martes, 19 de junio de 2018

La Sombra de la Destrucción

Capítulo 1. El ladrón de Aragili


554 d. Z. Aragili, Asikhava

—¡Eh, niño! ¡Muévete, que tenemos clientes!
Irsis gimió por la patada que acababa de darle su jefe.
“Maldito vejestorio amargado…”, pensó mientras se levantaba y fulminaba con la mirada al hombre barrigón de espesa barba y reluciente calva. Si seguía así, moriría a patadas dentro de un mes, seguro. Y para la mierda que pagaban… La idea no le gustaba nada.
A pesar de todo, suspiró y se dirigió a la entrada de la posada, donde vio a dos hombres envueltos en capas oscuras junto a sus caballos. Uno de ellos iba encapuchado, de forma que no podía ver su rostro, y el otro tenía la piel dorada y el cabello castaño. Su rostro impasible y su expresión inquietantemente serena le dieron escalofríos.
—¡Niño! Acompaña a los caballeros a su habitación.
Gruñó al escuchar que le llamaba niño de nuevo. Tenía diecisiete años, ¡por el amor de Tanri! Hacía tiempo que había dejado de ser un crío, ¡maldita sea!
—Por favor, acompáñenme —dijo a regañadientes, guiándolos por el largo pasillo hacia una estancia diminuta para dos personas—. Aquí tienen el dormitorio, que cuenta con dos camastros y un armario, y por esa puerta de ahí se va al cuarto de baño. Eso es todo lo que hay, así que no entiendo por qué se alojan aquí —añadió en voz baja para sí mismo.
El hombre encapuchado ladeó la cabeza, como si estuviera interesado en ese insignificante comentario.
—¿Por qué piensas eso, chico?
“Bueno, al menos no me ha llamado niño”, pensó.
—He visto su caballo, señor, y solo los que tienen dinero llevan ese animalejo con ellos. Además, su amigo don Alegría tiene toda la pinta de ser un esclavo.
—Eres un chico muy observador, ¿verdad?
Se rascó la cabeza y soltó una risa nerviosa.
—Qué va. Mi jefe siempre dice que soy muy despistado y que me escaqueo del trabajo en cuanto se me presenta la oportunidad…
—También te llama niño y no eres ningún crío.
—Sí, bueno, un error lo tiene cualquiera.
El desconocido parecía divertido por su modestia, pero había algo en él que le hizo pensar que le estaba tanteando, y lo último que quería era que alguien se interesara por él, especialmente si se trataba de un noble. Porque de la clase alta de la sociedad solo podían salir los hijos de puta más cabrones.
—Bueno, tengo que seguir trabajando, sus caballos estarán esperando a que les dé de comer. —Iba a marcharse, pero en el último momento recordó algo—. ¡Ah! Por cierto, tengo que advertirle de una cosa. En esta ciudad hay un ladrón peligroso al que aún no han cogido, así que tenga cuidado cuando vaya por la calle.
—Gracias por tan valiosa información, chico.
—Es mi trabajo, señor —dijo antes de dar media vuelta y volver a la entrada para atender a los caballos.
Se preguntó si ese hombre sería capaz de evitar al ladrón porque, por el momento, ningún noble se había salvado de ser atracado y, ocasionalmente, acabar muerto en algún callejón de los barrios bajos.
Esa idea le hizo sonreír.


—¿Ocurre algo?
El hombre se quitó la capa y se sentó en la cama. Se preguntó quién sería ese chico, había algo en él que le resultaba muy familiar… Y el hecho de que hubiera un ladrón conocido en la ciudad le hacía sospechar de su identidad.
—Es un chico inteligente, más de lo que quiere aparentar.
El esclavo sonrió un poco.
—¿Vas a utilizarlo?
—Haré lo que sea necesario para encontrar a las personas que estoy buscando.
—¿Y qué me dices de ese ladrón? ¿Crees que es el mismo del que hemos oído hablar?
El hombre le dedicó una sonrisa calculadora.
—Eso creo. Podríamos hacerle una visita para averiguarlo… pero, para eso, necesito saber dónde encontrarlo.
—Por eso necesitamos al chico —adivinó el esclavo.
—Tú ve a preguntar por los barrios bajos, por si alguien supiera algo. Del chico me encargo yo. Hay algo que me gustaría comprobar.


Al mediodía, los dos hombres salieron de la posada para dar una vuelta por la ciudad. Ambos iban cubiertos con las capas, algo que no llamaba la atención teniendo en cuenta que se encontraban en pleno invierno.
Giraron por una esquina, en la cual se separaron. El noble se fue hacia la zona más cara de la ciudad, mientras que su sirviente se dirigía a los suburbios, donde se vendían esclavos, se comerciaba con dinero robado y contrabando, hombres y mujeres vendían sus cuerpos y personas de la peor calaña se reunía.
Entró en una taberna oscura, iluminada por pequeñas velas, y fue a sentarse en la barra, donde pidió un vaso de vino. Aquello sorprendió tanto al tabernero como a otroshombres que estaban sentados a su lado.
—Vaya, vaya, ¿es posible que tengamos aquí a un compañero de clase alta? —preguntó uno de ellos.
—Así es —respondió. Puesto que el tatuaje que lo identificaba como esclavo estaba oculto bajo su camisa, ninguno sospechó de sus siguientes palabras—, mi señor es un noble, un capitán, cuya familia luchó en la conquista de las Tierras Pálidas ni más ni menos.
Los otros le felicitaron por ser el sirviente de alguien tan importante.
—¿Y ese capitán es muy rico?
Toda la taberna se quedó en silencio al escuchar una voz aguda y chirriante. Se trataba de un anciano alto y delgado, que iba ataviado con ropas oscuras y desgastadas y un sombrero que ocultaba su cabello canoso. Tenía nariz aguileña y le faltaban un par de dientes pero, a pesar de que su arrugado rostro delataba su avanzada edad, sus ojos eran de mirada despierta y astuta.
El esclavo se encogió de hombros, fingiendo no darse cuenta de que la gente se había callado y procuraba no llamar la atención de ese hombre.
—Lo suficiente.
—Ya veo. Me gustaría conocerle, yo participé en esa guerra hace muchos años, tal vez le conozca.
—Lo dudo mucho. Mi señor es bastante joven y no conoció la guerra, pero sí su padre. Le contaba muchas anécdotas de esa época.
—Entiendo. —El hombre iba a seguir con la conversación que había dejado a medias con los otros clientes que estaban a su lado, pero el anciano lo retuvo—. Oiga, si su… señor quiere hablar un rato, estaré en la plaza que hay al lado, justo donde termina el mercado de esclavos. Celebramos una pequeña fiesta en honor a nuestro monarca, que tan piadosamente nos trata.
Los hombres que acompañaban al anciano, poco más de una docena y todos grandes y fornidos, rieron con ganas y levantaron sus jarras, brindando a la salud del rey con tono sarcástico.
—No estoy seguro de si a mi señor le gustará ser visto por estos suburbios.
—Entonces que se disfrace, pero que venga. También hay un pequeño torneo con un buen premio.
El esclavo se rascó la barbilla, pensativo.
—¿En qué consiste ese torneo?
—Lucha con cuchillos, uno contra uno. Sus adversarios serán estos caballeros tan apuestos que ve por aquí —añadió, señalando a los hombres con ambos brazos, quienes reían a carcajadas a cada comentario del anciano.
—¿Y el premio?
—¡Una ramera gratis! —gritó el que estaba sentado al lado del viejo. Una nueva serie de carcajadas estalló en la taberna.
El esclavo no se rio, pero asintió sin que su expresión pensativa se desvaneciera de su rostro.
—De acuerdo, creo que mi señor irá —dijo mientras se levantaba después de darle unas monedas al tabernero.
Salió del establecimiento y paseó por las estrechas calles hasta que acabó en la plaza. La recorrió con lentitud y después se alejó de allí, sin percatarse, aparentemente, del cuervo que le llevaba siguiendo desde que salió de su alojamiento.


El noble llevaba un buen rato paseándose por las tiendas de modistas y joyerías de la zona más lujosa de la ciudad, pero sin llegar a entrar en ninguna. Estaba esperando a que esa presencia que no dejaba de seguirlo desapareciera pero, al parecer, no tenía la menor intención de hacerlo.
En un intento de despistarlo, se desvió por una calle, siguió recto y desapareció por un callejón. Su perseguidor siguió sus pasos y, justo cuando iba a torcer por el callejón, le hizo una zancadilla que hizo que cayera al suelo de morros.
—Vaya, qué agradable sorpresa verte por aquí, chico.
Irsis se incorporó, riéndose nerviosamente.
—Igualmente, señor.
—¿Por qué no me cuentas por qué me sigues?
—No le estaba siguiendo, señor.
—Entonces tú me dirás qué hace el empleado de un posadero en uno de los barrios más caros de la ciudad. Porque, a menos que seas el ladrón del que me has hablado, me da la sensación de que no llevas ni una moneda encima.
Irsis rio con ganas al escuchar aquella ocurrencia.
—¿Yo?, ¿el ladrón? Créame, si lo fuera, ya me habría marchado de la ciudad para no recibir más patadas de mi jefe.
—Comprendo. Sin embargo, tú sabes más de lo que parece, de hecho, creo que sabes quién es el ladrón, ¿me equivoco? —preguntó el noble, acercándose al chico, quien retrocedía a su vez.
—¡Ja, ja, ja!, qué gracioso. ¿Por qué iba yo a saber esas cosas? No soy más que un empleado, dedico todo mi tiempo a la posada. No es gran cosa, pero es lo que hay.
—Una posada que está en los suburbios, y todos los que viven allí saben quién mata, quién roba, quién vende y quién compra. No seas tímido, chico, no te comeré si me das esa información, es más, te pagaré si me lo dices.
Irsis se quedó acorralado entre la pared y el noble, que con sus dos metros de altura no era precisamente la presencia más reconfortante que había sentido nunca.
—¿Qué me dices, chico? ¿Quieres colaborar? —preguntó este, inclinándose sobre él, pero manteniendo su rostro oculto por la capucha.
—¡Está bien, está bien! ¡Hablaré! —El hombre retrocedió con una sonrisa satisfecha—. Pero te va a costar caro, y no te diré nada aquí.
—Me parece bien. Vayamos a la posada, entonces.
El joven y el noble regresaron a esta, donde el esclavo los esperaba mientras afilaba dos dagas con empuñaduras de plata y forma de cabezas de serpiente. Esa imagen le provocó un escalofrío a Irsis, aunque no estuvo seguro de por qué.
—Bienvenido, amo. Hola, chico.
—¿Has averiguado algo?
—Creo que le gustará lo que tengo que contarle, pero primero será mejor que escuche a ese chico. Probablemente sabrá más cosas que yo.
—Muy bien. ¿Cuál es tu nombre? —le preguntó a este.
—Irsis.
—Bueno, Irsis, ya puedes empezar a contarme cuánto sabes sobre ese ladrón.
El susodicho soltó un resoplido y se sentó en el suelo, observando al noble con irritación. Obviamente no le hacía gracia hablar con él, pero si no lo hacía probablemente lo torturaría hasta que confesara, una práctica muy popular entre la nobleza desde hacía más de unos cuantos siglos. Y no estaba dispuesto a probarla.
—Se llama Eski. Es un viejo que engaña a los soldados diciéndoles que se celebra un torneo en la plaza y cuyo trofeo suele ser unos esclavos, dinero robado, material de contrabando, drogas o una prostituta —explicó, rodando los ojos—. Por supuesto, es una trampa. La plaza está llena de establos y carros donde se ocultan sus hombres, que matan al soldado y se quedan con el dinero que lleva encima y los objetos de valor.
—¿Todos los soldados caen en esa trampa?
—La gran mayoría, lo cual me confirma que en esa profesión son idiotas —dicho esto, se encogió de hombros—. Tengo entendido que les gusta pavonearse delante de los que no han recibido un entrenamiento especial, pero eso no les sirve de nada si te atacan veinte personas a la vez.
El noble no dijo nada, sino que miró a su esclavo con la cabeza ladeada.
—Curiosamente, me he encontrado con él en una taberna y le ha hecho esa misma propuesta. Habría poco más de una docena de hombres con él —explicó al mismo tiempo que sonreía levemente—. El vino me ha servido para llamar su atención. Los sirvientes no tienen acceso a esa bebida a menos que sirvan a un señor acaudalado muy generoso.
Su amo asintió y volvió a mirar a Irsis.
—Gracias por tu colaboración. Mañana tendrás tu recompensa, en cuanto haya acabado con ese hombre.
Irsis se levantó de un salto y extendió los brazos, como si quisiera detener un golpe.
—Alto, alto, alto. ¿Está diciendo que va a enfrentarse a ese viejo a pesar de lo que le he contado? Supongo que piensa jugar sucio, ¿verdad? Ya sabe, traerá refuerzos o algo así, ¿no?
—No, yo solo me basto —respondió el hombre con serenidad—. Con un poco de suerte, puede que incluso ese combate me divierta.
Irsis soltó una carcajada sarcástica.
—¿Ve?, lo que yo decía. Los soldados estáis chiflados. Al amanecer estará muerto.
—Entonces, me temo que tendrás que recoger la recompensa de mi cadáver.
El chico negó incrédulo con la cabeza y se marchó de la habitación sin dejar de refunfuñar. Por otro lado, el hombre se quitó finalmente la capucha y se pasó una mano por el cabello.
—Sé sincero, el chico nos ha mentido, ¿verdad? —preguntó el esclavo, mirando a su amo.
—No exactamente. Nos ha dicho la verdad sobre ese Eski, pero sigue ocultando algo. Sin duda acudirá esta noche para ver el combate y cobrarse su recompensa, así que no debemos preocuparnos en lo que a su localización se refiere.
—¿Y qué hay de la persona a la que buscamos?
—Estamos de suerte —comentó con una amplia sonrisa—. He visto su marca.
—¿Estás seguro?
—Totalmente.
Conforme con esa respuesta, el esclavo siguió afilando las dagas con sumo cuidado, como si se trataran de reliquias. Mientras, el hombre se tumbó en un camastro y miró por la ventana, desde la cual, un cuervo parecía estar observándolo con la misma atención con la que él lo miraba.


Olum Isik, Siyagun

El rey se paseaba de un lado a otro con los nervios a flor de piel. Había sido un ingenuo en su juventud y lo sabía, pero ya no podía deshacer lo que había hecho tantos años atrás. Ahora tenía que cargar con las consecuencias de su estupidez, y las iba a pagar caras como no solucionara aquello cuanto antes.
Las puertas del salón se abrieron, interrumpiendo su marcha de una pared a otra, y entraron una tropa de soldados que se arrodilló ante él. Les dio permiso para que se levantaran y el capitán dio un paso al frente.
—Mi rey —saludó, llevándose un puño al pecho.
—Ahórrese las formalidades, capitán. Dígame qué sabe, qué ha encontrado y dónde.
—Sí, mi rey. Me temo que seguimos sin noticias de Damballa.
—Lo suponía —maldijo mientras volvía a retomar su paseo por la estancia—. Al fin y al cabo, es una serpiente escurridiza y astuta, tanto como su maldito padre, al cual tendremos que suplicar clemencia como llegue a ser libre.
—Mi rey, hay más noticias.
El monarca se paró en seco sin mirar al soldado.
—Continúe.
—Hay rumores de que un naik ha aparecido en Dumanli Dag.
Continuó inmóvil, con la espalda erguida y los ojos azules llenos de expectación.
—¿Qué más?
—Se dice que amenaza a la población con hacer estallar el volcán si no le traen comida y agua todos los días. Y cuando hablo de comida, me refiero a raciones lo suficientemente grandes como para alimentar a cinco personas.
Después de que el soldado terminara de informarle, precedió un silencio que se rompió bruscamente cuando el rey comenzó a reírse a carcajadas. Al final, no todo estaba perdido, aún podía destruir aquella amenaza, y ni siquiera esa serpiente podría hacer nada para evitarlo. No mientras él fuera un paso por delante.
—Maravilloso, maravilloso —aplaudió sin dejar de reír—. Un buen trabajo, soldados, os recompensaré por esto. Ahora, escuchadme, ¿sabéis si esa sabandija vive en el volcán?
—Eso parece, los ciudadanos le llevan comida al pie del mismo.
—Perfecto, perfecto. Enviad tres guarniciones y llevad pólvora de sobra para hacer volar esa montaña del demonio con él dentro. Que los ministros os den dinero de sobra para sobornar a los soldados fronterizos de Kurakarazi, al general de Dumanli Dag y a quien sea necesario para matar al naik.
—¡Sí, mi rey! —gritaron los soldados al unísono y se retiraron del salón.
El monarca ya estaba disfrutando de su próxima victoria cuando apareció un sacerdote que, como siempre, traía malas noticias.
—¿Y ahora qué sucede? —preguntó con pesadez.
—Lamento molestarlo, mi rey, pero tenemos que hablar sobre su heredero…
—No hay nada que decir sobre mi heredero, se quedará donde está y punto.
—Pero, mi rey, sus parientes empiezan a impacientarse…
La mención de su familia hizo que se estremeciera.
—Necesito más tiempo para convencer a mi reina de que permita que un médico le examine.
—¿La reina? Majestad, con todos mis respetos, no ha cambiado de opinión en todos estos años y dudo que lo haga ahora. Además, recordad que ella no es más que una… —La frase fue interrumpida por el puñetazo del rey, quien tenía el rostro enrojecido por la furia.
—¡No te atrevas a insultar a mi esposa! ¡Es mi reina y la tratarás con el respeto que se merece! ¡Y ahora largo!
El sacerdote se marchó corriendo del salón, dejando al rey solo con sus pensamientos y preocupaciones.
Su reino, y mucho menos sus parientes, no podían ver a su hijo. El día que nació, treinta años atrás, la reina le dijo que su amado heredero había nacido con una deformidad en los ojos que le impedía ver. Nunca había visto el rostro de su hijo, la reina no le había permitido verlo por la vergüenza que sentía al haber tenido un niño que no podría reinar, lo cual planteaba un problema muy grave.
¿Quién sería su heredero?
Su mujer se negaba a que él la tocara, pues no quería dar a luz a más niños deformes. Le había rogado que la dejara marchar, pero él la quería a su lado a pesar de que ni siquiera la veía. Al fin y al cabo, la amaba, y no iba a consentir que otro hombre la tocara.
Pero eso no solucionaba el problema de su heredero. Tarde o temprano, iba a tener que encontrar a otra mujer que le diera un hijo.
Le habían recomendado que forzara a la reina, ya que tenía autoridad para hacerlo, pero eran muy pocos los que sabían que ella estaba protegida y que ni él ni nadie podría acercarse a menos que ella lo deseara.
No, no le pondría la mano encima a su mujer. Aún le daban escalofríos cuando pasaba cerca de su habitación y escuchaba esas uñas arañando la puerta, amenazándole.Con un suspiro, se marchó a su ostentosa habitación para descansar, con la vana esperanza de que esa noche no soñaría con la cabeza que le envió Damballa tantos años atrás, ni con sus frías palabras que prometían venganza.


Aragili, Asikhava

Ya era medianoche cuando el noble y su esclavo partieron hacia la plaza, seguidos sigilosamente por Irsis, que se mantenía oculto tras las esquinas y rincones. Si ese noble estúpido iba a morir, quería su recompensa, quién ganara aquel encuentro le daba exactamente igual mientras él consiguiera su dinero.
—¿Cómo piensa actuar, amo?
—Esta vez no haré uso de esas facultades hasta que me encuentre con él cara a cara, no quiero llamar la atención hasta que se delate —respondió el encapuchado con esa voz tranquila que le ponía los pelos de punta.
“¿De quién están hablando? No creo que se refiera al ladrón, ya les he dicho que es el viejo Eski”, pensó Irsis con el ceño fruncido.
Cuando llegaron a la plaza, Eski estaba en el centro de la misma, empuñando una antorcha. Al verlos, el viejo esbozó una sonrisa que dejó al descubierto los pocos dientes que tenía.
—Bienvenido, señor. Es un honor que acuda a nuestra humilde fiesta —saludó con una reverencia casi burlona.
—El honor es mío —dijo el noble, inclinando levemente la cabeza—. Sin embargo, esto no parece una fiesta, no hay nadie.
—Oh, no se preocupe, pronto estarán aquí sus rivales. —Entonces, soltó una risotada y dejó caer la antorcha al suelo, que estaba cubierto de una substancia inflamable que no tardó en incendiarse y en crear un círculo de fuego alrededor de la plaza.
El noble, de un empujón, apartó a su esclavo fuera de la circunferencia antes de que esta se cerrara a su espalda. Unos instantes después, los hombres de Eski aparecieron desde las caballerizas con gritos de guerra y entraron en el círculo por el único hueco que no era pasto de las llamas y que cubría el viejo.
Todos se abalanzaron sobre el hombre al mismo tiempo, pero este tuvo tiempo de retroceder hasta estar a unos escasos dos metros del fuego, evitando así que le atacaran por la espalda. Solo entonces, hizo frente a sus atacantes con una daga en cada mano. El primero que se lanzó sobre él trató de darle un puñetazo, que fue esquivado por el noble con un sencillo paso. Después, agarró el brazo de su contrincante y lo retorció, provocándole un grito, y lo echó a las llamas.
Aun así, los demás no se acobardaron; dos más fueron a por él. Se agachó y, con una patada giratoria baja, les hizo perder el equilibrio, con lo que también acabaron en el fuego. Esta vez, el noble decidió atacar primero y, con un movimiento de muñeca acompañado de su daga, degolló al primero que se le puso por delante, al segundo le dio una patada en el estómago y, a continuación, un puñetazo que lo dejó inconsciente. Un momento después, detuvo con sus dagas el golpe de una tosca lanza, hizo una finta y clavó sus armas en el pecho de su oponente.
Tres hombres lo atacaron a la vez, pero él los esquivó haciendo una voltereta sobre sus cabezas y apuñaló a dos de ellos por la espalda, mientras que al último lo tiró al suelo con una patada. La cabeza de este chocó contra la fría y dura piedra con un horrendo crujido.
Después de aquello, los otros siete hombres que quedaban en pie ya no estaban tan seguros de si serían capaces de matar a aquel noble, por lo que retrocedieron cuando este se acercó, haciéndoles gestos con la mano para que fueran a por él.
—¡No seáis cobardes! —gritó Eski, fulminándolos con la mirada—. ¡Arrinconadlo y atacad de una vez!
Los hombres obedecieron y acorralaron al hombre contra las llamas. Este se removió, inquieto por la proximidad del fuego, momento que aprovecharon los bandidos para golpearle en la cabeza y hacerle caer al suelo. Lo molieron a palos hasta que se quedó inmóvil. Entonces, empezaron a registrar sus ropas en busca de cualquier objeto de valor, encontrando así una bolsa bastante pesada que parecía contener dinero.
—¡Eski, hemos hecho una fortuna con esto!
El viejo rio a carcajadas, agarrándose el estómago.
—¡Buen trabajo, chicos! ¡Vamos a la taberna a celebrarlo!
Los hombres acompañaron sus risotadas, pero no duraron mucho tiempo. Un cuervo bajó en picado hacia ellos y cogió la bolsa con su pico antes de alzar el vuelo y posarse sobre una figura que se había sentado en uno de los carros de la plaza.
—¡Eh! ¡Devuélveme el dinero, niñato!
La figura no era otra que un joven. Iba vestido como la mayoría de gente que vivía en los suburbios: con prendas desgastadas y de colores apagados, consistentes en una camisa con capucha y unos pantalones holgados, y calzaba unas botas sucias bastante usadas. Era de constitución delgada y mediría alrededor de un metro setenta y poco, sus facciones juveniles delataban su corta edad, y su piel clara contrastaba con su cabello oscuro, cuyos mechones caían sobre sus pícaros ojos negros.
El muchacho extendió una mano con una sonrisa socarrona, en la cual el cuervo dejó caer la bolsa.
—¡Uf! Teníais razón, aquí dentro tiene que haber una fortuna. Gracias por ayudarme a conseguirla.
—¡Ni gracias ni hostias! ¡Ese dinero nos lo hemos ganado nosotros!
El joven negó con la cabeza mientras hacía tintinear la bolsa.
—Esto es dinero robado, dinero que le habéis quitado a ese estúpido y que yo os acabo de quitar con la ayuda de mi cuervo, así que me lo he ganado tan honradamente como vosotros —dijo mientras acariciaba la cabeza del ave oscura.
Eski gruñó, siendo coreado por sus hombres, que aferraron sus palos y cuchillos con fuerza. Una cosa era que un niño les robara y se fuera corriendo, en cuyo caso lo atrapaban y le daban un par de golpes para enseñarle que no se debía robar a los mayores, y otra muy distinta era que dicho niño se creyera mejor que ellos y que se cachondeara de ello en sus propias narices. Eso sí que no lo toleraban y, por desgracia para ese crío, iban a matarlo y a lanzar su cuerpo a un estercolero.
—Niño —dijo Eski con un tic en el ojo, señal de que no estaba dispuesto a ser paciente—, he perdido hombres muy valiosos y me ha costado sus vidas conseguir esa fortuna, así que devuélveme esa bolsa o te aseguro que harás un largo viaje hasta el otro mundo. ¿Lo has entendido?
El joven hizo unos malabares con la bolsa, mientras fingía que pensaba en su oferta. Finalmente, le entregó la bolsa al cuervo, que la cogió una vez más con el pico.
—El único mundo al que voy a ir con esta preciosidad —comentó señalando la bolsa—, es a una taberna de verdad; con comida que no haya tenido contacto con ratas y con chicas que no tengan desagradables enfermedades ahí abajo. En otras palabras, que os metáis vuestra oferta por el culo.
Eski y sus hombres, a esas alturas, parecían perros rabiosos que estaban al borde de echar espuma por la boca y romperse los dientes de tanto apretar la mandíbula. Pero el joven no se daba cuenta de ello, ya que estaba más concentrado en pensar en voz alta lo que haría con tanto dinero.
—¡No lo dejéis vivo! —gritó Eski, enviando así a sus hombres a por el niño.
Este ordenó a su cuervo que se llevara la bolsa y saltó a la parte trasera del carro, de forma que la vara de delante se alzó y le dio en la mandíbula a uno de los bandidos, dejándolo inconsciente y sin un par de dientes.
—Uy, perdón, eso ha tenido que doler —se burló el muchacho antes de dar una voltereta en el aire y acabar detrás de sus atacantes. Estos dieron media vuelta para atacarle, pero el chico colocó las manos a su espalda, como si fuera a sacar un arma, con lo que los hombres se detuvieron y agarraron sus palos y lanzas con fuerza, a la espera de que sacara un cuchillo o una daga.
Sin embargo, el muchacho sacó dos abanicos cerrados, algo que provocó que los bandidos, tras unos momentos de silencio, se desternillaran de risa.
—Cuidado, chicos, tenemos una damisela ante nosotros —dijo uno de ellos sin dejar de reírse.
—Eso, no sea que le hagamos daño a esta delicadeza.
—Por favor, ricura, ten cuidado con esas cosas, no queremos que te cortes.
De ser posible, el joven habría echado chispas por los ojos pero, en vez de eso, abrió los abanicos para atacar. No eran complementos femeninos, no llevaban tela alguna, sino que estaban hechos con anchas y largas varillas de metal, negras y afiladas, que tenían forma de plumas.
—Muy bien, desgraciados, pensaba dejaros inconscientes y largarme de aquí con mi dinero, pero hoy me siento despiadado, así que me aseguraré de mataros a todos en menos de diez minutos, ¿de acuerdo?
Los hombres aún seguían riéndose, pero pararon en seco cuando el chico lanzó uno de los abanicos, que decapitó a uno de ellos. Se apartaron del cadáver y, esta vez, miraron en absoluto silencio al joven, que recogió su arma en cuanto esta voló de regreso a la mano de su dueño.
—Ahora no pienso dejaros con vida, no después de haberme llamado damisela, delicadeza y ricura. ¿Acaso tengo pinta de tener tetas o qué? —añadió, haciendo una mueca—. Así que vamos a jugar a un juego con el que me divierto muchísimo. —Sin previo aviso, lanzó los abanicos en direcciones distintas y chocaron contra los postes de metal de las caballerizas, que rebotaron contra el suelo, las paredes de piedra, los postes de nuevo...— Como podéis ver, mis armas rebotan contra todo lo que está a su alrededor, así que si no tenéis cuidado, podríais acabar decapitados. Pero no os descuidéis, yo también atacaré con la intención de mataros.
—Tú también puedes acabar muerto —reflexionó uno de los bandidos.
—Yo no moriré, por la sencilla razón de que he inventado este juego y sé cómo evitar mis propias armas. Bueno, ¿empezamos?
Sin darles tiempo a contestar, el chico corrió hacia ellos con un cuchillo en la mano. Los hombres fueron a su encuentro y alzaron los palos para golpear. Pero, entonces, un silbido provocado por uno de los abanicos pasó por encima de sus cabezas y cortó la mitad de las armas, momento que aprovechó el joven para apuñalar en el pecho a uno de ellos y retirarse rápidamente antes de que su otra arma rebotara contra el suelo e hiriera en el hombro a uno de sus contrincantes.
—Os lo advertí —canturreó sin dejar de moverse de un lado a otro, esquivando los abanicos que iban cogiendo más velocidad—, os dije que si os descuidáis un poco, o yo o mis armas acabaremos con vosotros.
Después de aquello, la batalla fue más igualada. El chico no era tan fuerte ni resistente como los fornidos bandidos, pero sabía dónde iban a caer sus abanicos y aquello le permitía luchar con ventajas.
Poco después, sin embargo, los bandidos descubrieron que estos rebotaban siempre en el mismo sitio, con lo que un rato más tarde, empezaron a acorralar al muchacho.
Entonces, uno de ellos estuvo muy cerca de darle un puñetazo, pero el silbido de las mortíferas armas le hizo retroceder a tiempo, por lo que el joven se dio cuenta de que ya habían averiguado el truco.
—Así que lo habéis descubierto.
Los hombres sonrieron.
—Una buena jugada. No está mal, lo reconocemos. Pero tarde o temprano íbamos a darnos cuenta de que tus abanicos rebotan en el mismo lugar, lo que te permite saber dónde tienes que ponerte para evitarlos.
—Mmm… Sí, definitivamente os habéis dado cuenta, pero eso no es suficiente para ganar este juego.
De repente, el chico se detuvo justo donde las dos armas iban a encontrarse. Los bandidos pensaron que no se había dado cuenta y que acabaría muerto por las afiladas varillas, pero en vez de eso, cogió hábilmente sus armas y volvió a lanzarlas cambiando la dirección y la velocidad, con lo que logró decapitar a dos hombres de un solo golpe.
—Habéis descubierto el truco, lo cual tiene mérito para tratarse de unos imbéciles, pero olvidáis que siempre que quiero puedo volver a coger mis abanicos y cambiarlos de dirección tantas veces como me apetezca, lo que hace más difícil que veáis en qué dirección irán. —Les dedicó una sonrisa calculadora—. Ahora quedáis solo tres. Veamos si alguno de vosotros puede matarme.
No lo consiguieron. El primero que lo atacó logró esquivar el abanico, pero no el cuchillo del joven, quien enseguida se defendió del ataque del otro hombre. Retrocedió unos pasos y esperó a que el bandido le atacara una vez más. Este le siguió el juego, un error fatal, porque el chico se escabulló, inmovilizándole el brazo y dándole una patada en la cara, para después apuñalarle en el corazón.
Finalmente, solo quedaba un hombre con vida.
Este ya había logrado calcular a dónde irían a parar los abanicos y atacaba al joven a diestro y siniestro, quien ya estaba cansado por el combate y no se movía con tanta agilidad, cosa que aprovechó su contrincante para agarrarlo por el cuello y comenzar a asfixiarlo.
—Me temo que has perdido, niño.
El joven sonrió y alzó una mano.
—No me gusta... que me llamen... niño. —En ese instante, un abanico acabó en su mano y, con un limpio movimiento, degolló al hombre a sangre fría.
En cuanto estuvo libre, se frotó el cuello con la otra mano y una mueca de dolor. Luego, avanzó unos pasos y recogió su otra arma para guardarla bajo su ropa junto a la otra.
—Bueno, Eski —dijo, acercándose al viejo con una sonrisa perversa—, solo quedamos tu y yo. ¿Qué debería hacer contigo? Me has insultado e intentado matarme pero, por otro lado, me has sido de gran utilidad…
—¿Cómo? —preguntó este, intentando alejarse todo lo posible de aquel chico.
—¡Oh, vamos! Todo el mundo cree, gracias a un servidor, que tú eres el ladrón del que tanto se habla últimamente, ya sabes, el que mata soldados y luego les roba la pasta. Sin embargo, ese famoso ladrón soy yo. Pero, aunque la idea de ser un personaje muy conocido me atrae, no quiero ir a prisión ni acabar colgado, por lo que difundí la noticia entre todos los nobles que pasaban por aquí de que tú eras ese ladronzuelo. Todo el mundo sabe que conoces los trapos sucios de la nobleza, sabía que no te pondrían la mano encima, lo que me permitiría actuar por un tiempo ilimitado sin levantar sospechas. Obviamente te dejaba matar algunos, a los menos importantes y más pobres, más bien, para que la gente no sospechara que yo estaba diciendo mentiras y me entregaran a los soldados… Un plan brillante. A veces me sorprende lo listo que soy —comentó para sí mismo antes de mirar al anciano—. Ahora, la pregunta es, ¿qué debería hacer contigo? Si no te mato, podrías decirle a todo el mundo quién soy, pero si te mato, todos empezarán a hacerse preguntas sobre quién mató a ese ladrón capaz de asesinar a soldados bien entrenados, lo cual conduce a mí, que soy el que ha estado diciendo que eras tú. No sé, no sé, ¿qué debería hacer, Eski?
—Déjame con vida —le rogó el viejo de rodillas, temblando—. Haré lo que sea pero, te lo ruego, no me mates. Te serviré a partir de ahora, lo prometo, pero no me mates…
—Mmm… —El joven se rascó la nuca, pensando en su oferta—. Está bien. Eres el que hace el trabajo sucio a los nobles, me vendrá bien que me informes sobre ellos. —De repente, su cuchillo estaba en la garganta del anciano—. Pero te lo advierto, si intentas traicionarme, cortarte la lengua será el menor de tus problemas, ¿entiendes?
—Sí, sí, lo que tú digas, no te traicionaré, lo juro —dijo Eski a toda prisa.
—Bien. Ahora, fuera de mi vista.
El viejo tardó menos de un segundo en levantarse y marcharse corriendo por uno de los callejones.
A esas alturas, el fuego se había apagado, dejando como único rastro de su existencia unas cenizas humeantes. Con un silbido, el joven llamó a su cuervo, que voló hasta posarse en su hombro y le entregó la bolsa llena de dinero. Sonriendo triunfante, la abrió y puso la mano dentro… cogiendo un par de piedras sin valor alguno.
—¿Qué demonios…?
—No te lo esperabas, ¿verdad, Irsis?
Irsis desenfundó su abanico, preparado para atacar, pero solo se trataba del esclavo del noble que había muerto. Se acercó a él con zancadas furiosas y tiró la bolsa al suelo, desperdigando las piedras que había en su interior.
—¿Qué coño significa esto?
—Significa que la bolsa nunca tuvo dinero —le explicó el otro hombre con voz tranquila y rostro impasible.
—¿Me estás diciendo que me he jugado la vida para nada? —gritó, furioso.
—No, te has jugado la vida para demostrarnos algo que no teníamos claro del todo.
—¿Demostrarnos? —preguntó, frunciendo el ceño.
—A mi amo y a mí.
—¿Qué dices? Tu amo está… —Se calló en cuanto se dio cuenta de que el lugar donde debía estar el cuerpo del noble se encontraba vacío. Buscó a su alrededor, pero solo lo vio cuando escuchó un tintineo. El hombre estaba apoyado contra uno de los postes de los establos, medio oculto en las sombras, sosteniendo la bolsa que sí contenía dinero.
—Sabía que eras tú —le dijo mientras se acercaba adonde estaba—. Tenía un presentimiento.
Irsis retrocedió, asustado por su repentina aparición.
—¿Que soy quién?
—El ladrón. Pero no eres solamente eso, ¿verdad?
—No sé de qué me está hablando.
—Esa forma de pelear, tu afición por robar, los cuervos que nos han estado observando a mi amigo y a mí desde que llegamos, aparte del que llevas en el hombro. No eres un ser humano, chico, eres un naik.
Irsis sintió que todos los músculos de su cuerpo se tensaban al escuchar aquella palabra.
—Los cuervos y mi forma de pelear no tienen nada que ver con esos demonios. Y sobre lo de robar, no es una afición, es que los que no tenemos pasta tenemos que sobrevivir de algún modo.
El hombre parecía escéptico ante su respuesta.
—Ya, bueno, si tú lo dices… Pero, ¿qué hay de tu espalda?
Instintivamente, el muchacho retrocedió.
—¿Qué le pasa?
—Tienes el tatuaje de un cuervo sobre el omóplato izquierdo, ¿no es así?
Irsis le amenazó con el cuchillo.
—Será mejor que te metas en tus asuntos si no quieres que te mate por esto. No consentiré que me asocies con el Oscuro sin tener pruebas de ello.
El noble ignoró el arma y continuó avanzando.
—En ese caso, enséñame tu espalda.
—No pienso desnudarme, maldito pervertido —siseó.
—Entonces eso quiere decir que sí eres un naik
—¡No soy uno de esos demonios!
—Demuéstramelo, Irsis…
Harto, el joven le lanzó el cuchillo, pero el hombre lo esquivó haciéndose a un lado y respondiendo con un puñetazo. Irsis se tambaleó y se tocó el labio, del cual salió un hilo de sangre.
Miró al noble con la furia brillando en sus ojos negros.
—Voy a matarte, hijo de puta.
Se enzarzaron en una pelea. Irsis jamás había luchado contra alguien como él; era escurridizo y rápido a pesar de su enorme tamaño, y lo peor de todo era que parecía conocer todos y cada uno de sus movimientos, como si pudiera leerle la mente. Por si eso no fuera poco, tenía más resistencia y, por supuesto, era mucho más fuerte que él.
Al poco rato, le había desarmado y golpeado de todas las formas posibles, pero no parecía tener intención de matarle. Ni hablar, prefería morir ahí mismo antes que ser encarcelado y ejecutado públicamente.
—Eres mejor de lo que pensaba —reconoció. No le gustaba nada lo que iba a hacer, pero ese noble sabía demasiado sobre él y no podía permitir que nadie conociera su secreto—. Pero después de esto, no volverás a levantarte.
El esclavo y el hombre encapuchado observaron cómo Irsis se libraba de la camisa y comenzaba a hablar en un idioma que recordaba al graznido de los cuervos. Poco después, fueron testigos de una transformación.
El tatuaje en forma de cuervo que el joven tenía en la espalda empezó a extenderse, con lo que su piel se volvió negra y de ella comenzaron a salir brillantes plumas. Sus brazos se convirtieron en grandes alas y sus piernas en garras. Ante ellos, ya no había ningún muchacho, sino un cuervo de dos metros que alzó el vuelo y se lanzó en picado contra el noble.
Este se quitó la capa, lanzó sus dagas a un lado y se preparó para afrontar el ataque. Poco después, el cuervo se había abalanzado contra él, provocando una gran nube de polvo que impidió al esclavo ver lo que había pasado.
Pero su preocupación duró poco. Su amo estaba a lomos del cuervo, agarrándolo fuertemente del cuello con una de sus poderosas manos e inmovilizando las alas con sus piernas.
Los ojos negros del demonio observaban los del noble, de un verde oscuro, con las pupilas rasgadas, y tan siniestros como los suyos.
Tú… no eres humano. Nadie ha podido detenerme en mi forma demoníaca… ¿Quién coño eres?
El hombre sonrió y se levantó la manga derecha de la camisa, donde un tatuaje con forma de serpiente blanca se enroscaba alrededor de su brazo, desde la muñeca hasta el hombro.
—No, no soy humano, ni tampoco un noble. Me llamo Yilan Beya y, al igual que tú, hermano, soy un naik.

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