Capítulo 7. Contrabandistas
Yeralti Vala
El capitán observó
las dunas, concentrado en buscar alguna forma de que esa salamandra no acabara
con él y sus hombres antes de llegar al otro lado de Yeralti Vala.
La caja que les
dio el vasi no funcionaba, el
sacerdote se lo había advertido pero, ahora que estaba muerto, lo intentó sin
éxito. Tampoco podía enfrentarse a una criatura que escupía veneno y fuego con
sus armas, pues estas no le afectaban gracias a su poderosa armadura.
Pero no podía
rendirse. Aquella misión era demasiado importante como para fracasar. Dependía
de él y sus hombres derrotar a los naik
y salvar al rey de la venganza de Damballa.
—¿No podéis
cruzar?
Cuando se dio la
vuelta, vio a alguien cubierto por una capa y una capucha que escondía su
rostro. Por la voz y la estatura, le pareció que se trataba de un hombre, pero
su intuición le dijo que lo que había frente a él no era humano.
—¿Quién eres?
El desconocido
tendió la mano, una mano negra de largas uñas que le resultaba muy familiar.
Era el vasi, el mismo que le entregó
la caja al rey y que lo salvó de la tormenta de arena.
—Dame la caja. Os
ayudaré.
El capitán, aunque
con recelo, obedeció. Después, el vasi
alzó el vuelo, levantando una nube de arena que le impidió ver a dónde iba.
Pero no tardó en adivinarlo cuando escuchó los llantos y gritos que salieron de
la caja y que parecían provenir del cielo.
La salamandra, que
volvía a enterrarse en las dunas, gimió y empezó a soltar por la nariz grandes
llamaradas que el guardián detuvo creando una barrera dorada que envolvió a la
criatura.
—Ahora, ¡marchaos! —le gritó al capitán
en su cabeza.
Este movilizó
rápidamente a sus tropas y cruzaron las dunas como si el Maligno los
persiguiera. Durante todo ese tiempo, miraban temerosos la barrera, que parecía
estar a punto de romperse cada vez que Zehir le daba un fuerte golpe con la
cola que la hacía temblar.
Cuando estuvieron
a salvo, el vasi se alejó de la
salamandra a una distancia prudente para después deshacer la barrera, dejando
libre al animal, quien no se movió de donde estaba a pesar de que podía
alcanzar a los soldados y al guardián sin dificultad.
Por su parte, el vasi desapareció en el cielo sin dejar
rastro de su presencia. Solo el capitán vio la caja que le había dejado, sin
que se diera cuenta, en su bolsa de viaje.
Dumanli Dag, Kurakarazi
Parecía imposible,
pero por fin habían llegado a Dumanli Dag. Se trataba de una ciudad rodeada de
bosques frondosos y oscuros, los cuales eran cuidados por los agricultores que
recolectaban sus frutos y donde los ganaderos traían sus rebaños para que
pastaran. Esa zona de Kurakarazi era conocida por la buena madera, sobre todo
la de roble, y la habilidad de sus habitantes para trabajarla.
—No me puedo creer
que ya estemos aquí —comentó Irsis, quien miraba emocionado la plaza del
mercado, probablemente atento a la bolsa tintineante que acababa de sacar uno
de los soldados que compraba en una tienda de joyas—. Eso es, amigo, cómprale
algo bonito a tu mujer, que yo me cobraré el resto…
—No hemos venido a
robar, Irsis —le advirtió Yilan, quien iba encapuchado, evitando así que la
gente reparara en su cabello claro y su tez pálida.
—Ya lo sé, pero
cuando la oportunidad llama a la puerta, yo le abro y le digo: “Hola, preciosa,
¿a dónde me llevas hoy?”.
—Irsis…
—Vale, lo pillo.
—Irsis cruzó los brazos e hizo un puchero, como si fuera un niño pequeño—. Le
diré que mi hermano mayor no aprueba nuestra relación.
—Pero si vuestra
relación no tenía futuro —le siguió la broma Zhor con una sonrisa burlona.
El joven, decidido
a ganar aquella discusión amistosa, continuó el juego.
—Está bien,
teníamos pequeños problemas…
—Yo te diré lo que
tienes pequeño.
—¡Eh! Ahí sí que
no entro, cerdo impotente.
—¿Qué me has
llamado, niño?
—¿Siempre están
así? —preguntó Alev, que empezaba a tener dolor de cabeza.
—La verdad es que
desde el primer día supimos que Zhor es muy discutidor —contestó Shunuk, que
pese a parecer ajeno a lo que lo rodeaba había escuchado toda la riña—, pero no
esperaba que siguiera las… curiosas bromas de Irsis.
—Bueno, aún es un
niño.
—¡Eh, Alev! Te he
oído, luego tendremos una charla —dijo el muchacho, mirando amenazadoramente a
su hermano, quien alzó las manos como diciendo que se rendía.
—Yo no he dicho
nada.
Antes de que Irsis
replicara y llamara la atención de todos los que los rodeaban, Yilan decidió
poner orden.
—Chicos, encuentro
muy divertidas vuestras discusiones, pero ¿podéis esperar a que hayamos
descubierto algo sobre el naik que
hay aquí y evitar montar un espectáculo? No es que a mí me importe, pero si nos
pillan armando mucho jaleo tal vez nos interroguen y nos registren, y entre que
la espada de Zhor lleva el símbolo de Siyagun y yo soy de las Tierras Pálidas…
No sé, puede que se hagan preguntas. ¿Vosotros qué pensáis?
En un instante, la
discusión terminó sin un ganador.
Se alojaron en una
posada de los suburbios, lejos del castillo del general que gobernaba la ciudad
y también de los soldados. La mayoría se sintieron cómodos y seguros allí,
incluido Alev, que había pasado toda su vida en un barrio de clase media. El
que se sentía inquieto era Zhor, pues sabía que los nobles no debían meterse en
callejones donde pudieran apuñalarles en cualquier esquina.
—¿De verdad vamos
a quedarnos aquí? —preguntó mientras miraba por la ventana a la gente que
caminaba por la calle vestida con harapos, vagabundos que peleaban por un trozo
de pan podrido y hombres que intercambiaban pequeñas bolsas por dinero. Fueron
estos últimos quienes más llamaron su atención—. ¿Qué son esas bolsas?
Curioso, Irsis se
acercó a él para ver a qué se refería. Frunció el ceño al fijarse en la bolsa
al mismo tiempo que hacía una mueca de desagrado.
—Gesem, ¡puaj! —respondió antes de
apartarse y regresar a su tarea; descoser la almohada para esconder una pequeña
bolsita de cuero y volver a coserla con un hilo y una aguja que le había
prestado Shunuk.
—¿Qué es eso?
—Droga,
básicamente, una a la que te puedes enganchar muy fácilmente. Ni siquiera los
médicos la usan con sus pacientes para que no sientan dolor, y eso que al
parecer es muy efectiva…
—¿Quién compra esa
mierda?
—Los nobles. Son
los únicos con suficiente dinero como para comprarla. —Observó a Zhor con los
ojos entrecerrados—. No te acerques tanto a la ventana, alguien podría verte.
—Bueno, ¿y qué?
—Que en esta clase
de barrios es mejor ser invisible. Si llamas la atención, irán a por ti.
Zhor negó con la
cabeza antes de sentarse en el suelo y sacar su espada para afilarla. No
comprendía los suburbios de las ciudades, nadie te hacía daño a menos que
llamaras la atención, en cuyo caso, ¿te atacaban?
—¿Qué quieres
decir con eso, Irsis?
Yilan, al ver que
el muchacho no encontraba las palabras exactas para explicarse, decidió hacerlo
él.
—En los barrios
bajos hay un par de reglas que debes seguir a menos que quieras acabar muerto.
—¿Reglas? Creía
que precisamente por la falta de normas es peligroso andar por estos sitios.
—Esta es la parte
ilegal de la ciudad, todo el mundo comete crímenes aquí o en las calles donde
vive la gente de clase media e incluso alta. Y como las personas saben que
todos tienen algo que ocultar aquí, se aseguran de parecer invisibles.
—¿Por qué?
—Porque en cuanto
alguien llama su atención, te persiguen —respondió Irsis—. Y cuando te
persiguen, descubren cosas de ti y, cuando eso pasa, llaman a los soldados para
que te cojan a cambio de una recompensa.
—¿Creéis que nos
harán lo mismo a nosotros?
—Seguro —dijo
Yilan con una sonrisa—, de hecho, eso es exactamente lo que queremos que hagan.
Si había algún
contrabandista del que podías fiarte, ese era Siyaret Ish. Negocio discreto,
sin testigos, dale la pasta, te dará mercancía de calidad y te dejará
tranquilo. No se la des… y acabarás tus días en un callejón devorado por las
moscas y los perros callejeros.
Sí, él olía a kilómetros
los buenos negocios, y acababa de ver uno interesante. Un hombre alto y
robusto, envuelto por una capa, estaba vendiendo un soluk a un joven que parecía ser el mensajero de algún noble. Ambos
hablaban en susurros sobre el precio mientras el extranjero mantenía la cabeza
baja en señal de sumisión.
Debía reconocer
que era un buen trofeo. El soluk era
muy alto y corpulento, con una buena masa muscular y poderosas extremidades.
Como todos los del continente norte, tenía la piel pálida y el cabello rubio
platino. La única rareza que poseía eran los ojos, de un verde muy oscuro.
—Deberías prestar
más atención a la gente que pasa por tu lado.
Al darse la
vuelta, se encontró con un hombre de cabello castaño y ojos almendrados que lo
cogió por el cuello sin miramientos y lo empotró contra la pared sin cambiar en
absoluto su expresión.
—Ya lo tengo,
chicos.
Los tres hombres
que hablaban en susurros se acercaron, uno de ellos cojeando, hasta el
desconocido que lo mantenía sujeto. Detrás de este, apareció un muchacho que
seguramente era el más joven de todos y que le resultaba familiar sin saber por
qué.
—Y Zhor creía que
este plan era una estupidez —comentó el chico con una enorme sonrisa—. ¿Cuánto
me debes…?
—¿Qué te he dicho
sobre las apuestas, Irsis? —le reprendió el otro joven de cabello castaño y
ojos dorados, el que le había parecido el mensajero de algún noble.
Un momento.
¿Irsis? ¿Ese no era…?
—¿Tú eres Irsis?
—le preguntó con los ojos abiertos, percatándose de que la descripción
coincidía perfectamente con el chico.
Todos lo miraron
con desconfianza y las manos entre sus ropas, probablemente sobre las
empuñaduras de sus armas.
—¿Me conoces? —El
joven lo miró con esos oscuros ojos, cargados de una obvia amenaza. Lo mejor
que podía hacer era andarse con cuidado; si ese era el mismo Irsis del que le
había hablado su primo, tenía que procurar caer bien.
—Tú eres el socio
de mi primo Zagan, ¿verdad?
El joven se
sobresaltó y le escrutó con la mirada.
—¿Eres Siyaret?
—El mismo.
A pesar de su
afirmación, no parecía muy convencido, razón por la que le pareció que miraba
al soluk unos instantes. Este asintió
y el hombre que lo sostenía lo soltó.
—¿Qué hace el
contrabandista de armas más famoso de Asikhava en Dumanli Dag? —le preguntó
Irsis.
—¿Qué hace el
mejor amigo de mi primo lejos de Aragili?
—Trabajo.
—Yo también. —Se
irguió y observó a sus acompañantes con perspicacia—. Pero lamento decirte que,
a diferencia de tu afirmación, es cierto que estoy aquí para vender mis
servicios a aquel que los necesite, y a buen precio.
Irsis entrecerró
los ojos.
—No creo que te
guste la respuesta.
—Por eso suele
decirse que la curiosidad mató al gato, ¿no?
Sus ojos negros
parecieron ver a través de su alma, algo que le provocó un escalofrío. Había
algo en ese chico que no acababa de gustarle. ¿Con qué clase de personas se
relacionaba Zagan?
—Estoy aquí por el
naik que vive en el volcán.
Palideció al
escucharlo. No, no le gustaba nada esa respuesta.
—¿Para qué coño
quieres a ese naik? Te hará trizas en
cuanto te vea. Ese monstruo amenaza a los ciudadanos con matarlos a todos a
menos que le traigan de comer. Y no es por hablar, pero las raciones son muy
grandes…
—¿Es cierto que
vive en el volcán?
—¡Y yo qué sé!
Nadie ha entrado ahí dentro para averiguarlo. Pero, en serio, ¿qué quieres
hacer con él?
—Llevármelo.
—¿Una recompensa a
cambio de la muerte? Ese es un precio muy alto, no vale la pena.
—¿Quién ha dicho
que vaya a entregarlo a los soldados?
Iba a empezar
reír, pero al ver la sonrisa diabólica del joven supo que hablaba en serio.
¡Será chiflado!
—¿Y qué vas a
hacer con él?
—Ya te lo he
dicho, voy a llevarlo conmigo. Y antes de que digas nada más, tienes a tres naik enfrente, así que mide tus
palabras. No me gustaría matar al primo de mi mejor amigo.
No dijo nada,
solamente observó a los cinco hombres que había a su alrededor. ¿Quiénes de
todos ellos serían los que traerían de vuelta al Maligno y condenarían a la
raza humana a un mundo de oscuridad? Espera, ¿por qué pensaba en eso? Nunca
había creído ni una sola palabra de lo que decían los sacerdotes. Todo aquel
que tuviera dos dedos de frente sabía que dirían que los cerdos ponen huevos si
les pagaban.
—Mira, Siyaret —le
llamó Irsis—, me da igual lo que pienses mientras nos digas cómo nos ponemos en
contacto con ese naik. Es lo único
que queremos saber.
Volvió a observar
a todos los hombres, esta vez más tranquilo, antes de encararse a Irsis.
—¿Sabe mi primo
que su mejor amigo ayuda a los naik?
—Zagan fue la
primera y única persona a la que le he dicho lo que soy. ¿Cómo crees que le
salvé la vida cuando nos conocimos?
Siyaret asintió y
se quedó pensativo. Si su primo mantenía una relación estrecha con Irsis a
pesar de saber que era un demonio… entonces significaba que podía confiar en
él.
—Si insistes… Una
vez a la semana, los savazan
concretamente, los ciudadanos traen comida a los pies del volcán. No sé si ese naik al que buscas vivirá allí o no,
pero estará el savazan por la noche
para recoger el alimento.
Irsis asintió y
colocó una mano en su hombro.
—Gracias.
Se encogió de
hombros.
—No hay de qué.
—Si quieres un
consejo —le dijo el hombre que cojeaba con expresión tranquila—, márchate de la
ciudad cuando tengas la oportunidad. Nos están siguiendo soldados de Siyagun
con la intención de hacer explotar el volcán, así que esta ciudad será
peligrosa dentro de poco.
Siyaret asintió
antes de despedirse de Irsis y el resto con una sonrisa dubitativa, sin estar
muy seguro de qué pensar de aquel extraño encuentro, y sin darse cuenta de la
presencia de unos hombres que le echaron miradas furtivas.
—Así que tendremos
que esperar —comentó Alev una vez hubieron vuelto a la habitación.
En ese momento,
Yilan, Irsis y él discutían cómo proseguir con la búsqueda del naik mientras Shunuk intentaba aliviar
el dolor de la pierna de Zhor, el cual había regresado poco después de su
encuentro con el contrabandista.
—Eso parece —dijo
el más joven, que estaba sentado junto a la ventana, observando inquieto las
sombras que cruzaban furtivamente la calle—. Por cierto, hace tiempo que quería
comentaros algo, pero entre Avsil y Zehir no había tenido tiempo de contároslo.
—¿De qué se trata?
—Tuve un sueño, o
mejor dicho, entré en el sueño de uno de nuestros hermanos. —Tanto Yilan como
Alev se sobresaltaron, hasta Shunuk detuvo un instante su tarea, pero esperaron
a que continuara—. Al principio no sabía dónde estaba, pero lo comprendí cuando
un perro negro enorme me exigió que me fuera de su sueño.
—¿Un perro negro?
—Yilan se rascó la barbilla al mismo tiempo que trataba de recordar cuál de
todos sus hermanos se transformaba en ese animal—. Si no me falla la memoria,
ese naik podía controlar la tierra y
la lava, además de expulsar humo. Creo que su nombre era…
—Guayota —terminó
de decir el muchacho—. Ese es uno de los nombres que me dijo. El otro creo que
era…
El ruido del
cristal roto lo interrumpió. Todos dieron un salto al ver que la ventana junto
a la que estaba Irsis se rompía en diminutos pedazos. Este no se atrevió a
asomarse, pero sí a observar a través de la cortina andrajosa las figuras que
se escondían tras las casas.
—¿Qué ha sido eso?
—murmuró en voz baja.
Alev se arrodilló
cerca de donde estaba y cogió algo del suelo.
—Una piedra
—respondió antes de mostrársela—. ¿Pero quién…?
Irsis cogió una
capa y salió por la puerta sin darles tiempo a sus hermanos a detenerlo. Estaba
claro que fueran quienes fueran los que les habían lanzado la piedra querían
algo de ellos, e iba a averiguar de qué se trataba.
Terminó en un
callejón que apestaba a alcohol y a excrementos, algo a lo que ya estaba
acostumbrado y que esperaba. Lo que no esperaba era que alguien le colocara una
cuerda alrededor del cuello y comenzara a asfixiarlo.
Forcejeó, logrando
asestarle un codazo a su contrincante, pero la presión sobre su garganta
aumentó y, en pocos minutos, cayó desmayado al suelo.
Lo último que oyó
antes de perder el conocimiento, fue el susurro de un hombre ordenando que lo
ataran y lo llevaran a la guarida.
Tolant Oda, Zennet
Zekilik trató de
no sonreír cuando los vasi agacharon
las orejas al verlo. Hacía tiempo que estaba acostumbrado a esa reacción por
parte de sus congéneres, debida a que en esos momentos era el guardián más
antiguo de todo el Zennet.
Además, todos
habían oído hablar de él, ya fuera en sus vidas humanas o en sus nuevas vidas
como sirvientes de Tanri. Pero lo importante era que, por ahora, eran lo
suficientemente listos para saber que no debían tocarle las narices con el tema
de Zeker. Ninguno de ellos aprobaba sus visitas al Gokhabis, ¡como si no
hubiera visto sus miradas reprobatorias!, aunque le importaba muy poco lo que
pensaran.
De todas formas,
era uno de los vasi más respetados,
probablemente esa era la razón por la que Kinskalik todavía no había tenido una
charla con él. Pero, a juzgar por los ligeros pasos que escuchaba a sus
espaldas, eso no tardaría en cambiar.
—Ve al Bahse,
ahora —le dijo este cuando pasó por su lado, sin detenerse en ningún momento,
de forma que sus compañeros no se dieron cuenta del mensaje.
Sonrió de nuevo
mientras salía a los Isinlari y se adentraba en ellos para llegar al Bahse, un
bosque extraño al que los vasi no
tenían acceso. Corrían rumores de que los dioses realizaban ceremonias secretas
entre aquellos robles y secuoyas, pero nadie sabía en qué consistían o por qué
tanto misterio en ese lugar. Además, se les prohibió a los guardianes entrar
allí hace mucho tiempo.
Cuando estaba al
borde del bosque, se quedó quieto, preguntándose qué harían los Antiguos allí.
Se imaginó con una sonrisa al bueno de Kish montando orgías y a Dalga planeando
un posible asesinato contra alguno de sus pretendientes…
—Tenemos que
hablar, Zekilik.
No se dio la
vuelta al reconocer la voz del líder de los guardianes, solamente se quedó
donde estaba, observando los frondosos árboles entrelazando sus ramas de forma
caótica, hasta el punto de no estar seguro de dónde terminaban unas y empezaban
otras.
—¿Qué crees que
harían los Antiguos aquí?
Le pareció que
Kinskalik soltaba una leve risilla.
—Seguro que Kish
raptaba mujeres humanas y las traía aquí, o tal vez Dalga asustara a sus
posibles futuros maridos…
Soltó una
estruendosa carcajada al oírlo.
—Tiene gracia, es
lo mismo que he pensado yo.
Kinskalik se
colocó a su lado con una sonrisa triste.
—A veces… los echo
en falta.
—Yo también, pero
¿qué le vamos a hacer? Tú eres quien mejor sabe que los dioses pueden ser
vencidos. Al fin y al cabo, encerraste a Zeker.
—Sabes que no fue
una lucha limpia.
—Los dos sabemos
que las guerras no se ganan jugando limpio. Yo hice muchas cosas cuando era
humano para proteger a los míos… de la misma forma que tú sacrificaste muchas
otras para devolverle a Arkadian lo que le pertenecía.
El rostro de su
compañero se ensombreció. Probablemente estaría pensando en aquellos tiempos,
cuando fue humano, y todas las cosas a las que renunció, incluso a la mujer a
la que amaba.
—Fui yo quien
decidió sacrificarlo todo por él. No tendría por qué haberlo hecho, confiaba
ciegamente en mí y podría habérselo quitado todo. Pero no lo hice porque no
quería traicionarle. Es así de simple.
—¿Y qué ha sido de
ese hombre, Kinskalik? —le preguntó con tristeza—. ¿Por qué has cambiado tanto
en estos quinientos años? ¿Por qué traicionaste a Zeker y Tanri? Ellos también
confiaban ciegamente en ti.
Las facciones del vasi se endurecieron y un músculo de su
cuello palpitó.
—Porque estoy
cansado de ser yo quien renuncie a todo. —Dio media vuelta y se marchó a largas
zancadas, pero se detuvo en seco—. ¡Ah! Lo que te quería decir. Me caes bien,
Zekilik, y hemos pasado por muchas cosas juntos, así que te pido que no vuelvas
a hablar con Zeker. No me gustaría que te pasara lo mismo que a Hainlik.
¡Ja! Si su viejo
amigo creía que podía asustarle con eso, es que a pesar de los miles de años
que habían estado en el Zennet no le conocía en absoluto.
—¿A mí me das una
charla e Iyilik puede pasearse por el Gokhabis como si nada? Eso no me parece
justo.
—Iyilik no es como
nosotros —respondió, aunque le pareció detectar cierta tensión en su voz—. En
su vida humana, cumplió con su deber. Además, a él no puedo hacerle nada —dicho
esto, siguió su camino hacia los Isinlari.
Por su parte,
Zekilik lo observó pensativo.
“Así que sabe
quién era Iyilik en su vida humana… Qué curioso, creía que solo Hasalik,
Hainlik y yo lo sabíamos”, pensó con los ojos entrecerrados. No creía que
Iyilik se lo hubiera contado pero, entonces, ¿quién se lo había dicho?
Dumanli Dag, Kurakarazi
Siyaret no se
molestó en cerrar la puerta con llave. No era necesario, porque no pensaba
volver a la ciudad en mucho tiempo. Si lo que le había dicho el tipo cojo que
acompañaba a Irsis era cierto, era lo suficientemente listo como para salir de
allí por patas. Podía enfrentarse a un soldado, tal vez a dos e incluso tres,
pero no podía luchar contra un volcán en erupción, sobre todo si los chiflados
de Siyagun iban a hacerlo explotar.
Así que lo que
mejor que podía hacer era largarse cuanto antes. Puede que volviera a Aragili
para visitar a su primo y contarle su extraño encuentro con su mejor amigo.
Seguro que hasta le parecería gracioso…
Justo cuando iba a
girar por una esquina, escuchó unas voces inquietas que hablaban en susurros.
—Hay un rastro de
sangre, pero no está aquí —dijo una de ellas.
—Eso significa
que, sea quien sea el responsable, necesita a Irsis con vida.
¿Irsis? ¿Qué le
había pasado?
—¿Qué hacemos?
—Nos dividiremos
para encontrarlo. Id a todas las tabernas y escuchad con atención. Alguien
tiene que saber dónde está o dónde encontrar al que se lo ha llevado. Pero
tenemos que dar con él antes del amanecer.
—¿Crees que
escucharon nuestra conversación con ese contrabandista?
—Tal vez. Eso
explicaría que se lo hayan llevado.
—Quieren traer a
los soldados y entregarlo a cambio de una recompensa, ¿verdad?
—Es la única razón
que se me ocurre para mantenerlo con vida. Cualquier otro lo habría matado ya.
—Entonces, démonos
prisa.
Siyaret se pegó a
la pared para evitar ser visto por los cuatro hombres que desaparecieron en la
ligera niebla que acariciaba las calles que estaba a punto de abandonar.
No se movió, no
estaba seguro de qué hacer. Él era un contrabandista, lo único que sabía hacer
era vender armas al mejor postor para tener algo que llevarse a la boca y un
techo donde resguardarse. Sabía luchar, pero no era tan bueno como su primo
Zagan, y mucho menos llegaba al nivel de Irsis, por lo que le había oído decir
a su primo; así que lo último que necesitaba era meterse en líos con soldados.
De modo que no
tenía por qué meterse en los asuntos de un naik
al que acababa de conocer, mucho menos intentar hacer algo para ayudarle.
Además, con él iban otros dos demonios, ¿no? Entonces no tardaría en estar
resuelto.
Así, con la
conciencia tranquila, se dirigió a las afueras de la ciudad, dispuesto a
abandonarla antes de que los soldados de Dumanli Dag lo pillaran con armas de
contrabando y le cortaran las manos, o que los de Siyagun fueran al volcán para
hacerlo explotar. No le importaba, solo quería seguir con vida.
Irsis se despertó
con la misma sensación que cuando tenía catorce años y se emborrachó por
primera vez. Dolor de cabeza, estómago revuelto, y un mareo que le impedía
situarse con claridad.
Pero estaba seguro
de que esos síntomas no se debían a la resaca, pues el dolor de cuello no iba
incluido.
Trató de
levantarse, pero se dio cuenta de que sus brazos, sus piernas y su pecho
estaban atados. Miró a un lado y luego a otro con lentitud, demasiado mareado
para hacer movimientos bruscos. Solo vio lo que parecía ser un almacén
subterráneo, con una antorcha iluminando la estancia. Estaba atado a una cama,
y a su lado había una mesa pequeña y un par de sillas, en una de las cuales
estaba sentado un hombre que le observaba.
—Hola, demonio.
Apenas rodó los
ojos al escuchar el insulto.
—Si atas a todos
tus invitados de esta forma no te extrañe que en cuanto los liberes se vayan
corriendo y no vuelvan.
El hombre esbozó
una sonrisa.
—No sabía que los naik tuvieran sentido del humor.
—Eso es porque no
me conoces. Una juerga sin mí es como intentar emborracharse con agua.
Su secuestrador
rio con ganas.
—Eres muy
divertido, casi me da pena tener que entregarte a los soldados.
—Hay una solución
para eso, no me entregues.
—Ojalá pudiera
hacerlo, pero mi mujer y mis tres hijos necesitan comida. Y hace varios meses
que el negocio flojea.
—¿A qué te
dedicas?
—Contrabando de
drogas.
Estuvo a punto de
soltar una risa irónica, pero era lo bastante inteligente como para saber que
eso solo lo perjudicaría. Y parecía que se estaba ganando la simpatía del
contrabandista.
—¿Y qué esperabas?
Estamos en la temporada fría, las plantas se mueren más rápidamente que en
primavera o verano.
El hombre lo miró
con la cabeza ladeada, curioso.
—¿Entiendes de
drogas?
—Me crie en los
suburbios, sé lo suficiente de ellas. ¿Y sabes qué?, no son buenas.
El hombre rio de
nuevo.
—Precisamente por
eso es un negocio seguro. Si eres discreto y tienes material, los clientes
nunca te abandonarán y seguirás recibiendo dinero.
—Pero cuando el
material escasea, corres el riesgo de que busquen otro vendedor, ¿no es así?
—Sí que es verdad
que entiendes de esto. ¿Te importa si te pregunto el motivo?
Se habría encogido
de hombros si las cuerdas se lo hubieran permitido.
—Prefiero tener
algo de conversación hasta que lleguen los soldados que quedarme callado
mirando el techo como un gilipollas. —Sonrió al escuchar que el secuestrador
reía de nuevo—. Soy ladrón, me gusta robar cosas, sobre todo dinero. Pero
reconozco que alguna que otra vez he fisgado algo de droga.
—¿Por qué?
—Sentía curiosidad
y quería probar. Pero no he vuelto a consumir nunca.
Al oírlo, el
hombre lo miró estupefacto.
—¿No te
enganchaste?
No, le resultó
imposible. Sucedió dos años atrás, cuando descubrió el escondite de un
contrabandista y decidió coger un poco. Jamás imaginó el efecto que tendría en
él al ser un naik. Aún daba gracias a
Zeker por conseguir llegar a casa de su abuelo antes de empezar a tener
convulsiones y transformarse cada dos por tres en cuervo.
Recordaba la bilis
y la sangre mezcladas en la boca, la visión borrosa y el dolor de las
transformaciones. Los músculos desgarrándose, los huesos rompiéndose y
alargándose… De no ser por su abuelo habría muerto.
—No tiene efecto
en los naik —mintió.
—Ya veo. Qué
interesante…
En ese momento,
entró un hombre alto y corpulento, con espesa barba y mueca malhumorada.
Parecía que le hubieran roto la nariz y se la hubiera colocado otra vez.
—¿Estás seguro de
que no puedo matarlo? —le preguntó al contrabandista mientras le miraba a él
con odio.
—No, Bruc. Tendrás
que perdonarle que te haya roto la nariz.
Irsis trató de no
sonreír al comprender que ese era el hombre al que había golpeado… y que había
estado a punto de matarlo estrangulándolo.
—Sí, Bruc,
perdóname y agradece que te haya roto esa narizota de cerdo en vez de esa cosa
de la que huyen las mujeres cada vez que la ven.
Bruc se habría
abalanzado sobre él de no ser porque el otro hombre lo detuvo.
—Recuerda que lo
necesitamos vivo para cobrar una recompensa. ¿O quieres volver a casa con las
manos vacías? —Aunque a regañadientes, Bruc dejó de forcejear y se alejó de la
cama—. Y tú intenta no provocarle, o acabarás muerto.
El joven dejó
escapar un resoplido.
—Oh, qué miedo,
estoy temblando como un pollito en invierno —se burló—. ¿Por qué no le dices a
mamá gallina que me arrope? Me da miedo esa cosa deforme que tiene tu amigo
entre las piernas —añadió antes de soltar un par de carcajadas cuando Bruc
intentó atacarle de nuevo y fue detenido una vez más por el contrabandista.
Finalmente, este
lo echó de la habitación y le dirigió una mirada envenenada.
—¿Qué coño
pretendes?
—Bueno, si voy a
morir de todas formas prefiero que sea antes de que cobréis una recompensa.
Quién sabe, puede que al final os matéis entre vosotros gracias a mí. —Soltó
una risotada al imaginárselo—. La verdad es que me sería de mucha ayuda.
—Ya veo que no
eres ningún tonto.
Irsis le dedicó una
sonrisa burlona.
—Saldré de aquí,
gilipollas. Soy un naik, al fin y al
cabo.
—Yo no estoy tan
seguro —replicó el hombre con una sonrisa mientras le señalaba el pecho—.
Imagino que habrás notado que tienes algo untado en la piel. Es una sustancia
de lo más interesante; los médicos la utilizan para paralizar a sus pacientes
antes de realizar alguna operación. Además de inmovilizarlos por completo, no
sienten nada, ni siquiera dolor… a menos que sea muy fuerte, claro. —Miró al
demonio con una ceja alzada—. ¿De verdad creías que iba a enfrentarme a un naik sin estar preparado?
—Tenía un rayito
de esperanza —refunfuñó Irsis mientras concentraba sus poderes, pero no le
sirvió de nada; notaba los músculos cada vez más rígidos, ya empezaba a
resultarle difícil incluso mover los labios o los dedos.
—Lo siento, chico,
pero necesito el dinero para mantener a mi familia. —Iba a marcharse de la
habitación, pero en el último momento se giró—. Por cierto, el nombre del
hombre que te ha atrapado es Kaziran Kimse.
—Y el nombre del
demonio que te matará es Irsis —dijo con dificultad, casi entre dientes.
Kaziran solamente
sonrió y cerró la puerta tras él. Por su parte, Irsis maldecía para sus
adentros. Había pensado en usar una ráfaga de viento para cortar las cuerdas en
cuanto se quedara solo y huir pero, aunque lo intentaba, no podía usar sus
poderes. Incluso trató transformarse, algo que le resultó muy doloroso además
de imposible.
Solo rezaba para que sus hermanos lograran
encontrarlo de alguna manera, aunque no sabía cómo podrían hacerlo.
Yilan esperó con
los brazos cruzados a que sus compañeros regresaran.
Estaba muy
preocupado por Irsis, habían pasado un par de horas desde que se lo habían
llevado y aún no había regresado, lo cual quería decir que su hermano menor no podía
encargarse solo de sus enemigos.
Sus pensamientos
se vieron interrumpidos por Shunuk, quien hizo un gesto negativo. Poco después
llegó corriendo Alev, que los miró preocupado, y finalmente se reunió Zhor con
ellos, jadeando y cojeando.
—Por vuestras caras
deduzco que no sabéis nada, ¿verdad?
—Nadie sabe nada
—dijo Shunuk—. ¿Qué hacemos ahora?
Yilan no lo sabía.
No tenía ni idea de dónde buscar. Los suburbios eran extensos, y la gente poco
dispuesta a colaborar. Y ellos solo tenían hasta el amanecer para ayudar a
Irsis.
—Si es necesario,
entraremos por la fuerza en todas las casas hasta que lo encontremos. Si tenéis
que amenazar con matar a alguien o matarlo directamente, hacedlo, pero no
podemos dejar que le pase nada a Irsis.
—No creo que eso
sea necesario.
Todos dieron media
vuelta al escuchar una voz que provenía de la esquina. Fruncieron el ceño al
ver a un hombre joven con el cabello negro rizado y los ojos castaños que los
observaba con cautela y curiosidad.
—¿Quién eres tú?
—preguntó Alev mientras agarraba la alabarda que llevaba cruzada a la espalda.
—Vuestro amigo, el
contrabandista de armas, ha sido muy valiente al venir a buscarme, así que
decidí darle una oportunidad y comprobar si era cierto que había un par de naik en mi ciudad. —Los observó a los
cuatro fijamente, como si tratara de descubrir quiénes de todos ellos eran los
demonios—. No creo que todos seáis naik,
¿verdad?
—Responde a la
pregunta —exigió Alev, colocando la punta de la alabarda bajo su cuello.
El hombre ni
siquiera pestañeó, simplemente se levantó la camisa, dejando a la vista su
costado derecho, en el cual tenía tatuado un perro negro.
Yilan y Alev se
apartaron de la sorpresa. Ese hombre…
—¿Eres Guayota?
—preguntó el primero con los ojos como platos.
—Irsis apareció en
mi sueño. Creía que solo había sido eso hasta que el contrabandista me dijo su
nombre. —Una leve sonrisa se asomó a su rostro—. Me llamo Kafa Kopek, y puedo
ayudaros a encontrar a nuestro hermano.