viernes, 29 de junio de 2018

La Sombra de la Destrucción

Capítulo 6. La Salamandra


Yeralti Vala
    
Hacía una semana que Yilan y los demás se habían puesto en marcha, y ya estaban muy cerca de la frontera de Kurakarazi. La travesía había sido muy sencilla con Alev a su lado; al haber vivido en el desierto tantos años, y pudiendo controlarlo, sabía dónde encontrar otro agujero que condujera al oasis, y cuándo se acercaban las tormentas de arena.
Ahora habían llegado adonde se encontraba Zehir, la salamandra de la que les había hablado. Aunque nunca había luchado contra ella, sabía que se trataba de un demonio creado por Yangin, el antiguo dios del fuego, que le dio el poder de escupir llamas por la nariz y echar nubes venenosas por la boca. A diferencia del animal, que no sobrevive a terrenos áridos, esta salamandra contaba con una especie de escamas muy duras que envolvían su cuerpo, a las que llamaba armadura, la cual la protegía del sol y del calor, así como de armas afiladas.
Según la leyenda, los dioses que precedieron a Zeker y Tanri, conocidos como los Antiguos, organizaron un concurso para ver quién creaba el ser más extraordinario. En él, participaron Orman, el dios de los bosques, Dalga, diosa del mar, y Yangin, dios del fuego. El primero creó a Furfur, un ciervo alado que era omnisciente y que decía la verdad a aquel que lo atrapara; la diosa dio vida a Nokar, la serpiente marina cuyo deber consistía en proteger las Tierras Pálidas de invasores; y, finalmente, Yangin creó a Zehir, una salamandra con un pulmón de fuego y otro de veneno, capaz de sobrevivir en el desierto. La última criatura fue la vencedora y, durante mucho tiempo, vivió en la Sabana Oscura, el continente poblado por los yabani situado al sur de Tohum, al otro lado del Mar Ovalar. Pero, nadie sabe cómo ni por qué, la salamandra llegó a Yeralti Vala y se quedó allí.
En esos momentos, Alev observaba atentamente unas dunas concretas, como si Zehir estuviera justo delante.
—¿La has localizado? —preguntó Irsis.
—La tenemos justo delante —contestó, señalando las dunas que había estado observando—. Está oculta bajo la arena. Debe de estar ahí desde hace un par de meses, los suficientes como para que haya acabado tan enterrada.
—¿Y no se muere de hambre?
—Zehir no come, solo bebe agua cada seis meses, y la puede conseguir del oasis. —Miró la dirección donde el demonio debía de estar—. Es el superviviente perfecto, supongo que por eso los dioses la declararon ganadora.
—Eso está muy bien y nos sentimos muy orgullosos de ella —dijo Irsis con sarcasmo—, pero eso no evitará que nos fría como pollos o que muramos envenenados si le da por bostezar.
—Para eso hemos llevado a toda la manada. Nosotros iremos en el centro, y el resto de kumath se transformará en arena y nos cubrirá. Zehir pensará que se trata solamente de los caballos y nos dejará tranquilos.
Irsis asintió, convencido.
—Creo que es un buen plan pero, ¿cuánto tiempo tenemos para pasarla de largo?
—Unos quince minutos.
—¿Y tu amiga lagartija es muy grande?
—Como Yilan cuando se transforma en serpiente, solo que no tan larga y más robusta.
El joven aplaudió con ironía.
—Pues ¿a qué esperamos para convertirme en alitas de cuervo?
—Se nota que aún eres un adolescente —gruñó Zhor mientras rodaba los ojos—. Siempre tan negativo…
—Yo me considero más bien realista.
Mientras el joven discutía con el soldado, Yilan se colocó junto a Alev, quien tenía el ceño fruncido.
—¿Crees que nos dará tiempo?
—Si no hay nada que espante a los kumath, podremos conseguirlo. Y no percibo nada en varios kilómetros.
—¿Qué hay de los soldados?
—Pronto estarán aquí. Así que vosotros decidís; o arriesgarnos con Zehir, o dar un rodeo y que nos alcancen.
Al escucharlo, Irsis olvidó rápidamente la discusión y prestó atención a la conversación.
—¿Con esa caja en su poder? —Observó a sus compañeros antes de hacer un gesto negativo con la cabeza—. De acuerdo que yo era partidario de quitarles esa cosa, pero teniendo en cuenta que por ahora no puedo hacerlo, prefiero morir entre un infierno de llamas venenosas que dejar que un miembro de la nobleza me deje inmovilizado en el suelo y me degüelle como si fuera un perro callejero. Así que, con o sin kumath, voto por la salamandra.
Todos estuvieron de acuerdo con él, así que comenzaron a descender por las dunas lentamente. Alev temía que sus poderes aún no estuvieran recuperados del todo y hubiera calculado mal la distancia que había hasta Zehir, de forma que al final acabara detectando su presencia.        
Cuando estuvieron cerca de las dunas donde se encontraba la criatura, alzó una mano y dio la señal. Los kumath se transformaron en arena y los envolvieron rápidamente sin dejar un solo hueco. Solo entonces aceleró el ritmo, inquieto porque no tuvieran tiempo suficiente para pasar de largo a la salamandra. Pero, afortunadamente, lo lograron.
Suspiró aliviado cuando pasaron la última duna de largo y los kumath volvieron a convertirse en caballos. Esperó unos minutos, intentando percibir algún movimiento por parte de Zehir.
No hubo nada.
—Lo conseguimos.
—¡Sí! —exclamó Irsis antes de acercarse para palmearle la espalda—. Eres el mejor, Alev.
Su hermano esbozó una sonrisa, pero se borró rápidamente al percibir algo cerca de ellos, justo en las dunas donde se encontraba la salamandra.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Yilan al ver su expresión.
—Hay algo cerca de Zehir. —Miró hacia las dunas, pero no había nadie—. No lo entiendo, no veo a nadie allí.
—Tal vez sean los akbalar —comentó Shunuk, recordando que esas criaturas podían ir bajo la arena.
—No, no se acercarían sabiendo que Zehir está aquí. —Frunció el ceño—. Esto es muy raro, tengo la sensación de que son los soldados, de que están ahí delante, pero no veo nada.
—Tal vez hayan traído a un sacerdote con ellos —intervino Irsis.
—No seas ridículo, los sacerdotes no luchan —comentó Zhor antes de darse la vuelta y sobresaltarse—. ¿Pero qué coño…?
A las espaldas de Irsis, había una especie de muro transparente, en el cual descargas eléctricas zigzagueaban de un lado a otro.
Yilan acercó la mano al muro… para retirarla rápidamente cuando un relámpago estuvo a punto de alcanzarlo.
—Creo que Irsis tiene razón —dijo, mirando las dunas—. Probablemente el sacerdote esté utilizando un hechizo de invisibilidad.
—Y sabe que estamos aquí —afirmó el más joven mientras bajaba del kumath y cogía uno de sus abanicos—. Está claro que no quiere dejarnos escapar, por eso ha levantado este muro.
—Irsis, ¿qué vas a hacer? —preguntó Alev, preocupado al ver que su hermano desplegaba su arma.
—Una vez le dije a Yilan que he robado a muchos de los nobles de mi ciudad. No me refería solo a los soldados, sino también a sacerdotes, por eso conozco bien sus trucos —explicó mientras esbozaba una sonrisa diabólica—, y también sé cómo bloquearlos. —Miró el muro fijamente, hasta que sus ojos brillaron—. Las barreras espirituales tienen un núcleo desde el cual se extiende la energía, solo hay que atacar ese punto con fuerza y adiós barrera. —Inspiró hondo y, de repente, un fuerte viento comenzó a alborotar sus cabellos—. Vosotros id yendo, yo me encargo del sacerdote.
—Deberías venir con nosotros, la caja… —comenzó Alev, pero Irsis lo cortó con un gesto de la mano.
—Nos alcanzarán de todas formas, y entonces esa caja sí nos traerá problemas. No te preocupes, no les daré tiempo para que la abran. —En ese instante, lanzó su abanico, acompañado de las poderosas ráfagas de viento que había creado, hacia el núcleo de la barrera, la cual estalló en una gran descarga antes de desaparecer—. Venga, largaos ya y no os preocupéis por mí. Hace mucho que sé arreglármelas solo.
Alev miró a Yilan con inquietud, pero este sonrió y se dirigió a Irsis.
—Te esperaremos en la frontera.
Irsis hizo un gesto con la mano en señal de despedida y los demás se fueron. Inspiró hondo varias veces, sabiendo que se jugaba la vida al estar solo contra los soldados, pero estaba bastante seguro de que su plan funcionaría.
—Bien, Irsis, es hora de hacer alarde de otras facultades —dijo mientras guardaba su arma y estiraba los músculos.
Hacía tiempo que no usaba esas habilidades, pero estaba ansioso por ver si seguía siendo tan bueno luchando contra esos santurrones como hacía un par de años.


546 d. Z. Aragili, Asikhava

Hafiza Nazik era considerado el hombre más raro de aquella ciudad. Pese a su respetada y bien pagada profesión de médico, prefería vivir en soledad en una cabaña en el bosque, a las afueras de Aragili; pasaba la mayor parte del tiempo recogiendo plantas medicinales y estudiando a los animales en vez de relacionarse con personas de la alta sociedad, en busca de ganancias más sustanciosas; y le gustaba practicar la meditación y la reflexión sobre todo tipo de cosas, desde el papel del ser humano en el mundo hasta el porqué de la esclavitud, el machismo o el racismo. Sus conclusiones le habían granjeado el desprecio de los altos círculos de Aragili, motivo por el que trabajaba especialmente para las clases medias y bajas de la ciudad.
Sus pensamientos iban a menudo en dirección a la muerte de su hija, y a ese nieto al que jamás conocería por culpa de su yerno. Era una lástima que el fallecimiento de su mujer lo hubiera afectado hasta el punto de convertirlo en un hombre cerrado y malhumorado, del que se decía que había perdido la capacidad de sentir emociones.
Aquella noche estaba junto a sus dos cuervos, Dusunze y Bellek; ellos le traían noticias sobre sus seres queridos, la mayoría eran amigos que habían sido condenados al exilio por sus ideas religiosas.
Hacía muchos años que Hafiza también pertenecía a los Hainler, una orden espiritual inspirada en la ideología de los monjes de las Tierras Pálidas. Creían que la opulencia en la que vivían los sacerdotes de Tohum los corrompía y los apartaba de su verdadera función: servir a los dioses y ayudar al pueblo. Por ese motivo tenían una existencia humilde, subsistiendo de lo que cultivaban ellos mismos y a base de trabajo duro, dejando el dinero para aquellos que lo necesitaran. Pasar tanto tiempo en los campos y los bosques les enseñó mucho sobre las plantas, razón por la que la mayoría acabó aprendiendo medicina y ejerciéndola sin coste alguno, tal y como hacía Hafiza, que prestaba sus conocimientos médicos sin pedir nada a cambio. Eran de los pocos que pensaban que Zeker no era un ser malvado, sino un simple dios con la función de cuidar las almas de los fallecidos, de forma similar a lo que hacía Tanri con los vivos. Estaban en contra de la esclavitud y pedían los mismos derechos para hombres y mujeres, así como que favorecían la desaparición de los prejuicios contra las razas extranjeras, como los soluk y los yabani.
Desafortunadamente, los Hainler eran una minoría en Tohum y durante milenios habían sido perseguidos y diezmados por los sacerdotes, quienes, temerosos de perder su alto nivel de vida, se habían encargado de promulgar entre el pueblo que eran seguidores de los dioses paganos de las Tierras Pálidas, o, actualmente, seguidores de Zeker.
El yerno de Hafiza sabía que él pertenecía a esa orden pero, por respeto a su difunta esposa, no había dicho ni una palabra. A pesar de eso, le había prohibido acercarse a su casa o a su hijo.
Estaba tan perdido en sus pensamientos que, hasta que Dusunze no graznó, no se dio cuenta de que alguien llamaba a la puerta. Fue a abrir con el ceño fruncido, extrañado de que alguien fuera a verlo a esas horas, y se encontró con lo último que esperaba ver.
Un niño, que no tendría más de diez años, estaba de pie en su puerta y con una herida en el pecho que desprendía mucha sangre. Su piel clara estaba llena de magulladuras y arañazos, como si se hubiera arrastrado por un suelo de piedra durante horas, su cabello negro estaba despeinado, y sus ojos oscuros delataban su miedo.
—Buenas noches, señor —le saludó entre jadeos—, ¿podría ayudarme? —Al terminar la frase, tosió sangre y acabó de rodillas en el suelo.
Hafiza no lo pensó dos veces; cogió su cuerpo escuálido y tembloroso entre sus brazos y lo llevó dentro, donde lo tumbó en la cama y se dedicó a tratar su herida.
Durante días, cuidó del niño; le curó el profundo corte que tenía en el pecho, le desinfectó los rasguños y le alivió las magulladuras, y le dio de comer y un lugar donde descansar hasta que se recuperara. Durante ese tiempo, el chico no dijo ni una palabra, aparte de que su nombre era Irsis.


554 d. Z. Yeralti Vala

El capitán se felicitaba por haber sido lo suficientemente astuto como para llevar un sacerdote con él. Aunque era obvio que aquel ser que le entregó la caja al rey y el que lo salvó a él y a sus hombres de la tormenta de arena era uno de los vasi, no creía que Tanri y sus guardianes fueran a hacerles todo el trabajo. Por eso había acudido al templo de Mevkut y había entregado una buena cantidad de dinero al sacerdote que mejor conocía el desierto.
Este era ya un anciano, pero estaba en forma gracias a las muchas peregrinaciones que había hecho a Yeralti Vala. Su piel morena estaba llena de manchas, y sus ojos castaños rebosaban astucia y avaricia. Era de esa clase de sacerdotes que estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de obtener dinero.
Todo parecía ir bien; la salamandra no había detectado su presencia gracias al hechizo de invisibilidad del guía espiritual, pero todo cambió cuando un joven montado en un corcel pequeño empezó a gritar:
—¡Eh, Zehir! ¿Qué te pasa, pequeña? ¿Es que ya eres demasiado vieja como para luchar contra un niño? ¿En qué se ha convertido la gloria de Yangin?
—Haga algo, sacerdote, hará que esa salamandra salga —ordenó sin perder la calma, aunque su mano aferraba con fuerza la empuñadura de su espada.
El anciano observó al muchacho y murmuró un hechizo en el antiguo todil[1]:
Helemanthenik: Kumuadamai.
    

Irsis sonrió cuando notó que el suelo bajo las patas del kumath temblaba. No había sido muy difícil provocar al demonio para que saliera de su escondrijo, pero no tenía tiempo para celebrar que la primera fase del plan había funcionado.
—Vamos, pequeña —le dijo a su montura mientras bajaba de ella—, vuelve con tu manada. No creo que quieras estar presente cuando una salamandra muy enfadada aparezca por aquí.
El corcel relinchó y se alejó de él a galope tendido. No se paró a observar su marcha, ya que la arena que había a su alrededor empezó a arremolinarse hasta adoptar la forma de unos hombres altos y muy delgados, casi esqueléticos, que lanzaron un aullido espantoso antes de atacarlo.
El joven esquivó rápidamente los golpes de sus contrincantes, pero cuando atacó, solo logró traspasarlos. La confusión retrasó sus reflejos, llevándose así un puñetazo de uno de los hombres de arena. Se levantó con rapidez y se limpió la sangre del labio mientras analizaba la situación.
“Son sólidos cuando van a atacar, pero no cuando yo les ataco a ellos. No me estoy enfrentando a hombres, sino a arena”, reflexionó mientras una sonrisa se extendía por su rostro.
—Vamos, tipejos feos, venid a por mí.
Cuando los monstruos aullaron de nuevo y se lanzaron a por él, murmuró algo que ni el sacerdote ni los soldados llegaron a oír, pero que afectó a las criaturas de arena. Empezaron a oscurecerse y, a cada paso que daban, se deshacían en trozos.
Irsis sonrió al darse cuenta de que, a veinte metros de él, el sacerdote lo miraba con la boca abierta. Sentía el impulso de sacarle la lengua, o de bajarse los pantalones y mostrarle el trasero, como le hacía a los soldados cuando era pequeño, pero se contuvo. Esto no era una travesura, estaba demostrando que no tenían que subestimarlo por ser el más joven. Además, él tenía más probabilidades de acabar con el sacerdote que los demás.
Vio que las tropas comenzaban a descender por las dunas en su dirección con las espadas desenfundadas. Así que se habían cansado de esperar. Bien, justo en el momento oportuno.
El leve temblor del suelo se convirtió en un violento terremoto que logró evitar transformándose en cuervo y alzando el vuelo. Así, desde las alturas, contempló a Zehir.
Tal y como había dicho Alev, era enorme, y parecía estar cubierta por una armadura impenetrable. De color negro, tenía manchas amarillas por todo el cuerpo y ojos oscuros. Cuando salió de la arena y resopló, una llamarada salió de sus orificios, la cual no le alcanzó por los pelos.
Entonces, el demonio se fijó en los soldados y gruñó amenazadoramente antes de lanzar otra nube de fuego que alcanzó a varios guerreros, mientras que el resto intentaba retirarse al galope. Por su parte, Irsis se lanzó en picado hacia el sacerdote, a quien cogió entre sus garras para evitar que huyera, no podía permitir que después volviera a ir tras ellos.
Lo soltó con fuerza, de forma que el anciano rodó varios metros por la arena, con lo que el joven tuvo tiempo de volver a su forma humana y ponerse sus pantalones, en los cuales guardaba sus abanicos y donde tenía enganchado un cuchillo.
—Vamos, santurrón, no tengo todo el día —le dijo mientras terminaba de vestirse. No es que fuera especialmente pudoroso, pero tampoco iba a luchar desnudo si podía evitarlo—. Te voy a resumir las dos formas en las que puede terminar esto; con una muerte rápida y dolorosa o una lenta y más dolorosa todavía. Tú decides —comentó como si estuviera hablando del tiempo.
El sacerdote, ofendido porque aquel monstruo lo subestimara, lo miró con una mueca de asco y desprecio.
—Te crees muy fuerte solo porque seas uno de los hijos de Zeker, ¿verdad? Pues deja que te diga algo, niño; no eres más que uno de los mortales maldecidos por Tanri. Ojalá vuelvas al antro del que saliste y te pudras allí.
El naik terminó de abrocharse los pantalones como si no hubiera oído nada, aunque su sonrisa socarrona decía todo lo contrario.
—Créeme, Tanri me adora, y muy pronto sabrás por qué. —Sonrió y comenzó a pronunciar en voz alta unas palabras que el sacerdote entendió a la perfección—. Helemanthenik: Kumutabur.
A las espaldas del sacerdote, la arena se deformó hasta convertirse en un ataúd que lo atrapó y lo encerró. Pero, tal y como Irsis sospechaba, no fue por mucho tiempo. El contenedor estalló en una nube de arena y el anciano lo miró con el ceño fruncido, en parte por la confusión y en parte por la incredulidad.
—Tú… ¿cómo es posible que conozcas el antiguo todil?
Irsis no respondió, sencillamente, siguió atacando.
Umuthenik: Karkatuyei.
Al principio, pareció que no sucedía nada, pero cuando el sacerdote lanzó un hechizo consistente en una descarga eléctrica que impactó de lleno en el joven sin efecto alguno, intuyó que algo no iba bien. En ese instante, plumas negras empezaron a caer del cielo. Al principio eran pocas, pero después fueron aumentando hasta rodear al anciano por completo, de forma que no pudiera ver nada.
Se quedó bloqueado, sin entender lo que estaba haciendo ese naik, pero no tardó en comprenderlo cuando algo frío y afilado se clavó en su pecho. Entonces, vio los ojos de la muerte, brillantes y negros como la garganta de un lobo hambriento.
Cuando Irsis retiró el cuchillo, observó impasible cómo el cuerpo del sacerdote caía en la arena. Lo vio toser sangre e intentar gritar agónicamente en busca de ayuda sin sentir compasión alguna.
—Dime una cosa, santurrón, ¿de qué te sirve ahora todo el dinero que tienes reunido en el templo donde vivís tú y tus compañeros maricas? Espero que en el Zehennem hagan que te arrepientas de haber dejado que la gente muera de hambre mientras que tú tirabas la comida que te dejabas en el plato.
El anciano hizo una mueca de asco.
—¿Te preocupas por un montón de ignorantes que se dejan engañar? ¿Qué le importa a un demonio lo que les pase?, tú los condenarás a la esclavitud y a la muerte.
Irsis soltó una risotada, incapaz de evitarlo.
—Creo que aquí ha habido un malentendido, viejo. No me gustan la gran mayoría de los humanos, pero encuentro a los sacerdotes especialmente… despreciables —declaró, agachándose a su lado. Ya no había asomo de diversión en su rostro, lo miraba con un odio palpable—. Os aprovecháis de buena gente prometiendo que su vida tras la muerte será pacífica a cambio de unos donativos, gente que trabaja duro para que luego unos gilipollas avariciosos puedan vivir sin mover ni un puto dedo. Y por si eso no fuera poco, no os importa lo más mínimo derramar la sangre de aquellos que amenazan vuestro lujoso estilo de vida.
—Mira quién fue a hablar —El sacerdote, a pesar de la herida mortal que lo conducía poco a poco a la muerte, logró dejar escapar unas carcajadas—. Sé lo que eres, niño. Eres un… —No tuvo tiempo de terminar la frase, porque Irsis le cortó el cuello con un solo movimiento.
A pesar de que ese despojo estaba muerto, no se sentía mejor, ni mucho menos satisfecho. Le habría gustado seguir desahogándose con él, darle una muerte lenta mientras vengaba a todas las personas que seguramente habían muerto o bien a sus manos o por su culpa. Pero había estado a punto de decir algo que él jamás aceptaría.
Por desgracia, él llevaba la sangre de la nobleza. Su madre era hija de un antiguo sacerdote del que él había heredado el Don de Tanri, la energía espiritual con la que nacían unos pocos humanos y que les permitía usar determinados poderes.
Hafiza lo supo cuando le curó la herida mortal que había dejado una cicatriz en su pecho y le enseñó a utilizar su poder. Aprendió muchas cosas de su abuelo, el único noble al que no despreciaba y admiraba, aunque no estaba seguro de poder llamarlo así, teniendo en cuenta la vida humilde que llevaba desde hacía años.
Pertenecer a la nobleza era lo único de lo que se avergonzaba, razón por la que había querido luchar solo contra los soldados, para que sus hermanos no lo vieran usando sus poderes. Si podía evitarlo, nadie más aparte de él y su abuelo sabrían que era un… sacerdote. Aunque él se consideraba más bien un Hainler, teniendo en cuenta que Hafiza le había criado con los valores de la orden.
Se disponía a regresar con sus compañeros cuando pisó algo duro bajo la arena. Frunciendo el ceño, se agachó y desenterró lo que había, encontrándose con una larga caja de metal decorada con paisajes desérticos y llamas, además de unas letras en rojo sangre que no comprendía.
Al abrirla y ver lo que había dentro, se sintió más confuso todavía. ¿Cómo demonios había llegado eso al desierto?


Alev, al sentir que la salamandra había despertado, había dado media vuelta para buscar a Irsis. No había dejado que Yilan y los demás lo acompañaran porque él se las podría apañar con Zehir, ya que el fuego no lo afectaba, y bastante tenía ya con encontrar al más joven del grupo como para perder a alguien más en aquel caos; el humo le dificultaba la visión, y de vez en cuando veía un rayo de llamas en el aire, provocado por la salamandra. Afortunadamente, sus poderes le informaban de la posición de la criatura y de los soldados, quienes o bien huían como podían de aquel infierno o bien yacían en la arena, carbonizados o asfixiados por el humo venenoso.
Zehir soltó una nueva nube de gas tóxico, obligando a Alev a cubrirse la mitad de la cara. En ese momento, notó que la criatura se estaba moviendo en su dirección.
Mierda, le había detectado.
Sus sospechas se confirmaron cuando la salamandra apareció de entre el humo y se encaró a él. Alev se preparó para defenderse, no podía marcharse de allí sin Irsis; tal vez estuviera atrapado bajo los cuerpos quemados de los guerreros de Siyagun… o tal vez fuera uno de ellos. Aunque no quería ni pensar en esa posibilidad.
Zehir lanzó una potente llamarada que debería matar a su oponente, pero Alev alzó una mano y el fuego se detuvo unos instantes, solo para después ir en dirección contraria y cubrir a su oponente por completo.
Tal y como sospechaba, la bestia no sufrió daño alguno. La armadura de ese animal lo tenía bien protegido y, de todas formas, el fuego no podía dañarle. Tenía que encontrar alguna otra forma de entretenerlo lo suficiente como para que…
No tuvo tiempo de pensarlo, porque unas garras separaron sus pies del suelo y de la salamandra. Cuando miró hacia arriba, sonrió aliviado.
—¡Irsis! ¿Dónde estabas?
Lo siento, he encontrado esto y me he retrasado —le explicó mentalmente. Alev se fijó entonces en que llevaba algo muy largo en el pico, envuelto con su ropa. También parecía pesado, a juzgar por la baja altura a la que volaba.
Ambos esperaban que Zehir los siguiera pero, para su sorpresa, solo lanzó un gruñido y se quedó donde estaba. Así que, cuando estuvieron lo suficientemente lejos de ella, Irsis lo dejó en el suelo y se transformó en humano.
—¿Estás bien? —le preguntó Alev.
—Sí, no te preocupes. —Mientras se vestía, señaló la caja—. Échale un vistazo a eso.
Miró el objeto con curiosidad. Era una pieza artesana muy valiosa, a juzgar por los materiales de la decoración; dunas de oro, cielo de plata con nubes de cuarzo, además del fuego hecho con rubíes y jaspe.
—¿A qué esperas? —preguntó Irsis.
—¿De dónde has sacado esto?
—Estaba enterrado bajo la arena, ¿por qué?
—Me dedicaba a la orfebrería, trabajaba el metal y las piedras preciosas. Antes de que se descubriera que era un naik hacía piezas para los nobles… y esta caja no la ha hecho nadie de Mevkut.
—¿Estás seguro?
—Totalmente, conozco bien el estilo de mi ciudad. Y te aseguro que esto no es de allí… De hecho, jamás había oído hablar de algo así, y mucho menos tan bien trabajado.
—Entonces, ¿de dónde ha salido?
No lo sabía. Nadie que él supiera trabajaba con tantas piedras preciosas, pues eran muy difíciles de conseguir. Para un encargo así, el noble solía pedir una caja de metal y el artesano conseguía algunas piedras para incrustarlas en ella.
Pero no decoraba la caja entera con materiales tan caros. Aquel objeto debía de valer una fortuna.
Aún curioso, lo abrió y miró lo que había dentro. Se trataba de un arma, una larga alabarda de acero en cuya punta había una gran hoja de hacha blanca con un dibujo rojo.
La cogió y la empuñó, comprobando su peso. Para su sorpresa, era más ligera que la mayoría de armas que había usado, lo cual le hizo preguntarse de qué estaría hecha realmente.
—¿Qué opinas, Alev? —le preguntó su hermano, mirando el arma con desconfianza.
—¿Qué opinas tú?
—Que si esa alabarda no es de Mevkut, no quiero saber de dónde viene.
—¿No te gusta?
—Al contrario, es preciosa, pero no puedo cogerla.
Miró al joven con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres decir?
Irsis le mostró las palmas de las manos, donde había quemaduras recientes.
—Nada más cogerla, me he quemado. No sé por qué, pero no creo que esa alabarda haya sido forjada por un ser humano.
Volvió a observar el arma, preguntándose de dónde provenía y qué hacía allí.


3465 a. Z. Isinlari, Zennet

Yangin, dios del fuego, el verano y el desierto, paseaba por los jardines del Zennet mientras la inquietud lo carcomía. ¿Sería cierto lo que decía Dalga sobre Imha? ¿De verdad el joven dios estaba perdiendo el control? Sidet había asegurado que era normal, que después de aquel malentendido y teniendo en cuenta que Imha todavía no estaba acostumbrado a la violencia de los humanos era comprensible que estuviera alterado.
Pero él no creía que se tratara de eso, no, había algo extraño en él. Aquella mañana le había preguntado cómo se encontraba y el joven lo había mirado horrorizado y se había marchado corriendo, como si su vida dependiera de ello.
Estaba pasando algo malo, lo presentía, y por alguna extraña razón que no alcanzaba a vislumbrar, tenía la seguridad de que Sidet estaba metido en aquello. Al fin y al cabo, Imha iba a sustituirle llegado el momento y el dios de la destrucción debía procurar controlar a su sucesor.
Apesadumbrado, abandonó los jardines para materializarse en una nube de ceniza, arena y llamas en el Zehennem, donde suponía que encontraría a Hayat, el líder de los dioses.
—Si buscas a mi marido, no se encuentra aquí.
Dio media vuelta y se encontró con Ruh. A pesar de ser uno de los inmortales más antiguos del panteón, la diosa de los muertos y el Zehennem seguía desprendiendo un aura tan poderosa y letal que ni siquiera las divinidades guerreras más fuertes se atreverían a amenazarla. Era alta e imponente, de figura delgada y piel muy pálida, casi similar a la de un cadáver, pero de apariencia firme y fuerte. Llevaba el cabello negro muy largo, casi hasta la cintura y ligeramente ondulado, enmarcando su rostro de regios rasgos y sus ojos morados.
—¿Dónde está Hayat? —le preguntó después de saludarla con una profunda reverencia.
—Hablando con Imha —respondió, entrecerrando los ojos—. El joven dijo que tenía algo muy importante que discutir con él, que era cuestión de vida o muerte.
—Precisamente quería hablar con él sobre eso, Ruh. Tengo un mal presentimiento respecto a ese chico y Sidet. Hay algo en todo lo que ha pasado que no me gusta.
—Lo sé, Sidet no ha vuelto a ser el mismo desde… —Se detuvo antes de terminar la frase, cerrando los ojos con fuerza, como si le doliera algo—. En fin, digamos que ha estado actuando de un modo extraño, aunque tampoco puedo culparlo. —Hizo una pausa y lo contempló con esos ojos perturbadores—. ¿Por qué no hablas con Nabí? Él siempre tiene respuestas para todo.
Yangin rodó los ojos.
—Lo que tiene Nabí no son respuestas, sino acertijos sin sentido que tardan miles de años en resolverse.
—Pero muchos nos hemos salvado gracias a él, incluido tú. Hazle una visita, tal vez te diga lo que quieres saber.
Aunque no muy convencido, Yangin se dirigió al mundo terrenal, a Kurakarazi, donde se encontraba una de las criaturas creadas por Bilghik. Una vez allí, encontró el territorio donde el ser había permanecido durante milenios y se internó en la cueva en la que Nabí hacía sus predicciones a los humanos.
Sé bienvenido, Yangin.
Al alzar la vista, se encontró con la criatura, que lo esperaba frente a un lago. A primera vista, no parecía un ser especialmente poderoso; tenía el aspecto de un lobo negro normal, lo único que le hacía diferente físicamente era la cola de serpiente y sus brillantes ojos amarillos, similares a los de un reptil.
—Déjame adivinar, sabías que vendría, ¿verdad? —comentó Yangin con cierto sarcasmo—. Algún día deberías fingir que alguien te da una sorpresa.
El lobo sonrió, pero no hizo ningún comentario al respecto.
¿A qué has venido?
—Dímelo tú, eres el único aquí que ve el futuro.
Nabí entrecerró los ojos mientras observaba el lago que tenía delante, algo que le provocó un escalofrío al dios del fuego. En esos momentos, el demonio estaba viendo el porvenir.
No es necesario que te diga nada, Yangin. Muy pronto sabrás lo que sucederá con Imha y Sidet. Solo te diré que el joven no tiene la culpa de nada de lo que sucederá en el futuro, y que seas comprensible con él, porque tu dolor también será el suyo.
Una vez más, Nabí hablaba con adivinanzas, pero estaba claro que lo que tenía que venir, fuera lo que fuera, no era nada bueno.
Una cosa más —le dijo Nabí antes de que se fuera—, tienes algo que hacer.
—¿El qué? —Todos seguían al pie de la letra las instrucciones de Nabí, sin excepciones y a pesar de que estaba por debajo dioses. Era lo mejor, aquellos que no habían seguido sus consejos habían acabado muy mal.
Pídele a Araba que forje una alabarda a la que tú añadirás un conjuro.
—¿Qué clase de conjuro?
Uno con el que solo Galner podrá empuñarla.
—¿Galner? —Yangin frunció el ceño—. ¿Te refieres a una de las criaturas que he creado? ¿Qué pasa con él? ¿Para qué necesita una alabarda mi coyote?
Nabí lo miró con sus diabólicos ojos amarillos, dando a entender que no quería ninguna réplica al respecto.
Algún día, cuando tú estés muerto, Galner se convertirá en humano y tendrá que cumplir una misión. La alabarda le protegerá y, cuando no la necesite, se la entregará a una persona digna de poseerla. —El dios iba a marcharse, pero el lobo lo llamó de nuevo—. Por cierto, cuando la alabarda esté lista, llévala a Yewatani[2] y que Zehir la custodie. Que no deje que nadie aparte de Galner se la lleve.
Yangin no comprendía nada de lo que pasaría en el futuro, pero si Nabí lo decía, tenía que hacerlo. Después de todo, sus predicciones siempre se cumplían. Nunca, desde el día en que Bilghik lo creó, se había equivocado.
Así que esa tarde, acompañado del propio Galner, fue a pedirle a Araba, el dios de los herreros y artesanos, que le hiciera una alabarda.
¿Nabí le dijo que esa arma era para mí? —le preguntó el coyote mientras se dirigía con el dios a los jardines Isinlari para dar un paseo.
—Sí, pero como de costumbre, no sé por qué ni para qué. Tú solo recuerda que es tuya, Galner, y que tendrás que entregársela llegado el momento a alguien digno del arma de un dios. No lo olvides.
Galner asintió y siguió a su creador con pasos tranquilos, disfrutando de la mutua compañía del otro, sin saber que esa tranquilidad quedaría rota horas más tarde, cuando Imha diera muerte a Hayat y se fugara del Zennet con Sidet.


554 d. Z. Olum Isik, Siyagun

Estaba en la alcoba del rey, rezando porque aquella noche no la tocara otra vez, a pesar de que sabía que era un sueño imposible. No la dejaría marchar hasta que se quedara embarazada, después le quitaría a su hijo y a ella la mataría, estaba segura.
¿Pero por qué? El rey tenía una reina que podía darle todos los hijos que deseara, ¿por qué buscarla a ella para darle un hijo? ¿Qué pretendía?
Un ruido interrumpió sus pensamientos. Miró a todos lados, pero no vio nada que pudiera provocar aquel sonido.
Volvió a escucharlo y, esta vez, vio de dónde provenía. Se trataba de una piedra al fondo de la habitación que se movía. Esta no tardó en ser apartada por las manos de un hombre, que se asomó un poco para observar la estancia, como si se estuviera asegurando de que no hubiera nadie. Sin embargo, cuando la vio a ella, no pareció importarle su presencia.
—Estás sola, ¿verdad?
Asustada, asintió mientras el hombre entraba en la habitación del rey. Por sus ropas, parecía un plebeyo, aunque se movía con la elegancia y cautela propias de un depredador. Era muy alto, tenía hombros anchos y cintura estrecha. Su complexión musculosa bastaba para advertir a sus posibles enemigos de que no le tumbarían con un solo golpe, y su piel parecía dorada. Sin embargo, no podía verle el rostro, ya que estaba oculto por una capucha.
—Me llamo Deger, y tú debes de ser Aglaya, una de las hijas de la posadera de Yeniden Dogmak.
La joven asintió, todavía aterrada.
—¿Q-q-qué hace aquí?
El hombre colocó una mano bajo su ropa, lo que le hizo pensar que iba a sacar un cuchillo para matarla, pero se trataba de un amuleto hecho con piritas y cuarzo. Se lo dejó sobre la cama y luego retrocedió, diciéndole así que no iba a tocarla ni a hacerle daño.
—Esto es de parte de tu madre, para que te proteja —le dijo antes de volver a meterse en el agujero y quedarse ahí, mirándola a pesar de que la capucha cubría sus ojos—. Me han dicho que apenas comes. Yo si fuera tú cambiaría de actitud, si quieres sobrevivir aquí.
Aglaya lo miró enfurecida.
—¿Qué sabrás tú de lo que es estar aquí encerrada? ¿De que el hombre que mató a mi padre me toque todas las noches y no pueda hacer nada por evitarlo? ¿Acaso tienes idea de lo que es eso?
El hombre no dijo nada, pero tampoco le dio la impresión de que fuera a disculparse por lo que había dicho. Cuando habló, lo hizo con voz tranquila, sin tono alguno de reproche.
—¿Crees que tienes mala suerte?, ¿que eres la única que ha pasado por esto? Seguro que la gente que va a la posada de tu madre tiene problemas así; un pariente asesinado por un soldado, una familia arruinada por un ministro, un hombre maldecido por un sacerdote… Todo el mundo comete atrocidades por sus intereses, sobre todo los nobles, porque saben que el rey no les hará ningún daño mientras estén de su parte. —Hizo una pausa muy corta—. Antes, la gente no decía nada, no hacía nada, porque creía que el monarca tenía razón en todos sus mandatos, que todo aquel que fuera nombrado culpable por él lo era. Pero, gracias a ti, empiezan a hacerse preguntas, empiezan a ver la realidad. Si la situación sigue así, acabará habiendo una rebelión.
—¿Y el rey morirá?
—Es un privilegio que me reservo.
Aglaya miró a Deger durante unos minutos. Después, fue hacia la mesa, donde había bandejas con comida, se sentó y empezó a comer.
Le pareció ver por el rabillo del ojo que el desconocido sonreía antes de marcharse por el agujero y volver a poner la piedra en su sitio, dejándola sola con sus pensamientos y preocupaciones.


—¿Cómo ha ido? —preguntó Sayfa cuando vio que Deger salía del pasadizo secreto, construido durante la conquista de los reinos del Gun.
El hombre revolvió el cabello del joven, un chico de catorce años con el pelo y los ojos castaños claros que trabajaba como mozo de cuadra en los establos del rey.
—La chica comerá. Gracias por decírmelo.
—Dáselas a mi madre, es ella la que le pone la bandeja de comida y después la recoge. —Lo miró con cierta inquietud—. Oye, Deger, habrá una rebelión, ¿verdad?
—Si todo va como tengo previsto, dentro de unos años lo lograremos —dicho esto, observó la muralla que protegía el palacio del rey—. Tengo que volver a la ciudad, debo hablar con un par de personas más para continuar con la primera fase del plan.
Así dio por concluida la conversación.
Poco después, Deger recorría los suburbios de la ciudad, cabizbajo y evitando a los guardias que vigilaban la ciudad, pues no le convenía que supieran de su existencia todavía.
Pero ya faltaba menos para terminar aquello. Sakasi y la gente que había reunido de aquella zona de la ciudad se encargarían del plan mientras él se marchaba a Siginak, la ciudad al sur de Siyagun, por un tiempo para encontrar información sobre los naik. Sin ellos, la rebelión no tendría sentido, y sin esa rebelión, no podría reunirse con su padre y liberar a su madre.


[1]N. del A. El todil es la lengua que se habla en Tohum.
[2]N. del A. Yewatani es el nombre original del continente situado al sur de Tohum, al que se le conoce como Sabana Oscura.

miércoles, 27 de junio de 2018

La Sombra de la Destrucción

Capítulo 5. Los refuerzos del Zehennem


Ayna Oda, Zennet
    
Kinskalik observaba el mundo terrenal desde el ayna, concretamente, Yeralti Vala. Avsil, el demonio que creó siglos atrás para perseguir a los naik, había encontrado el rastro de Damballa y sus otros dos hermanos. Se trataba de una criatura enorme con forma de serpiente; sus escamas eran más duras que las placas de una armadura, amarillas y veteadas de un rojo brillante; tenía ocho patas de águila que, más que para moverse, le servían para agarrar y atacar a sus víctimas; su mandíbula era fuerte y maciza, con grandes colmillos retráctiles; y sus ojos eran amarillos y con las pupilas rasgadas. Cuando la creó, le dio la capacidad de sentir el aura característica de los naik; puesto que eran seres con dos almas en un mismo cuerpo, resultaba muy fácil de percibir para aquel que tuviera esa habilidad.
Veo que has soltado a tu mascota favorita.
El vasi siseó al mismo tiempo que sus alas se erizaban y mostraba los colmillos. Sin embargo, se controló cuando vio al halcón blanco que estaba posado sobre el respaldo de uno de los divanes.
—Koruy —saludó fríamente—. ¿Qué haces aquí?
Koruy era una criatura creada por Tanri, por lo que no le obedecía a él ni a nadie que no fuera la divinidad que le dio la vida. Su deber era vigilar la entrada del Zennet y echar a los intrusos. A pesar de su pequeño tamaño, era muy poderoso… y se llevaban mal desde hacía casi un milenio.
El animal erizó las plumas y abrió ligeramente las alas, a modo de advertencia.
Este también es mi hogar, vasi, puedo ir adonde me plazca. Así que más vale que no me lo impidas… o te destrozaré.
A Kinskalik no le cabía ninguna duda de que cumpliría su amenaza. Por un lado, quería deshacerse de él; su lealtad hacia Tanri le producía arcadas. Pero por otro, era importante mantenerlo vivo. Nadie tenía su poder de detección; si algo entraba en el Zennet, él lo sabría y le daría caza hasta que lo hubiera reducido a cenizas. Y nadie había podido escapar de las garras de Koruy. Por lo tanto, tendría que controlarse, aunque fuera muy difícil.
—Está bien, Koruy. Pero aún quiero saber qué te trae por aquí. Tú no sueles utilizar el ayna, razón de más para que sienta curiosidad.
Aunque fuera imposible, Kinskalik juró que el halcón estaba sonriendo.
Me he enterado de que has dejado salir a Avsil para cazar a los naik que están en el desierto, así que solo he venido a echar un vistazo.
Aunque no creía ni una sola de sus palabras, no tuvo tiempo para averiguar nada más sobre sus intenciones, pues Avsil había encontrado a sus presas.


Yeralti Vala

—Chicos, esto es una mierda —comentó Irsis mientras veía cómo Avsil se acercaba rápidamente a ellos—. Vamos a morir.
—Eso no lo sabremos hasta que intentemos evitarlo —dijo Shunuk, que estaba a su lado—. De todas formas, ya sabías que podrías morir en este viaje, Irsis.
—Ya, bueno, nadie me dijo que aparte de los soldados tendríamos que luchar contra una serpiente gigante especializada en cazar gente como yo, ¿sabes?
—No te preocupes, saldrá bien —afirmó Yilan con convicción mientras le tendía sus dagas a su hermano.
—¿Y si no?
—Entonces seré yo quien muera. Al fin y al cabo, hago de señuelo —dijo antes de desprenderse de su ropa y transformarse en una gran serpiente blanca que cruzó rápidamente la distancia que lo separaba de Avsil, quien no tardó en verlo y en lanzarse sobre él.
Ambos intentaron morderse el uno al otro, pero lograron esquivar sus respectivos ataques. Yilan atrapó una de sus patas delanteras con los colmillos, pero Avsil le apartó e intentó arañarlo sin éxito, ya que la serpiente blanca hizo un ágil movimiento con su cuerpo para esquivarlo.
Mientras luchaban, Irsis se había transformado en cuervo y tenía entre sus garras las dagas que le había dado Yilan y en el pico una túnica enrollada.
—¿No podríamos haber huido como gente normal?
—Nos habría encontrado de todas formas —respondió Shunuk—. Hace muchos años también vino a por Yilan. Yo no podía ayudarle contra Avsil y habría sido una molestia, así que decidimos separarnos un tiempo. Esperé en Uzurum un par de años antes de que volviera a por mí.
—¿Quieres decir que Yilan tardó años en perder de vista a esa cosa? —preguntó Irsis, incrédulo.
—Sí, y lo logró tras preparar un escenario adecuado en el Mar Ovalar, escondiendo sus mudas de piel en varios sitios para confundirle y luego atacarle, dejándole lo suficientemente herido como para que tuviera que retirarse. Aunque a él también le costó un tiempo recuperarse de sus heridas. —Un silbido llamó su atención. Zhor estaba a más de veinte metros de distancia junto a Alev. Ambos les hicieron una señal—. Alev ya está preparado. Ahora te toca a ti.
—¿De verdad no hay ninguna forma de evitar esto?
—No.
Pues vaya. —Irsis alzó el vuelo y se dirigió al combate. Lo que tenía que hacer no era especialmente difícil, pero si Yilan fallaba, él era el plan de emergencia. Y esperaba de verdad no tener que llegar a eso. Cuando estuvo sobre las cabezas de las serpientes, las sobrevoló en círculos—. ¡Yilan!
La serpiente blanca apenas miró a Irsis. Ahora que él había llegado y estaba preparado, era el momento de terminar de jugar con Avsil. Se escondió bajo la arena y se colocó bajo la criatura. Instantes después, salió y aprovechó la confusión del monstruo para envolverla con su cuerpo e inmovilizarla.
¡Listo!
Irsis voló hacia la cabeza de Avsil y dejó caer las dagas antes de alejarse de las criaturas para evitar recibir ningún golpe.
A gran velocidad, Yilan se transformó en humano, de forma que acabó en la cabeza de Avsil, concretamente, frente a sus ojos. Fue ahí donde cayeron las dagas. Antes de que la bestia hiciera algún movimiento para quitárselo de encima, las cogió y la apuñaló en los ojos.
Avsil soltó un horrible rugido mientras sacudía la cabeza, lanzando a Yilan por los aires. Irsis, que había estado esperando ese movimiento, bajó en picado a por su hermano y lo alcanzó con sus garras. Una vez fuera de peligro, le ayudó a trepar hasta su lomo.
¡No me puedo creer que haya salido bien! —gritó Irsis, eufórico y graznando.
—Ahora le toca a Alev —comentó Yilan con una sonrisa mientras se ponía por encima la túnica que su hermano había traído junto a las dagas.
Más abajo, el naik y el soldado observaban a la gran serpiente que aún rugía por el dolor, sacudiéndose sin control y atacando a ciegas.
—¿Crees que podrás con ella? —le preguntó Zhor.
—Aún no estoy recuperado del todo, pero estando ciega no podrá ver por dónde le vienen los golpes —dicho esto, alzó ambas manos y concentró sus poderes.
Cuatro brazos de arena salieron de las dunas y envolvieron a la serpiente, dejándola inmovilizada. La criatura intentó liberarse dando inútiles bocados, pues los brazos se regeneraban justo después del ataque, sin darle tiempo a sacar su cuerpo. Alev inspiró hondo, reuniendo fuerzas, y la lanzó contra el suelo, el cual empezó a arremolinarse rápidamente hasta que se transformó en un torbellino cuyo objetivo era enterrar a la criatura. Esta, confusa y ciega, siguió luchando en un vano intento por escapar, pero Alev la tenía firmemente sujeta con los brazos de arena y el remolino no tardaría mucho en engullirla.
Parecía que la victoria estaba asegurada cuando apareció un agujero dorado en el cielo. Irsis se acercó volando a él, aunque se mantuvo a una distancia prudente por seguridad.
—¿Qué coño es eso?
No tuvieron tiempo para averiguarlo, ya que una voz masculina comenzó a cantar. Yilan se tapó los oídos e Irsis graznó, desestabilizando el vuelo y aterrizando penosamente en la arena.
Su hermano mayor vio cómo el joven volvía a su forma humana gritando de dolor y retorciéndose. Por otro lado, también vio a Alev, que había caído al suelo con las manos en las orejas y que aullaba agónicamente mientras Zhor intentaba taparle los oídos como podía, sin resultado.
El torbellino de arena que enterraba a Avsil se desvaneció, al igual que los brazos que la sujetaban, de forma que la criatura volvió a estar libre y se dirigió a tientas hacia Yilan e Irsis para acabar lo que había empezado.
Iba a dar el golpe de gracia cuando algo oscuro se lanzó contra su rostro y la atacó. Avsil se deshizo de lo que quiera que fuera, pero la bestia apenas tardó un instante en volver al ataque junto a otros seres que mordieron sus patas. Entonces se dio cuenta de que estaba en desventaja, así que decidió retirarse por el momento.
Los extraños seres respetaron su decisión y la dejaron marchar. El más grande de todos ellos y el que había atacado a la serpiente en primer lugar, miró el agujero dorado, del que salía la voz, y lanzó un aullido que se elevó hasta este y lo hizo desaparecer junto a aquel canto.
Cuando los naik dejaron de escucharlo, fueron conscientes de las criaturas, que los observaban sin intención de hacerles daño alguno. Frente a ellos, había una manada de lobos con cola de dragón; eran tan grandes como un caballo y bastante corpulentos y musculosos, y su pelaje era de un tono negro brillante que contrastaba con sus ojos amarillos. Pero el que más llamaba la atención era uno que tenía el doble de tamaño, con el pelaje oscuro más largo y reflejos rojos que resplandecían bajo el árido sol.
Yilan e Irsis, los que estaban más cerca de ellos, se levantaron con precaución y les devolvieron la mirada.
—¿Serán amigos de Alev? —preguntó Irsis, aunque su hipótesis quedó descartada al ver que su hermano miraba a las bestias con desconfianza.
—No lo parece —respondió Yilan antes de adelantarse un paso—. ¿Quiénes sois?
El más grande, que seguramente era el líder, lo miró con ojos inteligentes.
Somos los sabuesos del Zehennem —le respondió una voz femenina, grave y potente—. Venimos en nombre de Kirmi y Erish.
Yilan frunció el ceño al escuchar esos nombres. Kirmi era la diosa menor del Zehennem, encargada de procurar el bienestar de las almas que llegaban del mundo humano y, además, la esposa de Zeker. Erish, hija de ambos, era la diosa de la caza y los animales.
Pero, aunque ambas todavía eran veneradas por los humanos, en el momento en que Zeker fue vencido y encerrado en el Gokhabis quedaron atrapadas en el Zehennem por los vasi, evitando así que fueran a ayudar al dios de los muertos.
—¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó Yilan con el ceño fruncido—. Se supone que ellas no pueden venir al mundo terrenal.
Y no pueden hacerlo. Alguien ha abierto un portal en el Zehennem y mi señora y su hija nos han enviado a ayudaros. Tenéis suerte, hay alguien que está de vuestro lado.
Alguien de su parte… Aunque eso era bueno para ellos, le inquietaba no saber su identidad. En el peor de los casos podría querer algo a cambio… y en el mejor podía tener las mismas intenciones que ellos.
—Gracias por vuestra ayuda. Decidles que estamos en deuda con ellas.
Se lo haré saber a mi señora y su hija—dijo la hembra antes de inclinar levemente la cabeza en señal de respeto y alejarse junto a los demás por las dunas. Antes de que Yilan e Irsis se dieran cuenta, los demonios se hundieron en la arena hasta desaparecer.
—¿Se han ido al Zehennem? —preguntó Irsis, mirando el lugar por donde se habían marchado.
—Lo más seguro es que sí.
El joven se quedó pensativo unos instantes antes de volver a hablar.
—Eso de desvanecerse en la arena ha sido genial, ¿crees que Alev podrá hacer lo mismo?
—Aunque tuviera ese poder, dudo que pudiera ir al Zehennem.
Los dos se giraron para encontrarse con Alev, que tenía el rostro cansado, y con Shunuk y Zhor, el cual estaba apoyado en el otro para caminar.
—¿Estás bien? —le preguntó Irsis a su hermano.
—Aparte de la sensación de tener una resaca de mil demonios, estoy bien —respondió con el ceño fruncido por la inquietud—. ¿Quién puede ser la persona que ha abierto ese portal?
—Probablemente alguien que tenga el mismo objetivo que nosotros —comentó Yilan en voz alta—. La pregunta es ¿por qué alguien que no fuera un naik querría liberar a Zeker?
—Tal vez para pedirle un favor —propuso Irsis, rascándose la nuca.
Era lo más probable pero, aun así, Yilan no estaba tranquilo. No le gustaba que le utilizaran, ya había pasado por eso. Y desde luego, no iba a permitir que nadie hiciera lo mismo con sus hermanos.
—Sea quien sea —concluyó—, nos será útil. Pero debemos estar atentos, puede tratarse de una trampa.
Todos asintieron y siguieron a Alev hasta el refugio para recuperarse. Los soldados de Siyagun no tardarían en llegar hasta su posición y debían marcharse cuanto antes mejor.
Ninguno se dio cuenta de que, tras una duna, una figura los observaba fijamente.


Ayna Oda, Zennet

Kinskalik cubrió su rostro con las manos cuando el rugido de Zehena lo lanzó contra la pared. No se hizo daño, pero eso no evitó que la furia lo invadiera.
¿Cómo había podido esa maldita Kirmi dejar libre a su mascota? Era imposible que hubiera descubierto el modo de destruir el Sello de Bilghik, no era tan poderosa.
Las carcajadas de Koruy solo lograron enfurecerlo aún más.
—¿Qué te hace tanta gracia?
El halcón lo miró con una sonrisa burlona.
El sabueso de Kirmi te ha dado una buena, ¿eh? Por mucho que seas un vasi, dudo que pudieras hacerle un rasguño a esa loba.
—Esa bestia y su entrometida dueña no deberían meterse en mis asuntos.
Esa bestia y su entrometida dueña son parientes de los naik, estaba claro que si tenían oportunidad de ayudarlos lo harían. Además, tú hiciste trampa al intervenir en su combate contra Avsil. Abriste un portal para neutralizarlos con tu voz y, así, tu serpiente los mataría. —Koruy movió la cabeza de un lado a otro—. Le tienes mucho afecto a ese demonio, sobre todo después de que matara al primer Damballa.
Kinskalik no dijo nada, se dedicó a mirar al ser blanco con furia. No le importaba jugar sucio, no iba a dejar a los naik sueltos por ahí con intenciones de traer de vuelta a Zeker.
Observó a Koruy mientras este estiraba las alas, desperezándose como si la batalla que acababa de contemplar equivaliera a una siesta. Luego se marchó planeando tranquilamente hacia la salida. Una hipótesis tomó forma en su mente.
—¿Esto ha sido cosa de Tanri? —le gritó para que le oyera.
El halcón soltó una carcajada en su mente.
Quién sabe. Al fin y al cabo, los caminos de los dioses son inescrutables.


Yeralti Vala

A Shunuk no le gustaba nada la forma en que Zhor miraba a los naik. Últimamente había estado muy callado, sin duda reflexionando sobre lo que debería hacer. No le sorprendía que se encontrara en un dilema; su deber como soldado era cumplir las órdenes de su rey y proteger a su reino, y eso significaba matar a Yilan y los demás.
Cuando menos se lo esperaba, Zhor desenvainó su espada y se abalanzó sobre Irsis.
—¡Irsis, cuidado!
El joven ya había previsto el ataque, pero no hizo ningún movimiento. Sencillamente, se quedó quieto y miró al soldado a los ojos.
Tal y como preveía el muchacho, Zhor detuvo su ataque al instante, a apenas varios centímetros de su garganta. Le pareció sentir el frío acero contra la piel, a punto de segarle la vida en cualquier momento.
—¿A qué esperas, soldado? Mátame. —Cogió el filo de la espada y lo puso contra su cuello, provocando así un diminuto corte—. El rey te mandó a una misión para matarnos, ¿verdad? Pues sé un buen soldado y empieza por mí.
Nadie notó el temblor del arma de Zhor excepto Irsis. Los ojos de su contrincante, aunque fríos, mostraban un asomo de duda. ¿Qué debería hacer? Los naik eran malvados, provocarían el regreso de Zeker y esclavizarían a la raza humana… O eso era lo que le habían enseñado desde pequeño.
Pero lo que veía frente a él no era otra cosa que un muchacho que había estado solo desde que nació, odiado por su padre y sin nadie que lo quisiera aparte de sus hermanos naik. ¿Cómo podía matar a un niño que no le había hecho nada aparte de cuidar su pierna?
Finalmente, bajó el arma, con lo que Shunuk y los demás se tranquilizaron. Pero el caos todavía se arremolinaba en su mente.
Por otro lado, Irsis sonrió y continuó con su tarea de ayudar a Yilan a poner las cosas en el carro, como si nada hubiera pasado.
—¿Cómo sabías que no iba a matarte? —le preguntó Zhor, todavía confundido por lo que acababa de pasar.
—Si hubieses querido matarme, habrías dejado que aquel akbalar acabara conmigo —explicó con sencillez y sin mirarlo, como si no fuera nada del otro mundo—. Nadie se toma tantas molestias por su enemigo.
—Yo también soy tu enemigo —comentó Zhor lentamente para dejarlo claro—, ¿por qué no me matas?
—¿Matarte? —Irsis lo miró durante unos minutos, pensativo. Luego, se encogió de hombros y siguió con su tarea—. Bueno, reconozco que me molestó que tú y tus amigos intentarais usar a Shunuk como cebo, pero él te perdonó, así que yo también. Después de eso, lo único que hiciste fue salvarme la vida de ese akbalar e ir a avisar a Yilan y a Shunuk cuando Alev intentaba matarme. Yo diría que no tengo motivos para matarte.
Cuando el joven se marchó con Yilan a recoger más provisiones, Zhor, cojeando y con una mueca de dolor, se sentó en el suelo y agarró su pierna con fuerza. No tendría que haber intentado atacar con la pierna así. Si al final hubiera decidido matar al chico, también habría tenido que luchar con el hombre de pelo blanco, el joven del desierto y el esclavo. Pero también se estaba dando cuenta de que cada vez veía a los naik más como personas que como demonios, y en el fondo sabía que, si pasaba más tiempo con ellos, llegaría a un punto en el que sería incapaz de cumplir con las órdenes de su rey.
—Deberías dejar de forzar la pierna —comentó el esclavo mientras se sentaba a su lado para afilar su hoz—, si lo haces, no hará más que empeorar.
El soldado le respondió con un gruñido.
—Dime una cosa, esclavo. ¿Por qué no he podido cumplir con mi deber?
Shunuk se tomó su tiempo para contestar. Zhor ya empezaba a pensar que no lo haría cuando este le explicó:
—Yo me crie en una colonia de esclavas, mi amo era el rey, y era mi deber obedecerle sin importar qué decisiones tomara. Él ordenó la ejecución de toda mi colonia, pero yo sobreviví gracias a Yilan. Sin embargo, tendría que haber muerto, ya que esa era la voluntad de mi amo. —Detuvo su tarea para pensar un momento—. Dime, ¿tendría que haberme quitado la vida porque así el rey lo quería? ¿Tenía que morir porque el hombre que había matado a mi madre había decidido que ya no le servíamos como era debido? —No esperó a que Zhor respondiera, sino que siguió hablando mientras volvía a afilar su arma—. Me educaron para obedecerle y servirle, pero yo no quería morir por él. A ti te han educado igual, Zhor; has atacado a Irsis porque es lo que el rey te ha ordenado, pero en el fondo sabes que no está bien. Te estás dando cuenta de que tú, yo y los naik no somos tan diferentes.
—¿Insinúas que somos iguales? —Zhor soltó una carcajada—. Esos demonios a los que proteges destruirán la humanidad y la esclavizará.
—Eso a mí me da igual. —Iba a replicar, pero el esclavo lo interrumpió—. Yo soy un esclavo desde mi nacimiento, ¿qué diferencia habrá para mí si los naik esclavizan a los demás? Ellos no son peores por ello, al fin y al cabo, vosotros lo hicisteis antes.
Zhor tuvo que reconocer que eso era verdad. Incluso los naik serían mejores que los humanos. Ellos tenían motivos para hacer daño a una raza que los había asesinado generación tras generación mientras los mortales esclavizaban a gente…
Fijándose bien en Shunuk, se dio cuenta de que, a diferencia de lo que su padre le había enseñado sobre los esclavos, este no tenía nada que le hiciera inferior a él. Tenía dos ojos, una nariz, una boca, dos brazos, dos piernas… exactamente igual que él. Joder, lo vio luchando contra ese akrehler y puede que hasta en eso fuera mejor que él.
Si se basaba en eso, prácticamente todo lo que le habían enseñado de niño era una gran mentira.
—¿Sabes, Shunuk? Creo… que ahora estoy empezando a darme cuenta de que, todo este tiempo, he estado en el bando equivocado.
El susodicho lo miró con sorpresa al principio y, después, soltó una carcajada, algo que lo dejó perplejo pues, si no recordaba mal, era la primera vez que lo veía riendo.
—¿Qué he dicho para que el hombre de hielo se muera de risa?
—Es la primera vez que me llamas por mi nombre.
—¿Y?
—Eso quiere decir que ya me consideras tu igual.
Por otro lado, Yilan e Irsis estaban junto a un pequeño lago, donde esperaban a que Alev regresara. Hacía rato que se había marchado al exterior para traerles algo, pero por mucho que le habían preguntado no habían podido sonsacarle qué estaba tramando.
Así que, mientras esperaban, ambos habían recogido todo lo que necesitaban para continuar con la travesía, y ahora discutían qué iban a hacer.
—No podemos ir a por los soldados, es muy arriesgado —declaró Yilan.
—¡Venga ya! Solo tienes que transformarte en serpiente, ir bajo tierra y atacarles.
—Ya oíste a Alev, son demasiados, Irsis. Da igual que ataque, no sé quién lleva la caja y, si fallo, la abrirán y nosotros nos quedaremos inmovilizados. Además, si eso ocurre, Shunuk no podrá ayudarnos, no podrá con todos.
—La llevará el capitán, Yilan.
—Demasiado obvio, no creo que sea él.
Irsis dejó escapar un bufido.
—Precisamente por eso la llevará el capitán. Además, no creo que sepan que estamos aquí, ¿por qué iban a intentar engañarnos?
—Sí que lo saben.
Ambos miraron a Zhor, el cual, puesto que había decidido seguir con los naik durante un tiempo, había ido donde ellos para conocer sus planes de viaje. Shunuk también estaba a su lado, y parecía muy satisfecho por algo que se les escapaba.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Irsis.
El soldado se encogió de hombros.
—Mi capitán me dejó tirado en aquel carro para que los akrehler me zamparan y él poder escapar. Lo más seguro es que haya informado de que os infiltrasteis. Por eso el rey ha enviado más tropas con tanta rapidez.
—Entonces saben que estamos aquí —comentó Yilan en voz alta antes de mirar a su hermano—. No vamos a arriesgarnos a coger esa caja, es peligroso.
El joven le dedicó una mirada fulminante, pero al final asintió. Comprendía el peligro, pero detestaba quedarse de brazos cruzados mientras el enemigo tenía en su poder un objeto que los hacía vulnerables.
—¿Y cómo nos largamos de aquí? Solo tenemos un carro y dos caballos. Iremos demasiado lentos. Y no se te ocurra pedirle a Alev que utilice su truco de la arena flotante, no creo que se haya recuperado tanto como para llevarnos a todos tan lejos.
—La verdad es que no, pero siempre me he considerado un hombre de muchos recursos.
Todos se volvieron para mirar al aludido, quien esbozaba una gran sonrisa.
—¿Acaso tienes un carro volador? Porque no nos vendría mal —comentó Irsis.
—Tengo algo mucho mejor que un carro. Venid.
Los llevó al exterior y les mostró a lo que se refería. Los cuatro se quedaron con la boca abierta al ver lo que había traído.
—¡La hostia! —exclamó Irsis—. Sí que eres un hombre de muchos recursos, hermano. No entiendo por qué estás soltero.
Alev rio mientras los demás observaban con ojos incrédulos la manada de caballos que había reunido. Eran un poco más pequeños que la mayoría de corceles, con crines y colas oscuras y del color de la arena.
Yilan, extrañado por no haber visto nunca caballos cuando estuvo en Yeralti Vala, se acercó a su hermano para preguntarle:
—¿Qué clase de caballos son? Cuando estuve aquí nunca los vi.
—Es que no son caballos —explicó Alev con una sonrisa—. Se llaman kumath, y son seres que viven aquí. No son violentos, de hecho, cuando los akrehler y los akbalar no tienen invitados los cazan. No suele ser fácil, porque se transforman en arena.
—Y entonces, ¿cómo los cazan?
—Solo pueden convertirse en arena durante un tiempo limitado. Si eres rápido y puedes perseguirlos, tienes cena.
—¿Y se supone que tenemos que montar en eso? —preguntó Zhor, no muy convencido—. No parecen rápidos y mucho menos capaces de soportar nuestro peso y las provisiones.
—Créeme, te sorprenderán. —Miró a sus compañeros—. ¿Qué decís?
—Creo que Irsis hace rato que ha tomado una decisión —comentó Shunuk con una sonrisa divertida mientras señalaba a un kumath que se alejaba rápidamente de ellos con el joven al lomo. Todos rieron al escucharlo gritar alegremente, como si se lo estuviera pasando en grande, lo cual era muy probable, ya que siguió cabalgando con los dos brazos alzados, mirando al cielo.
—Supongo que no hay nada que decir —dijo Yilan, sabiendo que sería imposible apartar a su hermano del corcel—. ¿Qué dices tú, Zhor?
El soldado gruñó, prometiéndose que más tarde tendría una seria conversación con el muchacho sobre tomar decisiones solo.
—De acuerdo, pero tengo una pierna herida y no puedo cabalgar como de costumbre, así que tendréis que tener paciencia conmigo.
—¿Nos llevaremos toda la manada? —preguntó Shunuk con el ceño fruncido—. ¿No es demasiado?
Alev hizo una mueca.
—Veréis, aunque yo sea aquí el rey del desierto, hay algo mucho más peligroso que yo.
—¿Como qué?
—Zehir, la Salamandra.


Tath Oda, Zehennem

El mundo de los muertos no era en absoluto como los humanos imaginaban. Estaba formado por dos grandes territorios; el primero era Seza, una fortaleza cuyo objetivo era castigar a los mortales por sus malas acciones. La peculiaridad de sus celdas era que tenían la curiosa facultad de adoptar cualquier forma con tal de torturar a sus inquilinos; podían convertirse en desiertos gélidos y en arenas movedizas donde las almas se hundían, en bosques infestados de bestias que te persiguen y en un ataúd donde estar atrapado por siempre. Este lugar era el hogar de Shemihaza, el encargado de custodiar aquella prisión junto a los zerikte, demonios con forma humanoide, pero con patas, cola y alas de dragón, un par de cuernos que sobresalían de su cabeza, orejas puntiagudas y largos colmillos y uñas.
El otro territorio era los jardines Dinlemne. Extensos campos con casas donde las almas nobles podían descansar hasta el día en que cruzaban el Afuyku, el Río del Olvido, donde olvidaban su vida pasada para después dirigirse al palacio de Zeker, donde el dios los rencarnaba.
Si en el Zennet siempre era de día, en el Zehennem reinaba la noche. Sería un lugar muy oscuro de no ser por las aguas plateadas del Afuyku, que recorría todo el mundo de los muertos, y unos farolillos flotantes que desprendían una luz blanca y que se desplazaban a varios metros por encima de las casas.
Kirmi, esposa de Zeker y encargada de procurar el bienestar de las almas del Dinlemne, se encontraba con su hija en Tath Oda, la sala del trono. Ahí estaban los cuatro tronos de los dioses de aquel mundo; Zeker, Kirmi, Beletseri y Erish.
—Zehena y los sabuesos han vuelto, mamá —dijo esta última, esperando nuevas instrucciones de su progenitora.
—El portal se ha cerrado, ¿verdad?
—Sí. ¿Crees que ha sido cosa de papá?
Kirmi, que observaba por las altas ventanas el Afuyku, se giró para mirarla.
—No, eso habría significado que tu padre es libre. Y si ya ha estado en el Gokhabis más de quinientos años, dudo que ahora pueda escapar. Además, si fuera capaz de salir de ese lugar por sí mismo no habría creado a los naik.
—Tienes razón. ¿Podemos hacer algo para ayudarles?
—Me temo que esta era nuestra única oportunidad para echarles una mano. El Sello de Bilghik nos impide crear portales, y mucho menos salir del Zehennem.
Erish apretó los puños, frustrada, cuando percibió algo en el aire.
—Mamá, alguien ha entrado en palacio.
Los ojos verdes de Kirmi relampaguearon y su cabello rojo dio la impresión de erizarse.
—Síguele sin que te vea, pero no ataques. Veamos cómo ha entrado aquí y qué quiere.
Su hija asintió y desapareció con un destello. Mientras, ella se sentó en su trono de oro blanco, decorado con imágenes de crisantemos e incrustaciones de zafiros.
Las puertas de la sala se abrieron, y un halcón blanco voló al interior de la sala y aterrizó en el suelo, a escasos metros de Kirmi, quien alzó una ceja al verle. No esperaba verlo allí.
—Koruy, hacía tiempo que no nos veíamos.
Este hizo una profunda reverencia.
Kirmi, es un placer volver a verla. Echaba en falta la hospitalidad de los dioses del Zehennem. ¿Podría decirle a su hija que se muestre? No la veía desde que era pequeña.
—Erish, ya le has oído.
La diosa apareció con un arco tensado por una flecha y apuntó a Koruy con ella. Pero el halcón no hizo otra cosa que sonreír.
Te has convertido en una diosa muy hermosa, y además con carácter. Se nota que eres hija de tu padre.
—¿Qué haces aquí?
¿No puedo hacer una visita a unas viejas amigas?
—¿Amigas? Desde que Tanri encerró a mi padre somos más que enemigos a muerte, traidor. ¿Qué os hicimos para que condenarais a mi padre? ¿Es que Tanri no recuerda que si gobierna el Zennet es gracias a Zeker?
Koruy la miró con tristeza.
Tanri no fue la que encerró a tu padre, sino sus vasi.
—Algo que no habría pasado si hubiera escuchado a mi padre. Él se dio cuenta de que Kinskalik estaba tramando algo, pero Tanri lo ignoró y ahora está encerrado en el Gokhabis. Fue culpa suya.
El halcón se dirigió en esta ocasión a Kirmi.
Permitid que lo explique.
—Lo lamento, Koruy. No tengo nada contra ti, pero no intentes justificar a Tanri. Tal vez no encerró a mi marido, pero si de verdad le importara no estaría en el Zennet de brazos cruzados.
Me temo que las cosas no son así de sencillas.
Kirmi y Erish se miraron un momento con el ceño fruncido.
—Explícate, por favor —pidió la primera. Su hija, por otro lado, bajó el arco, pero no guardó la flecha.
Todo comenzó cuando la Guerra de los Antiguos terminó y solo sobrevivieron dos jóvenes dioses; Zeker y Tanri —comenzó Koruy—. El primero gobernó el Zehennem y el segundo el Zennet. Vuestro esposo estaba preparado para su cargo como dios de los muertos, pero Tanri no lo estaba para gobernar a los mortales. Así, tuvo que depender, durante mucho tiempo, de los vasi, de forma que estos fueron adquiriendo cada vez más poder, tal vez hasta el punto de creer que eran dioses menores. Kinskalik era el que más cerca estaba de Tanri, puede que el hecho de que se diera cuenta de que en realidad no podría controlar el Zennet provocara la batalla.
—Eso ya lo sabemos, pero no explica por qué Tanri no hace nada para ayudar a mi padre. Fue él quien le plantó cara a Kinskalik, defendió su posición ante los vasi, ¿y qué recibió a cambio? Nada —dijo Erish con dureza.
¿Crees que cuando se dio cuenta de su error no intentó ayudar a Zeker? Habló con Kinskalik e intentó convencerle de que lo dejara libre, le dijo que haría cualquier cosa con tal de que le dejara marchar.
—Pero no dio resultado —adivinó Kirmi.
No. Kinskalik bloqueó el poder de Tanri de algún modo y ahora se encuentra en un estado comatoso. Les hizo creer a los demás guardianes que Zeker había intentado usurpar el poder de Tanri para gobernar el Zennet, que hubo una pelea entre ellos y que ahora sus heridas son demasiado graves como para recuperarse del todo. Y, para que nadie sospechara de su versión, le robó su voz para que no contara a nadie lo que había hecho y la ocultó en la caja que contiene el canto de los vasi. Ahora todos piensan que está demasiado débil y Kinskalik dirige el Zennet.
Cuando terminó de hablar, la sala se quedó en silencio. Erish esperaba oír la opinión de su madre al respecto y ella meditaba en silencio.
—Si eso es cierto, entonces explica muchas cosas. Aunque sea una diosa menor, conozco a Tanri, y confieso que me pareció muy extraño que no hiciera nada por ayudar a mi marido. Siempre le tuvo mucho afecto.
—Pero si tú lo sabes, ¿por qué no se lo cuentas a los otros vasi? —preguntó Erish a Koruy.
Todos los vasi creen firmemente en Kinskalik y en su lealtad a Tanri. Además, saben que él y yo no nos aguantamos desde mucho antes de que sucediera eso. Si se lo dijera, pensarían que solo es una excusa para librarme de él, puede que incluso intentaran matarme.
—Los vasi siempre fueron criaturas muy nobles y compasivas —murmuró Kirmi con tristeza—, y mira en lo que las ha convertido ese monstruo; en seres capaces de matar a cualquiera por protegerlo. —Miró a Koruy—. Comprendo lo que hizo Tanri, pero no justifica el daño que ha hecho. Es más, mi marido le dijo a uno de sus hijos, Damballa, que sería castigado si no reparaba el mal que les hizo a sus hermanos en su otra vida. Exijo que, cuando los naik, mis hijos, traigan de vuelta a Zeker y Tanri sea libre, Kinskalik reciba un severo castigo.
Le aseguro que así será, Kirmi —prometió Koruy, inclinando la cabeza.
—Y quiero que sea Tanri quien decida su castigo. Después de todo, es su vasi, y es su responsabilidad.
—Mamá —la llamó Erish, tensando el arco—, tenemos compañía.
Kirmi y Koruy se pusieron tensos al tiempo que observaban la sala. Allí dentro había algo, algo muy poderoso que ninguno podía identificar.
—¿Qué es eso? —preguntó Koruy con las plumas erizadas.
La diosa se levantó de su trono y avanzó por la sala hasta quedar frente a las puertas de madera de roble que hacían de entrada. Fuera lo que fuera lo que había allí, estaba al otro lado, lo percibía.
—¿Quién eres?
Por un momento, solo se escuchó el silencio. Pero pasados unos minutos, una voz, profunda y siniestra, dijo entre murmullos que resonaron en toda la estancia y en sus cabezas:
Un mero observador.
—¿Y qué es lo que observas?
A los naik. Tenemos que tomar una decisión sobre su futuro.
—¿Quiénes tenéis que tomar una decisión? ¿Eres un dios de otro mundo?
No, nosotros somos más que dioses. Nosotros os damos caza.
Kirmi tragó saliva al comprender de quién se trataba. Lo que había al otro lado… podía matar a un dios sin despeinarse siquiera.
—¿Qué quieres de los naik?
Por ahora, los observo.
Una sospecha se asentó en la diosa con un escalofrío.
—¿Fuiste tú quien abrió el portal para que mis demonios ayudaran a los naik?
Sí, pero no te confíes, diosa, los ayudé porque aún no tenían que morir.
—¿Eso significa que van a morir?
… Aún no lo hemos decidido. Pero lo haremos pronto… Ahora, no más preguntas, ya he averiguado lo que quería.
La voz se apagó y desapareció de la sala, al igual que la presencia.
Erish, asustada sin saber por qué, colocó una mano en el hombro de su madre, dándose cuenta de que estaba temblando.
—Mamá, ¿quién era?
Kirmi le cogió la mano, intentado que su voz no se quebrara al decir:
—Era un sicario.