sábado, 1 de diciembre de 2018

La Prisión del Alma


Capítulo 4. La muerte

Era casi de madrugada cuando Yilan escuchó los pesados pasos de los guardias que bajaban a las mazmorras, probablemente para darles comida y agua.
Tanto sus hermanos como Shunuk y Zhor lo estaban pasando mal. Este último estaba más que acostumbrado a poner grilletes, pero nunca a llevarlos, razón por la que movía constantemente las muñecas, signo de molestia.
Shunuk era todo lo contrario. Había llevado cadenas desde que tenía memoria, pero raras veces había vuelto a ponérselas desde que era un niño a menos que fuera para infiltrarse como esclavo en alguna parte o porque le habían capturado.
Suh tampoco parecía estar muy contenta de llevar cadenas, pero lo que más la molestaba eran las miradas lascivas de los soldados que pasaban junto a la celda y que movían burlonamente las caderas en su dirección. De todas formas, ella reaccionaba siempre igual, con su afilada lengua y esa sonrisa cruel y burlona, así que al menos pudieron reírse un rato.
Irsis era el que estaba más inquieto. Refunfuñaba frustrado a la vez que intentaba moverse y no paraba de quejarse de esa sustancia que tenía pegada al cuerpo. Era el más hiperactivo y nervioso, por lo que no poder moverse debía de ser muy incómodo para él.
Pero el que peor estaba de todos era Kafa. Yacía colgado de las cadenas sin mover ni un músculo, cabizbajo y con la mirada perdida en alguna parte. Habían intentado hablar con él un par de veces, pero no había dicho ni una palabra. Estaba destrozado. O eso pensaban cuando un soldado entró en la celda para darles de beber y el naik le dio un mordisco feroz en la mano. Tuvieron que ir dos guardias más a ayudarlo para librarlo del agarre de Kafa, quien apenas se inmutó ante los golpes que le propinó su víctima cuando intentaba soltarse.
Después, sin embargo, había vuelto a sumirse en aquella niebla depresiva.
Yilan, por su parte, estaba frustrado y se sentía vulnerable por primera vez en mucho tiempo. Confiaba en Alev, pero no saber lo que iba a tardar en liberarlos le ponía nervioso y eso no hacía más que agotarle.
Así, esperó a que los soldados de Yayla bajaran con jarras de agua y, deseaba fervientemente, con algo para comer. Pero, para su sorpresa y la de sus compañeros, cuando regresaron, llevaban sus armas, además de todas sus pertenencias, como el dinero y las bolsas de viaje.
Sin mediar palabra, los guerreros retiraron la sustancia que los inmovilizaba y les ayudaron a incorporarse y a coger sus cosas para después guiarlos al exterior. Poco a poco, mientras caminaban, fueron recuperando el control de su cuerpo, pero como los soldados no parecían tener intención de hacerles daño, no intentaron nada.
E hicieron bien, porque los llevaron a las afueras del castillo, donde les esperaba Alev junto a los tibicenas y unos cuantos caballos preparados para ser montados.
—¿Os han tratado bien? —preguntó con una sonrisa al mismo tiempo que Irsis se lanzaba a sus brazos tras tropezarse dos veces, ya que las piernas aún le fallaban un poco.
—¡No! ¡Ha sido horrible! ¡Nunca podré superarlo! —gimió exageradamente el joven, acompañado de un gesto de la mano que fue a parar a la frente teatralmente—. Me siento tan sucio…
—Es que aún tienes restos de esa cosa pegajosa, niño —se burló Zhor—. De todas formas, la que tendría que sentirse así es Suh, es a ella a quien han manoseado.
Alev frunció el ceño y se acercó un poco a ella.
—¿Estás bien?
Ella se encogió de hombros.
—No me han hecho nada, así que da igual. Si vuelvo a verlos les corto los huevos y arreglado.
Alev esbozó una media sonrisa antes de dirigirse a Yilan.
—He hecho un trato con la reina de Yayla.
—¿Está aquí? —preguntó el soluk, sorprendido. La residencia habitual de los reyes de dicho reino era Ayak, la capital.
—Es una mujer inteligente, quería asegurarse de que todo saliera como ella había planeado. —Miró el castillo—. Tengo que volver para cumplir mi parte del trato, pero antes quiero llevaros a un sitio. —Su mirada se apagó un poco al mirar a su hermano de cabello oscuro—. Sobre todo a ti, Kafa.
Este tragó saliva y asintió solemne, intuyendo a dónde iban.
Montando en los caballos, no tardaron mucho en llegar al lugar donde habían sido capturados por los soldados… y donde yacía el cuerpo de Theror.
Los tibicenas corrieron al lado del líder de la manada, lo olfatearon y le dieron empujones, como si intentaran levantarlo. Veba fue la única que permaneció junto a Kafa, contemplando entre gemidos cómo sus hijos intentaban despertar a su padre sin éxito.
Los jóvenes demonios, al comprender que no despertaría, lanzaron agónicos aullidos que resonaron en todo el bosque y que acompañaron el silencioso sollozo de Kafa, que se agachó junto a su fiel amigo para acariciarle el pelaje.
—No sabía qué querías hacer con su cuerpo —susurró Alev con voz suave.
Su hermano asintió, agradecido.
—Yo me encargo. —Le acarició la cabeza a la hembra que seguía gimiendo a su lado—. Despídete de Theror, Veba.
La tibicena se acercó a su compañero y se tumbó a su lado. Junto a sus hijos, le lamió el hocico tiernamente y le mordisqueó las orejas con cariño. Tras unos minutos, se levantó y se llevó a sus cachorros con ella.
Kafa contempló con los ojos llorosos a su mejor amigo antes de alzar un puño en su dirección. La tierra tembló ligeramente bajo el cuerpo de Theror y se hundió con él, cubriéndolo al mismo tiempo con dura piedra para que ningún carroñero lo tocara.
El naik de Guayota inspiró profundamente varias veces. Sintió que dos manos aferraban fuertemente sus hombros, una era de Yilan y la otra de Alev. Shunuk también parecía triste y escuchó que alguien tosía a sus espaldas.
—¿Estás llorando? —preguntó un sorprendido Irsis.
Zhor se tapaba la boca con una mano y tenía los ojos húmedos pero, aun así, lo negó fervientemente con la cabeza.
—No. —Su tono de voz solo dijo que estaba de mal humor, aunque después, para la sorpresa de todos, añadió—. Era un buen compañero. Siempre que me desvelaba por las noches venía junto a mí para hacerme compañía.
Kafa le dedicó un gesto agradecido. Entonces, oyó un chirrido que provenía de la tumba de Theror, donde estaba Irsis haciendo algo en la piedra con un cuchillo.
Estaba poniendo unos símbolos extraños que ninguno reconoció. Cuando terminó, todos le interrogaron con la mirada. El joven también tenía los ojos húmedos, era extraño verlo con aquella expresión tan abatida.
—Es para que le acojan en el Zehennem. No sé si las almas de los demonios también van allí, pero al menos… Al menos, creo que esto le dejará ir allí o al lugar adonde van los demonios cuando… Bueno, eso.
Kafa, por primera vez, esbozó una diminuta sonrisa y abrazó con fuerza a su hermano pequeño.
Por otra parte, Suh había hecho un ramo con las flores que había encontrado cerca y lo dejó cuidadosamente sobre la tumba.
Después de eso, no dijeron nada durante unos minutos. Se quedaron mirando el lugar donde ahora descansaba Theror mientras el viento silbaba suavemente.
Kafa se sentía mucho mejor ahora que lo había enterrado y que sus hermanos le habían consolado. Todos compartían su misma pena, tal vez no tan profundamente como él pero, aun así, sabía que habían llegado a querer a Theror.
No se movió cuando Alev se puso a su lado, pero sí se sobresaltó al escuchar lo que le dijo.
—¿Quieres a los hombres que mataron a Theror?
Sintió que todo su cuerpo se tensaba y que un gruñido involuntario salía de su pecho. Los tibicenas también debieron de entender la pregunta, porque lo corearon. También escuchó unos silbidos que conocía muy bien; eran sus compañeros desenfundando sus armas.
Dio media vuelta para encararse a Alev.
—Sabes que su sangre es lo que más deseo en estos momentos.
Su hermano asintió.
—Primero acabaremos con ellos y después iremos a por Fenrian.


El joven sacerdote taconeó impacientemente con los brazos cruzados. Estaba en el campo de entrenamiento junto a los soldados que le habían acompañado a capturar a los naik por orden de la reina. Al parecer, les faltaba un demonio que no se encontraba en el grupo que capturaron y quería que fueran a atraparlo.
—Si solo quiere que vayamos a por él, ¿a qué estamos esperando? —se preguntó enfurruñado, algo que hizo gruñir al capitán.
—La reina es una mujer inteligente. Tú solo cierra el pico y obedece.
El muchacho enrojeció, enfurecido.
—¿Cómo osas hablarme así? ¡A mí! ¡Un sacerdote!
—Sí, a ti, que aún eres virgen —dijo un soldado, provocando así las risotadas del resto de sus compañeros, incluido el capitán.
El sacerdote se encogió de vergüenza, aunque no se acobardó.
—¡Eso es mentira! ¡Esa zorra miente!
—Puede que mienta, pero bien que te explicó que no se acostaría contigo ni después de muerta.
Una nueva ola de carcajadas inundó el campo de entrenamiento, acompañadas por los furiosos chillidos del joven.
—Vaya, qué bien os lo pasáis.
Las risas cesaron al instante al escuchar esa voz vagamente familiar. No tardaron en desenfundar las armas al ver a uno de los naik, el que parecía ser el más joven de todos, tumbado despreocupadamente boca abajo en el suelo con ambas manos sujetando su rostro extrañamente alegre.
La curva de sus labios era sádica y en sus negros ojos había un brillo tan cruel como letal y furibundo.
—¿Cómo coño ha escapado?
El naik movió la cabeza a un lado y a otro.
—No, no, no, no. Esa no es la pregunta correcta. —Se levantó y metió las manos en sus ropas, como si fuera a sacar algo—. La pregunta correcta, caballeros… —Con un movimiento tan veloz que ninguno pudo reaccionar, lanzó algo que les cortó el cuello a dos soldados antes de que unos sangrientos abanicos de acero regresaran a sus manos—. Es cuánto tiempo vais a durar vivos.
Dicho esto, aparecieron todos los naik armados y preparados para matarlos. Los soldados no tuvieron ninguna oportunidad, al igual que tampoco la tuvo el sacerdote que, muerto de miedo, parecía incapaz de pronunciar un hechizo a derechas.
Pero solo se puso a temblar cuando vio un enorme perro negro que se acercó lentamente a él con los largos colmillos al descubierto, acompañado por cuatro demonios grisáceos de ojos rojos que parecían tan iracundos como él.
El naik alzó una garra y lo inmovilizó en el suelo. Entonces, su gigantesca cabeza se aproximó a su rostro y, con voz diabólica y teñida de sed de sangre, dijo:
Veba, Korku, Kabus, Uzus, hacedle pedazos.
Los tibicenas ladraron y se abalanzaron sobre su estómago. El sacerdote soltó un alarido de dolor al mismo tiempo que se removía desesperadamente, intentando, en vano, alejarse de los colmillos que lo destripaban.


La reina contempló con el rostro impasible cómo los naik se ensañaban con sus hombres en una carnicería que le hizo sonreír. De no ser porque eran demonios, puede que se hubiera llevado bien con ellos.
Por lo que le había contado Galner, sus hombres habían matado a uno de los suyos y querían venganza. A ella no le importaba lo más mínimo sacrificar unos cuantos hombres, incluso le parecía muy racional complacer a los naik en ese aspecto.
Porque incluso ellos podían sufrir. En eso se parecían bastante a los humanos.
—¿Ya estás satisfecho, Galner?
El demonio se acercó a la ventana y asintió.
—Bastante.
—Lamento la pérdida de vuestro amigo.
El rostro de Galner se crispó, pero se apartó de la ventana y se dirigió al centro de la habitación.
—Era un buen compañero.
Ella asintió y volvió a dirigir la vista hacia el campo de entrenamiento. Sí, los naik podrían llegar a caerle muy bien. Eran poderosos y parecían ser muy leales a los suyos. Solo con imaginar tenerlos en su ejército se excitaba. Semejante fuerza podría conquistar todo Tohum.
Sin embargo, no era tan estúpida. Los naik no querrían estar bajo el yugo de ningún humano, aunque… Siempre podía intentar que la vieran como una aliada de la que podían sacar beneficios.
Pero eso sería después de asegurarse de que Galner cumplía con su palabra.
—Bueno, Galner, he cumplido con todas tus exigencias, incluso he mandado un mensajero para que mis tropas de Feryat Dag se retiren de la cacería de Fenrian. Ahora es tu turno. —Avanzó un paso. Tenía los ojos brillantes de expectación—. Demuéstrame hasta qué punto cumplen los demonios sus promesas.
Galner alzó una ceja. Parecía divertido.
—¿Duda de mi palabra?
—No confío en las palabras, confío en los actos.
—Es una mujer inteligente. Pero yo cumplo mis promesas. —Ladeó la cabeza—. Me pidió que la chica muriera de tal forma que nadie la culpara del asesinato, ¿cierto? Una muerte dolorosa, por lo que recuerdo.
—Así es.
Galner entrecerró los ojos y se quedó en completo silencio. Pasados unos minutos, escuchó el grito horrorizado del rey, al que le siguieron unos sollozos desconsolados.
La reina se quedó muy quieta, sin acabar de creerse que la hubiera matado desde tanta distancia y sin tan siquiera tocarla.
—Ya está hecho, majestad —le dijo el demonio—. Compruebe usted misma si el rey la acusará o no —tras pronunciar esas palabras, se dirigió a la ventana para marcharse.
Naik.
Galner se giró para mirarla.
Lo que iba a hacer no era algo convencional, pero lo cierto era que le estaba muy agradecida y, además, si quería tener a los demonios de su lado, tendría que ceder en algún aspecto.
—Si alguna vez sus hermanos necesitan ayuda, estaré encantada de hacer tratos con ustedes —dicho esto, le hizo una reverencia.
Su comentario pareció hacerle gracia, pero vio en sus ojos que estaba agradablemente sorprendido. De todas formas, inclinó respetuosamente la cabeza y desapareció por la ventana.
Solo entonces, corrió a los aposentos de su marido. Quería ver cómo lo habría hecho el demonio para matar esa mujer a tanta distancia y estaba muy interesada en saber si era cierto que a ella no podrían implicarla en el asesinato.
Las puertas de la habitación estaban abiertas, había varios soldados y algún que otro sirviente dentro. Al ver la escena, no pudo evitar encogerse de horror, incluso tuvo que apoyarse en el marco de la puerta al comprender lo que Galner había hecho.
Sobre la cama, estaba su esposo, en cuyos brazos tenía a la joven sirvienta. Esta tenía profundos cortes por todo el cuerpo, provocados seguramente por la espada del rey que se encontraba en el suelo, reluciente de sangre. Su marido también estaba cubierto por la roja sustancia, lloraba como un niño al que su madre había abandonado mientras abrazaba a la joven y la besaba en la frente.
—Lo siento, lo siento, lo siento… —susurraba entre llantos.
La reina, tras recuperarse, mandó a todo el mundo fuera de la habitación excepto a dos soldados, a quienes que ordenó que esperaran en la puerta. Después, se acercó a su esposo y le tocó suavemente el hombro, pero este no reaccionó.
—Querido, mírame.
Tras unos instantes, el rey obedeció y la contempló con ojos llorosos.
—Yo… No sé qué me ha pasado. Creía que era un asesino y… Y yo… —Volvió a estallar en llantos, algo que la molestó profundamente. Debería darle una bofetada, pero si quería que las cosas fueran como antes de que esa puta entrara en su palacio, tendría que ser un poco más delicada.
—Querido, no es culpa tuya. —Lo abrazó y le acarició la cabeza, consolándolo—. Piensa en esto como una señal de Tanri.
Su marido sollozó de nuevo, pero esta la vez la miró.
—¿Una… señal de Tanri?
—Piénsalo. ¿Cuánto tiempo hace que no reúnes a tus ministros para ver cómo va la economía? ¿Cuánto tiempo hace que no les preguntas a tus generales por la situación de la ciudad? El pueblo espera impaciente por escuchar a su querido rey, por saber que todo va bien. —Señaló la ventana—. Contempla tu reino, querido, mira lo rico y fértil que lo has vuelto. Vive por él.
El rey tragó saliva y observó a la joven que yacía muerta entre sus brazos. Una profunda tristeza empañó sus ojos un instante antes de que inspirara hondo y una nueva determinación apareciera en ellos.
—Tienes razón, mi reina. He estado demasiado tiempo ausente. —Acarició a su amante por última vez y llamó a los soldados, que aparecieron inmediatamente—. Que los sacerdotes la preparen para el funeral, será mañana a primera hora. Algo privado, solo su familia y nosotros.
Los guerreros asintieron y se llevaron el cadáver de la habitación tras cubrirlo con una sábana. Mientras, el rey se dirigió a la ventana y contempló su reino fijamente durante unos momentos. Después, se volvió hacia ella.
—Te lo he hecho pasar mal estos años, ¿verdad?
La reina hizo una inclinación de cabeza.
—Yayla ha salido adelante, es todo cuanto importa.
Su marido le cogió ambas manos y las besó.
—Eres una mujer extraordinaria.
Cuando la abrazó, la reina sonrió. Sí, Galner había cumplido con su palabra y su plan había dado sus frutos. Al final, había recuperado al rey que recordaba y esperaba que muy pronto se pusiera al mando del reino y atendiera sus responsabilidades.
Pero no se quedaría al margen. En vez de estar con otras damas cosiendo, leyendo o tocando el arpa, vigilaría muy bien a su marido, no fuera que ahora estropeara todo lo que ella había conseguido.
Su sonrisa se hizo más ancha. ¡Y ella había estado a punto de entregar a los naik al rey de Siyagun! Era mucho más beneficioso tenerlos como aliados, no solo por lo que podía conseguir, sino porque, si acababan liberando a Zeker, podría pedirles que fueran piadosos con ella. Y si morían, seguiría manteniendo su posición de reina y nadie sabría nunca que había tenido tratos con ellos.
Daba igual lo que pasara, ella saldría ganando.


—Así que tenemos a la reina de nuestra parte —comentó Yilan antes de darle un mordisco al muslo de conejo que había cocinado no hacía mucho.
Tras la matanza del castillo, se habían adentrado en el bosque y habían preparado la cena, la cual había sido cazada por los tibicenas. Ahora, Alev les estaba contando cómo había conseguido liberarlos gracias a un trato que había hecho con la reina de Yayla, la cual parecía estar dispuesta a seguir de su lado.
—No te confundas, Yilan, lo hace por beneficio propio —le advirtió Alev.
—Precisamente por eso podemos fiarnos de ella. Si lo hiciera por mera bondad o generosidad, no confiaría en ella. —Sonrió y le dio una palmada a su hermano en la espalda—. Buena jugada, Alev. Creo que esa reina puede sernos útil en un futuro.
Este sonrió y miró a Kafa. Hacía rato que había cenado y se había quedado dormido junto a sus tibicenas. Parecía estar mucho mejor; tras vengar a Theror había estado un poco decaído, pero al menos en paz al saber que los asesinos de su amigo estaban muertos.
Los tibicenas tampoco parecían estar tan afectados como antes. Eran demonios y, aunque la muerte del líder de la manada les había dolido tanto como a su dueño, debían seguir adelante para sobrevivir y proteger a Kafa y a los naik. Por eso no podían pararse a llorar la pérdida de Theror, al menos, no por mucho tiempo, debían estar atentos y vigilar los alrededores.
—¿Crees que está bien? —le preguntó Alev a su hermano mayor.
—Sí. Sabe que si no sigue adelante, la muerte de Theror no habrá servido para nada.
Alev asintió.
—Los tibicenas vinieron a buscarme y me guiaron adonde estaba Theror. Por lo que me habéis contado, supongo que su intención era liberar a su familia para que me encontrara y así salvaros. —Hizo una pausa con los puños apretados—. Si ellos hubieran muerto, yo no habría podido encontrar vuestro rastro a tiempo, probablemente.
Yilan sabía que tenía razón, pero no dijo nada. En vez de eso, contempló a su grupo, que también parecía algo decaído, incluso Irsis estaba muy callado mientras cenaba.
Tras un largo silencio, Suh se levantó y levantó su cantimplora.
—Sin Theror no habríamos llegado tan lejos, tal vez ahora mismo estaríamos de camino a Siyagun para que el rey nos corte la cabeza. Pero hemos tenido la suerte de tener un fiel compañero y un gran amigo que ha dado su vida por nosotros. Por Theror.
Irsis se levantó y alzó su cantimplora.
—Por Theror.
Uno a uno, todos se levantaron y brindaron por el demonio. Para la sorpresa de todos, Kafa se despertó en algún momento y se unió a ellos con una sonrisa emocionada y los ojos anegados de lágrimas.
A pocos metros de ahí, oculta entre los árboles, Seri sonreía mientras observaba al grupo que se recuperaba de la pérdida de un amigo. Bajó la vista hacia la criatura que había a su lado, que movía la cola y contemplaba la misma escena con ojos brillantes.
—Eres afortunado por tener amigos como ellos.
La bestia asintió y la miró, interrogante, con sus ojos rojos.
—Tienes dos opciones; puedes venir conmigo al Zehennem o puedes quedarte aquí. Pero si vienes conmigo, no podrás cuidar de ellos.
El espíritu los contempló y, tras un momento, se sentó donde estaba. Seri sonrió, ya intuía lo que elegiría.
—Está bien, pero conoces las normas, ¿no? —La criatura respondió con un gesto de la cabeza—. Entonces, llámame si cambias de opinión. —Dio media vuelta mientras se alejaba—. Hasta pronto.
El demonio contempló cómo la diosa se convertía en cenizas y desaparecía. Él, por otra parte, se acercó un poco más a los naik y escuchó al hombre que lo recogió cuando era un cachorro hablar sobre sus travesuras de cuando era pequeño.
Se tumbó donde estaba, sin ser visto en ningún momento, y siguió escuchando con una sonrisa en los ojos.


Kuzey, Yayla

Amasiz entró en casa dando un portazo, sobresaltando así a su hijo, que estaba afilando flechas mientras esperaba a que su padre regresara de una reunión con los soldados del rey.
—¿Qué ocurre, padre?
El hombre se sentó en una silla y se pasó una mano por la frente. Era alto, robusto y fuerte, con el cabello castaño y una barba de varios días. Las facciones de su rostro eran duras y varoniles y su expresión generalmente malhumorada, lo cual resaltaba su furia contenida.
—Los soldados se retiran.
—¿Qué?
—Se rajan, Ark. Tienen miedo de los lobos.
Ark, un hombre joven de veintiséis años, no era tan robusto como su padre, pero tenía igualmente una buena forma física gracias al tiempo que pasaba en las montañas persiguiendo animales y practicando con su arco. Su cabello corto era rubio oscuro y tenía los ojos verdes, heredados de su madre. A diferencia de su progenitor, su rostro tenía una expresión más suave y agradable, aunque a la hora de atacar podía ser tan feroz como cualquier cazador.
—Entonces… ¿Dejaremos de ir tras los lobos?
Al oírlo, Amasiz se levantó e intentó darle una bofetada, pero Ark se deslizó a un lado y lo cogió por la muñeca, retorciéndosela levemente como advertencia.
Los fríos ojos de su padre se centraron en los suyos. Por un instante, vio orgullo y, después, furia.
Se zafó de su mano y lo señaló con un dedo.
—Nunca vuelvas a decir eso —remarcó cada palabra con los labios fruncidos—. Jamás dejaré de perseguir a ese demonio.
—¿Te refieres al naik?
—Sí. Acabaremos con él de una forma u otra. Y esta vez, no puedes fallar el tiro, Ark. Si no te hubieras precipitado, los arqueros del rey lo habrían abatido a base de flechas. Piensa en lo que ese demonio nos ha quitado, piensa en acabar con él.
Ark asintió mientras su padre se iba a la habitación de su madre. Esperó con el cuerpo tenso a escucharlos discutir sobre lo mismo de siempre y, después, los gritos de su padre seguido por algún que otro chasquido fuerte.
Aquello no podía seguir así, y solo había una forma de acabar con todo eso. O moría Fenrian, o su padre. Él sabía qué era lo que tenía que hacer, pero no era tan fácil. Porque por mucho que lo deseara, no podía matarle a sangre fría.


Feryat Dag

De todo el continente, la montaña de Feryat Dag era la extensión de tierra más situada al norte. Alta y repleta de frondosos bosques, había estado poblada por bandidos y mercenarios hasta la Guerra de los Antiguos, en la cual, la última manada de hombres lobo tuvo que huir y refugiarse en ellas.
Se dice que tiempo atrás, aquel territorio había pertenecido a Kish, por lo que siempre estaba cubierto de nieve y hielo. Un día, mientras Orman pasaba por allí, escuchó que los ciudadanos rezaban por tener una tierra más cálida, pues las cosechas morían y muchas personas con ellas.
Compasivo, el dios de los bosques provocó un terremoto que sacudió la nieve e hizo que la tierra floreciera y que los campos dieran alimentos para todo el reino. Pero eso hizo enfadar a Kish que, indignado no solo por la actitud de Orman sino porque los humanos de sus tierras le daban las gracias, se retiró al Zehennem y se negó a volver a salir.
Orman intentó explicarle que lo había hecho para salvar a su gente, pero Kish no quiso escucharle. Así, el dios pidió consejo a Bilghik, el más sabio y antiguo de los dioses. Este le dijo que la mejor forma de que se reconciliara con Kish era hacerle un regalo. Cuando Orman le preguntó qué podía regalarle, Bilghik sonrió y se lo dijo al oído.
El dios de los bosques tardó cinco días, pero finalmente regresó al Zehennem y le dijo a Kish que estaba arrepentido y que quería hacerle un regalo para compensarle. El dios, curioso, salió y Orman lo guio más allá de Yayla, hacia el norte, donde vio cinco hermosas islas cubiertas de nieve.
Orman le dijo:
—Ahora estas son tus tierras. Haz lo que quieras con ellas, pero recuerda enseñar a los humanos cómo deben sobrevivir en un clima tan frío.
A Kish le sorprendió tanto el regalo como le gustó; hizo las paces con Orman y decidió entregarle Yayla. El dios del bosque dejó que el pico de la montaña de Feryat Dag siguiera cubierto de nieve, en memoria de su amigo inmortal, que tiempo atrás tuvo aquel territorio.
Ahora, milenios más tarde, Yilan y sus hermanos estaban subiendo por esa misma montaña, esperando encontrar a Fenrian en cualquier momento. No sabían en qué parte vivían los lobos, pero estaban dispuestos a peinar todo Feryat Dag si era necesario.
—Así que las Tierras Pálidas son esas islas que Orman le regaló a Kish, ¿verdad? —le preguntó Irsis al soluk, quien les estaba contando el relato.
—Sí, y más tarde, Kish creó una sexta isla un poco más alejada, donde pudieran vivir sus demonios. En un principio, intentó que se llevaran bien con los humanos, pero no tardó en haber disputas y tuvo que darles otro lugar para vivir.
El joven recordó al lobo blanco de tres colas, Kish, dios del invierno, que había amado a su madre y había dado su vida en un último intento por protegerla.
—Parecía… un poco cabezota.
Yilan esbozó una media sonrisa.
—Por los relatos, no le gustaba que nadie solucionara los problemas que él mismo creaba. Le hacía sentirse humillado, como lo de Yayla. Pero también era muy leal y valiente, siempre estaba dispuesto a ir a la guerra.
—Y también lo daba todo por aquellos a los que quería —añadió el muchacho con cierta amargura.
Su hermano le apretó el hombro a modo de consuelo.
Irsis no podía evitar preguntarse qué habría hecho Kish si le hubiera visto. Por una parte, era hijo del hombre que estaba casado con la mujer a la que amaba y, por otra, era hijo de esa misma mujer.
Sonrió al pensar que, si le hubiera alzado la mano, su madre le habría clavado la espada sin pensárselo dos veces, probablemente.
—¿Estás bien? —le preguntó Kafa, que estaba a su lado.
—Nada que no haya superado ya. ¿Y tú?
—Ahora sí —admitió con una sonrisa sincera—. Theror me mordería si supiera que me he rendido por su muerte.
Irsis se quedó pensativo unos minutos.
—¿Sabes? Antes de morir, mi madre me dio algo que pensó que podía serme útil —se señaló la inscripción que tenía en el antebrazo, donde estaba guardada Kalem—. Pero a ti, Theror te ha dejado algo mucho más importante.
—¿El qué?
—Tu vida. —Irsis le palmeó el hombro mientras sonreía y espoleó a su caballo para que fuera adonde estaba Yilan, que se había detenido en un claro del bosque junto a un río.
—Deberíamos dejar los caballos por aquí. Tendrán agua y comida de sobra hasta que volvamos.
—¿No serán atacados por lobos salvajes?
—Se encuentran más arriba, y los dejaremos sueltos. Son caballos entrenados para esperar a sus dueños. No se moverán de aquí, y si lo hacen, volverán. —Miró el río y puso los brazos en jarra—. De todos modos, este es un buen lugar para descansar. Rellenad las cantimploras, coged los frutos que encontréis cerca y… Kafa, ¿los tibicenas y tú os encargáis de cazar algo?
Él asintió.
—Claro. Intentaremos encontrar algún ciervo. —Dio media vuelta mientras llamaba a los tibicenas, que lo siguieron trotando, antes de que desaparecieran juntos entre los frondosos arbustos.
—Se le ve mucho mejor —comentó Zhor, que estaba recogiendo unas moras que poco después acabaron en su estómago.
—¿Es que no entiendes lo que significa coger provisiones, Zhor? —le preguntó Irsis después de ir corriendo hacia él y quitarle los frutos de un movimiento.
—¡Eh! ¡Devuélveme eso, niño!
El joven se escondió detrás de Suh, quien lo miró con el ceño fruncido.
—Quiere matarme, mi amor.
—¿Y a mí qué cojones me cuentas? Eres un hombre, ¡defiéndete como tal!
Zhor soltó una risotada acompañado de Alev y Yilan, incluso Shunuk dejó escapar una risilla.
—¡Eso es, chico! ¡Ven a defenderte y no te escondas tras tu mujercita!
—¿Mujercita?
Antes de que ninguno se diera cuenta, Suh se había apartado del juguetón Irsis y se dirigía al soldado desenfundando sus sables.
—Yo no soy la mujercita de nadie, cerdo castrado.
—¿Castrado? ¿Quieres que te enseñe mi espada?
—Claro, ¡para poder arrancártela de cuajo!
Y así, sucedió una especie de duelo que el resto no supo calificar si era amistoso o a muerte, pero se rieron de todos modos de la situación y de los muchos insultos que se intercambiaron ambos guerreros. Irsis, que se había librado por el momento del soldado, se sentó junto a Alev para disfrutar del espectáculo.
Desgraciadamente, no duró mucho. En un momento en el que Zhor iba a darle una estocada a Suh, esta se agachó para esquivarle… Pero, curiosamente, fue el soldado quien recibió un potente golpe que lo lanzó por los aires e hizo que chocara contra un árbol.
El autor de dicho ataque resultó ser una rama que provenía de un gigantesco árbol de tronco grisáceo. Todos lo contemplaron sobresaltados mientras sus frondosas y grandes ramas los atrapaban uno a uno sin que pudieran hacer mucho por escapar de sus múltiples brazos, los cuales, una vez estuvieron en su poder, empezaron a estrangularlos con la intención de romperles todos los huesos.
—¿Qué coño está pasando? —preguntó Zhor a duras penas. Casi no podía respirar.
—No lo sé, pero… —Intentó decir Alev antes de que su cuerpo estallara en llamas que se extendieron por las ramas hasta llegar al tronco del árbol. Aunque no tenía rostro, a todos les pareció escuchar una especie de chillido, sin embargo, este se sacudió con violencia, apagando el fuego como si nada.
—No funciona… —dijo Irsis con la voz mucho más aguda mientras estiraba el cuello, intentando respirar.
Alev lo intentó varias veces más, pero no parecía hacerle ni cosquillas.
Estaban a punto de morir asfixiados cuando una cegadora luz verde sobresaltó al extraño ser, soltándolos en el acto y retirando rápidamente sus ramas.
Cuando lograron recuperarse, se dieron cuenta de que la luz provenía de sus frentes.
—¿Qué es esto? —preguntó Alev, tocándose la suya con desconfianza.
El símbolo de las anjanas.
Se sobresaltaron al escuchar una voz que resonó en el bosque. Miraron a todas partes, pero lo único que había eran las ramas del árbol que les había atacado.
Yilan lo miró con el ceño fruncido.
—¿Eres tú quien nos habla?
El árbol se removió y movió las ramas para ayudarlos a incorporarse.
Sí, soy yo. —Su voz era serena y recordaba al sonido de las hojas cuando la brisa las agitaba suavemente—. Así que sois amigos de las anjanas. Disculpad que os haya atacado. Creía que erais los que veníais a traer muerte.
Repentinamente, Yilan recordó que Xana había dibujado algo en sus frentes y que les dijo que eso los protegería de algo. ¿Se trataba de él?
—¿Qué eres?
Soy uno de los bininci, un árbol que ha vivido más de mil años. A aquellos que logramos vivir ese tiempo, se nos concede la vida eterna, la capacidad de movernos y también de razonar. Nosotros protegemos los bosques, y si conocéis a las anjanas, ya debéis haber visto algunos como yo…
—Lo cierto es que no nos fijamos.
Bueno, si ibais con ellas tampoco tenían motivos para hablaros o atacaros. —Se movió hacia ellos, como si se inclinara para verlos mejor—. ¿Qué hacéis por aquí?
—Buscamos a Fenrian.
¡Ugh! Ese muchacho es irritante, como los lobeznos con los que va. Cuando aún no era un bininci le gustaba marcar su territorio en mis raíces. —Para afirmarlo, una gigantesca raíz salió del suelo y se la ofreció a los naik para que la vieran.
—Qué desagradable —comentó Irsis con una mueca de asco.
Y que lo digas. Pero hace unos años, cuando pude moverme a placer, les di una lección a esos jovenzuelos. ¡Ja! ¿Qué se creían?
—¿Y sabe dónde se encuentra?
El bininci movió varias ramas hacia arriba.
Por ahí arriba tienen una cueva. En verano siempre están ahí, así que creo que tendréis suerte. Pero daos prisa y abandonad este lugar cuanto antes, u os cogerá.
—¿De qué está hablando?
La muerte se está acercando. Ha percibido vuestra presencia.
—¿La muerte?
En ese instante, escucharon un grito antes de que todo se quedara en un silencio tenso. Fue extraño, pero de repente parecía hacer mucho más frío y el cielo se había oscurecido en algún momento. Los caballos, que habían permanecido hasta el momento con ellos, se encabritaron y huyeron hacia el exterior del bosque.
Yilan percibió un movimiento entre la maleza, pero no pudo ver qué era.
—Aquí hay algo —dijo Alev mientras hacía aparecer su alabarda con una llamarada.
Ya es tarde —dijo el árbol. Repentinamente, sus ramas rodearon a los naik y los acercó a su tronco, de forma que, fuera lo que fuera lo que tenía que venir, los atacara de frente—. No os separéis de mí, amigos de las anjanas. Ni siquiera yo puedo hacer mucho contra ellos.
—¿Ellos? —preguntó Shunuk. En una mano tenía el mango de la hoz y en la otra la cadena.
—¿Qué son? —interrogó esta vez Zhor con la espada desenvainada.
Ya os lo he dicho, son la muerte.
No lo comprendieron. Ni siquiera cuando les atacaron entendieron qué eran.
Una de las sombras se deslizó por un lado y por poco alcanzó a Suh, pero la rama del bininci lo golpeó en la cabeza y lo lanzó al suelo. El ser se detuvo en el aire a tiempo y se elevó a varios metros por encima del suelo.
Al principio, pensaron que se trataba de un hombre, pues estaba envuelto en una larga capa gris oscura rasgada que lo cubría por completo, sin dejar ni un centímetro de su piel a la vista. Las mangas eran igualmente anchas y estaban rotas, pero los bordes parecían una especie de humo que dejaba un rastro allá por donde pasaba.
La criatura hacía un extraño ruido, sonaba como si intentara respirar. Sin embargo, tras observar al grupo de Yilan, alzó la cabeza y profirió un grito que les hirió los oídos, obligándoles a tapárselos.
Solo entonces, nueve sombras más les atacaron.


—Buena chica, Veba —la felicitó Kafa mientras contemplaba con una sonrisa orgullosa a la hembra tibicena que arrastraba el cadáver de una cierva con la ayuda de sus hijos. Con eso tendrían más que suficiente para todos, y estaba seguro de que Zhor e Irsis agradecerían tener otro tipo de carne en la boca que no fuera de conejo.
Sacó su machete y se dispuso a despellejar el animal cuando Kabus se puso a ladrar. Sin guardar su arma, se acercó adonde estaba el demonio, que tenía el lomo erizado y la cola estirada.
—¿Qué hay ahí, Kabus?
El resto de tibicenas se acercaron y, tras unos momentos en que olfatearon la tierra, empezaron a ladrar.
Extrañado, se abrió camino entre los arbustos y fue en la dirección que señalaban sus compañeros. Ellos deseaban seguirlo pero, tras avanzar unos pasos, retrocedían y volvían a ladrar, llamándole para que no se acercara a ese lugar.
Aun así, él siguió adelante, esperando encontrar cualquier tipo de criatura o enemigo.
Pero, en vez de eso, encontró a diez personas tiradas en el suelo, inmóviles.
—¡Eh! ¿Necesitan ayuda? —gritó mientras corría hacia la primera de ellas, dándole la vuelta… y alejándose al instante mientras se tapaba la nariz.
Fue rápidamente hacia otra y encontró el mismo resultado, igual que en las otras ocho. Eran cadáveres. Algunos estaban en estado de descomposición, otros eran recientes y, a unos pocos, no les quedaban más que los huesos.
¿Qué hacían ahí? ¿Por qué no estaban enterrados? ¿Acaso murieron allí mismo o…? ¿Alguien sería capaz de dejarlos ahí sin más?
No lo sabía y dudaba que alguien más lo supiera, pero no podía dejarlos así para que los carroñeros se comieran lo poco que les quedaba de carne.
Miró la tierra que había alrededor y levantó las manos a la vez que concentraba sus poderes, creando así diez agujeros recubiertos de piedra. Justo cuando iba a echar los cuerpos, escuchó unos gritos en la lejanía.

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