lunes, 18 de junio de 2018

La Sombra de la Destrucción

Prólogo. Asesino


523 d. Z.[1] Olum Isik, Siyagun

En una posada los suburbios de la capital, un hombre se lavaba en una vieja bañera mientras entonaba una melodía fúnebre.
Estaba tumbado, de forma que sus pies quedaran apoyados en los bordes del pequeño receptáculo. Su piel, ahora que no estaba cubierta de sangre y suciedad, era clara y nítida, como si se tratara de las brillantes escamas de una serpiente. El cabello, largo y húmedo, se asemejaba a los tenues rayos de luna que iluminaban aquella noche; las pestañas negras ocultaban sus apagados ojos, y poseía un rostro de facciones duras y afiladas.
Era uno de los hijos de Zeker.
Entonó aquella triste canción hasta que, de repente, se detuvo en seco. No hizo ningún movimiento, no era necesario. Ya sabían que estaba allí, la gente de la posada le había delatado, tal y como sospechaba que harían. No tenía tiempo suficiente para huir, así que esperó a que los hombres del rey, vestidos con armaduras cubiertas por ropajes rojos con un sol negro en el pecho y armados con espadas, entraran en la estancia.
Estos no tardaron en derribar la puerta y colocarse en formación: un semicírculo formado por arqueros que se arrodillaron delante de un segundo donde se encontraban los guerreros armados con espadas.
Uno de ellos, que llevaba dos espadas cruzadas tras el sol negro de sus prendas, símbolo del capitán, se quedó en la puerta y desenrolló un pergamino que llevaba el sello del rey.
—Por orden del rey de Siyagun, quedas arrestado por los siguientes cargos de los que se te acusa: conspiración contra la corona, alta traición a tu reino, asesinato del anterior rey y agresión contra su majestad actual. Por estos cargos, los dos generales te azotarán cincuenta veces cada uno, el pueblo te apedreará y serás ejecutado públicamente.
El hombre no dijo nada. Sencillamente, volvió a cantar en voz baja esa inquietante melodía mientras, lentamente, se ponía en pie.
Ante ese movimiento, los arqueros tensaron los arcos, preparados para disparar al menor intento de ataque.
—… las aguas del Afuyku te arrastran, te escapas de mis manos… —continuaba cantando, con voz profunda, tenebrosa y oscura, haciendo temblar a los guerreros allí presentes—. No, no huiste de mí, te arrebataron de mi lado, y ahora yo… los mataré.
En ese momento, abrió los ojos, y aquella mirada verde oscura, diabólica como solo podía serlo la de un naik, se posó en la de los soldados, que empezaron a gritar, muertos de miedo al ver que su aspecto cambiaba.
Fuera de la habitación, todos los que se encontraban en la posada escucharon los gemidos de dolor, el crujido de los huesos, los aullidos de agonía y las súplicas no escuchadas por el asesino. Las mujeres se encogieron atemorizadas, las ancianas se taparon el rostro y los hombres cogieron los cuchillos que llevaban en el cinto con manos temblorosas, sabiendo que no se atreverían a usarlos. Si los soldados no podían acabar con aquel hombre, mucho menos ellos iban a ser capaces de hacerle un simple rasguño.
Aunque solo fueron unos minutos, pareció pasar una eternidad antes de que todo quedara nuevamente en silencio.
Pronto se escucharon las pisadas del asesino, que apareció desnudo en lo alto de la escalera con los ojos entrecerrados y llevando algo en la mano.
—¿Queréis detenerme? —Al ser el silencio su respuesta, continuó—. Bien, porque si hubieseis intentado algo, habríais acabado así. —Lanzó el objeto que tenía en la mano, que cayó al suelo con un golpe sordo.
Las mujeres más jóvenes gritaron mientras que las más ancianas pronunciaron una plegaria y los hombres dejaban escapar murmullos estupefactos.
No se trataba de un objeto cualquiera, sino de un corazón. O lo que quedaba de él, ya que parecía haber sido arrancado y desgarrado por las garras de un animal o, en el peor de los casos, por unos colmillos.
El hombre esperó a que todos volvieran a prestarle atención para decir con voz serena y carente de emoción:
—Si apreciáis algo vuestras miserables y repugnantes vidas, os aconsejo que me traigáis algo de ropa a mi habitación. El rastro de sangre os guiará hasta ella —dicho esto, dio media vuelta y desapareció por el pasillo.
Los habitantes de la posada deliberaron durante un par de minutos quién sería el que le traería la ropa al asesino. Habían escuchado que a los hijos de Zeker les gustaban las jóvenes hermosas y vírgenes, por lo que eligieron a la hija del posadero, una muchacha de quince años rubia y con bonitos ojos azules.
Esta, temblando de miedo con las prendas en sus manos, subió las escaleras tratando de ignorar los llantos de su madre y las palabras tartamudas de su padre que pretendían consolarla sin éxito.
La joven siguió las indicaciones del asesino. Buscó los rastros de sangre para llegar a su habitación, pero encontró más que eso.
Eran los cadáveres, y la mayoría estaban hechos pedazos. El muy maldito les había quitado los ojos y la lengua, y también tenían profundos agujeros en el cuerpo, signo de que les había arrancado algún órgano que yacía desperdigado por el suelo o que, sencillamente, había desaparecido.
Procurando no llorar, tragó saliva varias veces antes de abrir la puerta de la habitación que ocupaba aquel rufián, pero esta se encontraba entreabierta y se quedó paralizada, pensando en lo que probablemente le haría ese monstruo.
Sin embargo, escuchó una voz que le hizo olvidar por qué había venido, la voz de un niño. Se asomó por la diminuta abertura y observó al pequeño de cabello castaño enmarañado y ojos almendra que miraba seriamente al desconocido.
—¿No tienes miedo? —le preguntó la voz grave y oscura del asesino. El pequeño negó con la cabeza sin pestañear siquiera—. ¿No te asusta la sangre que gotea por mis manos?
La joven observó estupefacta cómo el niño le cogía la mano manchada de sangre y le daba un apretón con la poca fuerza que tenía. El hombre parecía estar tan sorprendido como ella.
—No. No me da miedo.
Este lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué?
—Le recuerdo —dijo el niño sin dejar de observarlo con sus enormes ojos—. Usted estaba en mi colonia cuando los soldados la quemaron y mataron a mi mamá. Me sacó de la casa antes de que me ahogara, es una buena persona. Mi mamá me dijo que fuera un buen sirviente si encontraba a alguien como usted.
La muchacha reconoció con sorpresa la compasión en los ojos del hombre.
—Eres un esclavo, ¿verdad?
El pequeño asintió y le mostró el hombro izquierdo, donde tenía tatuada una tela de araña con una mariposa atrapada en ella. Era una marca de propiedad que llevaban todos los esclavos, y que representaba su destino de eterna servidumbre.
El hombre asintió.
—Entonces, ¿quieres venir conmigo? Debes saber que no siempre podrás comer buena comida ni dormir en un lugar caliente.
—Nunca lo he hecho, de todos modos —anunció el niño sin cambiar su tono de voz, tranquilo y pausado.
Tras esas palabras, el asesino estrechó la mano del niño y lo miró con una tenue ternura que sorprendió a la joven.
—Tu nombre es Shunuk, ¿cierto?
—Sí.
—Bien. A partir de hoy, yo cuidaré de ti, pequeño.
La muchacha dejó escapar un jadeo de sorpresa al escuchar el apelativo cariñoso con el que había llamado al niño. Desafortunadamente, el hombre la escuchó y abrió la puerta de par en par. Ella apartó la vista temblando, temiendo lo que le haría por haber estado espiando.
Escuchó que maldecía en voz baja.
—¿Cuántos años tienes, muchacha?
—Qui-quince, señor.
El hombre volvió a maldecir y añadió:
—¿Cómo dejan a una niña ver toda esta masacre? Entra, rápido.
La joven obedeció sin mirarle, solo se atrevió a observarlo de reojo cuando escuchó que la puerta se cerraba. Un escalofrío de miedo recorrió todo su cuerpo.
—Dame la ropa.
Ella levantó la mirada y observó la mano tendida del hombre, sin entender. ¿No iba a violarla? ¿No era eso lo que hacían los naik?
Como si pudiera leer sus pensamientos, este soltó un suspiro exasperado y le dijo:
—Tranquila, no voy a hacerte daño, solo quiero la ropa.
Ella le entregó las prendas y luego el niño se la llevó aparte mientras su amo se vestía. Trató de persuadir al pequeño para que no fuera con él, pero este se negó a ir a otro lugar donde no estuviera con su señor.
Finalmente, cuando el hombre acabó de limpiarse la sangre y vestirse, cogió a Shunuk en brazos y se dirigió a ella.
—Tu nombre.
—Ma-Masumi, señor.
—Bien, Masumi, no tengo intención de hacerte daño a menos que me obligues, ¿de acuerdo? —La joven asintió—. Ahora vas a acompañarme hasta la puerta de atrás y esperarás ahí media hora después de que me haya ido. Si haces eso, no te pasará nada. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
Masumi lo condujo hasta las escaleras del servicio, por donde llegaron a una estrecha puerta roñosa que llevaba al exterior. Ahí vio a un corcel negro, ensillado y listo para viajar. Se preguntó de dónde había salido, aunque la respuesta no se hizo esperar cuando el animal permitió que el hombre se acercara y comprobara que la silla estaba bien sujeta.
—Le agradezco la ropa que le ha dejado a mi amo, señorita —le dijo Shunuk de repente, distrayéndola, e inclinándose levemente.
—¿Estás seguro de que quieres ir con él?
Shunuk se tomó unos momentos para pensar su respuesta. Finalmente, le explicó:
—Yo vengo de la colonia de esclavas, como mi mamá. Mi amo es el rey, pero él envió a sus soldados a quemar nuestras casas. Sé que todos han muerto, les oía gritar. Yo no quiero morir.
Masumi se sobresaltó. ¿El rey había arrasado la colonia de esclavas?
Pero antes de que pudiera preguntarle qué había pasado o por qué, el hombre se acercó a ellos y puso una mano sobre el hombro de Shunuk, momento en que ella bajó la vista, procurando no mirarle. Aun así, no pudo evitar echar un vistazo por el rabillo del ojo para saber qué hacía. El extraño llevó al pequeño hacia el caballo y lo cogió en brazos para subirlo a su lomo. Luego, le dijo unas palabras al oído que hicieron que Shunuk sonriera y le diera un fuerte abrazo, dejando a Masumi boquiabierta.
Solo entonces, el asesino volvió sobre sus pasos para dirigirse a ella.
—¿Recuerdas lo que tienes que hacer?
Asintió rápidamente, nerviosa.
—Esperar media hora aquí —repitió.
—Bien, lo has hecho muy bien, Masumi. —Se quedó unos instantes en silencio, durante los cuales su rostro se volvió sombrío—. Vendrán más soldados a buscarme. Ten mucho cuidado con ellos.
Aunque sus palabras la extrañaron, decidió decirle lo que quería oír.
—Lo tendré, señor.
—Bien. —El hombre retrocedió un paso—. Entonces no creo que volvamos a vernos. Hasta siempre, Masumi. —Dio media vuelta, montó en el negro corcel y desapareció entre las calles junto a Shunuk, amparado por la oscuridad de la noche y bajo la protección, probablemente, de Zeker.
Cumpliendo sus órdenes por temor a que la estuviera observando de algún modo, esperó fuera media hora, reflexionando sobre el naik y el niño que se había ido con él. Todo el mundo decía que ese hombre había asesinado al anterior rey, y no lo dudaba, pero lo que le había contado Shunuk sobre la colonia de esclavas la había confundido. ¿Por qué el rey ordenaría destruirla, por qué matarlas? Ellas engendraban niños esclavos que servirían a los habitantes de la ciudad sin ningún coste, ¿qué sentido tenía acabar con eso?
Pasado el tiempo, Masumi regresó a la posada sin ninguna respuesta, donde sus padres se abalanzaron sobre ella, preguntando si le había hecho daño y si estaba bien. Respondió con monosílabos, haciéndoles saber que no la había tocado.
Poco después, todo el mundo regresaba a sus habitaciones, evitando lo máximo posible los cadáveres, los cuales estaba prohibido tocar sin la orden de un soldado. Cuando todos estaban dormidos y la familia de los taberneros eran los únicos que seguían despiertos, un grupo de soldados apareció en el local para preguntar por los hombres que el rey había enviado allí. No tardaron en inspeccionar los cuerpos después de pedirle al padre de Masumi que toda la familia esperara en el piso de abajo, limpiando las mesas.Sin embargo, la joven se acercó a la escalera para escuchar lo que decían los guerreros del rey, esperando averiguar qué había ocurrido en la colonia de esclavas. Hablaban en voz baja, pero no lo suficiente como para que no los oyera. Lo que escuchó hizo que se tapara la boca, tratando de no gritar de indignación.
¿Cómo se atrevían a engañarles de esa manera? ¿Cómo había podido el rey hacer algo así?
Fue rápidamente con sus hermanos pequeños, intentando pensar con claridad lo que debía hacer de ahora en adelante. Después de lo que acababa de oír, no quería quedarse de brazos cruzados, pero tampoco podía hacer nada contra los soldados.
Cuando estos volvieron abajo, cargando los cadáveres dentro de unas mantas, hablaron con su padre, que la señaló con un dedo. Uno de ellos fue hacia donde se encontraba.
—Disculpe, señorita, pero tengo que hacerle unas preguntas sobre el hombre que asesinó a los soldados de su alteza. Tengo entendido que le dio unas prendas de vestir, ¿cómo eran?
—Una camisa blanca y unos pantalones marrones, junto con un chaleco del mismo color y una capa bastante usada —respondió con nerviosismo y la vista clavada en el suelo. Los ciudadanos no miraban a los soldados a los ojos, su clase era más alta que la suya.
—¿Le hizo daño?
—No.
—¿De veras? —Por su tono de voz, supuso que el soldado probablemente había alzado una ceja escéptica.
—Dijo que no quería a niñas poco desarrolladas como yo —mintió.
—A mí no me parece en absoluto…
—¡Soldado! —gritó el que debía de ser el capitán—. No hemos venido aquí para entretenernos. Limítese a hacer las preguntas. Si quiere una mujer busque a su esclava o a una furcia.
El soldado gruñó, pero obedeció.
—¿Sabe a dónde iba?
—No estoy segura. Está oscuro y hay niebla esta noche. —Suponía que iría al bosque, hacia la frontera, pero no lo dijo.
—Está bien, eso es todo. Le deseo que pase una buena noche, señorita. —Cuando pasó por su lado, le susurró—. Aunque es una lástima que no la podamos pasar juntos.
Masumi se estremeció y, después de disculparse con un tartamudeo, se marchó rápidamente a su habitación y se arrodilló en el suelo para rezar. Miró por la ventana hacia la luna y entonó una plegaria que, a pesar de que el pueblo la pasaba de generación en generación, por miedo a que él se enfureciera, estaba prohibida.
—Oh, Zeker, señor del Zehennem, los muertos, las almas perdidas y extraviadas, la luna, la noche y la oscuridad, escucha mi humilde súplica y protege a uno de tus hijos, un soluk[2] con ojos de serpiente. Que tu sabiduría le guie y tu fuerza lo acompañe en su largo viaje —murmuró en voz baja mientras dibujaba con un dedo un círculo formado por dos medias lunas que estaban separadas por una línea.
Ahora, solo podía esperar a que el dios maligno escuchara su plegaria.


El naik detuvo el caballo en el cementerio y bajó del animal junto a Shunuk, quien no parecía en absoluto asustado por estar en aquel lugar siniestro y oscuro. Se dirigió hacia un gran pedestal, en el cual había una escultura con la forma de un hombre alto y robusto, cuyas alas de dragón estaban extendidas y que empuñaba una guadaña.
Se arrodilló e hizo un dibujo en la tierra húmeda y fría.
—Oh, Zeker, señor del Zehennem, los muertos, las almas perdidas y extraviadas, la luna, la noche y la oscuridad, escucha mi humilde súplica y aparece ante mí.
Tras unos segundos, la estatua movió los ojos y observó al hombre que yacía arrodillado frente a él y al niño que estaba detrás, que lo miraba como si fuera lo más normal del mundo que una estatua se moviera.
—Vaya, vaya. Hoy debe de ser mi noche de suerte; dos personas me han rezado en menos de una hora. Levántate, hijo mío, sabes que no tienes por qué arrodillarte ante mí.
El hombre hizo lo que le ordenaba y miró el rostro de la estatua.
—¿Quién más te ha rezado esta noche, padre?
—La joven que te ha entregado las ropas que ahora vistes. Ella lo sabe, sabe lo que ese bastardo te ha hecho y ahora reza por tu seguridad.
El naik frunció el ceño.
—¿Cómo lo has sabido?
Zeker lo contempló con tristeza.
—Kinskalik me lo ha contado. Quería venir a decirte que lo sentía, pero imaginó que no era un buen momento.
Su hijo agachó la cabeza, pero se negó a perder la compostura. El dios supo que ahora no quería hablar de eso, así que cambió de tema.
—En fin, ¿por qué me has invocado?
—Deseo pedirte consejo.
—Eres escuchado, ya lo sabes.
—He venido a pedirte perdón —declaró el naik—. Como ya sabes, he asesinado a mis propios hermanos. Quiero saber si hay algún modo de que me perdones, y también quiero devolver las almas que les robé para que puedan rencarnarse de nuevo.
Zeker se quedó pensativo durante un rato. Luego, ladeó la cabeza a la vez que se inclinaba para poder mirar a su hijo a los ojos.
—Comprendo por qué hiciste lo que hiciste, ya te lo dije la otra vez. Pero eso no te salvará del castigo que te espera en el Zehennem. Si quieres redimirte, tendrás que reunir a tus hermanos… aunque algo me dice que ya habías pensado en ello.
—Yo les separé arrebatándoles la vida —susurró el hombre, mirando hacia abajo—,parece justo que sea yo quien los una de nuevo.
Zeker asintió.
—Que así sea.
El naik puso una mano en su pecho, que empezó a brillar con una luz verdosa y de donde salieron nueve esferas, dentro de las cuales giraba, inquieta, una especie de niebla, cada una de un color distinto. Se las entregó a la estatua, que las dejó caer antes de partirlas por la mitad con su guadaña. Al romperse, la niebla salió de todas ellas y se desperdigó en diferentes direcciones, buscando un nuevo cuerpo en el que rencarnarse.
—Ya está hecho. Ahora las almas de tus hermanos escogerán nueve seres humanos que sean dignos de ostentar el poder que yo les otorgué en su día. Ve en paz, hijo mío. Espero verte pronto. —La estatua regresó a su posición inicial y permaneció inmóvil, señal de que la criatura se había marchado del mundo terrenal.
El hombre murmuró unas palabras en un idioma extraño y se levantó. En ese momento, Shunuk lo cogió de la mano y la estrechó, pidiendo permiso para hablar. Él le devolvió el apretón, concediéndoselo.
—Los soldados se acercan, amo.
—Están barriendo la ciudad, supuse que tarde o temprano nos encontrarían. Por eso he venido aquí.
—¿Qué hacemos?
—Tú escóndete con el caballo, lo necesitaremos para llegar a nuestro destino. Yo me encargaré de ellos.
El niño asintió, cogió las riendas del animal y desapareció del cementerio. Él se quedó allí, inmóvil, a la espera de que llegaran los soldados.
Casi le dieron ganas de reír. Casi. ¿De verdad creían que unos pocos guerreros iban a poder con él?, ¿después de lo que había hecho en palacio? El príncipe era un completo idiota si lo pensaba en serio.
Esta vez no fueron doce soldados los que acudieron a matarle, sino una decena más. Tal vez el príncipe no fuera tan estúpido, después de todo.
Los miró con sus diabólicos ojos verdes, calculando la fuerza de todos ellos y la mejor forma de luchar. Había diez arqueros y doce jinetes que empuñaban lanzas. Primero tendría que acabar con los arqueros, que eran su mayor problema. Después, mataría a los caballos o los heriría para que los soldados tuvieran que bajar y luchar cuerpo a cuerpo, donde él tendría ventaja.
El líder de la guarnición se adelantó para hablarle. Le miraba con odio.
—Entrégate sin oponer resistencia, naik. No hagas enfadar al rey, lo lamentarás.
—Es el príncipe quien cometió un grave error al cabrearme —replicó duramente el hijo de Zeker al mismo tiempo que dirigía su mirada envenenada al capitán—. Y le prometo que pagará por lo que ha hecho.
—¿Esa es tu última palabra?
—Lo es.
—En ese caso, ¡soldados, a las armas!
El naik cerró los ojos y murmuró algo en un idioma que recordaba al siseo de una serpiente. Luego los abrió y separó los pies, preparado para atacar.
El primer jinete se abalanzó con la lanza en posición de ataque pero él, repentinamente, desapareció. Pocos segundos después, el caballo cayó al suelo y el soldado sintió que algo frío y afilado le atravesaba el pecho.
El asesino dejó caer el cuerpo sin vida y se encaró a los dos jinetes que cabalgaban en su dirección. Guardó la daga en forma de colmillo en el cinturón y desenfundó el látigo, el cual dirigió hacia una de las patas del caballo, haciéndole caer justo encima del jinete. Cogió rápidamente la lanza de este y la lanzó contra el otro soldado, matándolo en el acto.
Después, los jinetes empezaron a atacarle en numerosos grupos de seis o siete pero, misteriosamente, los caballos caían sin razón alguna y el asesino aprovechaba para degollar a sus víctimas con sus dagas.
En cuanto todos los jinetes hubieron muerto, el hombre de cabellera plateada desvió la vista hacia el capitán, que lo miraba estupefacto. ¿Qué había hecho con los caballos? Era imposible que todos hubieran tropezado o que ese demonio los hubiera hecho caer con el látigo.
—¡Arqueros! ¡Preparaos para…! —No pudo terminar la frase, puesto que todos estaban muertos a sus espaldas, descuartizados y con trozos de carne arrancada, como si alguien hubiera intentado comérselos.
No, el naik había estado todo el tiempo luchando contra sus hombres, era imposible que los hubiera matado…
—Tus sospechas son ciertas, capitán —dijo este con desprecio, enfatizando su rango y fulminándole con la mirada—. Ellos han sido los primeros a los que he matado. A mí no me va la lucha a larga distancia.
—Pero… ¿Cómo…?
—Eso no importa. —Se limpió la sangre de una mejilla con el dorso de la mano antes de continuar—. Lo que importa, capitán, es qué piensas hacer ahora que todos están muertos. Personalmente, acabaría contigo, pero tengo un mensaje para el príncipe y, por respeto a Duvar, te dejaré con vida esta vez si aceptas transmitírselo.
El capitán tragó saliva varias veces mientras contemplaba los cadáveres de los arqueros y los jinetes. No quería ceder ante ese demonio, pero también sabía que no era rival para él.
Resignado, le preguntó:
—¿Cuál es el mensaje?


—¡Maldita sea, dejadme! Esto no es nada —maldijo el rey mientras trataba de alejar al médico que le estaba tratando.
El monarca de Siyagun y señor de las Tierras Pálidas solo era un muchacho delgaducho y enclenque, de apariencia débil. Eso sí, tenía buenos pulmones cuando se trataba de conseguir sus caprichos o de castigar a alguien por desobedecer sus órdenes. Sin embargo, esa noche, con el rostro hinchado a causa de unos buenos golpes, los labios partidos y la nariz rota, no estaría en posición de satisfacer su ego.
—¡Quiero que lo encuentren! —gritó, dirigiéndose al sumo sacerdote, que también se encontraba allí junto a dos guardias, que custodiaban la habitación—. ¡Quiero que me lo traigan!, ¡y quiero que le hagan pedazos!
El otro hombre contuvo un exasperado suspiro.
—Mi rey, todas las tropas están buscando en la ciudad. Tenga paciencia.
—¡No necesito paciencia!, ¡lo que necesito es que separen su cabeza de su cuerpo!
—En tal caso, tendríais que haberle matado cuando yo os lo dije. Os advertí que era muy peligroso.
—Me dijiste que no podría escapar de esas cadenas —replicó el rey—, que eso anularía sus poderes. ¡Se suponía que no podría salir de su celda!
De repente, llamaron a la puerta. Uno de los guardias abrió, empuñando la lanza, pero la bajó al reconocer a uno de los capitanes. Dio media vuelta y anunció:
—Mi rey, el capitán Vasci ha regresado.
Al oírlo, el muchacho apartó al médico con un empujón y se puso en pie. El sumo sacerdote también se giró, sumamente interesado en las noticias que tenían que darles.
El capitán entró en la sala y fue hasta el rey. Cuando estaba a dos metros de él, se arrodilló y posó un puño sobre el pecho. En la otra mano, llevaba una bolsa con algo dentro. Fuera lo que fuera, la parte de abajo estaba chorreando.
—Mi rey —saludó.
—¿Le habéis cogido? —preguntó, impaciente y con el rostro teñido de rojo.
—Me temo que no, mi rey. Ha matado a todos mis hombres, y a mí me encargó que os diera esto y un mensaje. —Seguidamente, le tendió la bolsa.
El muchacho la cogió con brusquedad y sacó precipitadamente lo que había en su interior. Nada más sacarlo, reconoció lo que era y chilló, soltándolo en el acto. El objeto rodó por el suelo hasta que se detuvo cerca de la puerta. Se trataba de una cabeza a la que le habían arrancado media cara y los ojos.
El capitán tragó saliva y continuó:
—Damballa me ordenó que os dijera: “Tú acabarás igual que él, cuando mis hermanos y yo traigamos de vuelta a Zeker”.



[1]N. del A. La abreviatura d. Z. significa después de Zeker. Si en la obra vemos, por ejemplo, 500 d. Z., sería equivalente a 500 años después de Zeker. Igualmente, si nos encontramos con a. Z. significará antes de Zeker.
[2]N. del A. La palabra soluk significa literalmente pálido, y hace referencia a los habitantes del continente situado al norte, un archipiélago conocido como Tierras Pálidas. A menudo se usa con un valor despectivo.

2 comentarios:

  1. Wow simplemente me quedo sin palabras, eres magnífica... Acabo de empezar con esta historia y ya me has enganchado.
    Tienes mucho talento, felicidades! =)

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    1. ¡Gracias! :D
      Me alegra mucho que te haya gustado el prólogo, espero que disfrutes de los capítulos que subiré por aquí y luego le des la oportunidad al libro :) Este verano publicaré el segundo :)
      Mil gracias por comentar, ¡un saludo! ;)

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