Capítulo 4. La muerte
Era casi de
madrugada cuando Yilan escuchó los pesados pasos de los guardias que bajaban a
las mazmorras, probablemente para darles comida y agua.
Tanto sus hermanos
como Shunuk y Zhor lo estaban pasando mal. Este último estaba más que
acostumbrado a poner grilletes, pero nunca a llevarlos, razón por la que movía
constantemente las muñecas, signo de molestia.
Shunuk era todo lo
contrario. Había llevado cadenas desde que tenía memoria, pero raras veces
había vuelto a ponérselas desde que era un niño a menos que fuera para
infiltrarse como esclavo en alguna parte o porque le habían capturado.
Suh tampoco
parecía estar muy contenta de llevar cadenas, pero lo que más la molestaba eran
las miradas lascivas de los soldados que pasaban junto a la celda y que movían
burlonamente las caderas en su dirección. De todas formas, ella reaccionaba
siempre igual, con su afilada lengua y esa sonrisa cruel y burlona, así que al
menos pudieron reírse un rato.
Irsis era el que
estaba más inquieto. Refunfuñaba frustrado a la vez que intentaba moverse y no
paraba de quejarse de esa sustancia que tenía pegada al cuerpo. Era el más
hiperactivo y nervioso, por lo que no poder moverse debía de ser muy incómodo
para él.
Pero el que peor
estaba de todos era Kafa. Yacía colgado de las cadenas sin mover ni un músculo,
cabizbajo y con la mirada perdida en alguna parte. Habían intentado hablar con
él un par de veces, pero no había dicho ni una palabra. Estaba destrozado. O
eso pensaban cuando un soldado entró en la celda para darles de beber y el naik le dio un mordisco feroz en la
mano. Tuvieron que ir dos guardias más a ayudarlo para librarlo del agarre de
Kafa, quien apenas se inmutó ante los golpes que le propinó su víctima cuando
intentaba soltarse.
Después, sin
embargo, había vuelto a sumirse en aquella niebla depresiva.
Yilan, por su
parte, estaba frustrado y se sentía vulnerable por primera vez en mucho tiempo.
Confiaba en Alev, pero no saber lo que iba a tardar en liberarlos le ponía
nervioso y eso no hacía más que agotarle.
Así, esperó a que
los soldados de Yayla bajaran con jarras de agua y, deseaba fervientemente, con
algo para comer. Pero, para su sorpresa y la de sus compañeros, cuando
regresaron, llevaban sus armas, además de todas sus pertenencias, como el
dinero y las bolsas de viaje.
Sin mediar
palabra, los guerreros retiraron la sustancia que los inmovilizaba y les
ayudaron a incorporarse y a coger sus cosas para después guiarlos al exterior.
Poco a poco, mientras caminaban, fueron recuperando el control de su cuerpo,
pero como los soldados no parecían tener intención de hacerles daño, no
intentaron nada.
E hicieron bien,
porque los llevaron a las afueras del castillo, donde les esperaba Alev junto a
los tibicenas y unos cuantos caballos
preparados para ser montados.
—¿Os han tratado
bien? —preguntó con una sonrisa al mismo tiempo que Irsis se lanzaba a sus
brazos tras tropezarse dos veces, ya que las piernas aún le fallaban un poco.
—¡No! ¡Ha sido
horrible! ¡Nunca podré superarlo! —gimió exageradamente el joven, acompañado de
un gesto de la mano que fue a parar a la frente teatralmente—. Me siento tan
sucio…
—Es que aún tienes
restos de esa cosa pegajosa, niño —se burló Zhor—. De todas formas, la que
tendría que sentirse así es Suh, es a ella a quien han manoseado.
Alev frunció el
ceño y se acercó un poco a ella.
—¿Estás bien?
Ella se encogió de
hombros.
—No me han hecho
nada, así que da igual. Si vuelvo a verlos les corto los huevos y arreglado.
Alev esbozó una
media sonrisa antes de dirigirse a Yilan.
—He hecho un trato
con la reina de Yayla.
—¿Está aquí?
—preguntó el soluk, sorprendido. La
residencia habitual de los reyes de dicho reino era Ayak, la capital.
—Es una mujer
inteligente, quería asegurarse de que todo saliera como ella había planeado.
—Miró el castillo—. Tengo que volver para cumplir mi parte del trato, pero
antes quiero llevaros a un sitio. —Su mirada se apagó un poco al mirar a su
hermano de cabello oscuro—. Sobre todo a ti, Kafa.
Este tragó saliva
y asintió solemne, intuyendo a dónde iban.
Montando en los
caballos, no tardaron mucho en llegar al lugar donde habían sido capturados por
los soldados… y donde yacía el cuerpo de Theror.
Los tibicenas corrieron al lado del líder de
la manada, lo olfatearon y le dieron empujones, como si intentaran levantarlo.
Veba fue la única que permaneció junto a Kafa, contemplando entre gemidos cómo
sus hijos intentaban despertar a su padre sin éxito.
Los jóvenes
demonios, al comprender que no despertaría, lanzaron agónicos aullidos que
resonaron en todo el bosque y que acompañaron el silencioso sollozo de Kafa,
que se agachó junto a su fiel amigo para acariciarle el pelaje.
—No sabía qué
querías hacer con su cuerpo —susurró Alev con voz suave.
Su hermano
asintió, agradecido.
—Yo me encargo.
—Le acarició la cabeza a la hembra que seguía gimiendo a su lado—. Despídete de
Theror, Veba.
La tibicena se acercó a su compañero y se
tumbó a su lado. Junto a sus hijos, le lamió el hocico tiernamente y le
mordisqueó las orejas con cariño. Tras unos minutos, se levantó y se llevó a
sus cachorros con ella.
Kafa contempló con
los ojos llorosos a su mejor amigo antes de alzar un puño en su dirección. La tierra
tembló ligeramente bajo el cuerpo de Theror y se hundió con él, cubriéndolo al
mismo tiempo con dura piedra para que ningún carroñero lo tocara.
El naik de Guayota inspiró profundamente
varias veces. Sintió que dos manos aferraban fuertemente sus hombros, una era
de Yilan y la otra de Alev. Shunuk también parecía triste y escuchó que alguien
tosía a sus espaldas.
—¿Estás llorando?
—preguntó un sorprendido Irsis.
Zhor se tapaba la
boca con una mano y tenía los ojos húmedos pero, aun así, lo negó fervientemente
con la cabeza.
—No. —Su tono de
voz solo dijo que estaba de mal humor, aunque después, para la sorpresa de
todos, añadió—. Era un buen compañero. Siempre que me desvelaba por las noches
venía junto a mí para hacerme compañía.
Kafa le dedicó un
gesto agradecido. Entonces, oyó un chirrido que provenía de la tumba de Theror,
donde estaba Irsis haciendo algo en la piedra con un cuchillo.
Estaba poniendo
unos símbolos extraños que ninguno reconoció. Cuando terminó, todos le
interrogaron con la mirada. El joven también tenía los ojos húmedos, era
extraño verlo con aquella expresión tan abatida.
—Es para que le
acojan en el Zehennem. No sé si las almas de los demonios también van allí,
pero al menos… Al menos, creo que esto le dejará ir allí o al lugar adonde van
los demonios cuando… Bueno, eso.
Kafa, por primera
vez, esbozó una diminuta sonrisa y abrazó con fuerza a su hermano pequeño.
Por otra parte,
Suh había hecho un ramo con las flores que había encontrado cerca y lo dejó
cuidadosamente sobre la tumba.
Después de eso, no
dijeron nada durante unos minutos. Se quedaron mirando el lugar donde ahora
descansaba Theror mientras el viento silbaba suavemente.
Kafa se sentía
mucho mejor ahora que lo había enterrado y que sus hermanos le habían consolado.
Todos compartían su misma pena, tal vez no tan profundamente como él pero, aun
así, sabía que habían llegado a querer a Theror.
No se movió cuando
Alev se puso a su lado, pero sí se sobresaltó al escuchar lo que le dijo.
—¿Quieres a los
hombres que mataron a Theror?
Sintió que todo su
cuerpo se tensaba y que un gruñido involuntario salía de su pecho. Los tibicenas también debieron de entender
la pregunta, porque lo corearon. También escuchó unos silbidos que conocía muy
bien; eran sus compañeros desenfundando sus armas.
Dio media vuelta
para encararse a Alev.
—Sabes que su
sangre es lo que más deseo en estos momentos.
Su hermano
asintió.
—Primero
acabaremos con ellos y después iremos a por Fenrian.
El joven sacerdote
taconeó impacientemente con los brazos cruzados. Estaba en el campo de
entrenamiento junto a los soldados que le habían acompañado a capturar a los naik por orden de la reina. Al parecer,
les faltaba un demonio que no se encontraba en el grupo que capturaron y quería
que fueran a atraparlo.
—Si solo quiere
que vayamos a por él, ¿a qué estamos esperando? —se preguntó enfurruñado, algo
que hizo gruñir al capitán.
—La reina es una
mujer inteligente. Tú solo cierra el pico y obedece.
El muchacho
enrojeció, enfurecido.
—¿Cómo osas
hablarme así? ¡A mí! ¡Un sacerdote!
—Sí, a ti, que aún
eres virgen —dijo un soldado, provocando así las risotadas del resto de sus
compañeros, incluido el capitán.
El sacerdote se encogió
de vergüenza, aunque no se acobardó.
—¡Eso es mentira!
¡Esa zorra miente!
—Puede que mienta,
pero bien que te explicó que no se acostaría contigo ni después de muerta.
Una nueva ola de
carcajadas inundó el campo de entrenamiento, acompañadas por los furiosos
chillidos del joven.
—Vaya, qué bien os
lo pasáis.
Las risas cesaron
al instante al escuchar esa voz vagamente familiar. No tardaron en desenfundar
las armas al ver a uno de los naik,
el que parecía ser el más joven de todos, tumbado despreocupadamente boca abajo
en el suelo con ambas manos sujetando su rostro extrañamente alegre.
La curva de sus
labios era sádica y en sus negros ojos había un brillo tan cruel como letal y
furibundo.
—¿Cómo coño ha
escapado?
El naik movió la cabeza a un lado y a otro.
—No, no, no, no.
Esa no es la pregunta correcta. —Se levantó y metió las manos en sus ropas,
como si fuera a sacar algo—. La pregunta correcta, caballeros… —Con un
movimiento tan veloz que ninguno pudo reaccionar, lanzó algo que les cortó el cuello
a dos soldados antes de que unos sangrientos abanicos de acero regresaran a sus
manos—. Es cuánto tiempo vais a durar vivos.
Dicho esto,
aparecieron todos los naik armados y
preparados para matarlos. Los soldados no tuvieron ninguna oportunidad, al igual
que tampoco la tuvo el sacerdote que, muerto de miedo, parecía incapaz de
pronunciar un hechizo a derechas.
Pero solo se puso
a temblar cuando vio un enorme perro negro que se acercó lentamente a él con
los largos colmillos al descubierto, acompañado por cuatro demonios grisáceos
de ojos rojos que parecían tan iracundos como él.
El naik alzó una garra y lo inmovilizó en
el suelo. Entonces, su gigantesca cabeza se aproximó a su rostro y, con voz
diabólica y teñida de sed de sangre, dijo:
—Veba, Korku, Kabus, Uzus, hacedle pedazos.
Los tibicenas ladraron y se abalanzaron
sobre su estómago. El sacerdote soltó un alarido de dolor al mismo tiempo que
se removía desesperadamente, intentando, en vano, alejarse de los colmillos que
lo destripaban.
La reina contempló
con el rostro impasible cómo los naik
se ensañaban con sus hombres en una carnicería que le hizo sonreír. De no ser
porque eran demonios, puede que se hubiera llevado bien con ellos.
Por lo que le
había contado Galner, sus hombres habían matado a uno de los suyos y querían
venganza. A ella no le importaba lo más mínimo sacrificar unos cuantos hombres,
incluso le parecía muy racional complacer a los naik en ese aspecto.
Porque incluso
ellos podían sufrir. En eso se parecían bastante a los humanos.
—¿Ya estás
satisfecho, Galner?
El demonio se
acercó a la ventana y asintió.
—Bastante.
—Lamento la
pérdida de vuestro amigo.
El rostro de
Galner se crispó, pero se apartó de la ventana y se dirigió al centro de la
habitación.
—Era un buen
compañero.
Ella asintió y
volvió a dirigir la vista hacia el campo de entrenamiento. Sí, los naik podrían llegar a caerle muy bien.
Eran poderosos y parecían ser muy leales a los suyos. Solo con imaginar
tenerlos en su ejército se excitaba. Semejante fuerza podría conquistar todo
Tohum.
Sin embargo, no
era tan estúpida. Los naik no
querrían estar bajo el yugo de ningún humano, aunque… Siempre podía intentar
que la vieran como una aliada de la que podían sacar beneficios.
Pero eso sería
después de asegurarse de que Galner cumplía con su palabra.
—Bueno, Galner, he
cumplido con todas tus exigencias, incluso he mandado un mensajero para que mis
tropas de Feryat Dag se retiren de la cacería de Fenrian. Ahora es tu turno.
—Avanzó un paso. Tenía los ojos brillantes de expectación—. Demuéstrame hasta
qué punto cumplen los demonios sus promesas.
Galner alzó una
ceja. Parecía divertido.
—¿Duda de mi
palabra?
—No confío en las
palabras, confío en los actos.
—Es una mujer
inteligente. Pero yo cumplo mis promesas. —Ladeó la cabeza—. Me pidió que la
chica muriera de tal forma que nadie la culpara del asesinato, ¿cierto? Una
muerte dolorosa, por lo que recuerdo.
—Así es.
Galner entrecerró
los ojos y se quedó en completo silencio. Pasados unos minutos, escuchó el
grito horrorizado del rey, al que le siguieron unos sollozos desconsolados.
La reina se quedó
muy quieta, sin acabar de creerse que la hubiera matado desde tanta distancia y
sin tan siquiera tocarla.
—Ya está hecho,
majestad —le dijo el demonio—. Compruebe usted misma si el rey la acusará o no
—tras pronunciar esas palabras, se dirigió a la ventana para marcharse.
—Naik.
Galner se giró
para mirarla.
Lo que iba a hacer
no era algo convencional, pero lo cierto era que le estaba muy agradecida y,
además, si quería tener a los demonios de su lado, tendría que ceder en algún
aspecto.
—Si alguna vez sus
hermanos necesitan ayuda, estaré encantada de hacer tratos con ustedes —dicho
esto, le hizo una reverencia.
Su comentario
pareció hacerle gracia, pero vio en sus ojos que estaba agradablemente
sorprendido. De todas formas, inclinó respetuosamente la cabeza y desapareció
por la ventana.
Solo entonces,
corrió a los aposentos de su marido. Quería ver cómo lo habría hecho el demonio
para matar esa mujer a tanta distancia y estaba muy interesada en saber si era
cierto que a ella no podrían implicarla en el asesinato.
Las puertas de la
habitación estaban abiertas, había varios soldados y algún que otro sirviente
dentro. Al ver la escena, no pudo evitar encogerse de horror, incluso tuvo que
apoyarse en el marco de la puerta al comprender lo que Galner había hecho.
Sobre la cama,
estaba su esposo, en cuyos brazos tenía a la joven sirvienta. Esta tenía
profundos cortes por todo el cuerpo, provocados seguramente por la espada del
rey que se encontraba en el suelo, reluciente de sangre. Su marido también
estaba cubierto por la roja sustancia, lloraba como un niño al que su madre
había abandonado mientras abrazaba a la joven y la besaba en la frente.
—Lo siento, lo
siento, lo siento… —susurraba entre llantos.
La reina, tras
recuperarse, mandó a todo el mundo fuera de la habitación excepto a dos
soldados, a quienes que ordenó que esperaran en la puerta. Después, se acercó a
su esposo y le tocó suavemente el hombro, pero este no reaccionó.
—Querido, mírame.
Tras unos
instantes, el rey obedeció y la contempló con ojos llorosos.
—Yo… No sé qué me
ha pasado. Creía que era un asesino y… Y yo… —Volvió a estallar en llantos,
algo que la molestó profundamente. Debería darle una bofetada, pero si quería
que las cosas fueran como antes de que esa puta entrara en su palacio, tendría
que ser un poco más delicada.
—Querido, no es
culpa tuya. —Lo abrazó y le acarició la cabeza, consolándolo—. Piensa en esto
como una señal de Tanri.
Su marido sollozó
de nuevo, pero esta la vez la miró.
—¿Una… señal de
Tanri?
—Piénsalo. ¿Cuánto
tiempo hace que no reúnes a tus ministros para ver cómo va la economía? ¿Cuánto
tiempo hace que no les preguntas a tus generales por la situación de la ciudad?
El pueblo espera impaciente por escuchar a su querido rey, por saber que todo
va bien. —Señaló la ventana—. Contempla tu reino, querido, mira lo rico y
fértil que lo has vuelto. Vive por él.
El rey tragó
saliva y observó a la joven que yacía muerta entre sus brazos. Una profunda
tristeza empañó sus ojos un instante antes de que inspirara hondo y una nueva
determinación apareciera en ellos.
—Tienes razón, mi
reina. He estado demasiado tiempo ausente. —Acarició a su amante por última vez
y llamó a los soldados, que aparecieron inmediatamente—. Que los sacerdotes la
preparen para el funeral, será mañana a primera hora. Algo privado, solo su
familia y nosotros.
Los guerreros
asintieron y se llevaron el cadáver de la habitación tras cubrirlo con una
sábana. Mientras, el rey se dirigió a la ventana y contempló su reino fijamente
durante unos momentos. Después, se volvió hacia ella.
—Te lo he hecho
pasar mal estos años, ¿verdad?
La reina hizo una
inclinación de cabeza.
—Yayla ha salido
adelante, es todo cuanto importa.
Su marido le cogió
ambas manos y las besó.
—Eres una mujer
extraordinaria.
Cuando la abrazó,
la reina sonrió. Sí, Galner había cumplido con su palabra y su plan había dado
sus frutos. Al final, había recuperado al rey que recordaba y esperaba que muy
pronto se pusiera al mando del reino y atendiera sus responsabilidades.
Pero no se
quedaría al margen. En vez de estar con otras damas cosiendo, leyendo o tocando
el arpa, vigilaría muy bien a su marido, no fuera que ahora estropeara todo lo
que ella había conseguido.
Su sonrisa se hizo
más ancha. ¡Y ella había estado a punto de entregar a los naik al rey de Siyagun! Era mucho más beneficioso tenerlos como
aliados, no solo por lo que podía conseguir, sino porque, si acababan liberando
a Zeker, podría pedirles que fueran piadosos con ella. Y si morían, seguiría
manteniendo su posición de reina y nadie sabría nunca que había tenido tratos
con ellos.
Daba igual lo que
pasara, ella saldría ganando.
—Así que tenemos a
la reina de nuestra parte —comentó Yilan antes de darle un mordisco al muslo de
conejo que había cocinado no hacía mucho.
Tras la matanza
del castillo, se habían adentrado en el bosque y habían preparado la cena, la
cual había sido cazada por los tibicenas.
Ahora, Alev les estaba contando cómo había conseguido liberarlos gracias a un
trato que había hecho con la reina de Yayla, la cual parecía estar dispuesta a
seguir de su lado.
—No te confundas,
Yilan, lo hace por beneficio propio —le advirtió Alev.
—Precisamente por
eso podemos fiarnos de ella. Si lo hiciera por mera bondad o generosidad, no
confiaría en ella. —Sonrió y le dio una palmada a su hermano en la espalda—.
Buena jugada, Alev. Creo que esa reina puede sernos útil en un futuro.
Este sonrió y miró
a Kafa. Hacía rato que había cenado y se había quedado dormido junto a sus tibicenas. Parecía estar mucho mejor;
tras vengar a Theror había estado un poco decaído, pero al menos en paz al
saber que los asesinos de su amigo estaban muertos.
Los tibicenas tampoco parecían estar tan
afectados como antes. Eran demonios y, aunque la muerte del líder de la manada
les había dolido tanto como a su dueño, debían seguir adelante para sobrevivir
y proteger a Kafa y a los naik. Por
eso no podían pararse a llorar la pérdida de Theror, al menos, no por mucho
tiempo, debían estar atentos y vigilar los alrededores.
—¿Crees que está
bien? —le preguntó Alev a su hermano mayor.
—Sí. Sabe que si
no sigue adelante, la muerte de Theror no habrá servido para nada.
Alev asintió.
—Los tibicenas vinieron a buscarme y me
guiaron adonde estaba Theror. Por lo que me habéis contado, supongo que su
intención era liberar a su familia para que me encontrara y así salvaros. —Hizo
una pausa con los puños apretados—. Si ellos hubieran muerto, yo no habría
podido encontrar vuestro rastro a tiempo, probablemente.
Yilan sabía que
tenía razón, pero no dijo nada. En vez de eso, contempló a su grupo, que
también parecía algo decaído, incluso Irsis estaba muy callado mientras cenaba.
Tras un largo
silencio, Suh se levantó y levantó su cantimplora.
—Sin Theror no
habríamos llegado tan lejos, tal vez ahora mismo estaríamos de camino a Siyagun
para que el rey nos corte la cabeza. Pero hemos tenido la suerte de tener un
fiel compañero y un gran amigo que ha dado su vida por nosotros. Por Theror.
Irsis se levantó y
alzó su cantimplora.
—Por Theror.
Uno a uno, todos
se levantaron y brindaron por el demonio. Para la sorpresa de todos, Kafa se despertó
en algún momento y se unió a ellos con una sonrisa emocionada y los ojos anegados
de lágrimas.
A pocos metros de
ahí, oculta entre los árboles, Seri sonreía mientras observaba al grupo que se
recuperaba de la pérdida de un amigo. Bajó la vista hacia la criatura que había
a su lado, que movía la cola y contemplaba la misma escena con ojos brillantes.
—Eres afortunado por
tener amigos como ellos.
La bestia asintió
y la miró, interrogante, con sus ojos rojos.
—Tienes dos
opciones; puedes venir conmigo al Zehennem o puedes quedarte aquí. Pero si
vienes conmigo, no podrás cuidar de ellos.
El espíritu los
contempló y, tras un momento, se sentó donde estaba. Seri sonrió, ya intuía lo
que elegiría.
—Está bien, pero
conoces las normas, ¿no? —La criatura respondió con un gesto de la cabeza—.
Entonces, llámame si cambias de opinión. —Dio media vuelta mientras se
alejaba—. Hasta pronto.
El demonio
contempló cómo la diosa se convertía en cenizas y desaparecía. Él, por otra
parte, se acercó un poco más a los naik
y escuchó al hombre que lo recogió cuando era un cachorro hablar sobre sus
travesuras de cuando era pequeño.
Se tumbó donde
estaba, sin ser visto en ningún momento, y siguió escuchando con una sonrisa en
los ojos.
Kuzey, Yayla
Amasiz entró en
casa dando un portazo, sobresaltando así a su hijo, que estaba afilando flechas
mientras esperaba a que su padre regresara de una reunión con los soldados del
rey.
—¿Qué ocurre,
padre?
El hombre se sentó
en una silla y se pasó una mano por la frente. Era alto, robusto y fuerte, con
el cabello castaño y una barba de varios días. Las facciones de su rostro eran
duras y varoniles y su expresión generalmente malhumorada, lo cual resaltaba su
furia contenida.
—Los soldados se
retiran.
—¿Qué?
—Se rajan, Ark.
Tienen miedo de los lobos.
Ark, un hombre
joven de veintiséis años, no era tan robusto como su padre, pero tenía
igualmente una buena forma física gracias al tiempo que pasaba en las montañas
persiguiendo animales y practicando con su arco. Su cabello corto era rubio
oscuro y tenía los ojos verdes, heredados de su madre. A diferencia de su
progenitor, su rostro tenía una expresión más suave y agradable, aunque a la
hora de atacar podía ser tan feroz como cualquier cazador.
—Entonces…
¿Dejaremos de ir tras los lobos?
Al oírlo, Amasiz
se levantó e intentó darle una bofetada, pero Ark se deslizó a un lado y lo
cogió por la muñeca, retorciéndosela levemente como advertencia.
Los fríos ojos de
su padre se centraron en los suyos. Por un instante, vio orgullo y, después,
furia.
Se zafó de su mano
y lo señaló con un dedo.
—Nunca vuelvas a
decir eso —remarcó cada palabra con los labios fruncidos—. Jamás dejaré de
perseguir a ese demonio.
—¿Te refieres al naik?
—Sí. Acabaremos
con él de una forma u otra. Y esta vez, no puedes fallar el tiro, Ark. Si no te
hubieras precipitado, los arqueros del rey lo habrían abatido a base de
flechas. Piensa en lo que ese demonio nos ha quitado, piensa en acabar con él.
Ark asintió
mientras su padre se iba a la habitación de su madre. Esperó con el cuerpo
tenso a escucharlos discutir sobre lo mismo de siempre y, después, los gritos
de su padre seguido por algún que otro chasquido fuerte.
Aquello no podía
seguir así, y solo había una forma de acabar con todo eso. O moría Fenrian, o
su padre. Él sabía qué era lo que tenía que hacer, pero no era tan fácil.
Porque por mucho que lo deseara, no podía matarle a sangre fría.
Feryat Dag
De todo el
continente, la montaña de Feryat Dag era la extensión de tierra más situada al
norte. Alta y repleta de frondosos bosques, había estado poblada por bandidos y
mercenarios hasta la Guerra de los Antiguos, en la cual, la última manada de
hombres lobo tuvo que huir y refugiarse en ellas.
Se dice que tiempo
atrás, aquel territorio había pertenecido a Kish, por lo que siempre estaba cubierto
de nieve y hielo. Un día, mientras Orman pasaba por allí, escuchó que los
ciudadanos rezaban por tener una tierra más cálida, pues las cosechas morían y
muchas personas con ellas.
Compasivo, el dios
de los bosques provocó un terremoto que sacudió la nieve e hizo que la tierra
floreciera y que los campos dieran alimentos para todo el reino. Pero eso hizo
enfadar a Kish que, indignado no solo por la actitud de Orman sino porque los
humanos de sus tierras le daban las gracias, se retiró al Zehennem y se negó a
volver a salir.
Orman intentó
explicarle que lo había hecho para salvar a su gente, pero Kish no quiso
escucharle. Así, el dios pidió consejo a Bilghik, el más sabio y antiguo de los
dioses. Este le dijo que la mejor forma de que se reconciliara con Kish era
hacerle un regalo. Cuando Orman le preguntó qué podía regalarle, Bilghik sonrió
y se lo dijo al oído.
El dios de los
bosques tardó cinco días, pero finalmente regresó al Zehennem y le dijo a Kish
que estaba arrepentido y que quería hacerle un regalo para compensarle. El
dios, curioso, salió y Orman lo guio más allá de Yayla, hacia el norte, donde
vio cinco hermosas islas cubiertas de nieve.
Orman le dijo:
—Ahora estas son
tus tierras. Haz lo que quieras con ellas, pero recuerda enseñar a los humanos
cómo deben sobrevivir en un clima tan frío.
A Kish le
sorprendió tanto el regalo como le gustó; hizo las paces con Orman y decidió
entregarle Yayla. El dios del bosque dejó que el pico de la montaña de Feryat
Dag siguiera cubierto de nieve, en memoria de su amigo inmortal, que tiempo
atrás tuvo aquel territorio.
Ahora, milenios
más tarde, Yilan y sus hermanos estaban subiendo por esa misma montaña,
esperando encontrar a Fenrian en cualquier momento. No sabían en qué parte
vivían los lobos, pero estaban dispuestos a peinar todo Feryat Dag si era
necesario.
—Así que las
Tierras Pálidas son esas islas que Orman le regaló a Kish, ¿verdad? —le
preguntó Irsis al soluk, quien les
estaba contando el relato.
—Sí, y más tarde,
Kish creó una sexta isla un poco más alejada, donde pudieran vivir sus
demonios. En un principio, intentó que se llevaran bien con los humanos, pero
no tardó en haber disputas y tuvo que darles otro lugar para vivir.
El joven recordó al
lobo blanco de tres colas, Kish, dios del invierno, que había amado a su madre
y había dado su vida en un último intento por protegerla.
—Parecía… un poco
cabezota.
Yilan esbozó una
media sonrisa.
—Por los relatos,
no le gustaba que nadie solucionara los problemas que él mismo creaba. Le hacía
sentirse humillado, como lo de Yayla. Pero también era muy leal y valiente,
siempre estaba dispuesto a ir a la guerra.
—Y también lo daba
todo por aquellos a los que quería —añadió el muchacho con cierta amargura.
Su hermano le apretó
el hombro a modo de consuelo.
Irsis no podía
evitar preguntarse qué habría hecho Kish si le hubiera visto. Por una parte,
era hijo del hombre que estaba casado con la mujer a la que amaba y, por otra,
era hijo de esa misma mujer.
Sonrió al pensar
que, si le hubiera alzado la mano, su madre le habría clavado la espada sin
pensárselo dos veces, probablemente.
—¿Estás bien? —le
preguntó Kafa, que estaba a su lado.
—Nada que no haya
superado ya. ¿Y tú?
—Ahora sí —admitió
con una sonrisa sincera—. Theror me mordería si supiera que me he rendido por
su muerte.
Irsis se quedó
pensativo unos minutos.
—¿Sabes? Antes de
morir, mi madre me dio algo que pensó que podía serme útil —se señaló la
inscripción que tenía en el antebrazo, donde estaba guardada Kalem—. Pero a ti,
Theror te ha dejado algo mucho más importante.
—¿El qué?
—Tu vida. —Irsis
le palmeó el hombro mientras sonreía y espoleó a su caballo para que fuera
adonde estaba Yilan, que se había detenido en un claro del bosque junto a un
río.
—Deberíamos dejar
los caballos por aquí. Tendrán agua y comida de sobra hasta que volvamos.
—¿No serán atacados
por lobos salvajes?
—Se encuentran más
arriba, y los dejaremos sueltos. Son caballos entrenados para esperar a sus
dueños. No se moverán de aquí, y si lo hacen, volverán. —Miró el río y puso los
brazos en jarra—. De todos modos, este es un buen lugar para descansar.
Rellenad las cantimploras, coged los frutos que encontréis cerca y… Kafa, ¿los tibicenas y tú os encargáis de cazar
algo?
Él asintió.
—Claro.
Intentaremos encontrar algún ciervo. —Dio media vuelta mientras llamaba a los tibicenas, que lo siguieron trotando,
antes de que desaparecieran juntos entre los frondosos arbustos.
—Se le ve mucho
mejor —comentó Zhor, que estaba recogiendo unas moras que poco después acabaron
en su estómago.
—¿Es que no
entiendes lo que significa coger provisiones, Zhor? —le preguntó Irsis después
de ir corriendo hacia él y quitarle los frutos de un movimiento.
—¡Eh! ¡Devuélveme
eso, niño!
El joven se
escondió detrás de Suh, quien lo miró con el ceño fruncido.
—Quiere matarme,
mi amor.
—¿Y a mí qué cojones
me cuentas? Eres un hombre, ¡defiéndete como tal!
Zhor soltó una
risotada acompañado de Alev y Yilan, incluso Shunuk dejó escapar una risilla.
—¡Eso es, chico!
¡Ven a defenderte y no te escondas tras tu mujercita!
—¿Mujercita?
Antes de que
ninguno se diera cuenta, Suh se había apartado del juguetón Irsis y se dirigía
al soldado desenfundando sus sables.
—Yo no soy la
mujercita de nadie, cerdo castrado.
—¿Castrado?
¿Quieres que te enseñe mi espada?
—Claro, ¡para
poder arrancártela de cuajo!
Y así, sucedió una
especie de duelo que el resto no supo calificar si era amistoso o a muerte,
pero se rieron de todos modos de la situación y de los muchos insultos que se
intercambiaron ambos guerreros. Irsis, que se había librado por el momento del
soldado, se sentó junto a Alev para disfrutar del espectáculo.
Desgraciadamente,
no duró mucho. En un momento en el que Zhor iba a darle una estocada a Suh,
esta se agachó para esquivarle… Pero, curiosamente, fue el soldado quien
recibió un potente golpe que lo lanzó por los aires e hizo que chocara contra
un árbol.
El autor de dicho
ataque resultó ser una rama que provenía de un gigantesco árbol de tronco
grisáceo. Todos lo contemplaron sobresaltados mientras sus frondosas y grandes
ramas los atrapaban uno a uno sin que pudieran hacer mucho por escapar de sus
múltiples brazos, los cuales, una vez estuvieron en su poder, empezaron a estrangularlos
con la intención de romperles todos los huesos.
—¿Qué coño está pasando?
—preguntó Zhor a duras penas. Casi no podía respirar.
—No lo sé, pero…
—Intentó decir Alev antes de que su cuerpo estallara en llamas que se
extendieron por las ramas hasta llegar al tronco del árbol. Aunque no tenía
rostro, a todos les pareció escuchar una especie de chillido, sin embargo, este
se sacudió con violencia, apagando el fuego como si nada.
—No funciona…
—dijo Irsis con la voz mucho más aguda mientras estiraba el cuello, intentando
respirar.
Alev lo intentó
varias veces más, pero no parecía hacerle ni cosquillas.
Estaban a punto de
morir asfixiados cuando una cegadora luz verde sobresaltó al extraño ser,
soltándolos en el acto y retirando rápidamente sus ramas.
Cuando lograron
recuperarse, se dieron cuenta de que la luz provenía de sus frentes.
—¿Qué es esto?
—preguntó Alev, tocándose la suya con desconfianza.
—El símbolo de las anjanas.
Se sobresaltaron
al escuchar una voz que resonó en el bosque. Miraron a todas partes, pero lo
único que había eran las ramas del árbol que les había atacado.
Yilan lo miró con
el ceño fruncido.
—¿Eres tú quien
nos habla?
El árbol se
removió y movió las ramas para ayudarlos a incorporarse.
—Sí, soy yo. —Su voz era serena y
recordaba al sonido de las hojas cuando la brisa las agitaba suavemente—. Así que sois amigos de las anjanas. Disculpad que os haya atacado. Creía que
erais los que veníais a traer muerte.
Repentinamente,
Yilan recordó que Xana había dibujado algo en sus frentes y que les dijo que
eso los protegería de algo. ¿Se trataba de él?
—¿Qué eres?
—Soy uno de los bininci, un árbol que ha vivido más de mil años. A
aquellos que logramos vivir ese tiempo, se nos concede la vida eterna, la
capacidad de movernos y también de razonar. Nosotros protegemos los bosques, y
si conocéis a las anjanas, ya debéis
haber visto algunos como yo…
—Lo cierto es que
no nos fijamos.
—Bueno, si ibais con ellas tampoco tenían
motivos para hablaros o atacaros. —Se movió hacia ellos, como si se
inclinara para verlos mejor—. ¿Qué hacéis
por aquí?
—Buscamos a
Fenrian.
—¡Ugh! Ese muchacho es irritante, como los
lobeznos con los que va. Cuando aún no era un bininci le gustaba marcar su territorio en mis raíces. —Para afirmarlo,
una gigantesca raíz salió del suelo y se la ofreció a los naik para que la vieran.
—Qué desagradable
—comentó Irsis con una mueca de asco.
—Y que lo digas. Pero hace unos años, cuando
pude moverme a placer, les di una lección a esos jovenzuelos. ¡Ja! ¿Qué se
creían?
—¿Y sabe dónde se
encuentra?
El bininci movió varias ramas hacia arriba.
—Por ahí arriba tienen una cueva. En verano
siempre están ahí, así que creo que tendréis suerte. Pero daos prisa y
abandonad este lugar cuanto antes, u os cogerá.
—¿De qué está
hablando?
—La muerte se está acercando. Ha percibido
vuestra presencia.
—¿La muerte?
En ese instante,
escucharon un grito antes de que todo se quedara en un silencio tenso. Fue
extraño, pero de repente parecía hacer mucho más frío y el cielo se había
oscurecido en algún momento. Los caballos, que habían permanecido hasta el
momento con ellos, se encabritaron y huyeron hacia el exterior del bosque.
Yilan percibió un
movimiento entre la maleza, pero no pudo ver qué era.
—Aquí hay algo —dijo
Alev mientras hacía aparecer su alabarda con una llamarada.
—Ya es tarde —dijo el árbol.
Repentinamente, sus ramas rodearon a los naik
y los acercó a su tronco, de forma que, fuera lo que fuera lo que tenía que
venir, los atacara de frente—. No os separéis
de mí, amigos de las anjanas. Ni
siquiera yo puedo hacer mucho contra ellos.
—¿Ellos? —preguntó
Shunuk. En una mano tenía el mango de la hoz y en la otra la cadena.
—¿Qué son?
—interrogó esta vez Zhor con la espada desenvainada.
—Ya os lo he dicho, son la muerte.
No lo
comprendieron. Ni siquiera cuando les atacaron entendieron qué eran.
Una de las sombras
se deslizó por un lado y por poco alcanzó a Suh, pero la rama del bininci lo golpeó en la cabeza y lo
lanzó al suelo. El ser se detuvo en el aire a tiempo y se elevó a varios metros
por encima del suelo.
Al principio,
pensaron que se trataba de un hombre, pues estaba envuelto en una larga capa
gris oscura rasgada que lo cubría por completo, sin dejar ni un centímetro de
su piel a la vista. Las mangas eran igualmente anchas y estaban rotas, pero los
bordes parecían una especie de humo que dejaba un rastro allá por donde pasaba.
La criatura hacía
un extraño ruido, sonaba como si intentara respirar. Sin embargo, tras observar
al grupo de Yilan, alzó la cabeza y profirió un grito que les hirió los oídos,
obligándoles a tapárselos.
Solo entonces,
nueve sombras más les atacaron.
—Buena chica, Veba
—la felicitó Kafa mientras contemplaba con una sonrisa orgullosa a la hembra tibicena que arrastraba el cadáver de
una cierva con la ayuda de sus hijos. Con eso tendrían más que suficiente para
todos, y estaba seguro de que Zhor e Irsis agradecerían tener otro tipo de
carne en la boca que no fuera de conejo.
Sacó su machete y
se dispuso a despellejar el animal cuando Kabus se puso a ladrar. Sin guardar
su arma, se acercó adonde estaba el demonio, que tenía el lomo erizado y la
cola estirada.
—¿Qué
hay ahí, Kabus?
El resto de tibicenas se acercaron y, tras unos
momentos en que olfatearon la tierra, empezaron a ladrar.
Extrañado, se
abrió camino entre los arbustos y fue en la dirección que señalaban sus
compañeros. Ellos deseaban seguirlo pero, tras avanzar unos pasos, retrocedían
y volvían a ladrar, llamándole para que no se acercara a ese lugar.
Aun así, él siguió
adelante, esperando encontrar cualquier tipo de criatura o enemigo.
Pero, en vez de
eso, encontró a diez personas tiradas en el suelo, inmóviles.
—¡Eh! ¿Necesitan
ayuda? —gritó mientras corría hacia la primera de ellas, dándole la vuelta… y
alejándose al instante mientras se tapaba la nariz.
Fue rápidamente
hacia otra y encontró el mismo resultado, igual que en las otras ocho. Eran
cadáveres. Algunos estaban en estado de descomposición, otros eran recientes y,
a unos pocos, no les quedaban más que los huesos.
¿Qué hacían ahí?
¿Por qué no estaban enterrados? ¿Acaso murieron allí mismo o…? ¿Alguien sería
capaz de dejarlos ahí sin más?
No lo sabía y
dudaba que alguien más lo supiera, pero no podía dejarlos así para que los
carroñeros se comieran lo poco que les quedaba de carne.
Miró la tierra que
había alrededor y levantó las manos a la vez que concentraba sus poderes,
creando así diez agujeros recubiertos de piedra. Justo cuando iba a echar los
cuerpos, escuchó unos gritos en la lejanía.
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