Prólogo. Monstruos
543 d. Z. Feryat Dag
Sigue corriendo.
No pares de
moverte.
No te detengas,
por muy cansado que estés.
No mires atrás, te
ralentiza y distrae de lo que tienes delante.
Pase lo que pase,
sigue avanzando, sigue en movimiento, es lo único que te mantendrá con vida.
Las enseñanzas de
su padre se repetían una y otra vez en su cabeza mientras ascendía por la
montaña tan rápido como le permitían sus agotadas piernas. Todas eran lecciones
que le había repetido e inculcado cuando aprendía a cazar, concretamente, se
suponía que esas le serían útiles en el caso de que se encontrara con un
depredador al que no podría hacer frente…
Aunque, claro,
nunca imaginó que dicho depredador acabaría siendo su propia aldea, una llena
de cazadores.
Sus probabilidades
de salir vivo de allí se reducían cuanto más tiempo pasaba. Un chico inexperto
de doce años poco podía hacer ante una partida de caza compuesta por hombres
que llevaban décadas dedicándose a rastrear, perseguir, acechar y matar a
cualquier criatura viviente de aquellos bosques. No podía luchar, ni tampoco
huir muy lejos. Borrar sus huellas no era una opción, perdería demasiado tiempo
y le alcanzarían antes de que pudiera cubrir su rastro con éxito en la tierra,
por no hablar de las señales que habría dejado en los arbustos o a saber dónde
más. ¿Subir a los árboles y esconderse ahí? Suicidio. Sus huellas les
conducirían hasta él de todos modos y estaría acorralado y a merced de lanzas y
flechas. Buscar refugio en su aldea tampoco habría servido para nada, todos los
amigos que creía tener allí le habían dado la espalda…
Como su familia.
Sintió una
abrumadora ola de dolor al pensar en ellos, una que le produjo un nudo en la
garganta y lágrimas en los ojos, de esas que hacen que el corazón se te encoja
hasta el punto de que sientes que no vas a ser capaz de dar un paso, pero, a
pesar de todo, el instinto de supervivencia le obligó a apartar esos amargos
recuerdos a un lado. Ahora no podía ser débil, no cuando su vida pendía de un
solo hilo, de una ínfima posibilidad de sobrevivir cometiendo la mayor
estupidez que solo haría el más idiota de los idiotas…
O alguien tan
desesperado como para meterse de lleno en la boca del lobo.
Las aldeas de aquella
zona sabían muy bien lo que moraba en la cumbre de Feryat Dag, quiénes eran lo
dueños de la montaña desde hacía milenios. Ni aun uniéndose todas las aldeas de
cazadores de Yayla, los hombres lobo habían sido derrotados; todos y cada uno
de los enfrentamientos habían terminado en un baño de sangre, en una masacre
donde los mortales siempre salían perdiendo.
Pese a estar en
inferioridad numérica, los demonios conocían la montaña mejor que nadie; se
replegaban en el pico, una zona rocosa a la que era difícil acceder debido a
sus tramos escarpados y a la nieve que cubría el suelo durante todo el año a
aquella altura, llena de cuevas donde los lobos habían creado moradas
defensivas y ocultas a los ojos de los hombres. Aprovechando el cansancio de
los cazadores, que tenían que ascender por la montaña hasta el final, exponerse
a bajas temperaturas y moverse por un terreno tortuoso, los hombres lobo
atacaban por sorpresa y en grupo, tendiendo emboscadas desde sus escondrijos,
alertados de la presencia de sus enemigos mediante su agudo sentido del olfato,
ni siquiera las técnicas que empleaban los cazadores para camuflar su olor
servían para engañarlos. El ataque siempre era veloz y silencioso, al menos, al
principio, el tiempo justo para poder pillar a los humanos por sorpresa, los
cuales, desorientados, eran incapaces de defenderse durante los primeros
minutos, y difícilmente podían reagruparse después para contratacar, ya que el
terreno no jugaba a su favor y los demonios sabían cómo usarlo en su contra.
Por eso, hacía
décadas que los cazadores no se acercaban a las zonas más altas de la montaña,
preferían mantenerse alejados de los hombres lobo y que cada especie hiciera su
vida por su cuenta en su propio territorio.
El de los lobos
era su única oportunidad de salir con vida. Estaba convencido de que su aldea
no se atrevería a llegar tan lejos.
Aunque, a decir
verdad, él tampoco estaba seguro de si lo haría. En realidad, tenía la pequeña
esperanza de que sus perseguidores creyeran que iría allí en busca de refugio
antes de poner un pie en ese diabólico lugar.
Nunca había visto
a un hombre lobo, ni siquiera de lejos, pero había oído muchas de las historias
que contaban acerca de ellos, de su enorme tamaño, que superaba al de los osos
más grandes, de sus fuertes mandíbulas capaces de partir a un ser humano por la
mitad de un mordisco, de sus garras duras y resistentes, y de su inteligencia
equivalente a la de un hombre.
No quería tener
que adentrarse allí, no quería enfrentarse a esas bestias y menos desarmado.
Solo deseaba que los cazadores se retiraran y le dieran tiempo para rodear la
montaña y poder huir a otra parte…
De repente, un
dolor agudo atravesó su nuca, obligándolo a pararse en seco y a poner la mano
sobre dicha zona en un acto reflejo. Siseó y miró hacia atrás, encontrando con
horror una flecha clavada en el tronco que estaba justo a su lado.
Ya estaban allí.
—¡Asesino! —se oyó
un grito a varios metros de distancia.
Palideció al
reconocer esa voz y echó a correr con la cabeza gacha y el cuerpo inclinado
hacia delante, intentando que los arbustos le ocultaran para evitar así que los
arqueros pudieran alcanzarlo. Ahora sí, los escuchó a su espalda, ya no se
movían con discreción y sigilo, después de todo, habían sido descubiertos al
errar el tiro, sino que le gritaban cosas horribles; que no tendría que haber
nacido, que sus padres tendrían que haberlo ahogado en un río, que iban a
matarlo de la peor forma posible, que era un maldito monstruo y que pagaría por
lo que había hecho.
¿Y qué había
hecho?
Nada.
No había hecho
nada malo, eran ellos los que se habían reunido y organizado para cazarlo como
si no fuera más que un vulgar animal salvaje. Ya no era el muchacho con el que
habían compartido la comida, o el que los había acompañado a sus cacerías para
aprender el oficio, el que había jugado con sus hijos desde que tenía uso de
razón, el que iba al bosque con sus hermanos a…
Pensar en ellos
hizo que los ojos le ardieran por las lágrimas que ya no pudo retener. Todo
había ocurrido demasiado rápido, en menos de una semana, y ni siquiera estaba
seguro de haber comprendido lo que estaba pasando, cómo había podido terminar
todo aquello de esa manera.
El instante de
debilidad y distracción le costó caro. Tropezó en un desnivel que le hizo caer
con dureza un metro, dejándolo clavado en el sitio y aturdido por unos
segundos. Gimió, dolorido, y se tocó la cabeza con cuidado, comprobando que
estaba herido y que tenía un poco de sangre. Maldita sea…
—¡Te tengo!
Esa profunda voz
varonil lo asustó y levantó rápidamente la vista, encontrándose de frente con
uno de sus perseguidores. Llevaba una lanza en las manos. Estaba a punto de
ensartársela.
No pudo moverse,
el miedo lo paralizó y dejó su mente totalmente en blanco, incapaz de hacer
nada para evitarlo o apartar siquiera la vista de su horrible final.
El cazador ya
estaba cogiendo impulso para hundir su arma en la carne del muchacho cuando, de
pronto, una sombra veloz se abalanzó sobre él. El chico escuchó gritos de dolor
junto a rabiosos gruñidos antes de que los primeros se ahogaran de repente tras
un desagradable crujido. Hizo amago de arrastrarse por el suelo para subir el
desnivel y ver lo que estaba pasando cuando más sombras saltaron por encima de
su cabeza, haciendo que se encogiera para no ser descubierto.
Si antes ya estaba
muerto de miedo, el terror lo atenazó cuando oyó que el resto de cazadores
gritaba alertando la presencia de hombres lobo.
Hombres lobo.
Habían bajado de la montaña.
Su mente se convirtió
en un caos mientras trataba de decidir, tembloroso de la cabeza a los pies, si
huía o trataba de mantenerse escondido donde estaba. Le costaba pensar, aún
escuchaba a los hombres de su aldea intentando retirarse mientras que los
demonios seguían gruñendo y ladrando, atacando a sus presas que aullaban de un
modo horrible cuando eran alcanzadas por sus fauces.
Antes de poder
decantarse por una opción u otra, dejó de oír las voces de los cazadores y, en
cambio, unos aullidos amenazadores se alzaron con fuerza, haciéndole
estremecer.
Se quedó encogido
donde estaba, tratando de parecer lo más pequeño posible y evitar así ser
visto. Con un poco de suerte, estarían distraídos en llevarse los cadáveres a
casa para aprovechar la carne y no repararían en su presencia.
Se mantuvo así,
con las rodillas pegadas al pecho y rodeándolas con los brazos mientras su
corazón golpeaba atemorizado sus costillas y aguzaba el oído tanto como podía,
intentando escuchar a los demonios, si seguían allí o pasaban de largo; tan solo
pudo oír unos pocos gruñidos, no era capaz de distinguir sus pisadas, que
apenas hacían ruido sobre la tierra. De todos modos, no se movió un ápice y
trató de no hacer ruido con su agitada respiración, aunque, cuanto más lo
intentaba, más ensordecedora creía que era, por lo que se tapó la boca y la
nariz con los ojos anegados de lágrimas, muerto de miedo al darse cuenta de que
los gruñidos habían cesado.
O no.
Uno largo y
profundo sonó justo encima de él.
Alzó la cabeza con
rapidez, reconociendo de inmediato la enorme cabeza de un hombre lobo que le
enseñaba los colmillos con las orejas agachadas en un ademán claramente
amenazador.
Chilló de puro
terror y trató de incorporarse para salir huyendo como fuera, pero el demonio
fue más rápido y enganchó su camisa con los dientes, levantándolo con suma
facilidad y lanzándolo al suelo, a un círculo formado por el resto de las
bestias, que se mantenían agazapadas y con el lomo erizado, preparadas para
atacar a la menor provocación.
El muchacho
respiró agitadamente a la vez que daba vueltas sobre sí mismo, buscando una
salida con desesperación.
No fue consciente
de que los demonios relajaron un poco su postura al verlo mejor y darse cuenta
de que era poco más que una cría de ser humano.
—Vaya, vaya —comentó una de las bestias,
que debía de ser una hembra a juzgar por su voz femenina—. Bajo pensando que los mortales vienen de nuevo a por mi manada y mira
qué encuentro, un cachorrito asustado. —Se acercó un poco al joven, que se
quedó paralizado un momento al ser consciente de su proximidad—. No serás tú quién les ha hecho enfadar,
¿verdad?
Cuando su hocico
estuvo lo bastante cerca como para poder tocarlo, el muchacho, en un ataque de
pánico, le dio un manotazo.
—¡No me toques!
La loba soltó un
gruñido furioso y empujó al chico con su enorme pecho para tirarlo al suelo y
asustarlo lo suficiente como para que no volviera a intentar hacerle daño. Sin
embargo, el terror ante la criatura y lo que podía hacerle causó que algo en el
interior del pequeño despertara con violencia y se hiciera paso a través de sus
entrañas, estirando y ensanchando sus músculos, haciendo crujir sus huesos de
la peor manera mientras su estructura ósea cambiaba. El repentino cambio hizo
que su ropa quedara destrozada al instante y que fuera presa de una agonía que
provocó que un grito de dolor escapara de sus labios, el cual fue haciéndose
más alto y uvular, evolucionando a un grave y extraño sonido inhumano que
finalizó con un aullido demasiado similar al de un animal.
Cuando, por fin,
el dolor se desvaneció, abrió los ojos, sintiéndose confuso al darse cuenta de
que el entorno parecía estar más definido y que incluso era capaz de ver más
lejos que antes. También le sorprendió ser consciente de una enorme cantidad de
olores que abrumaron su nariz, haciendo que la frunciera y que tratara de
levantarse, asustado por la extraña situación.
Sin embargo,
volvió a caer al suelo con torpeza. Había sido totalmente incapaz de erguirse
y, sin entender lo que estaba pasando, se echó un vistazo a sí mismo…
Y se horrorizó
ante lo que vio.
Tenía patas. Y
pelaje. Y… ¿cola?
Trató de
incorporarse de nuevo, pero su nuevo cuerpo era totalmente desconocido para él
y se tropezó de nuevo con un gemido.
No lo entendía,
¿qué estaba pasando? ¿Por qué había cambiado? ¿Por qué le ocurría a él?
—Tranquilízate, cachorro —le dijo la
loba, que se colocó en su campo de visión—.
Si te asustas es más difícil.
Quiso preguntarle
qué le había pasado, pero tan solo le salió un extraño gemido, haciendo que el
demonio resoplara con diversión.
—No puedes hablar en esa forma, tienes que
proyectar tus pensamientos hacia fuera. Formula la pregunta en tu cabeza y
piensa que quieres que te oiga.
El muchacho lo
intentó con todas sus fuerzas, pero solo le salió a medias:
—¿Qué… e es… sando?
La mujer lobo
ladeó la cabeza.
—¿Qué te está pasando? —Este asintió—. Resulta que eres un naik, cachorro. Enhorabuena.
Al escuchar esa
palabra, el chico sintió que todo su mundo se tambaleaba.
Fenrian.
Él era Fenrian. El
demonio sanguinario del que le habló su padre.
—No… —murmuró, asustado.
La loba lo examinó
detenidamente.
—Ahora lo entiendo. Los humanos han
descubierto lo que eres y te han perseguido hasta aquí, por eso estaban tan
cerca de mi territorio. —Se movió un poco más cerca, inclinando la cabeza
para mirarlo más de cerca—. Has hecho
bien en venir hasta aquí. Estarás a salvo hasta que aprendas a controlar tus
poderes.
El muchacho abrió
los ojos como platos, sin acabar de creer que una mujer lobo, un demonio cruel
y malvado, le acabara de ofrecer quedarse en su territorio.
—Yo… no… quedarme…
La loba lo miró
con escepticismo.
—¿Ah, no? ¿Y a dónde irás? ¿Con tu amorosa
familia humana? No me ha parecido que te quieran por allí.
A Fenrian se le
encogió el corazón al recordar cómo lo habían echado de casa, lanzándolo contra
la puerta que daba a la calle con tanta fuerza que terminó en el suelo,
abandonado frente a una muchedumbre que de repente le odiaba.
—Ahora eres un demonio, cachorro —le dijo
la criatura, mirándolo fijamente a los ojos con intensidad. Fue como ver la
escalofriante verdad en sus inquietantes irises dorados.
Una verdad que no
quería, que rechazaba con todo su ser. Porque si eso era verdad, jamás le
dejarían volver, nunca podría regresar con su familia… La aldea lo perseguiría
hasta el fin de sus días, su propio padre no descansaría hasta verlo muerto.
De repente, todo
cobró sentido.
Creían que era el
culpable de su muerte. Creían que él había sido capaz de… de…
—¡NO! —rugió de repente, irguiéndose
sobre sus cuatro patas con el lomo erizado, plantándole cara a la loba,
negándose a aceptar esa crueldad—. ¡Yo no
soy un monstruo! ¡No soy como vosotros! —dicho esto, saltó hacia delante
con la intención de atacar al verdadero demonio.
Sin embargo, a
esta le bastó con hacerse a un lado y golpearlo en el flanco, lanzándolo de
nuevo al suelo. Fenrian apenas tenía un mínimo control sobre su nuevo cuerpo,
por lo que era fácil derrotarlo y someterlo, tal y como demostró la loba al
colocarse sobre él y atrapar su cuello entre sus fauces con un gruñido.
—¿Crees que somos monstruos? —le preguntó
con rabia—. ¿Nosotros, que en vez de
matarte en cuanto hemos tenido la ocasión, te hemos dejado con vida? ¿Nosotros,
que te hemos salvado de esos cazadores y ofrecido refugio? Tu querida aldea es
el auténtico monstruo. Has nacido allí, te has criado allí, pero basta con que
aparezca una marca sobre tu piel para convertirte en su enemigo mortal, en una
bestia salvaje a la que masacrar, en un asesino cruel. Dime, ¿lo eres?
Fenrian apretó la
mandíbula con rabia, reteniendo las lágrimas.
No, no lo era. A
pesar de lo que pudieran creer todos los demás, él nunca le había hecho daño,
había estado siempre a su lado, había sido su mundo entero y la persona a la
que más querría en su vida.
No fue él quien le
arrebató la vida. Todos sabían quién había sido, pero lo habían dejado campar
libremente por la aldea mientras que a él lo habían tachado de monstruo y
asesino. ¿Por qué? ¿Por qué? No era justo, él hizo cuanto pudo para que
siguiera allí mientras que el culpable ni pestañeó cuando acabó con su vida.
¿Por qué el
monstruo era él? ¿Por qué era un asesino?
La culpa era suya,
era de ellos.
Traidores.
Asesinos.
Dejó escapar un
sonoro gruñido.
—No. Son ellos.
La loba sonrió con
satisfacción y lo soltó.
—Te has dado cuenta rápido. Es mejor así.
Cuanto más tiempo trates de negarlo, más te dolerá.
Fenrian se
incorporó despacio, tratando de amoldarse a su nueva forma. Una vez estuvo en
pie y se aseguró de que mantendría el equilibrio, miró a la mujer lobo con
cautela.
—¿Por qué no me has matado? Habría sido
fácil.
Ella hizo un
movimiento muy similar a encogerse de hombros.
—No supones una amenaza para nosotros.
—Soy uno de ellos.
—Ya no —le corrigió ella, sonriendo
ampliamente—. Ahora eres un demonio, por
lo tanto, eres de los nuestros —dijo antes de darle la espalda y caminar
lentamente hacia su territorio, seguida por el resto de los demonios, que se
habían mantenido al margen de la conversación.
Fenrian frunció el
ceño.
—¿De los vuestros?
—Sí. Vamos, cachorro, no te quedes ahí
parado. Hay mucho que hacer.
Eso lo dejó aún
más confundido que antes.
—¿Cómo?
—Tenemos que empezar tu entrenamiento cuanto
antes. En mi manada no hay sitio para los holgazanes, si quieres quedarte,
tendrás que aprender y rápido.
El muchacho dio un
par de pasos vacilantes e inclinó la cabeza, sin estar muy seguro de haber
entendido bien.
—¿Quieres… que me quede en tu manada?
La loba se detuvo
y lo miró con las orejas alzadas.
—¿Acaso tienes otro lugar donde quedarte?
Fenrian agachó las
orejas, sabiendo que ya no tenía nada. Ni a nadie.
La líder de los
demonios, adivinando sus pensamientos, regresó a su lado y pegó su lomo al
suyo, ofreciéndole, para su sorpresa, apoyo para ayudarle a caminar.
—Entonces no tienes más remedio que quedarte
con nosotros. Vamos, camina, no tenemos todo el tiempo del mundo. —El
muchacho obedeció, sin poder entender por qué la mujer lobo le estaba ayudando—. Por cierto, mi nombre es Shade. ¿Cuál es
el tuyo?
Estuvo a punto de
responder con su nombre, pero se detuvo. Ya no era uno de ellos, le habían
rechazado, desterrado y traicionado.
No los perdonaría.
Jamás.
Ahora era un
demonio, y no uno cualquiera. Se convertiría en el demonio que ellos creían que
era.
—… Fenrian.
Interesante, estos son tus libros q se compran?
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