detectado.
Sus sospechas se confirmaron cuando la salamandra apareció de entre el humo y se encaró a él. Alev se preparó para defenderse, no podía marcharse de allí sin Irsis; tal vez estuviera atrapado bajo los cuerpos quemados de los guerreros de Siyagun… o tal vez fuera uno de ellos. Aunque no quería ni pensar en esa posibilidad.
Zehir lanzó una potente llamarada que debería matar a su oponente, pero Alev alzó una mano y el fuego se detuvo unos instantes, solo para después ir en dirección contraria y cubrir a su oponente por completo.
Tal y como sospechaba, la bestia no sufrió daño alguno. La armadura de ese animal lo tenía bien protegido y, de todas formas, el fuego no podía dañarle. Tenía que encontrar alguna otra forma de entretenerlo lo suficiente como para que…
No tuvo tiempo de pensarlo, porque unas garras separaron sus pies del suelo y de la salamandra. Cuando miró hacia arriba, sonrió aliviado.
—¡Irsis! ¿Dónde estabas?
Lo siento, he encontrado esto y me he retrasado —le explicó mentalmente. Alev se fijó entonces en que llevaba algo muy largo en el pico, envuelto con su ropa. También parecía pesado, a juzgar por la baja altura a la que volaba.
Ambos esperaban que Zehir los siguiera pero, para su sorpresa, solo lanzó un gruñido y se quedó donde estaba. Así que, cuando estuvieron lo suficientemente lejos de ella, Irsis lo dejó en el suelo y se transformó en humano.
—¿Estás bien? —le preguntó Alev.
—Sí, no te preocupes. —Mientras se vestía, señaló la caja—. Échale un vistazo a eso.
Miró el objeto con curiosidad. Era una pieza artesana muy valiosa, a juzgar por los materiales de la decoración; dunas de oro, cielo de plata con nubes de cuarzo, además del fuego hecho con rubíes y jaspe.
—¿A qué esperas? —preguntó Irsis.
—¿De dónde has sacado esto?
—Estaba enterrado bajo la arena, ¿por qué?
—Me dedicaba a la orfebrería, trabajaba el metal y las piedras preciosas. Antes de que se descubriera que era un naik hacía piezas para los nobles… y esta caja no la ha hecho nadie de Mevkut.
—¿Estás seguro?
—Totalmente, conozco bien el estilo de mi ciudad. Y te aseguro que esto no es de allí… De hecho, jamás había oído hablar de algo así, y mucho menos tan bien trabajado.
—Entonces, ¿de dónde ha salido?
No lo sabía. Nadie que él supiera trabajaba con tantas piedras preciosas, pues eran muy difíciles de conseguir. Para un encargo así, el noble solía pedir una caja de metal y el artesano conseguía algunas piedras para incrustarlas en ella.
Pero no decoraba la caja entera con materiales tan caros. Aquel objeto debía de valer una fortuna.
Aún curioso, lo abrió y miró lo que había dentro. Se trataba de un arma, una larga alabarda de acero en cuya punta había una gran hoja de hacha blanca con un dibujo rojo.
La cogió y la empuñó, comprobando su peso. Para su sorpresa, era más ligera que la mayoría de armas que había usado, lo cual le hizo preguntarse de qué estaría hecha realmente.
—¿Qué opinas, Alev? —le preguntó su hermano, mirando el arma con desconfianza.
—¿Qué opinas tú?
—Que si esa alabarda no es de Mevkut, no quiero saber de dónde viene.
—¿No te gusta?
—Al contrario, es preciosa, pero no puedo cogerla.
Miró al joven con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres decir?
Irsis le mostró las palmas de las manos, donde había quemaduras recientes.
—Nada más cogerla, me he quemado. No sé por qué, pero no creo que esa alabarda haya sido forjada por un ser humano.
Volvió a observar el arma, preguntándose de dónde provenía y qué hacía allí.


3465 a. Z. Isinlari, Zennet

Yangin, dios del fuego, el verano y el desierto, paseaba por los jardines del Zennet mientras la inquietud lo carcomía. ¿Sería cierto lo que decía Dalga sobre Imha? ¿De verdad el joven dios estaba perdiendo el control? Sidet había asegurado que era normal, que después de aquel malentendido y teniendo en cuenta que Imha todavía no estaba acostumbrado a la violencia de los humanos era comprensible que estuviera alterado.
Pero él no creía que se tratara de eso, no, había algo extraño en él. Aquella mañana le había preguntado cómo se encontraba y el joven lo había mirado horrorizado y se había marchado corriendo, como si su vida dependiera de ello.
Estaba pasando algo malo, lo presentía, y por alguna extraña razón que no alcanzaba a vislumbrar, tenía la seguridad de que Sidet estaba metido en aquello. Al fin y al cabo, Imha iba a sustituirle llegado el momento y el dios de la destrucción debía procurar controlar a su sucesor.
Apesadumbrado, abandonó los jardines para materializarse en una nube de ceniza, arena y llamas en el Zehennem, donde suponía que encontraría a Hayat, el líder de los dioses.
—Si buscas a mi marido, no se encuentra aquí.
Dio media vuelta y se encontró con Ruh. A pesar de ser uno de los inmortales más antiguos del panteón, la diosa de los muertos y el Zehennem seguía desprendiendo un aura tan poderosa y letal que ni siquiera las divinidades guerreras más fuertes se atreverían a amenazarla. Era alta e imponente, de figura delgada y piel muy pálida, casi similar a la de un cadáver, pero de apariencia firme y fuerte. Llevaba el cabello negro muy largo, casi hasta la cintura y ligeramente ondulado, enmarcando su rostro de regios rasgos y sus ojos morados.
—¿Dónde está Hayat? —le preguntó después de saludarla con una profunda reverencia.
—Hablando con Imha —respondió, entrecerrando los ojos—. El joven dijo que tenía algo muy importante que discutir con él, que era cuestión de vida o muerte.
—Precisamente quería hablar con él sobre eso, Ruh. Tengo un mal presentimiento respecto a ese chico y Sidet. Hay algo en todo lo que ha pasado que no me gusta.
—Lo sé, Sidet no ha vuelto a ser el mismo desde… —Se detuvo antes de terminar la frase, cerrando los ojos con fuerza, como si le doliera algo—. En fin, digamos que ha estado actuando de un modo extraño, aunque tampoco puedo culparlo. —Hizo una pausa y lo contempló con esos ojos perturbadores—. ¿Por qué no hablas con Nabí? Él siempre tiene respuestas para todo.
Yangin rodó los ojos.
—Lo que tiene Nabí no son respuestas, sino acertijos sin sentido que tardan miles de años en resolverse.
—Pero muchos nos hemos salvado gracias a él, incluido tú. Hazle una visita, tal vez te diga lo que quieres saber.
Aunque no muy convencido, Yangin se dirigió al mundo terrenal, a Kurakarazi, donde se encontraba una de las criaturas creadas por Bilghik. Una vez allí, encontró el territorio donde el ser había permanecido durante milenios y se internó en la cueva en la que Nabí hacía sus predicciones a los humanos.
Sé bienvenido, Yangin.
Al alzar la vista, se encontró con la criatura, que lo esperaba frente a un lago. A primera vista, no parecía un ser especialmente poderoso; tenía el aspecto de un lobo negro normal, lo único que le hacía diferente físicamente era la cola de serpiente y sus brillantes ojos amarillos, similares a los de un reptil.
—Déjame adivinar, sabías que vendría, ¿verdad? —comentó Yangin con cierto sarcasmo—. Algún día deberías fingir que alguien te da una sorpresa.
El lobo sonrió, pero no hizo ningún comentario al respecto.
¿A qué has venido?
—Dímelo tú, eres el único aquí que ve el futuro.
Nabí entrecerró los ojos mientras observaba el lago que tenía delante, algo que le provocó un escalofrío al dios del fuego. En esos momentos, el demonio estaba viendo el porvenir.
No es necesario que te diga nada, Yangin. Muy pronto sabrás lo que sucederá con Imha y Sidet. Solo te diré que el joven no tiene la culpa de nada de lo que sucederá en el futuro, y que seas comprensible con él, porque tu dolor también será el suyo.
Una vez más, Nabí hablaba con adivinanzas, pero estaba claro que lo que tenía que venir, fuera lo que fuera, no era nada bueno.
Una cosa más —le dijo Nabí antes de que se fuera—, tienes algo que hacer.
—¿El qué? —Todos seguían al pie de la letra las instrucciones de Nabí, sin excepciones y a pesar de que estaba por debajo dioses. Era lo mejor, aquellos que no habían seguido sus consejos habían acabado muy mal.
Pídele a Araba que forje una alabarda a la que tú añadirás un conjuro.
—¿Qué clase de conjuro?
Uno con el que solo Galner podrá empuñarla.
—¿Galner? —Yangin frunció el ceño—. ¿Te refieres a una de las criaturas que he creado? ¿Qué pasa con él? ¿Para qué necesita una alabarda mi coyote?
Nabí lo miró con sus diabólicos ojos amarillos, dando a entender que no quería ninguna réplica al respecto.
Algún día, cuando tú estés muerto, Galner se convertirá en humano y tendrá que cumplir una misión. La alabarda le protegerá y, cuando no la necesite, se la entregará a una persona digna de poseerla. —El dios iba a marcharse, pero el lobo lo llamó de nuevo—. Por cierto, cuando la alabarda esté lista, llévala a Yewatani[2] y que Zehir la custodie. Que no deje que nadie aparte de Galner se la lleve.
Yangin no comprendía nada de lo que pasaría en el futuro, pero si Nabí lo decía, tenía que hacerlo. Después de todo, sus predicciones siempre se cumplían. Nunca, desde el día en que Bilghik lo creó, se había equivocado.
Así que esa tarde, acompañado del propio Galner, fue a pedirle a Araba, el dios de los herreros y artesanos, que le hiciera una alabarda.
¿Nabí le dijo que esa arma era para mí? —le preguntó el coyote mientras se dirigía con el dios a los jardines Isinlari para dar un paseo.
—Sí, pero como de costumbre, no sé por qué ni para qué. Tú solo recuerda que es tuya, Galner, y que tendrás que entregársela llegado el momento a alguien digno del arma de un dios. No lo olvides.
Galner asintió y siguió a su creador con pasos tranquilos, disfrutando de la mutua compañía del otro, sin saber que esa tranquilidad quedaría rota horas más tarde, cuando Imha diera muerte a Hayat y se fugara del Zennet con Sidet.


554 d. Z. Olum Isik, Siyagun

Estaba en la alcoba del rey, rezando porque aquella noche no la tocara otra vez, a pesar de que sabía que era un sueño imposible. No la dejaría marchar hasta que se quedara embarazada, después le quitaría a su hijo y a ella la mataría, estaba segura.
¿Pero por qué? El rey tenía una reina que podía darle todos los hijos que deseara, ¿por qué buscarla a ella para darle un hijo? ¿Qué pretendía?
Un ruido interrumpió sus pensamientos. Miró a todos lados, pero no vio nada que pudiera provocar aquel sonido.
Volvió a escucharlo y, esta vez, vio de dónde provenía. Se trataba de una piedra al fondo de la habitación que se movía. Esta no tardó en ser apartada por las manos de un hombre, que se asomó un poco para observar la estancia, como si se estuviera asegurando de que no hubiera nadie. Sin embargo, cuando la vio a ella, no pareció importarle su presencia.
—Estás sola, ¿verdad?
Asustada, asintió mientras el hombre entraba en la habitación del rey. Por sus ropas, parecía un plebeyo, aunque se movía con la elegancia y cautela propias de un depredador. Era muy alto, tenía hombros anchos y cintura estrecha. Su complexión musculosa bastaba para advertir a sus posibles enemigos de que no le tumbarían con un solo golpe, y su piel parecía dorada. Sin embargo, no podía verle el rostro, ya que estaba oculto por una capucha.
—Me llamo Deger, y tú debes de ser Aglaya, una de las hijas de la posadera de Yeniden Dogmak.
La joven asintió, todavía aterrada.
—¿Q-q-qué hace aquí?
El hombre colocó una mano bajo su ropa, lo que le hizo pensar que iba a sacar un cuchillo para matarla, pero se trataba de un amuleto hecho con piritas y cuarzo. Se lo dejó sobre la cama y luego retrocedió, diciéndole así que no iba a tocarla ni a hacerle daño.
—Esto es de parte de tu madre, para que te proteja —le dijo antes de volver a meterse en el agujero y quedarse ahí, mirándola a pesar de que la capucha cubría sus ojos—. Me han dicho que apenas comes. Yo si fuera tú cambiaría de actitud, si quieres sobrevivir aquí.
Aglaya lo miró enfurecida.
—¿Qué sabrás tú de lo que es estar aquí encerrada? ¿De que el hombre que mató a mi padre me toque todas las noches y no pueda hacer nada por evitarlo? ¿Acaso tienes idea de lo que es eso?
El hombre no dijo nada, pero tampoco le dio la impresión de que fuera a disculparse por lo que había dicho. Cuando habló, lo hizo con voz tranquila, sin tono alguno de reproche.
—¿Crees que tienes mala suerte?, ¿que eres la única que ha pasado por esto? Seguro que la gente que va a la posada de tu madre tiene problemas así; un pariente asesinado por un soldado, una familia arruinada por un ministro, un hombre maldecido por un sacerdote… Todo el mundo comete atrocidades por sus intereses, sobre todo los nobles, porque saben que el rey no les hará ningún daño mientras estén de su parte. —Hizo una pausa muy corta—. Antes, la gente no decía nada, no hacía nada, porque creía que el monarca tenía razón en todos sus mandatos, que todo aquel que fuera nombrado culpable por él lo era. Pero, gracias a ti, empiezan a hacerse preguntas, empiezan a ver la realidad. Si la situación sigue así, acabará habiendo una rebelión.
—¿Y el rey morirá?
—Es un privilegio que me reservo.
Aglaya miró a Deger durante unos minutos. Después, fue hacia la mesa, donde había bandejas con comida, se sentó y empezó a comer.
Le pareció ver por el rabillo del ojo que el desconocido sonreía antes de marcharse por el agujero y volver a poner la piedra en su sitio, dejándola sola con sus pensamientos y preocupaciones.


—¿Cómo ha ido? —preguntó Sayfa cuando vio que Deger salía del pasadizo secreto, construido durante la conquista de los reinos del Gun.
El hombre revolvió el cabello del joven, un chico de catorce años con el pelo y los ojos castaños claros que trabajaba como mozo de cuadra en los establos del rey.
—La chica comerá. Gracias por decírmelo.
—Dáselas a mi madre, es ella la que le pone la bandeja de comida y después la recoge. —Lo miró con cierta inquietud—. Oye, Deger, habrá una rebelión, ¿verdad?
—Si todo va como tengo previsto, dentro de unos años lo lograremos —dicho esto, observó la muralla que protegía el palacio del rey—. Tengo que volver a la ciudad, debo hablar con un par de personas más para continuar con la primera fase del plan.
Así dio por concluida la conversación.
Poco después, Deger recorría los suburbios de la ciudad, cabizbajo y evitando a los guardias que vigilaban la ciudad, pues no le convenía que supieran de su existencia todavía.
Pero ya faltaba menos para terminar aquello. Sakasi y la gente que había reunido de aquella zona de la ciudad se encargarían del plan mientras él se marchaba a Siginak, la ciudad al sur de Siyagun, por un tiempo para encontrar información sobre los naik. Sin ellos, la rebelión no tendría sentido, y sin esa rebelión, no podría reunirse con su padre y liberar a su madre.


[1]N. del A. El todil es la lengua que se habla en Tohum.
[2]N. del A. Yewatani es el nombre original del continente situado al sur de Tohum, al que se le conoce como Sabana Oscura.

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