sábado, 27 de octubre de 2018

Prólogo. Monstruos


Prólogo. Monstruos

543 d. Z. Feryat Dag

Sigue corriendo.
No pares de moverte.
No te detengas, por muy cansado que estés.
No mires atrás, te ralentiza y distrae de lo que tienes delante.
Pase lo que pase, sigue avanzando, sigue en movimiento, es lo único que te mantendrá con vida.
Las enseñanzas de su padre se repetían una y otra vez en su cabeza mientras ascendía por la montaña tan rápido como le permitían sus agotadas piernas. Todas eran lecciones que le había repetido e inculcado cuando aprendía a cazar, concretamente, se suponía que esas le serían útiles en el caso de que se encontrara con un depredador al que no podría hacer frente…
Aunque, claro, nunca imaginó que dicho depredador acabaría siendo su propia aldea, una llena de cazadores.
Sus probabilidades de salir vivo de allí se reducían cuanto más tiempo pasaba. Un chico inexperto de doce años poco podía hacer ante una partida de caza compuesta por hombres que llevaban décadas dedicándose a rastrear, perseguir, acechar y matar a cualquier criatura viviente de aquellos bosques. No podía luchar, ni tampoco huir muy lejos. Borrar sus huellas no era una opción, perdería demasiado tiempo y le alcanzarían antes de que pudiera cubrir su rastro con éxito en la tierra, por no hablar de las señales que habría dejado en los arbustos o a saber dónde más. ¿Subir a los árboles y esconderse ahí? Suicidio. Sus huellas les conducirían hasta él de todos modos y estaría acorralado y a merced de lanzas y flechas. Buscar refugio en su aldea tampoco habría servido para nada, todos los amigos que creía tener allí le habían dado la espalda…
Como su familia.
Sintió una abrumadora ola de dolor al pensar en ellos, una que le produjo un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos, de esas que hacen que el corazón se te encoja hasta el punto de que sientes que no vas a ser capaz de dar un paso, pero, a pesar de todo, el instinto de supervivencia le obligó a apartar esos amargos recuerdos a un lado. Ahora no podía ser débil, no cuando su vida pendía de un solo hilo, de una ínfima posibilidad de sobrevivir cometiendo la mayor estupidez que solo haría el más idiota de los idiotas…
O alguien tan desesperado como para meterse de lleno en la boca del lobo.
Las aldeas de aquella zona sabían muy bien lo que moraba en la cumbre de Feryat Dag, quiénes eran lo dueños de la montaña desde hacía milenios. Ni aun uniéndose todas las aldeas de cazadores de Yayla, los hombres lobo habían sido derrotados; todos y cada uno de los enfrentamientos habían terminado en un baño de sangre, en una masacre donde los mortales siempre salían perdiendo.
Pese a estar en inferioridad numérica, los demonios conocían la montaña mejor que nadie; se replegaban en el pico, una zona rocosa a la que era difícil acceder debido a sus tramos escarpados y a la nieve que cubría el suelo durante todo el año a aquella altura, llena de cuevas donde los lobos habían creado moradas defensivas y ocultas a los ojos de los hombres. Aprovechando el cansancio de los cazadores, que tenían que ascender por la montaña hasta el final, exponerse a bajas temperaturas y moverse por un terreno tortuoso, los hombres lobo atacaban por sorpresa y en grupo, tendiendo emboscadas desde sus escondrijos, alertados de la presencia de sus enemigos mediante su agudo sentido del olfato, ni siquiera las técnicas que empleaban los cazadores para camuflar su olor servían para engañarlos. El ataque siempre era veloz y silencioso, al menos, al principio, el tiempo justo para poder pillar a los humanos por sorpresa, los cuales, desorientados, eran incapaces de defenderse durante los primeros minutos, y difícilmente podían reagruparse después para contratacar, ya que el terreno no jugaba a su favor y los demonios sabían cómo usarlo en su contra.
Por eso, hacía décadas que los cazadores no se acercaban a las zonas más altas de la montaña, preferían mantenerse alejados de los hombres lobo y que cada especie hiciera su vida por su cuenta en su propio territorio.
El de los lobos era su única oportunidad de salir con vida. Estaba convencido de que su aldea no se atrevería a llegar tan lejos.
Aunque, a decir verdad, él tampoco estaba seguro de si lo haría. En realidad, tenía la pequeña esperanza de que sus perseguidores creyeran que iría allí en busca de refugio antes de poner un pie en ese diabólico lugar.
Nunca había visto a un hombre lobo, ni siquiera de lejos, pero había oído muchas de las historias que contaban acerca de ellos, de su enorme tamaño, que superaba al de los osos más grandes, de sus fuertes mandíbulas capaces de partir a un ser humano por la mitad de un mordisco, de sus garras duras y resistentes, y de su inteligencia equivalente a la de un hombre.
No quería tener que adentrarse allí, no quería enfrentarse a esas bestias y menos desarmado. Solo deseaba que los cazadores se retiraran y le dieran tiempo para rodear la montaña y poder huir a otra parte…
De repente, un dolor agudo atravesó su nuca, obligándolo a pararse en seco y a poner la mano sobre dicha zona en un acto reflejo. Siseó y miró hacia atrás, encontrando con horror una flecha clavada en el tronco que estaba justo a su lado.
Ya estaban allí.
—¡Asesino! —se oyó un grito a varios metros de distancia.
Palideció al reconocer esa voz y echó a correr con la cabeza gacha y el cuerpo inclinado hacia delante, intentando que los arbustos le ocultaran para evitar así que los arqueros pudieran alcanzarlo. Ahora sí, los escuchó a su espalda, ya no se movían con discreción y sigilo, después de todo, habían sido descubiertos al errar el tiro, sino que le gritaban cosas horribles; que no tendría que haber nacido, que sus padres tendrían que haberlo ahogado en un río, que iban a matarlo de la peor forma posible, que era un maldito monstruo y que pagaría por lo que había hecho.
¿Y qué había hecho?
Nada.
No había hecho nada malo, eran ellos los que se habían reunido y organizado para cazarlo como si no fuera más que un vulgar animal salvaje. Ya no era el muchacho con el que habían compartido la comida, o el que los había acompañado a sus cacerías para aprender el oficio, el que había jugado con sus hijos desde que tenía uso de razón, el que iba al bosque con sus hermanos a…
Pensar en ellos hizo que los ojos le ardieran por las lágrimas que ya no pudo retener. Todo había ocurrido demasiado rápido, en menos de una semana, y ni siquiera estaba seguro de haber comprendido lo que estaba pasando, cómo había podido terminar todo aquello de esa manera.
El instante de debilidad y distracción le costó caro. Tropezó en un desnivel que le hizo caer con dureza un metro, dejándolo clavado en el sitio y aturdido por unos segundos. Gimió, dolorido, y se tocó la cabeza con cuidado, comprobando que estaba herido y que tenía un poco de sangre. Maldita sea…
—¡Te tengo!
Esa profunda voz varonil lo asustó y levantó rápidamente la vista, encontrándose de frente con uno de sus perseguidores. Llevaba una lanza en las manos. Estaba a punto de ensartársela.
No pudo moverse, el miedo lo paralizó y dejó su mente totalmente en blanco, incapaz de hacer nada para evitarlo o apartar siquiera la vista de su horrible final.
El cazador ya estaba cogiendo impulso para hundir su arma en la carne del muchacho cuando, de pronto, una sombra veloz se abalanzó sobre él. El chico escuchó gritos de dolor junto a rabiosos gruñidos antes de que los primeros se ahogaran de repente tras un desagradable crujido. Hizo amago de arrastrarse por el suelo para subir el desnivel y ver lo que estaba pasando cuando más sombras saltaron por encima de su cabeza, haciendo que se encogiera para no ser descubierto.
Si antes ya estaba muerto de miedo, el terror lo atenazó cuando oyó que el resto de cazadores gritaba alertando la presencia de hombres lobo.
Hombres lobo. Habían bajado de la montaña.
Su mente se convirtió en un caos mientras trataba de decidir, tembloroso de la cabeza a los pies, si huía o trataba de mantenerse escondido donde estaba. Le costaba pensar, aún escuchaba a los hombres de su aldea intentando retirarse mientras que los demonios seguían gruñendo y ladrando, atacando a sus presas que aullaban de un modo horrible cuando eran alcanzadas por sus fauces.
Antes de poder decantarse por una opción u otra, dejó de oír las voces de los cazadores y, en cambio, unos aullidos amenazadores se alzaron con fuerza, haciéndole estremecer.
Se quedó encogido donde estaba, tratando de parecer lo más pequeño posible y evitar así ser visto. Con un poco de suerte, estarían distraídos en llevarse los cadáveres a casa para aprovechar la carne y no repararían en su presencia.
Se mantuvo así, con las rodillas pegadas al pecho y rodeándolas con los brazos mientras su corazón golpeaba atemorizado sus costillas y aguzaba el oído tanto como podía, intentando escuchar a los demonios, si seguían allí o pasaban de largo; tan solo pudo oír unos pocos gruñidos, no era capaz de distinguir sus pisadas, que apenas hacían ruido sobre la tierra. De todos modos, no se movió un ápice y trató de no hacer ruido con su agitada respiración, aunque, cuanto más lo intentaba, más ensordecedora creía que era, por lo que se tapó la boca y la nariz con los ojos anegados de lágrimas, muerto de miedo al darse cuenta de que los gruñidos habían cesado.
O no.
Uno largo y profundo sonó justo encima de él.
Alzó la cabeza con rapidez, reconociendo de inmediato la enorme cabeza de un hombre lobo que le enseñaba los colmillos con las orejas agachadas en un ademán claramente amenazador.
Chilló de puro terror y trató de incorporarse para salir huyendo como fuera, pero el demonio fue más rápido y enganchó su camisa con los dientes, levantándolo con suma facilidad y lanzándolo al suelo, a un círculo formado por el resto de las bestias, que se mantenían agazapadas y con el lomo erizado, preparadas para atacar a la menor provocación.
El muchacho respiró agitadamente a la vez que daba vueltas sobre sí mismo, buscando una salida con desesperación.
No fue consciente de que los demonios relajaron un poco su postura al verlo mejor y darse cuenta de que era poco más que una cría de ser humano.
Vaya, vaya —comentó una de las bestias, que debía de ser una hembra a juzgar por su voz femenina—. Bajo pensando que los mortales vienen de nuevo a por mi manada y mira qué encuentro, un cachorrito asustado. —Se acercó un poco al joven, que se quedó paralizado un momento al ser consciente de su proximidad—. No serás tú quién les ha hecho enfadar, ¿verdad?
Cuando su hocico estuvo lo bastante cerca como para poder tocarlo, el muchacho, en un ataque de pánico, le dio un manotazo.
—¡No me toques!
La loba soltó un gruñido furioso y empujó al chico con su enorme pecho para tirarlo al suelo y asustarlo lo suficiente como para que no volviera a intentar hacerle daño. Sin embargo, el terror ante la criatura y lo que podía hacerle causó que algo en el interior del pequeño despertara con violencia y se hiciera paso a través de sus entrañas, estirando y ensanchando sus músculos, haciendo crujir sus huesos de la peor manera mientras su estructura ósea cambiaba. El repentino cambio hizo que su ropa quedara destrozada al instante y que fuera presa de una agonía que provocó que un grito de dolor escapara de sus labios, el cual fue haciéndose más alto y uvular, evolucionando a un grave y extraño sonido inhumano que finalizó con un aullido demasiado similar al de un animal.
Cuando, por fin, el dolor se desvaneció, abrió los ojos, sintiéndose confuso al darse cuenta de que el entorno parecía estar más definido y que incluso era capaz de ver más lejos que antes. También le sorprendió ser consciente de una enorme cantidad de olores que abrumaron su nariz, haciendo que la frunciera y que tratara de levantarse, asustado por la extraña situación.
Sin embargo, volvió a caer al suelo con torpeza. Había sido totalmente incapaz de erguirse y, sin entender lo que estaba pasando, se echó un vistazo a sí mismo…
Y se horrorizó ante lo que vio.
Tenía patas. Y pelaje. Y… ¿cola?
Trató de incorporarse de nuevo, pero su nuevo cuerpo era totalmente desconocido para él y se tropezó de nuevo con un gemido.
No lo entendía, ¿qué estaba pasando? ¿Por qué había cambiado? ¿Por qué le ocurría a él?
Tranquilízate, cachorro —le dijo la loba, que se colocó en su campo de visión—. Si te asustas es más difícil.
Quiso preguntarle qué le había pasado, pero tan solo le salió un extraño gemido, haciendo que el demonio resoplara con diversión.
No puedes hablar en esa forma, tienes que proyectar tus pensamientos hacia fuera. Formula la pregunta en tu cabeza y piensa que quieres que te oiga.
El muchacho lo intentó con todas sus fuerzas, pero solo le salió a medias:
¿Qué… e es… sando?
La mujer lobo ladeó la cabeza.
¿Qué te está pasando? —Este asintió—. Resulta que eres un naik, cachorro. Enhorabuena.
Al escuchar esa palabra, el chico sintió que todo su mundo se tambaleaba.
Fenrian.
Él era Fenrian. El demonio sanguinario del que le habló su padre.
No… —murmuró, asustado.
La loba lo examinó detenidamente.
Ahora lo entiendo. Los humanos han descubierto lo que eres y te han perseguido hasta aquí, por eso estaban tan cerca de mi territorio. —Se movió un poco más cerca, inclinando la cabeza para mirarlo más de cerca—. Has hecho bien en venir hasta aquí. Estarás a salvo hasta que aprendas a controlar tus poderes.
El muchacho abrió los ojos como platos, sin acabar de creer que una mujer lobo, un demonio cruel y malvado, le acabara de ofrecer quedarse en su territorio.
Yo… no… quedarme…
La loba lo miró con escepticismo.
¿Ah, no? ¿Y a dónde irás? ¿Con tu amorosa familia humana? No me ha parecido que te quieran por allí.
A Fenrian se le encogió el corazón al recordar cómo lo habían echado de casa, lanzándolo contra la puerta que daba a la calle con tanta fuerza que terminó en el suelo, abandonado frente a una muchedumbre que de repente le odiaba.
Ahora eres un demonio, cachorro —le dijo la criatura, mirándolo fijamente a los ojos con intensidad. Fue como ver la escalofriante verdad en sus inquietantes irises dorados.
Una verdad que no quería, que rechazaba con todo su ser. Porque si eso era verdad, jamás le dejarían volver, nunca podría regresar con su familia… La aldea lo perseguiría hasta el fin de sus días, su propio padre no descansaría hasta verlo muerto.
De repente, todo cobró sentido.
Creían que era el culpable de su muerte. Creían que él había sido capaz de… de…
¡NO! —rugió de repente, irguiéndose sobre sus cuatro patas con el lomo erizado, plantándole cara a la loba, negándose a aceptar esa crueldad—. ¡Yo no soy un monstruo! ¡No soy como vosotros! —dicho esto, saltó hacia delante con la intención de atacar al verdadero demonio.
Sin embargo, a esta le bastó con hacerse a un lado y golpearlo en el flanco, lanzándolo de nuevo al suelo. Fenrian apenas tenía un mínimo control sobre su nuevo cuerpo, por lo que era fácil derrotarlo y someterlo, tal y como demostró la loba al colocarse sobre él y atrapar su cuello entre sus fauces con un gruñido.
¿Crees que somos monstruos? —le preguntó con rabia—. ¿Nosotros, que en vez de matarte en cuanto hemos tenido la ocasión, te hemos dejado con vida? ¿Nosotros, que te hemos salvado de esos cazadores y ofrecido refugio? Tu querida aldea es el auténtico monstruo. Has nacido allí, te has criado allí, pero basta con que aparezca una marca sobre tu piel para convertirte en su enemigo mortal, en una bestia salvaje a la que masacrar, en un asesino cruel. Dime, ¿lo eres?
Fenrian apretó la mandíbula con rabia, reteniendo las lágrimas.
No, no lo era. A pesar de lo que pudieran creer todos los demás, él nunca le había hecho daño, había estado siempre a su lado, había sido su mundo entero y la persona a la que más querría en su vida.
No fue él quien le arrebató la vida. Todos sabían quién había sido, pero lo habían dejado campar libremente por la aldea mientras que a él lo habían tachado de monstruo y asesino. ¿Por qué? ¿Por qué? No era justo, él hizo cuanto pudo para que siguiera allí mientras que el culpable ni pestañeó cuando acabó con su vida.
¿Por qué el monstruo era él? ¿Por qué era un asesino?
La culpa era suya, era de ellos.
Traidores.
Asesinos.
Dejó escapar un sonoro gruñido.
No. Son ellos.
La loba sonrió con satisfacción y lo soltó.
Te has dado cuenta rápido. Es mejor así. Cuanto más tiempo trates de negarlo, más te dolerá.
Fenrian se incorporó despacio, tratando de amoldarse a su nueva forma. Una vez estuvo en pie y se aseguró de que mantendría el equilibrio, miró a la mujer lobo con cautela.
¿Por qué no me has matado? Habría sido fácil.
Ella hizo un movimiento muy similar a encogerse de hombros.
No supones una amenaza para nosotros.
Soy uno de ellos.
Ya no —le corrigió ella, sonriendo ampliamente—. Ahora eres un demonio, por lo tanto, eres de los nuestros —dijo antes de darle la espalda y caminar lentamente hacia su territorio, seguida por el resto de los demonios, que se habían mantenido al margen de la conversación.
Fenrian frunció el ceño.
¿De los vuestros?
Sí. Vamos, cachorro, no te quedes ahí parado. Hay mucho que hacer.
Eso lo dejó aún más confundido que antes.
¿Cómo?
Tenemos que empezar tu entrenamiento cuanto antes. En mi manada no hay sitio para los holgazanes, si quieres quedarte, tendrás que aprender y rápido.
El muchacho dio un par de pasos vacilantes e inclinó la cabeza, sin estar muy seguro de haber entendido bien.
¿Quieres… que me quede en tu manada?
La loba se detuvo y lo miró con las orejas alzadas.
¿Acaso tienes otro lugar donde quedarte?
Fenrian agachó las orejas, sabiendo que ya no tenía nada. Ni a nadie.
La líder de los demonios, adivinando sus pensamientos, regresó a su lado y pegó su lomo al suyo, ofreciéndole, para su sorpresa, apoyo para ayudarle a caminar.
Entonces no tienes más remedio que quedarte con nosotros. Vamos, camina, no tenemos todo el tiempo del mundo. —El muchacho obedeció, sin poder entender por qué la mujer lobo le estaba ayudando—. Por cierto, mi nombre es Shade. ¿Cuál es el tuyo?
Estuvo a punto de responder con su nombre, pero se detuvo. Ya no era uno de ellos, le habían rechazado, desterrado y traicionado.
No los perdonaría. Jamás.
Ahora era un demonio, y no uno cualquiera. Se convertiría en el demonio que ellos creían que era.
       —… Fenrian.

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