Capítulo 4. Voces
Irsis esquivó una
vez más a la bestia. Estaba agotado, y el escozor de sus heridas parecía
decirle que estaban a punto de sangrar otra vez. Si seguía así, ese coyote no
tardaría mucho en cogerle y convertirlo en su cena. Tenía que hacer algo… ¿Pero
qué?
Antes de que se le
ocurriera una idea, algo se removió bajo sus pies y le hizo caer al suelo. Se
dio la vuelta y buscó aquello que le había hecho tropezar, pero entonces notó
que algo duro aprisionaba su cuerpo contra el suelo. Cuando se miró el pecho,
vio que solo se trataba de una fina capa de arena.
—¿Qué diablos…?
—Vaya, vaya.—Irsis miró al coyote, que le
había alcanzado y ahora se movía en círculos a su alrededor—. Mira lo que tenemos aquí, un niño indefenso.
¿Ahora os dejan salir a cazar al desierto de noche? Los humanos cada vez están
más locos.
El rostro del
joven se volvió rojo de ira.
—¡No me llames niño! ¡Maldita sea, tengo diecisiete
años! ¡Por qué no os vais todos a que os den un rato por el…! —se paró en seco
cuando se dio cuenta de una cosa—. Un momento, ¿puedes hablar?
El coyote soltó un
profundo gruñido.
—No te hagas el tonto conmigo, niño. Sé que
Jina te ha enviado a ti y a tu grupo a cazarme. Dime, ¿qué le pasa? Antes venía
aquí con sus hombres con la estúpida esperanza de verme morir —gruñó otra
vez, con más fuerza, enseñando los colmillos y clavando las garras en la
arena—. Espero que sea por las cicatrices
que le hice. Espero que le duelan tanto que no pueda hacer otra cosa que
retorcerse de dolor.
Irsis no tenía ni
idea de a qué venía toda esa vena sádica, pero tampoco iba a solucionar nada
averiguándolo. De todas formas, ahora que pensaba en la arena que lo mantenía
preso y en la capacidad de ese animal para hablar, una idea, probablemente
absurda, tomó forma en su mente.
—¿Eres un naik?
El coyote rodó los
ojos, exasperado.
—Bravo, niño, te has dado cuenta. —Frunció
el ceño al ver que el muchacho lo miraba con la boca abierta—. Parece que Jina no te comentó ese detalle
cuando os envió a cazarme. ¿Es que ya no hay nadie que se atreva a venir a por
mí? Eso explicaría por qué he estado tan tranquilo estos últimos meses y que no
te haya dicho quién soy… Pero da igual. Vas a morir de todas formas.
Cuando avanzó
hacia él con los colmillos al descubierto, Irsis reunió las últimas fuerzas que
le quedaban para lanzar una potente ráfaga de viento que provocó una herida en
el lomo del coyote y le hizo retroceder. En ese momento, notó que la arena que
lo tenía atrapado se aflojaba, así que aprovechó para deshacerse de ella con otra
ráfaga.
El otro naik estaba confundido. ¿De dónde había
salido ese viento? La herida que tenía en el lomo era idéntica a la del akbalar que había inspeccionado antes.
Entonces, ¿ese chico lo había provocado? Y el tornado de esa mañana, ¿también
había sido cosa suya?
—¿Quién eres?
Irsis sonrió antes
de quitarse la camisa y mostrarle la espalda, de forma que pudiera ver el
tatuaje de cuervo que tenía en el omóplato izquierdo.
—¿No lo ves? Yo
también soy un naik.
El coyote iba a
decir algo, pero un siseo lo interrumpió. Antes de que pudiera reaccionar, el
niño y él habían sido rodeados por una serpiente gigante que lo miraba con
diabólicos ojos verdes.
—Es cierto. Te hemos estado buscando.
El demonio se
encogió y retrocedió. No podía creer lo que estaba viendo, había dos naik frente a él. Dos de sus hermanos, y
decían que le habían estado buscando. Pero le habían mentido tantas veces…
¿Cómo podía estar seguro? ¿Y si era una trampa?, ¿y si le estaban engañando
otra vez?
—Mentís… Todos lo hacen… Estáis mintiendo,
venís a matarme.
Irsis intentó
acercarse a él, pero Yilan se interpuso a tiempo de evitar que el coyote le
diera un mordisco con el que le habría arrancado una mano y le mostró los
colmillos. La serpiente le siseó a modo de advertencia.
—Yilan, no…
—Con cuidado, Irsis—le pidió su hermano
sin perder de vista a Galner, quien parecía más furioso que antes y ahora se
preparaba para el próximo ataque—. Le han
hecho mucho daño y no confía en nosotros. Piensa bien tus palabras antes de
decirlas.
El joven asintió y
caminó en su dirección. De repente, aunque solo fue instante, en vez del coyote
vio a un niño de menos de diez años, con el cabello castaño oscuro y ojos
dorados, que lo miraba con alegría y calidez.
De golpe, supo lo
que tenía qué decirle a Galner, y todo gracias a esa extraña visión. Aunque,
más que una alucinación, le había parecido un recuerdo.
—No me atacarás.
Tú jamás me harías daño, Ikiz.
Galner iba a
abalanzarse sobre el chico, pero escuchar aquel nombre hizo que el demonio que
habitaba en él se parara en seco. Ikiz… ¿Por qué aquel nombre lo perturbaba de
aquella manera? Sentía un nudo en el estómago y una emoción extraña. Nostalgia,
melancolía, algo de tristeza… Pero al mirar de nuevo a aquel muchacho, ya no
estaba ahí, sino un niño pequeño en su lugar. Tenía el pelo castaño oscuro y
los ojos negros, y le estaba sonriendo.
Creyó que sus
patas iban a doblarse cuando lo reconoció.
—Aram…
Yilan volvió a su
forma humana cuando Galner dejó que Irsis se acercara para acariciarlo. Vio
cómo el joven abrazaba al naik con
fuerza, como si se tratara de dos hermanos que hacía mucho que no se veían.
Y, de hecho, así
era. Porque en su vida anterior, Tegu y Galner fueron gemelos.
“Parece que los
demonios han recordado quiénes eran. Ha sido una suerte, porque de lo contrario
tendríamos que haber luchado contra Galner”, pensó con cierta inquietud,
preocupado porque recordaran también cómo murieron. Siempre se había sentido
culpable por no haber podido ayudarles, pero no podía cambiar el pasado, solo
intentar mejorar su futuro.
Los primeros rayos
del sol comenzaron a inundar el desierto, al mismo tiempo que el coyote
cambiaba de forma. Poco después, frente a Irsis había un hombre alto, de poco
más de metro ochenta y complexión atlética y esbelta. Tenía la piel ligeramente
morena por haber pasado tantos años bajo el sol del desierto, armonizando con
su corto cabello cobrizo, y resaltando sus brillantes ojos dorados.
—Parece que de
verdad sois mis hermanos. Siento haberos atacado, pero aquí no se puede confiar
en nadie —dijo el naik con suavidad.
—No te preocupes,
hombre —dijo Irsis, quitándole importancia al asunto—. Solo has estado a punto
de matarme en una explosión de fuego y de convertirme en tu cena. Ya ves, nada
del otro mundo.
Galner esbozó una
media sonrisa. En su vida anterior, Aram también había sido así; despreocupado
y alegre, a veces demasiado para su propio bien.
—¿Cómo te llamas
ahora?
—Irsis. Aunque soy
conocido como el Señor de los Ladrones, el Rey Cuervo y...
—Soplapollas
Engreído.
Todos se giraron
al escuchar aquella voz áspera y grave. Shunuk y Zhor habían regresado con los
caballos; el primero tenía una ceja alzada, preguntándose quién era el
desconocido, mientras que el segundo se tapaba los ojos.
—¿Queréis hacer el
favor de poneros algo de ropa encima? Tengo delante de mí a dos tíos desnudos y
a uno en pantalones. Esto parece una orgía de hombres ¡por el amor de Tanri!
¿Por qué no soy ciego?
—¡Zhor! —Irsis
corrió hacia él y se montó al caballo de un salto para darle un abrazo—. ¡Estás
vivo!
El soldado intentó
deshacerse de él sin éxito, ya que el muchacho se movía de un lado a otro para
evitar que lo cogiera, como una cucaracha escurridiza.
—Solo me hice el
muerto para escapar y avisar a la serpiente y al esclavo. Así que sí, estoy
vivo. Y ahora, ¡déjame en paz, bicho!
Yilan soltó una
carcajada al ver que Zhor no se deshacía de su hermano de ninguna forma. Por
mucho que hiciera que el caballo se encabritara, Irsis se pegaba a él como una
lapa sin dejar de reír.
Vio por el rabillo
del ojo que Galner también sonreía con diversión.
—Galner —lo llamó.
Este lo contempló
un momento antes de bajar la mirada.
—Él fue mi hermano
gemelo, ¿verdad? En mi otra vida, digo.
—Sí.
Shunuk apareció en
ese momento con varias prendas de ropa que tendió a ambos. Le dedicó una mirada
interrogativa a Yilan mientras se vestía.
—¿Alguien me va a
decir qué ha pasado?
—Shunuk, te
presento a Galner.
El hombre se
sobresaltó al escuchar el nombre de uno de los naik. Lo analizó unos instantes y después inclinó levemente la
cabeza.
—Yo me llamo
Shunuk. Y ese hombre que quiere matar a Irsis es Zhor. No le hagas mucho caso,
tiene mal genio y no le gusta la gente en general.
—Entonces creo que
nos llevaremos bien —dijo con una sonrisa cuando acababa de ponerse la camisa.
De repente, Irsis
apareció al lado de Shunuk, cansado pero satisfecho de haberle hecho la puñeta
al soldado un rato. Ahora miraba a Galner con expectación.
—A todo esto, tú
aún no nos has dicho tu nombre.
El nuevo naik sonrió.
—Alev. Mi nombre
es Alev Vaha.
Ayna Oda, Zennet
Entró en la sala
con pasos rápidos y silenciosos. Después de treinta años, Damballa ya había
empezado a reunir a los naik, y no
podía consentirlo.
Lo primero y más
importante era tenerlos localizados a todos. E iba a hacerlo ahora mismo. Con
la ayuda del ayna, un pequeño
estanque situado en el centro de aquella habitación blanca de altas columnas,
en las cuales se enredaban decoraciones de plantas con ramas caóticas, paredes
con pinturas de escenas cuotidianas de los vasi,
ventanas que daban a los extensos jardines Isinlari, y repleta de divanes
azules desde los cuales los guardianes contemplaban el mundo terrenal.
Se tumbó sobre uno
de estos y acarició con sus largas uñas la superficie del amplio estanque, el
cual se iluminó levemente.
—Muéstrame dónde
están los naik.
El agua, clara y
nítida, se removió unos segundos sin necesidad de que la tocara y luego le
mostró una serie de lugares: un desierto árido, los pies de un volcán, una isla
con una montaña rocosa agujereada, un monte plagado de bosques nevados, una
ciudad rodeada por la selva, el barrio lujoso de una ciudad, un conjunto de
tiendas coloridas pertenecientes a un circo ambulante y… ¿Qué?
Se levantó de un
salto y observó la superficie del ayna.
¿Qué sucedía? Estaba mostrando muchas imágenes, pero cambiaban tan rápido que
no tenía tiempo de reconocerlas. Hubo un momento en el que ya ni siquiera podía
distinguir unas de otras, y el agua del estanque se desbordó por todas partes,
cuyo reflejo ya no mostraba nada.
¿Qué había sido
eso? ¿Por qué no había podido mostrar el paradero de uno de los naik? Algo había interferido. O alguien.
Unas risotadas
malévolas resonaron en la sala. El vasi,
furioso, miró al techo y gritó:
—¡No te rías
tanto, Zeker! Esto no es nada, basta con que mate a uno de ellos para que no
puedan sacarte de aquí.
A pesar de su
amenaza, el dios siguió riendo, inmensamente divertido por la frustración del vasi. Poco después, las risas se
apagaron, aunque la ira del guardián no.
—Con permiso.
Dio media vuelta
para encontrarse con Hasalik, una vasi
preciosa y amable por la que sentía simpatía. Se acercó a ella para cogerle de
las manos y rozó sus alas con las suyas.
—Hasalik —la
saludó.
—Hola, Kinskalik.
—¿Qué te trae por
aquí?
—Busco a alguien
en el mundo humano. —Hizo una pequeña pausa mientras observaba los charcos de
agua que se habían formado en la estancia—. Como tú, me imagino.
—Si se trata de
los naik…
Hasalik le lanzó
una mirada asesina.
—Gracias por tu
interés, pero no se trata de ellos.
Kinskalik la miró
con cierta ira, pero se controló a tiempo de hacer algo de lo que pudiera
arrepentirse. Hasalik no tenía la culpa de nada. Solo era una vasi que todavía creía en la bondad de
los dioses, esos seres arrogantes y engreídos que durante milenios se habían
aprovechado de ellos mientras les eran útiles. Una vez dejaban de serlo, no
eran más que una molestia.
Pero algún día,
cuando ella dejara de serle útil a Zeker, vería que no era más que una criatura
egoísta que solo era amable contigo cuando le conviene. Exactamente igual que
Tanri.
—Te aconsejo que
Iyilik y tú dejéis de hacerle favores a Zeker. Sé que estáis de su parte.
—Y si no, ¿qué
harás? —le gruñó ella, para nada asustada—. ¿Lo mismo que le hiciste a Hainlik?
Kinskalik
retrocedió como si le hubieran dado un golpe. La traición de su viejo amigo
todavía era dolorosa, pero hizo lo que tenía que hacer para seguir manteniendo
a Zeker en su celda, no podía permitir que regresara y terminara lo que había
empezado.
Tras recomponerse,
avanzó de nuevo hacia Hasalik y le dijo:
—Iyilik y tú me
caéis bien, Hasalik, por eso os pido que no os acerquéis a él. Puede que no
parezca el ser cruel que es, pero cuando menos lo esperéis, os apuñalará por la
espalda.
—¿Lo dices por
experiencia?
Hasalik mantuvo su
postura firme cuando el rostro de Kinskalik se descompuso por la ira y se
marchó volando violentamente por una ventana.
Sí, Kinskalik
había sido traicionado por dos dioses que, durante mucho tiempo, creyó que eran
sus amigos. Pero después de lo que sucedió siglos atrás, comprendió la cruel
realidad. Nada ni nadie salvo ellos mismos les importaba, ni los vasi, ni los humanos… Ni siquiera los naik.
Yeralti Vala
—Muévete de una
vez, maldito cuadrúpedo vago… —maldijo Irsis mientras tiraba de las riendas de
uno de los caballos, intentando que se movieran sin éxito.
Hacía varias horas
que se habían puesto en marcha, guiados por Alev, hacia su refugio. Les había
contado que, después de que su ciudad natal, Mevkut, se enterara de que era un naik siete años atrás, había huido al
desierto, donde su poder era mayor y podía encargarse sin problemas de todos
los soldados o mercenarios que le enviaran. Desde entonces, no había salido de
Yeralti Vala.
—Oye, Alev,
¿cuánto falta para llegar a tu maravilloso refugio?
—No te preocupes,
yo mismo os llevaré a partir de aquí.
Irsis soltó una
carcajada.
—Ya, claro. Vas a
cargar con el carro, los dos caballos, Zhor, Shunuk, Yilan y yo. Vale, vale.
—Se sentó en la arena y se cruzó de brazos—. Mientras tú haces esa tarea que,
al parecer, es tan sencilla y fácil, yo esperaré aquí a morirme de un golpe de
calor.
Alev sonrió antes
de mover bruscamente ambas manos. De repente, la arena bajo los pies de todos
se alzó varios centímetros por encima del suelo y comenzó a moverse rápidamente
con ellos encima.
—¡Joder! —exclamó
Irsis con una sonrisa mientras observaba cómo cruzaban a gran velocidad las
dunas del desierto—. Esto es mejor que un caballo.
Alev soltó una
carcajada, divertido por la expresión de sus nuevos amigos al descubrir su
medio de transporte. Yilan sonreía mientras Irsis daba saltos, comprobando si
podría caerse de la fina arena; Shunuk la observaba con interés, como si tratara
de descubrir cómo lo hacía; y Zhor se agarraba con fuerza al carro, temiendo
caerse en cualquier momento.
En pocos minutos
llegaron a su refugio y él los dejó en el suelo. Todos miraron de un lado a
otro, buscando el hogar del coyote, pero lo único que veían eran más dunas y
arena.
—Esto… No es por
ofender, pero aquí no hay nada —comentó Irsis, rascándose la nuca—. Comprendo
que después de siete años aquí hayas elegido un lugar preferido para tus
necesidades, ya sean alimenticias o de otra clase, pero a nosotros nos vendría
bien un oasis o algo así.
Alev sonrió,
divertido, antes de levantar la mano, convertida en un puño, y abrir los dedos.
Antes de darse cuenta, la arena bajo sus pies cedió, por lo que todos cayeron
en un lugar húmedo y frío.
Agua. Estaban en
el agua.
Cuando salieron,
se encontraron en una especie de cueva gigantesca, en cuyo interior había una
selva. Palmeras y arbustos tropicales llenaban el lugar, al igual que diversos
lagos. Además, bolas de fuego flotantes, que no quemaban al tocarlas,
iluminaban el refugio.
—¿Qué coño es
esto? —preguntó Zhor mientras salía del lago con cierta dificultad a causa de
la pierna rota.
—Yeralti Vala fue
hace mucho tiempo una selva, la obra maestra de Orman, el antiguo dios de los
bosques —respondió Alev. Estaba bajando con el carro y los caballos utilizando
sus poderes para hacer que la arena flotara en el aire y los dejara suavemente
en el suelo cubierto de verde hierba—. Cuando la guerra de los Antiguos estalló
y Orman murió, el dios que lo mató intentó destruir este lugar, pero no pudo
hacerlo, pues su poder aún permanecía aquí. Así que decidió cubrirlo con una
gruesa capa de arena. —Soltó a los caballos para que bebieran agua y pastaran
tranquilos—. Poneos cómodos, aquí hay muchos nidos de akbalar, pero no os molestarán a menos que los hagáis enfadar.
Podéis descansar aquí hasta que tengáis que seguir vuestro camino.
Irsis gritó alegre
y empezó a tirarle agua al soldado, quien, a pesar del dolor de su pierna,
logró meterse en el lago y nadar con los brazos para intentar coger al joven y
darle una lección. Un intento frustrado, ya que el chico era más rápido.
Por su parte,
Shunuk comprobó las provisiones del carro y empezó a recoger frutos tropicales.
Mientras, Yilan miraba el techo de la cueva, consistente en arena que no caía.
—Los dioses
imponen, ¿verdad? —comentó Alev, que se colocó a su lado.
—Sí, pero hasta
ellos mueren tarde o temprano. —Bajó la vista para centrarla en su hermano—.
Alev, estamos buscando al resto de nuestros hermanos. ¿Te gustaría venir con
nosotros?
Alev lo meditó
unos minutos. El desierto había sido su hogar durante los últimos siete años y,
aunque había sido una estancia apacible, echaba de menos la compañía de otras
personas. Además, desde que había recordado que Irsis fue su hermano gemelo en
su vida anterior, sentía un extraño sentimiento sobreprotector hacia él.
Finalmente, esbozó
una sonrisa.
—Aunque ahora sea
Irsis, sigue siendo mi pequeño hermano imprudente e impulsivo. No durará mucho
si no voy con él para vigilarle.
—Te sorprendería
lo que es capaz de hacer. Cuando le conocí, intentó matarme.
Alev alzó una
ceja.
—¿De veras?
Entonces también continúa metiéndose en líos. Iré con vosotros, Yilan, aunque
no estoy seguro de que quiera formar parte de lo que pretendéis.
—¿Lo sabías?
—Nadie reúne a los
naik porque sí. Queréis liberar a
Zeker, ¿verdad?
—Fuimos creados
para eso.
—Eso no significa
que tengamos que hacerlo. Además, ¿de qué serviría?
—Serviría para que
los humanos nos dejen en paz de una vez por todas —le dijo Yilan con el
semblante serio—. Hemos pasado más de quinientos años huyendo, ocultándonos y
luchando, ¿y para qué? Al final acabamos muriendo y regresando a la vida para
que nos maten otra vez. ¿No estás cansado de eso?, ¿no te gustaría poder vivir
en paz?
Ante esa pregunta,
Alev se removió un poco. Sí, estaba cansado de ser perseguido, y de todos esos
hombres que venían al desierto para matarle. Tras descubrir que era un naik, sus padres lo dejaron a su suerte,
sus amigos le dieron la espalda y Jina lo traicionó. Y todos se aprovecharon de
su confianza para intentar acabar con su vida. Solo en el desierto se había
sentido mínimamente protegido, a pesar de la soledad; había podido tener algo
de tranquilidad.
Si liberaban a
Zeker… la gente ya no tendría motivos para ir tras ellos. Tendría la
oportunidad de tener una vida tranquila.
—Aun así, no me
gusta —reconoció, todavía un poco dudoso.
—Cuando conozcas a
nuestro padre, verás que no es tan malo como los sacerdotes quieren que
pensemos.
En eso tenía que
darle la razón. Los naik tampoco eran
bestias sedientas de sangre, simplemente se defendían cuando alguien iba a por
ellos. Como él hacía con todos aquellos que le enviaba Jina.
Hizo una mueca al
pensar en ella, pero alejó esos pensamientos para centrarse en Zeker y en lo
que estaba a punto de hacer.
—Accedo a que me
presentes a nuestro padre —le dijo seriamente—, pero quiero que quede claro
que, si colaboro, quiero algo a cambio.
Su hermano lo miró
con interés.
—¿El qué?
—Quiero que las
personas que nos han hecho daño paguen después de su muerte. No merecen
descansar en paz después de que hayamos sido perseguidos y asesinados durante
siglos.
Yilan le palmeó el
hombro con una mirada solemne.
—Esa es también mi
intención, hermano.
Una semana más
tarde, las tropas del rey de Siyagun entraban en Yeralti Vala. El capitán iba
al frente, escudriñando el horizonte atentamente. Fue así como vio los
aguijones mortíferos de los akrehler
asomándose por encima de las dunas.
Tres de ellos se
acercaron rápidamente a su posición, chasqueando las pinzas, preparados para
atacar.
El capitán detuvo
a sus tropas, que se colocaron en posición de defensa. Parecía que había
llegado el momento de averiguar si la caja que le dio aquel vasi a su majestad servía de verdad o
no. Así que la cogió y la alzó en dirección a las bestias, que ya estaban a
poco más de diez metros de ellos, antes de abrirla.
Del objeto,
apareció una luz blanca, acompañada del canto de muchas voces masculinas y
femeninas. La canción, una melodía dulce y lenta cantada a canon, fue alzando
el volumen rápidamente. A sus oídos era hermosa pero, al parecer, para los akrehler era una auténtica tortura, ya
que comenzaron a soltar chirridos desagradables y a mover los aguijones de un
lado a otro, nerviosos.
No tardaron en dar
media vuelta y perderse de vista rápidamente. El capitán cerró la caja y sonrió
para después guardarla y animar a sus tropas a seguir adelante. Con esa caja,
cruzarían el desierto y llegarían a Dumanli Dag en menos de tres semanas.
Alev se despertó
al sentir que había nuevos intrusos en sus tierras. Lo que le preocupó no fue
su presencia, sino el hecho de que los akrehler
y los akbalar de la zona no se
acercaran a ellos para proteger su hogar.
Miró a sus
compañeros, que ahora dormían plácidamente sobre unas mantas. Habían decidido
continuar el viaje cuando las quemaduras de Irsis mejoraran y Zhor pudiera, al
menos, caminar sin que la pierna le doliera tanto. Optó por no despertarlos; si
él podía encargarse de esos intrusos no valía la pena preocuparlos por nada.
Iba a subir a la
superficie para averiguar qué sucedía cuando escuchó los gruñidos de los akrehler al entrar en el oasis. Eso hizo
que se preocupara aún más. Los escorpiones no solían bajar a su refugio, ya que
temían el agua y el oasis estaba lleno de lagos. Solo lo hacían de vez en
cuando para beber o cuando sus crías eran demasiado pequeñas para soportar el
calor del desierto.
Se acercó a las
bestias, tres en total; sus patas se movían con nerviosismo, así que les
acarició las pinzas en un intento de calmarlos.
—¿Qué pasa ahí arriba, chicos?
Los akrehler las chasquearon, furiosos, por
lo que Alev decidió echar un vistazo. Cerró los ojos y visualizó el desierto,
buscó entre las dunas hasta encontrar a los intrusos. Eran soldados de Siyagun.
Yilan ya le advirtió que pasarían por allí, pero no esperaba que lo hicieran
con tres docenas de soldados, el capitán, varios esclavos y escuderos. Los
primeros iban montados a caballo, mientras que el resto llevaban los carros.
No comprendía por
qué los akbalar y los akrehler se apartaban de ellos entre
gruñidos en vez de atacarlos, pero él lo averiguaría.
—Alejaos de ellos
—les dijo a los akrehler—. Refugiaos
en el oasis con todos los demás y no salgáis hasta que yo me encargue de ellos.
—Las bestias gruñeron, disgustadas—. Sé que no os gusta estar cerca del agua,
pero sea cual sea la razón de que no los ataquéis, yo la destruiré.
Aunque a los
demonios no les hizo gracia, obedecieron y se marcharon al exterior para
advertir al resto de su especie. Alev los observó hasta que desaparecieron.
Después, se sentó en la hierba y volvió a cerrar los ojos, concentrándose.
El capitán se tiró
al suelo cuando una explosión salida de la nada destruyó uno de los carros. Se
levantó rápidamente y empezó a gritar órdenes, pero otra explosión hizo volar
por los aires otro carro, y luego otro, y otro.
Viendo la extraña
situación, ordenó salvar toda el agua y las provisiones y abandonar los
vehículos, pero sirvió de poco, ya que una repentina tormenta de arena los
rodeó.
Alguien lo tiró al
suelo, cogió la caja de su bolsa y la abrió. Esta vez no se oyó un hermoso
canto, sino unos llantos y gritos que le hicieron estremecer. Entonces, la
tormenta paró de pronto. Aunque estaba confundido por la extraña experiencia,
se aseguró de que sus hombres estaban bien, contó las bajas, comprobó las
provisiones, enterró a los caídos y reorganizó a sus hombres. En menos de una
hora volvían a estar en marcha.
Mientras seguían
su camino, se preguntó si la mano negra con largas uñas que había cogido la
caja pertenecía al mismo vasi que se
la entregó al rey.
Yilan se levantó
tambaleándose. ¿Qué diablos había sido eso? ¿Y por qué le había afectado de
aquella manera? Había sido incapaz de moverse mientras escuchaba aquel llanto,
además de sentir que sus poderes se quedaban bloqueados.
—¿Qué coño ha sido
eso? —preguntó Irsis, quien estaba en el mismo estado que su hermano.
—¿Tú también lo
has oído?
—Joder, ¿quién no
oiría eso?
Señaló con la
cabeza a Zhor y Shunuk, que dormían profundamente.
—Parece que solo
nos afecta a nosotros —comentó con el ceño fruncido antes de cruzar una mirada
inquieta con Irsis.
En ese momento,
escucharon unos gritos agónicos. Corrieron en su dirección, temiéndose lo peor,
y fue justamente lo que encontraron. Alev estaba en el suelo, con las rodillas
pegadas al pecho y las manos agarrándose del cabello mientras gritaba de dolor.
—¡Alev! —Irsis se
arrodilló a su lado y trató de buscar alguna herida, pero no encontró nada que
pudiera ser la causa de sus gritos—. Yilan, no sé qué le pasa, ¡ayúdame!
Yilan tampoco
sabía qué hacer. Estaba seguro de que tenía que ver con esa voz que habían
oído, pero no sabía cómo aliviar el dolor de Alev. Además, ni siquiera sabía
por qué a su hermano le había afectado más que a ellos…
—Usa tu sangre.
Se sobresaltó al
escuchar esa voz. Miró de un lado a otro, buscando su origen, aunque estaba
casi seguro de que la había oído en su cabeza.
—¿Quién…?
—Usa tu sangre. Las armas de Tanri se
combaten con las de Zeker.
—Yilan, ¿estás
bien? —le preguntó Irsis al ver que su hermano fruncía el ceño. Entonces, este
sacó una daga y se hizo un corte en el antebrazo—. ¿Qué haces?
—Lo que yo le he dicho.
Irsis pegó un
salto y miró a ambos lados, pero no vio a nadie aparte de Yilan y Alev.
—Vale, sabía que
tarde o temprano me volvería loco y una voz en mi cabeza me diría que entrara
en el sacerdocio, que así mi vida volvería a su rumbo natural…
—No te has vuelto
loco, yo también la oigo —le dijo Yilan mientras vertía su sangre en la boca de
Alev—. Ayúdame, Irsis, tiene que tragarse mi sangre.
Aunque confundido,
el chico obedeció. Inmovilizó la cabeza de su hermano con sus piernas y le
abrió la mandíbula con sus manos. Así, entre Yilan y él lograron que se bebiera
la sangre. Poco después, Alev, dejó de gritar y se quedó inconsciente, para el
alivio de ambos.
—Bueno, no sabemos
de dónde sales, pero gracias por el consejo —le dijo Irsis a la voz, que aún
estaba en sus cabezas.
—No hay de qué.
—¿Sabes qué ha
pasado? —preguntó Yilan esta vez.
—Los soldados de Siyagun ya han llegado al
desierto, y llevan con ellos una caja llamada la Voz de Tanri. Por lo que sé,
esa caja contiene el canto de los vasi.
Por eso os afecta tanto, al fin y al cabo, vosotros fuisteis originalmente
criaturas del Zehennem.
—¿Eso qué
significa? —interrogó Irsis.
—Que sois fuego y agua, perro y gato, sal y
azúcar, como quieras llamarlo. El caso es que los vasi le dieron esa caja al rey y ahora la llevan los soldados para evitar
que los ataquen los akrehler y akbalar. Galner se dio cuenta de que los esbirros
del rey habían entrado en el desierto e intentó deshacerse de ellos, pero la
Voz de Tanri lo impidió.
—Pero lo que salió
de la caja no era un canto, sino un llanto —comentó Yilan.
—Yo tampoco lo entiendo. Pero si queréis un
consejo, quitadles la caja en cuanto tengáis la ocasión.
—Gracias por tu
ayuda.
—No me las deis, quiero que viváis.
Cuando la voz se
apagó, Irsis y Yilan despertaron a Shunuk para que ayudara al primero a cuidar
de Alev. Zhor despertó poco después y no tardó en enterarse de lo que había
pasado. Aunque aún no estaba del todo seguro sobre qué hacer con los naik, echó una mano al muchacho cuando
Shunuk fue al lado de Yilan, quien miraba fijamente el lago, pensativo.
—Te preocupa esa
caja, ¿verdad?
—Sí, pero no vamos
a meternos en la boca del lobo para robarla. Además, hay otra cosa que me
preocupa aún más.
—¿El qué?
—¿No lo ves?
Shunuk no supo a
qué se refería hasta que vio el agua del lago, la cual temblaba casi
imperceptiblemente.
—El agua tiembla,
pero no se oye ningún ruido. ¿Qué es eso?
Yilan miró al
techo cubierto de arena con el semblante serio. Como si no tuvieran suficientes
problemas con esa dichosa caja que había dejado malherido a Alev, las
quemaduras de Irsis y la pierna rota de Zhor, los vasi les habían enviado un regalo.
Uno capaz de
matarlos.
Olum Isik, Siyagun
Apartó la delgada
cortina para observar a las personas que comían en la mesa. Reían y se hacían
bromas entre ellas, como si fueran una familia numerosa y normal. Por
desgracia, eso distaba mucho de la realidad.
La cruda verdad
era que esas personas se veían obligadas a vender sus cuerpos para sobrevivir,
a satisfacer las necesidades de nobles de formas muy distintas y, a veces,
repugnantes. Muchos de ellos habían sido bebés abandonados en un callejón,
otros habían huido de padres lascivos, algunos sencillamente habían sido
pequeños criminales o desertores que tenían que ganarse la vida de alguna
manera.
Era una forma de
vida que él detestaba y aborrecía, pero era la única forma de sobrevivir que
conocía. Sin embargo, a diferencia de todos los demás, él había nacido con
ciertas facultades especiales, como la de leer la mente y la telepatía. Así se
había puesto en contacto con los naik,
y también había hurgado en los recuerdos de Tegu y Galner para que recordaran
quiénes habían sido en su otra vida.
Si tenía que ser
sincero, nunca había tenido intención de ponerse en contacto con ellos hasta
hoy. ¿Para qué? ¿Para ayudarles a liberar a Zeker? ¿Y eso de qué serviría? El
mundo seguiría siendo el mismo. Los reyes continuarían cometiendo crímenes como
violar a la hija de una posadera y nadie haría nada por detenerlo, los
ministros seguirían siendo avariciosos, los soldados unas bestias que solo
sabían matar, los sacerdotes dirían lo que los reyes quisieran a cambio de
dinero y el pueblo continuaría siendo un rebaño de corderos temerosos de que
algún día una manada de lobos los atacara.
Pero eso fue antes
de que aquel bufón entrara en la posada que él frecuentaba y discutiera con
otros hombres ciertos asuntos muy suculentos que podrían poner al pueblo en
contra del rey. Si la cosa seguía así, tal vez los corderos se transformarían
en los lobos… Y él quería participar en ello.
—Cariño, ¿qué
haces ahí?
Al dar media
vuelta se topó con una hermosa mujer de cabello rubio corto hasta los hombros y
ojos verdes que lo miraba con calidez. Llevaba un vestido casi transparente de
color rojo, de forma que no dejaba nada a la imaginación.
—Hola, mamá.
—Deberías estar
con los demás.
Miró la mesa, que
estalló en carcajadas por un comentario que había hecho Karali sobre las partes
íntimas de un cliente habitual, un ministro ya entrado en años gordo y con poca
seguridad en la cama. Esa clase de clientes era la que daba menos problemas;
eran hombres y mujeres fáciles de dominar y que no se atreverían a hacer daño a
alguien con un temperamento como el de Karali.
—Ahora voy.
Su madre suspiró y
le dio un apretón en el hombro.
—No deberías darle
vueltas a lo que dijo ese bufón. Aunque haya una rebelión, los soldados les
harían picadillo.
—No si los naik están de nuestro lado.
—¿Y por qué iban a
ayudarnos? Los humanos los han perseguido y asesinado durante todos estos
siglos.
Él sonrió.
—Aparte de que
ahora están en deuda conmigo, Damballa desea la cabeza del rey tanto o incluso
más que yo.
No tenía ni la
menor idea de dónde se encontraba. Estaba seguro de que no había hecho nada
para llegar a aquel lugar tan extraño. La oscuridad sería completa de no ser
por unas explosiones de fuego que iluminaban el cielo, transformando su azul
oscuro en tonos rojos, naranjas y amarillos. Los árboles lo rodeaban, lo cual
quería decir que probablemente estaba en un bosque. Sin embargo, nunca había
oído hablar de un bosque que tuviera ríos de lava.
¿Dónde diablos se
había metido?
Caminó un par de
pasos en una dirección cualquiera, buscando alguna salida. A medida que seguía
caminando, una espesa capa de humo fue rodeándolo. Empezó a escuchar gruñidos a
su alrededor, amenazándolo y haciéndole sentir como si hubiera entrado
directamente en la boca del lobo. Pronto, el humo le impidió ver nada, pero por
alguna razón sabía exactamente dónde estaba cada rama y cada riachuelo de lava,
así que no tuvo problemas… hasta que el origen de esos gruñidos se abalanzó
sobre él.
Intuitivamente, se
hizo a un lado. Algo peludo lo rozó antes de desaparecer de nuevo entre el
humo. Fuera lo que fueran aquellas cosas, una a una le atacaron. Cuando llegó
la última, se dejó caer al suelo para esquivarla, con lo que logró verla.
Del tamaño de un
lobo, se trataba de un perro musculoso y ágil, con largo y espeso pelaje color
ceniza, orejas puntiagudas, ojos rojos y, por supuesto, grandes colmillos.
Harto de no ver
nada cuando escuchó que el gruñido de algo mucho más grande se estaba
acercando, creó una ráfaga de viento que esparció el humo a tiempo de
vislumbrar un enorme perro negro de dos metros y medio lanzándose sobre él. Lo
esquivó por los pelos y retrocedió, colocándose a una distancia prudente del
monstruo.
—¿Dónde coño
estoy? —se preguntó a sí mismo en voz alta.
—¿No lo sabes? —El perro negro caminó un
par de pasos antes de fijar sus ojos castaños en él—. Esto es un sueño. Mi sueño. ¿Cómo has entrado aquí?
Frunció el ceño
unos momentos, sin comprender lo que quería decir. Pero entonces recordó que
Zeker le dijo que uno de sus poderes consistía en entrar en los sueños de los
demás.
—Pues, al parecer,
es uno de mis poderes… Y no he entrado aquí a propósito, ha sido sin querer,
que conste —dijo, alzando las manos.
—En ese caso, lárgate. —El perro saltó y
lo cazó entre sus garras. O lo habría hecho de no ser porque el intruso se
transformó en cuervo y se posó sobre la rama de un árbol, desde la cual lo
observó con esos ojos oscuros como el fondo de un agujero. —Tú… ¿también eres un naik?
—Eso parece, hermano. —Al otro animal le
pareció que el ave sonreía—. Me llamo
Irsis, ¿y tú?
El perro no
acababa de creer que tuviera un naik
enfrente. Al fin y al cabo, estaba soñando, ¿cómo podía ser posible?
Aun así, dio unos
pasos hacia el árbol donde se posaba mientras adoptaba su forma humana, la de
un hombre joven con la piel dorada, cabello rizado negro y los mismos ojos
castaños del perro.
—Yo soy…
Yeralti Vala
Irsis se despertó
de un salto. Miró a su alrededor y comprobó que se encontraba en el oasis. Zhor
estaba a su lado, roncando de tal manera que no sabía cómo demonios había
podido quedarse dormido, y Alev estaba sentado junto a él, despierto.
—¿Cuándo te has
despertado? —le preguntó con el ceño fruncido.
—Hace un rato
—respondió Alev antes de mirar por encima de su hombro—. ¡Yilan, Shunuk! Se ha
despertado, ¿le explico ya el plan?
Cuando se giró,
vio que tanto su hermano como el otro hombre tenían sus armas a mano y
preparadas para ser empuñadas al instante. Además, estaban muy serios, como si
hubiera pasado algo grave.
—¿Como que plan?
¿Qué diablos pasa?
Yilan lo miró con
aquellos ojos verdes que le daban escalofríos cada vez que se centraban en él
de esa forma, como si fuera a atacarlo en cualquier instante.
—Los vasi han dejado caer algo en el
desierto.
Irsis frunció el
ceño.
—¿Los vasi? Así que al final sí que van contra
nosotros —comentó Irsis, a lo que Yilan asintió—. Pero ¿por qué? ¿Qué les hemos
hecho?
—Nacer. Así de
simple.
—No lo entiendo.
—Nuestro objetivo
es liberar a Zeker, mientras que el de los vasi
es mantenerlo encerrado. Está claro que nacimos para ser sus enemigos.
El joven resopló.
—Ya suponía que
cuando le dieron esa caja a los soldados pretendían jodernos la vida, pero no
sabía hasta qué punto. Son ellos los enemigos de los que me hablaste en
Aragili, ¿verdad?
—Sí, pero lo que
nos han enviado es mucho más peligroso que una caja de música.
—¿Pero qué diablos
es? ¿Una jauría de perros rabiosos con tres cabezas y rabo de serpiente? A
estas alturas, no me sorprendería.
Yilan dejó escapar
una carcajada amarga.
—Es mucho peor. Su
nombre es Avsil, y está especializado en matar naik.
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