miércoles, 27 de junio de 2018

La Sombra de la Destrucción

Capítulo 5. Los refuerzos del Zehennem


Ayna Oda, Zennet
    
Kinskalik observaba el mundo terrenal desde el ayna, concretamente, Yeralti Vala. Avsil, el demonio que creó siglos atrás para perseguir a los naik, había encontrado el rastro de Damballa y sus otros dos hermanos. Se trataba de una criatura enorme con forma de serpiente; sus escamas eran más duras que las placas de una armadura, amarillas y veteadas de un rojo brillante; tenía ocho patas de águila que, más que para moverse, le servían para agarrar y atacar a sus víctimas; su mandíbula era fuerte y maciza, con grandes colmillos retráctiles; y sus ojos eran amarillos y con las pupilas rasgadas. Cuando la creó, le dio la capacidad de sentir el aura característica de los naik; puesto que eran seres con dos almas en un mismo cuerpo, resultaba muy fácil de percibir para aquel que tuviera esa habilidad.
Veo que has soltado a tu mascota favorita.
El vasi siseó al mismo tiempo que sus alas se erizaban y mostraba los colmillos. Sin embargo, se controló cuando vio al halcón blanco que estaba posado sobre el respaldo de uno de los divanes.
—Koruy —saludó fríamente—. ¿Qué haces aquí?
Koruy era una criatura creada por Tanri, por lo que no le obedecía a él ni a nadie que no fuera la divinidad que le dio la vida. Su deber era vigilar la entrada del Zennet y echar a los intrusos. A pesar de su pequeño tamaño, era muy poderoso… y se llevaban mal desde hacía casi un milenio.
El animal erizó las plumas y abrió ligeramente las alas, a modo de advertencia.
Este también es mi hogar, vasi, puedo ir adonde me plazca. Así que más vale que no me lo impidas… o te destrozaré.
A Kinskalik no le cabía ninguna duda de que cumpliría su amenaza. Por un lado, quería deshacerse de él; su lealtad hacia Tanri le producía arcadas. Pero por otro, era importante mantenerlo vivo. Nadie tenía su poder de detección; si algo entraba en el Zennet, él lo sabría y le daría caza hasta que lo hubiera reducido a cenizas. Y nadie había podido escapar de las garras de Koruy. Por lo tanto, tendría que controlarse, aunque fuera muy difícil.
—Está bien, Koruy. Pero aún quiero saber qué te trae por aquí. Tú no sueles utilizar el ayna, razón de más para que sienta curiosidad.
Aunque fuera imposible, Kinskalik juró que el halcón estaba sonriendo.
Me he enterado de que has dejado salir a Avsil para cazar a los naik que están en el desierto, así que solo he venido a echar un vistazo.
Aunque no creía ni una sola de sus palabras, no tuvo tiempo para averiguar nada más sobre sus intenciones, pues Avsil había encontrado a sus presas.


Yeralti Vala

—Chicos, esto es una mierda —comentó Irsis mientras veía cómo Avsil se acercaba rápidamente a ellos—. Vamos a morir.
—Eso no lo sabremos hasta que intentemos evitarlo —dijo Shunuk, que estaba a su lado—. De todas formas, ya sabías que podrías morir en este viaje, Irsis.
—Ya, bueno, nadie me dijo que aparte de los soldados tendríamos que luchar contra una serpiente gigante especializada en cazar gente como yo, ¿sabes?
—No te preocupes, saldrá bien —afirmó Yilan con convicción mientras le tendía sus dagas a su hermano.
—¿Y si no?
—Entonces seré yo quien muera. Al fin y al cabo, hago de señuelo —dijo antes de desprenderse de su ropa y transformarse en una gran serpiente blanca que cruzó rápidamente la distancia que lo separaba de Avsil, quien no tardó en verlo y en lanzarse sobre él.
Ambos intentaron morderse el uno al otro, pero lograron esquivar sus respectivos ataques. Yilan atrapó una de sus patas delanteras con los colmillos, pero Avsil le apartó e intentó arañarlo sin éxito, ya que la serpiente blanca hizo un ágil movimiento con su cuerpo para esquivarlo.
Mientras luchaban, Irsis se había transformado en cuervo y tenía entre sus garras las dagas que le había dado Yilan y en el pico una túnica enrollada.
—¿No podríamos haber huido como gente normal?
—Nos habría encontrado de todas formas —respondió Shunuk—. Hace muchos años también vino a por Yilan. Yo no podía ayudarle contra Avsil y habría sido una molestia, así que decidimos separarnos un tiempo. Esperé en Uzurum un par de años antes de que volviera a por mí.
—¿Quieres decir que Yilan tardó años en perder de vista a esa cosa? —preguntó Irsis, incrédulo.
—Sí, y lo logró tras preparar un escenario adecuado en el Mar Ovalar, escondiendo sus mudas de piel en varios sitios para confundirle y luego atacarle, dejándole lo suficientemente herido como para que tuviera que retirarse. Aunque a él también le costó un tiempo recuperarse de sus heridas. —Un silbido llamó su atención. Zhor estaba a más de veinte metros de distancia junto a Alev. Ambos les hicieron una señal—. Alev ya está preparado. Ahora te toca a ti.
—¿De verdad no hay ninguna forma de evitar esto?
—No.
Pues vaya. —Irsis alzó el vuelo y se dirigió al combate. Lo que tenía que hacer no era especialmente difícil, pero si Yilan fallaba, él era el plan de emergencia. Y esperaba de verdad no tener que llegar a eso. Cuando estuvo sobre las cabezas de las serpientes, las sobrevoló en círculos—. ¡Yilan!
La serpiente blanca apenas miró a Irsis. Ahora que él había llegado y estaba preparado, era el momento de terminar de jugar con Avsil. Se escondió bajo la arena y se colocó bajo la criatura. Instantes después, salió y aprovechó la confusión del monstruo para envolverla con su cuerpo e inmovilizarla.
¡Listo!
Irsis voló hacia la cabeza de Avsil y dejó caer las dagas antes de alejarse de las criaturas para evitar recibir ningún golpe.
A gran velocidad, Yilan se transformó en humano, de forma que acabó en la cabeza de Avsil, concretamente, frente a sus ojos. Fue ahí donde cayeron las dagas. Antes de que la bestia hiciera algún movimiento para quitárselo de encima, las cogió y la apuñaló en los ojos.
Avsil soltó un horrible rugido mientras sacudía la cabeza, lanzando a Yilan por los aires. Irsis, que había estado esperando ese movimiento, bajó en picado a por su hermano y lo alcanzó con sus garras. Una vez fuera de peligro, le ayudó a trepar hasta su lomo.
¡No me puedo creer que haya salido bien! —gritó Irsis, eufórico y graznando.
—Ahora le toca a Alev —comentó Yilan con una sonrisa mientras se ponía por encima la túnica que su hermano había traído junto a las dagas.
Más abajo, el naik y el soldado observaban a la gran serpiente que aún rugía por el dolor, sacudiéndose sin control y atacando a ciegas.
—¿Crees que podrás con ella? —le preguntó Zhor.
—Aún no estoy recuperado del todo, pero estando ciega no podrá ver por dónde le vienen los golpes —dicho esto, alzó ambas manos y concentró sus poderes.
Cuatro brazos de arena salieron de las dunas y envolvieron a la serpiente, dejándola inmovilizada. La criatura intentó liberarse dando inútiles bocados, pues los brazos se regeneraban justo después del ataque, sin darle tiempo a sacar su cuerpo. Alev inspiró hondo, reuniendo fuerzas, y la lanzó contra el suelo, el cual empezó a arremolinarse rápidamente hasta que se transformó en un torbellino cuyo objetivo era enterrar a la criatura. Esta, confusa y ciega, siguió luchando en un vano intento por escapar, pero Alev la tenía firmemente sujeta con los brazos de arena y el remolino no tardaría mucho en engullirla.
Parecía que la victoria estaba asegurada cuando apareció un agujero dorado en el cielo. Irsis se acercó volando a él, aunque se mantuvo a una distancia prudente por seguridad.
—¿Qué coño es eso?
No tuvieron tiempo para averiguarlo, ya que una voz masculina comenzó a cantar. Yilan se tapó los oídos e Irsis graznó, desestabilizando el vuelo y aterrizando penosamente en la arena.
Su hermano mayor vio cómo el joven volvía a su forma humana gritando de dolor y retorciéndose. Por otro lado, también vio a Alev, que había caído al suelo con las manos en las orejas y que aullaba agónicamente mientras Zhor intentaba taparle los oídos como podía, sin resultado.
El torbellino de arena que enterraba a Avsil se desvaneció, al igual que los brazos que la sujetaban, de forma que la criatura volvió a estar libre y se dirigió a tientas hacia Yilan e Irsis para acabar lo que había empezado.
Iba a dar el golpe de gracia cuando algo oscuro se lanzó contra su rostro y la atacó. Avsil se deshizo de lo que quiera que fuera, pero la bestia apenas tardó un instante en volver al ataque junto a otros seres que mordieron sus patas. Entonces se dio cuenta de que estaba en desventaja, así que decidió retirarse por el momento.
Los extraños seres respetaron su decisión y la dejaron marchar. El más grande de todos ellos y el que había atacado a la serpiente en primer lugar, miró el agujero dorado, del que salía la voz, y lanzó un aullido que se elevó hasta este y lo hizo desaparecer junto a aquel canto.
Cuando los naik dejaron de escucharlo, fueron conscientes de las criaturas, que los observaban sin intención de hacerles daño alguno. Frente a ellos, había una manada de lobos con cola de dragón; eran tan grandes como un caballo y bastante corpulentos y musculosos, y su pelaje era de un tono negro brillante que contrastaba con sus ojos amarillos. Pero el que más llamaba la atención era uno que tenía el doble de tamaño, con el pelaje oscuro más largo y reflejos rojos que resplandecían bajo el árido sol.
Yilan e Irsis, los que estaban más cerca de ellos, se levantaron con precaución y les devolvieron la mirada.
—¿Serán amigos de Alev? —preguntó Irsis, aunque su hipótesis quedó descartada al ver que su hermano miraba a las bestias con desconfianza.
—No lo parece —respondió Yilan antes de adelantarse un paso—. ¿Quiénes sois?
El más grande, que seguramente era el líder, lo miró con ojos inteligentes.
Somos los sabuesos del Zehennem —le respondió una voz femenina, grave y potente—. Venimos en nombre de Kirmi y Erish.
Yilan frunció el ceño al escuchar esos nombres. Kirmi era la diosa menor del Zehennem, encargada de procurar el bienestar de las almas que llegaban del mundo humano y, además, la esposa de Zeker. Erish, hija de ambos, era la diosa de la caza y los animales.
Pero, aunque ambas todavía eran veneradas por los humanos, en el momento en que Zeker fue vencido y encerrado en el Gokhabis quedaron atrapadas en el Zehennem por los vasi, evitando así que fueran a ayudar al dios de los muertos.
—¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó Yilan con el ceño fruncido—. Se supone que ellas no pueden venir al mundo terrenal.
Y no pueden hacerlo. Alguien ha abierto un portal en el Zehennem y mi señora y su hija nos han enviado a ayudaros. Tenéis suerte, hay alguien que está de vuestro lado.
Alguien de su parte… Aunque eso era bueno para ellos, le inquietaba no saber su identidad. En el peor de los casos podría querer algo a cambio… y en el mejor podía tener las mismas intenciones que ellos.
—Gracias por vuestra ayuda. Decidles que estamos en deuda con ellas.
Se lo haré saber a mi señora y su hija—dijo la hembra antes de inclinar levemente la cabeza en señal de respeto y alejarse junto a los demás por las dunas. Antes de que Yilan e Irsis se dieran cuenta, los demonios se hundieron en la arena hasta desaparecer.
—¿Se han ido al Zehennem? —preguntó Irsis, mirando el lugar por donde se habían marchado.
—Lo más seguro es que sí.
El joven se quedó pensativo unos instantes antes de volver a hablar.
—Eso de desvanecerse en la arena ha sido genial, ¿crees que Alev podrá hacer lo mismo?
—Aunque tuviera ese poder, dudo que pudiera ir al Zehennem.
Los dos se giraron para encontrarse con Alev, que tenía el rostro cansado, y con Shunuk y Zhor, el cual estaba apoyado en el otro para caminar.
—¿Estás bien? —le preguntó Irsis a su hermano.
—Aparte de la sensación de tener una resaca de mil demonios, estoy bien —respondió con el ceño fruncido por la inquietud—. ¿Quién puede ser la persona que ha abierto ese portal?
—Probablemente alguien que tenga el mismo objetivo que nosotros —comentó Yilan en voz alta—. La pregunta es ¿por qué alguien que no fuera un naik querría liberar a Zeker?
—Tal vez para pedirle un favor —propuso Irsis, rascándose la nuca.
Era lo más probable pero, aun así, Yilan no estaba tranquilo. No le gustaba que le utilizaran, ya había pasado por eso. Y desde luego, no iba a permitir que nadie hiciera lo mismo con sus hermanos.
—Sea quien sea —concluyó—, nos será útil. Pero debemos estar atentos, puede tratarse de una trampa.
Todos asintieron y siguieron a Alev hasta el refugio para recuperarse. Los soldados de Siyagun no tardarían en llegar hasta su posición y debían marcharse cuanto antes mejor.
Ninguno se dio cuenta de que, tras una duna, una figura los observaba fijamente.


Ayna Oda, Zennet

Kinskalik cubrió su rostro con las manos cuando el rugido de Zehena lo lanzó contra la pared. No se hizo daño, pero eso no evitó que la furia lo invadiera.
¿Cómo había podido esa maldita Kirmi dejar libre a su mascota? Era imposible que hubiera descubierto el modo de destruir el Sello de Bilghik, no era tan poderosa.
Las carcajadas de Koruy solo lograron enfurecerlo aún más.
—¿Qué te hace tanta gracia?
El halcón lo miró con una sonrisa burlona.
El sabueso de Kirmi te ha dado una buena, ¿eh? Por mucho que seas un vasi, dudo que pudieras hacerle un rasguño a esa loba.
—Esa bestia y su entrometida dueña no deberían meterse en mis asuntos.
Esa bestia y su entrometida dueña son parientes de los naik, estaba claro que si tenían oportunidad de ayudarlos lo harían. Además, tú hiciste trampa al intervenir en su combate contra Avsil. Abriste un portal para neutralizarlos con tu voz y, así, tu serpiente los mataría. —Koruy movió la cabeza de un lado a otro—. Le tienes mucho afecto a ese demonio, sobre todo después de que matara al primer Damballa.
Kinskalik no dijo nada, se dedicó a mirar al ser blanco con furia. No le importaba jugar sucio, no iba a dejar a los naik sueltos por ahí con intenciones de traer de vuelta a Zeker.
Observó a Koruy mientras este estiraba las alas, desperezándose como si la batalla que acababa de contemplar equivaliera a una siesta. Luego se marchó planeando tranquilamente hacia la salida. Una hipótesis tomó forma en su mente.
—¿Esto ha sido cosa de Tanri? —le gritó para que le oyera.
El halcón soltó una carcajada en su mente.
Quién sabe. Al fin y al cabo, los caminos de los dioses son inescrutables.


Yeralti Vala

A Shunuk no le gustaba nada la forma en que Zhor miraba a los naik. Últimamente había estado muy callado, sin duda reflexionando sobre lo que debería hacer. No le sorprendía que se encontrara en un dilema; su deber como soldado era cumplir las órdenes de su rey y proteger a su reino, y eso significaba matar a Yilan y los demás.
Cuando menos se lo esperaba, Zhor desenvainó su espada y se abalanzó sobre Irsis.
—¡Irsis, cuidado!
El joven ya había previsto el ataque, pero no hizo ningún movimiento. Sencillamente, se quedó quieto y miró al soldado a los ojos.
Tal y como preveía el muchacho, Zhor detuvo su ataque al instante, a apenas varios centímetros de su garganta. Le pareció sentir el frío acero contra la piel, a punto de segarle la vida en cualquier momento.
—¿A qué esperas, soldado? Mátame. —Cogió el filo de la espada y lo puso contra su cuello, provocando así un diminuto corte—. El rey te mandó a una misión para matarnos, ¿verdad? Pues sé un buen soldado y empieza por mí.
Nadie notó el temblor del arma de Zhor excepto Irsis. Los ojos de su contrincante, aunque fríos, mostraban un asomo de duda. ¿Qué debería hacer? Los naik eran malvados, provocarían el regreso de Zeker y esclavizarían a la raza humana… O eso era lo que le habían enseñado desde pequeño.
Pero lo que veía frente a él no era otra cosa que un muchacho que había estado solo desde que nació, odiado por su padre y sin nadie que lo quisiera aparte de sus hermanos naik. ¿Cómo podía matar a un niño que no le había hecho nada aparte de cuidar su pierna?
Finalmente, bajó el arma, con lo que Shunuk y los demás se tranquilizaron. Pero el caos todavía se arremolinaba en su mente.
Por otro lado, Irsis sonrió y continuó con su tarea de ayudar a Yilan a poner las cosas en el carro, como si nada hubiera pasado.
—¿Cómo sabías que no iba a matarte? —le preguntó Zhor, todavía confundido por lo que acababa de pasar.
—Si hubieses querido matarme, habrías dejado que aquel akbalar acabara conmigo —explicó con sencillez y sin mirarlo, como si no fuera nada del otro mundo—. Nadie se toma tantas molestias por su enemigo.
—Yo también soy tu enemigo —comentó Zhor lentamente para dejarlo claro—, ¿por qué no me matas?
—¿Matarte? —Irsis lo miró durante unos minutos, pensativo. Luego, se encogió de hombros y siguió con su tarea—. Bueno, reconozco que me molestó que tú y tus amigos intentarais usar a Shunuk como cebo, pero él te perdonó, así que yo también. Después de eso, lo único que hiciste fue salvarme la vida de ese akbalar e ir a avisar a Yilan y a Shunuk cuando Alev intentaba matarme. Yo diría que no tengo motivos para matarte.
Cuando el joven se marchó con Yilan a recoger más provisiones, Zhor, cojeando y con una mueca de dolor, se sentó en el suelo y agarró su pierna con fuerza. No tendría que haber intentado atacar con la pierna así. Si al final hubiera decidido matar al chico, también habría tenido que luchar con el hombre de pelo blanco, el joven del desierto y el esclavo. Pero también se estaba dando cuenta de que cada vez veía a los naik más como personas que como demonios, y en el fondo sabía que, si pasaba más tiempo con ellos, llegaría a un punto en el que sería incapaz de cumplir con las órdenes de su rey.
—Deberías dejar de forzar la pierna —comentó el esclavo mientras se sentaba a su lado para afilar su hoz—, si lo haces, no hará más que empeorar.
El soldado le respondió con un gruñido.
—Dime una cosa, esclavo. ¿Por qué no he podido cumplir con mi deber?
Shunuk se tomó su tiempo para contestar. Zhor ya empezaba a pensar que no lo haría cuando este le explicó:
—Yo me crie en una colonia de esclavas, mi amo era el rey, y era mi deber obedecerle sin importar qué decisiones tomara. Él ordenó la ejecución de toda mi colonia, pero yo sobreviví gracias a Yilan. Sin embargo, tendría que haber muerto, ya que esa era la voluntad de mi amo. —Detuvo su tarea para pensar un momento—. Dime, ¿tendría que haberme quitado la vida porque así el rey lo quería? ¿Tenía que morir porque el hombre que había matado a mi madre había decidido que ya no le servíamos como era debido? —No esperó a que Zhor respondiera, sino que siguió hablando mientras volvía a afilar su arma—. Me educaron para obedecerle y servirle, pero yo no quería morir por él. A ti te han educado igual, Zhor; has atacado a Irsis porque es lo que el rey te ha ordenado, pero en el fondo sabes que no está bien. Te estás dando cuenta de que tú, yo y los naik no somos tan diferentes.
—¿Insinúas que somos iguales? —Zhor soltó una carcajada—. Esos demonios a los que proteges destruirán la humanidad y la esclavizará.
—Eso a mí me da igual. —Iba a replicar, pero el esclavo lo interrumpió—. Yo soy un esclavo desde mi nacimiento, ¿qué diferencia habrá para mí si los naik esclavizan a los demás? Ellos no son peores por ello, al fin y al cabo, vosotros lo hicisteis antes.
Zhor tuvo que reconocer que eso era verdad. Incluso los naik serían mejores que los humanos. Ellos tenían motivos para hacer daño a una raza que los había asesinado generación tras generación mientras los mortales esclavizaban a gente…
Fijándose bien en Shunuk, se dio cuenta de que, a diferencia de lo que su padre le había enseñado sobre los esclavos, este no tenía nada que le hiciera inferior a él. Tenía dos ojos, una nariz, una boca, dos brazos, dos piernas… exactamente igual que él. Joder, lo vio luchando contra ese akrehler y puede que hasta en eso fuera mejor que él.
Si se basaba en eso, prácticamente todo lo que le habían enseñado de niño era una gran mentira.
—¿Sabes, Shunuk? Creo… que ahora estoy empezando a darme cuenta de que, todo este tiempo, he estado en el bando equivocado.
El susodicho lo miró con sorpresa al principio y, después, soltó una carcajada, algo que lo dejó perplejo pues, si no recordaba mal, era la primera vez que lo veía riendo.
—¿Qué he dicho para que el hombre de hielo se muera de risa?
—Es la primera vez que me llamas por mi nombre.
—¿Y?
—Eso quiere decir que ya me consideras tu igual.
Por otro lado, Yilan e Irsis estaban junto a un pequeño lago, donde esperaban a que Alev regresara. Hacía rato que se había marchado al exterior para traerles algo, pero por mucho que le habían preguntado no habían podido sonsacarle qué estaba tramando.
Así que, mientras esperaban, ambos habían recogido todo lo que necesitaban para continuar con la travesía, y ahora discutían qué iban a hacer.
—No podemos ir a por los soldados, es muy arriesgado —declaró Yilan.
—¡Venga ya! Solo tienes que transformarte en serpiente, ir bajo tierra y atacarles.
—Ya oíste a Alev, son demasiados, Irsis. Da igual que ataque, no sé quién lleva la caja y, si fallo, la abrirán y nosotros nos quedaremos inmovilizados. Además, si eso ocurre, Shunuk no podrá ayudarnos, no podrá con todos.
—La llevará el capitán, Yilan.
—Demasiado obvio, no creo que sea él.
Irsis dejó escapar un bufido.
—Precisamente por eso la llevará el capitán. Además, no creo que sepan que estamos aquí, ¿por qué iban a intentar engañarnos?
—Sí que lo saben.
Ambos miraron a Zhor, el cual, puesto que había decidido seguir con los naik durante un tiempo, había ido donde ellos para conocer sus planes de viaje. Shunuk también estaba a su lado, y parecía muy satisfecho por algo que se les escapaba.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Irsis.
El soldado se encogió de hombros.
—Mi capitán me dejó tirado en aquel carro para que los akrehler me zamparan y él poder escapar. Lo más seguro es que haya informado de que os infiltrasteis. Por eso el rey ha enviado más tropas con tanta rapidez.
—Entonces saben que estamos aquí —comentó Yilan en voz alta antes de mirar a su hermano—. No vamos a arriesgarnos a coger esa caja, es peligroso.
El joven le dedicó una mirada fulminante, pero al final asintió. Comprendía el peligro, pero detestaba quedarse de brazos cruzados mientras el enemigo tenía en su poder un objeto que los hacía vulnerables.
—¿Y cómo nos largamos de aquí? Solo tenemos un carro y dos caballos. Iremos demasiado lentos. Y no se te ocurra pedirle a Alev que utilice su truco de la arena flotante, no creo que se haya recuperado tanto como para llevarnos a todos tan lejos.
—La verdad es que no, pero siempre me he considerado un hombre de muchos recursos.
Todos se volvieron para mirar al aludido, quien esbozaba una gran sonrisa.
—¿Acaso tienes un carro volador? Porque no nos vendría mal —comentó Irsis.
—Tengo algo mucho mejor que un carro. Venid.
Los llevó al exterior y les mostró a lo que se refería. Los cuatro se quedaron con la boca abierta al ver lo que había traído.
—¡La hostia! —exclamó Irsis—. Sí que eres un hombre de muchos recursos, hermano. No entiendo por qué estás soltero.
Alev rio mientras los demás observaban con ojos incrédulos la manada de caballos que había reunido. Eran un poco más pequeños que la mayoría de corceles, con crines y colas oscuras y del color de la arena.
Yilan, extrañado por no haber visto nunca caballos cuando estuvo en Yeralti Vala, se acercó a su hermano para preguntarle:
—¿Qué clase de caballos son? Cuando estuve aquí nunca los vi.
—Es que no son caballos —explicó Alev con una sonrisa—. Se llaman kumath, y son seres que viven aquí. No son violentos, de hecho, cuando los akrehler y los akbalar no tienen invitados los cazan. No suele ser fácil, porque se transforman en arena.
—Y entonces, ¿cómo los cazan?
—Solo pueden convertirse en arena durante un tiempo limitado. Si eres rápido y puedes perseguirlos, tienes cena.
—¿Y se supone que tenemos que montar en eso? —preguntó Zhor, no muy convencido—. No parecen rápidos y mucho menos capaces de soportar nuestro peso y las provisiones.
—Créeme, te sorprenderán. —Miró a sus compañeros—. ¿Qué decís?
—Creo que Irsis hace rato que ha tomado una decisión —comentó Shunuk con una sonrisa divertida mientras señalaba a un kumath que se alejaba rápidamente de ellos con el joven al lomo. Todos rieron al escucharlo gritar alegremente, como si se lo estuviera pasando en grande, lo cual era muy probable, ya que siguió cabalgando con los dos brazos alzados, mirando al cielo.
—Supongo que no hay nada que decir —dijo Yilan, sabiendo que sería imposible apartar a su hermano del corcel—. ¿Qué dices tú, Zhor?
El soldado gruñó, prometiéndose que más tarde tendría una seria conversación con el muchacho sobre tomar decisiones solo.
—De acuerdo, pero tengo una pierna herida y no puedo cabalgar como de costumbre, así que tendréis que tener paciencia conmigo.
—¿Nos llevaremos toda la manada? —preguntó Shunuk con el ceño fruncido—. ¿No es demasiado?
Alev hizo una mueca.
—Veréis, aunque yo sea aquí el rey del desierto, hay algo mucho más peligroso que yo.
—¿Como qué?
—Zehir, la Salamandra.


Tath Oda, Zehennem

El mundo de los muertos no era en absoluto como los humanos imaginaban. Estaba formado por dos grandes territorios; el primero era Seza, una fortaleza cuyo objetivo era castigar a los mortales por sus malas acciones. La peculiaridad de sus celdas era que tenían la curiosa facultad de adoptar cualquier forma con tal de torturar a sus inquilinos; podían convertirse en desiertos gélidos y en arenas movedizas donde las almas se hundían, en bosques infestados de bestias que te persiguen y en un ataúd donde estar atrapado por siempre. Este lugar era el hogar de Shemihaza, el encargado de custodiar aquella prisión junto a los zerikte, demonios con forma humanoide, pero con patas, cola y alas de dragón, un par de cuernos que sobresalían de su cabeza, orejas puntiagudas y largos colmillos y uñas.
El otro territorio era los jardines Dinlemne. Extensos campos con casas donde las almas nobles podían descansar hasta el día en que cruzaban el Afuyku, el Río del Olvido, donde olvidaban su vida pasada para después dirigirse al palacio de Zeker, donde el dios los rencarnaba.
Si en el Zennet siempre era de día, en el Zehennem reinaba la noche. Sería un lugar muy oscuro de no ser por las aguas plateadas del Afuyku, que recorría todo el mundo de los muertos, y unos farolillos flotantes que desprendían una luz blanca y que se desplazaban a varios metros por encima de las casas.
Kirmi, esposa de Zeker y encargada de procurar el bienestar de las almas del Dinlemne, se encontraba con su hija en Tath Oda, la sala del trono. Ahí estaban los cuatro tronos de los dioses de aquel mundo; Zeker, Kirmi, Beletseri y Erish.
—Zehena y los sabuesos han vuelto, mamá —dijo esta última, esperando nuevas instrucciones de su progenitora.
—El portal se ha cerrado, ¿verdad?
—Sí. ¿Crees que ha sido cosa de papá?
Kirmi, que observaba por las altas ventanas el Afuyku, se giró para mirarla.
—No, eso habría significado que tu padre es libre. Y si ya ha estado en el Gokhabis más de quinientos años, dudo que ahora pueda escapar. Además, si fuera capaz de salir de ese lugar por sí mismo no habría creado a los naik.
—Tienes razón. ¿Podemos hacer algo para ayudarles?
—Me temo que esta era nuestra única oportunidad para echarles una mano. El Sello de Bilghik nos impide crear portales, y mucho menos salir del Zehennem.
Erish apretó los puños, frustrada, cuando percibió algo en el aire.
—Mamá, alguien ha entrado en palacio.
Los ojos verdes de Kirmi relampaguearon y su cabello rojo dio la impresión de erizarse.
—Síguele sin que te vea, pero no ataques. Veamos cómo ha entrado aquí y qué quiere.
Su hija asintió y desapareció con un destello. Mientras, ella se sentó en su trono de oro blanco, decorado con imágenes de crisantemos e incrustaciones de zafiros.
Las puertas de la sala se abrieron, y un halcón blanco voló al interior de la sala y aterrizó en el suelo, a escasos metros de Kirmi, quien alzó una ceja al verle. No esperaba verlo allí.
—Koruy, hacía tiempo que no nos veíamos.
Este hizo una profunda reverencia.
Kirmi, es un placer volver a verla. Echaba en falta la hospitalidad de los dioses del Zehennem. ¿Podría decirle a su hija que se muestre? No la veía desde que era pequeña.
—Erish, ya le has oído.
La diosa apareció con un arco tensado por una flecha y apuntó a Koruy con ella. Pero el halcón no hizo otra cosa que sonreír.
Te has convertido en una diosa muy hermosa, y además con carácter. Se nota que eres hija de tu padre.
—¿Qué haces aquí?
¿No puedo hacer una visita a unas viejas amigas?
—¿Amigas? Desde que Tanri encerró a mi padre somos más que enemigos a muerte, traidor. ¿Qué os hicimos para que condenarais a mi padre? ¿Es que Tanri no recuerda que si gobierna el Zennet es gracias a Zeker?
Koruy la miró con tristeza.
Tanri no fue la que encerró a tu padre, sino sus vasi.
—Algo que no habría pasado si hubiera escuchado a mi padre. Él se dio cuenta de que Kinskalik estaba tramando algo, pero Tanri lo ignoró y ahora está encerrado en el Gokhabis. Fue culpa suya.
El halcón se dirigió en esta ocasión a Kirmi.
Permitid que lo explique.
—Lo lamento, Koruy. No tengo nada contra ti, pero no intentes justificar a Tanri. Tal vez no encerró a mi marido, pero si de verdad le importara no estaría en el Zennet de brazos cruzados.
Me temo que las cosas no son así de sencillas.
Kirmi y Erish se miraron un momento con el ceño fruncido.
—Explícate, por favor —pidió la primera. Su hija, por otro lado, bajó el arco, pero no guardó la flecha.
Todo comenzó cuando la Guerra de los Antiguos terminó y solo sobrevivieron dos jóvenes dioses; Zeker y Tanri —comenzó Koruy—. El primero gobernó el Zehennem y el segundo el Zennet. Vuestro esposo estaba preparado para su cargo como dios de los muertos, pero Tanri no lo estaba para gobernar a los mortales. Así, tuvo que depender, durante mucho tiempo, de los vasi, de forma que estos fueron adquiriendo cada vez más poder, tal vez hasta el punto de creer que eran dioses menores. Kinskalik era el que más cerca estaba de Tanri, puede que el hecho de que se diera cuenta de que en realidad no podría controlar el Zennet provocara la batalla.
—Eso ya lo sabemos, pero no explica por qué Tanri no hace nada para ayudar a mi padre. Fue él quien le plantó cara a Kinskalik, defendió su posición ante los vasi, ¿y qué recibió a cambio? Nada —dijo Erish con dureza.
¿Crees que cuando se dio cuenta de su error no intentó ayudar a Zeker? Habló con Kinskalik e intentó convencerle de que lo dejara libre, le dijo que haría cualquier cosa con tal de que le dejara marchar.
—Pero no dio resultado —adivinó Kirmi.
No. Kinskalik bloqueó el poder de Tanri de algún modo y ahora se encuentra en un estado comatoso. Les hizo creer a los demás guardianes que Zeker había intentado usurpar el poder de Tanri para gobernar el Zennet, que hubo una pelea entre ellos y que ahora sus heridas son demasiado graves como para recuperarse del todo. Y, para que nadie sospechara de su versión, le robó su voz para que no contara a nadie lo que había hecho y la ocultó en la caja que contiene el canto de los vasi. Ahora todos piensan que está demasiado débil y Kinskalik dirige el Zennet.
Cuando terminó de hablar, la sala se quedó en silencio. Erish esperaba oír la opinión de su madre al respecto y ella meditaba en silencio.
—Si eso es cierto, entonces explica muchas cosas. Aunque sea una diosa menor, conozco a Tanri, y confieso que me pareció muy extraño que no hiciera nada por ayudar a mi marido. Siempre le tuvo mucho afecto.
—Pero si tú lo sabes, ¿por qué no se lo cuentas a los otros vasi? —preguntó Erish a Koruy.
Todos los vasi creen firmemente en Kinskalik y en su lealtad a Tanri. Además, saben que él y yo no nos aguantamos desde mucho antes de que sucediera eso. Si se lo dijera, pensarían que solo es una excusa para librarme de él, puede que incluso intentaran matarme.
—Los vasi siempre fueron criaturas muy nobles y compasivas —murmuró Kirmi con tristeza—, y mira en lo que las ha convertido ese monstruo; en seres capaces de matar a cualquiera por protegerlo. —Miró a Koruy—. Comprendo lo que hizo Tanri, pero no justifica el daño que ha hecho. Es más, mi marido le dijo a uno de sus hijos, Damballa, que sería castigado si no reparaba el mal que les hizo a sus hermanos en su otra vida. Exijo que, cuando los naik, mis hijos, traigan de vuelta a Zeker y Tanri sea libre, Kinskalik reciba un severo castigo.
Le aseguro que así será, Kirmi —prometió Koruy, inclinando la cabeza.
—Y quiero que sea Tanri quien decida su castigo. Después de todo, es su vasi, y es su responsabilidad.
—Mamá —la llamó Erish, tensando el arco—, tenemos compañía.
Kirmi y Koruy se pusieron tensos al tiempo que observaban la sala. Allí dentro había algo, algo muy poderoso que ninguno podía identificar.
—¿Qué es eso? —preguntó Koruy con las plumas erizadas.
La diosa se levantó de su trono y avanzó por la sala hasta quedar frente a las puertas de madera de roble que hacían de entrada. Fuera lo que fuera lo que había allí, estaba al otro lado, lo percibía.
—¿Quién eres?
Por un momento, solo se escuchó el silencio. Pero pasados unos minutos, una voz, profunda y siniestra, dijo entre murmullos que resonaron en toda la estancia y en sus cabezas:
Un mero observador.
—¿Y qué es lo que observas?
A los naik. Tenemos que tomar una decisión sobre su futuro.
—¿Quiénes tenéis que tomar una decisión? ¿Eres un dios de otro mundo?
No, nosotros somos más que dioses. Nosotros os damos caza.
Kirmi tragó saliva al comprender de quién se trataba. Lo que había al otro lado… podía matar a un dios sin despeinarse siquiera.
—¿Qué quieres de los naik?
Por ahora, los observo.
Una sospecha se asentó en la diosa con un escalofrío.
—¿Fuiste tú quien abrió el portal para que mis demonios ayudaran a los naik?
Sí, pero no te confíes, diosa, los ayudé porque aún no tenían que morir.
—¿Eso significa que van a morir?
… Aún no lo hemos decidido. Pero lo haremos pronto… Ahora, no más preguntas, ya he averiguado lo que quería.
La voz se apagó y desapareció de la sala, al igual que la presencia.
Erish, asustada sin saber por qué, colocó una mano en el hombro de su madre, dándose cuenta de que estaba temblando.
—Mamá, ¿quién era?
Kirmi le cogió la mano, intentado que su voz no se quebrara al decir:
—Era un sicario.

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