Capítulo 2. Cicatrices de advertencia
Tenías razón, los buitres acechan.
Nota dirigida a Brigitte Hutton.
Brigitte suspiró sentada en la
habitación de Alexis. Echaba de menos a aquel joven que se comportaba
sumisamente pero que en el fondo ocultaba a un hombre salvaje y apasionado.
Recordaba muy bien la primera vez
que lo vio. Ella iba a una fiesta de la condesa de Nottingham. Normalmente no
iba tan lejos, pero hacía un año que el conde había muerto y aquella era la
primera vez que daba un baile.
A medio camino, un grupo de bandidos
los asaltaron y dejaron a su cochero y los dos fornidos mozos que la
acompañaban fuera de combate. Estaba totalmente indefensa.
Pensaba que iban a lastimarla cuando
un joven de unos dieciocho años la salvó. Era alto y delgado, y la ropa rasgada
que llevaba dejaba ver unos músculos duros pero de finas curvas, su cabello
rubio plateado estaba suelto y despeinado, y sus ojos grises eran fríos y
fieros, como los de una bestia salvaje.
A pesar de que llevaban pistolas, el
joven los venció con las manos desnudas. Pensó que se trataba de otro ladrón,
por eso se sorprendió cuando el joven le hizo una profunda reverencia.
—No tenéis nada que temer, mi lady.
Aunque no lo parezca, no soy un ladrón.
A pesar de que se sentía confusa,
logró mantener la compostura.
—Le creo, y tiene mi más profundo
agradecimiento, joven. ¿Cómo podría compensarle?
—No debe darme las gracias y mucho
menos compensarme, el deber de un caballero es ayudar a una dama desprotegida.
Lo miró con lástima. Aquel joven
parecía no tener siquiera un lugar donde dormir.
—Aun así, me siento obligada a hacer
algo por usted.
En esa ocasión, este cambió de peso
la pierna, como si estuviera dudando.
—Si insistís, me haría un gran favor
que no le dijera a nadie que me ha visto. Dele el honor a sus sirvientes de
haber protegido bien a su señora. —Hizo una reverencia y se dio la vuelta para
marcharse.
—¡Espere! —No podía dejarle así—. ¿A
dónde va?
—Al bosque.
Con cierta dificultad, contuvo una
exclamación de horror.
—¿Vive allí? ¿En pleno invierno?
—Así es, mi lady.
Se llevó una mano al pecho,
sobrecogida por la indiferencia de su voz, como si vivir en el bosque en la
época más fría del año fuera algo normal. Pobre chico, estaba solo y no tenía
nada y, pese a todo, no había intentado atacarla para llevarse sus joyas.
—¿Cómo te llamas?
El joven se sorprendió por la
pregunta, pero respondió de todas maneras.
—Alexis.
—¿Alexis qué más?
—Solo Alexis. No conocí a mis
padres, y la manta que me envolvía cuando me encontraron solo llevaba mi nombre
bordado.
Sintió una oleada de compasión.
—Bien, Alexis. A partir de hoy,
estarás a mi servicio.
El joven se sobresaltó al oírla.
—¿Yo, señora?
—Así es, es lo menos que puedo hacer
por ti.
—Pero…
Ella alzó una mano para
interrumpirlo.
—Nada de peros, Alexis. Limítese a
aceptar.
Aquel joven la miró con una
expresión que no pudo interpretar, pero luego esbozó una sonrisa tan dulce que
habría derretido la nieve que los rodeaba.
—Por supuesto, mi lady.
Después de que los mozos y el
cochero se despertaran, volvieron a Wellington para atender a Alexis y mostrarle
su nueva vida.
Habían pasado cuatro años desde
entonces y Alexis se había convertido en lo más parecido a un hijo que había
tenido nunca.
Con una sonrisa, observó la
habitación que había sido de su fiel sirviente, de paredes blancas y grandes
ventanas que daban luminosidad a la habitación. A la izquierda de la cama,
situada junto a una ventana, había un pequeño armario de madera de cerezo, y en
la otra pared había un mueble con cajones donde Alexis guardaba sus libros.
A Brigitte le sorprendió encontrar libros
sobre animales. No esperaba que a Alexis le interesaran esas cosas, pero al ver
que pasaba sus ratos libres con los mozos de cuadra, ayudando con los caballos,
pensó que era evidente. Por eso, el segundo año que pasaron juntos, le regaló
un hermoso corcel negro, al que llamó Sky por sus ojos azules. Alexis se quejó
de que era algo excesivo para un lacayo, pero al final no pudo resistirse a
aquella belleza oscura.
Abrazó la manta azul claro con
fuerza al recordar aquellos tiempos. Esa manta era la que Alexis llevaba
siempre consigo, la que probablemente había hecho su madre para él.
El día que se despidieron este le
dijo que, como ella había sido una madre para él, debía quedarse con la manta.
Era el mejor regalo que le habían hecho en la vida.
Unos suaves golpes en la puerta la
obligaron a mantener la compostura antes de dar permiso para pasar. Se trataba
de su mayordomo, Wilson.
—Señora, ¿le apetece que prepare
algo de té?
—Estaría muy bien, gracias.
El mayordomo se sentó a su lado.
Había trabajado para ella durante más de treinta años, y tenían confianza de
sobra para que le dijera:
—A Alexis no le gustaría verla de
esa forma, la obligaría a ir a la cama y le contaría una de sus historias de
lobos.
Brigitte sonrió.
—Adora a esos animales. Cuando
escuchaba los aullidos de esas bestias, decía que no había nada que temer, que
solo cantaban a la luna, para dar gracias por la luz que les daba para poder
cazar en la oscuridad.
Wilson también sonrió.
—Nunca supe por qué sentía tanta
devoción por los lobos, pero puesto que entretenía a mis nietas cuando venían a
verme, no tenía ninguna queja.
Brigitte suspiró. Wilson tenía
razón, no debía dejarse llevar por los sentimientos, aún tenía que prepararlo
todo para que su heredero tuviera todo lo que necesitaba.
—Wilson, prepare mi abrigo, voy a
ver a los abogados —le lanzó una mirada seria a su mayordomo —. Wilson.
—¿Sí, señora?
—Esta es la misión más importante
que voy a darte.
Totalmente serio, el mayordomo
asintió.
—La escucho.
—Proteja esos documentos. Hasta que
yo me haya ido.
Alexis llamó suavemente a la puerta
de Vincent y esperó a que su lord le diera permiso para entrar. Al no recibir
respuesta, comenzó a olerse lo que debía estar haciendo, por lo que abrió la
puerta y se asomó.
Tal y como había dicho lady Norfolk,
su hijo estaba dormido. Y su misión era despertarlo costara lo que costara.
Cerró la puerta tras de sí y
descorrió las cortinas. Como suponía, no obtuvo ningún resultado. Se acercó a
la cama para intentar despertarlo.
—Vince, despierta.
Ni se movió.
—Vince, estas no son horas de estar
dormido.
Nada. En un último intento de hacer
las cosas por las buenas, se acercó a su oído.
—¡Vince! —gritó.
Y como respuesta a sus esfuerzos, lo
único que obtuvo fue un ronquido.
El lacayo suspiró mientras pensaba
en alguna otra forma de despertarlo. Sonriendo maliciosamente, se tumbó al lado
de Vince y pegó su boca a su oreja. Poniendo voz de mujer y sin dejar de
sonreír, murmuró:
—Mmm… Lord Norfolk, es usted mejor
de lo que decían los rumores…
Intentó no reír cuando vio la
sonrisa de Vincent.
—Me lo dicen a menudo. —Se acomodó
entre las sábanas sin abrir los ojos—. Disculpe mi memoria pero, ¿nos han
presentado?
Tapándose la boca con una mano,
volvió a tragarse la risa.
—¡Oh, ya lo creo! Soy la señorita
Redfox…
Vince abrió los ojos de golpe y,
cogiendo la sábana para cubrirse, se alejó rápidamente hasta el otro extremo de
la cama. Su rostro enrojeció de furia cuando vio a Alexis agarrándose el
estómago mientras reía a carcajadas.
—¡Alex!
—Lo siento, Vince, órdenes de tu
madre.
—¿Mi madre te ordenó que te hicieras
pasar por esa mujer y darme un infarto? —preguntó, conteniendo las ganas de
estrangular a su lacayo.
—Dijo que usara los recursos
necesarios para despertarte antes de que desayunara sin ti.
—Me alegra ver que has disfrutado
—comentó con tono irónico mientras fulminaba a Alex con la mirada, que seguía
riéndose sobre la cama—. ¿No tuviste suficiente anoche cuando me dejaste a
merced de esa chica?
—No tuve el placer de ver tu cara entonces.
Al ver que no dejaría de reírse, se
lanzó a por él en un impulso por taparle la boca y dejar de escuchar sus
carcajadas.
En ese momento, entró Alfred, un
joven con el cabello negro corto y rizado de ojos verdes, escuálido y con pecas
que formaba parte del servicio… y que se quedó petrificado al ver a su señor
totalmente desnudo sobre el nuevo lacayo.
—¿Mi… lord?
Vince se apartó bruscamente y se
tapó con la sábana mientras Alexis se incorporaba y volvía a su papel de
lacayo.
—¿Qué quieres?
El tono fiero de su señor bastó para
que el joven se arrepintiera de haberlo llamado cuando el conde y el lacayo
parecían estar a punto de…
—Esto… tiene una visita…
—¿Quién es? —le preguntó sin
suavizar ni un poco su tono.
—Eh… la señorita Redfox…
El nuevo lacayo contuvo una
carcajada mientras el conde respondía con un gruñido. Alfred los miró a ambos
sin comprender.
—Bajaré en unos minutos. Retírese.
El pobre Alfred salió casi corriendo
de la habitación y cerró la puerta.
—Qué agradable sorpresa… —murmuró
Alex, todavía conteniendo la risa.
Vincent iba a decirle algo, pero lo
olvidó cuando vio una extraña marca en el cuello de Alex.
—¿Qué es eso? —preguntó levantándose
de la cama y acercándose a él para señalar la marca.
Alexis desabrochó su camisa blanca y
la abrió, dejando ver las cuatro marcas que cubrían su hombro derecho y
descendían hasta el pecho.
—Un lobo me atacó cuando era
pequeño.
Mientras inspeccionaba las
cicatrices, pasó los dedos por las horribles marcas.
—Debía de ser enorme, a juzgar por
estas marcas.
—Lo era, yo tenía seis años y era
más grande que yo. Recuerdo que era blanco como la nieve, y que sus ojos eran
grises.
—Como los tuyos.
Alex asintió. Aquella experiencia lo
había marcado para siempre, jamás olvidaría a aquel lobo… y lo que pasó ese día.
—Tuvo que estar a punto de matarte
—comentó Vincent, sin dejar de recorrer aquellas cicatrices con la yema de los
dedos.
—Es más superficial de lo que parece
—le dijo el lacayo, encogiéndose de hombros y abrochando su camisa.
Vince supo que no iba a hablar más
del tema. Pero debía tener paciencia, hacía mucho que no se veían y aún podían
tardar un tiempo en volver a tener la relación de hace diez años.
Sonrió cuando recordó lo mucho que
lo había odiado cuando su madre lo trajo a casa. Se sintió desplazado cuando
todos vieron a aquel niño tan extraño; con la piel pálida, el cabello rubio
platino y los ojos grises. Toda una rareza.
Pero aquel odio desapareció cuando
su hermano pequeño se perdió en el bosque y Alexis lo trajo de vuelta. Jamás se
había sentido tan agradecido hacia nadie. Desde entonces, lo había tratado como
si fuera su segundo hermano pequeño, a pesar de que Alex nunca pidió nada más
que ser su lacayo.
Había llegado a quererlo como si
fuera de su familia. Pero años más tarde, su padre lo echó sin darle tiempo
siquiera a despedirse.
—Vince.
La voz de Alex lo sacó de sus
pensamientos.
—¿Qué?
—Deberías vestirte, porque no creo
que sea bueno para tu reputación que te encuentren desnudo con tu lacayo, como
acaba de pasar —señaló su amigo—. Yo voy abajo, tendré que explicarle a Alfred
lo que ha pasado.
—Está bien.
—Y no te retrases mucho… Quién sabe
si tu madre es capaz de enviar a esa joven a tu habitación para que bajes… —le
advirtió con una sonrisa antes de salir.
Vincent rodó los ojos y murmuró:
—O para condenarme.
Alfred estaba en la cocina, comiendo
una manzana con aire distraído, aunque cualquiera que lo viera, pensaría que
debía de estar sufriendo una fiebre muy alta, debido a las mejillas sonrojadas
como tomates. ¡Por el amor de Dios! Lo que había visto en la habitación de su
señor era… era… Ni siquiera sabía cómo llamarlo, pero estaba seguro de que no
era algo normal.
—No es necesario que se sofoque,
Alfred.
Se sobresaltó al escuchar una voz
masculina que tenía un curioso toque melodioso. Se dio la vuelta y se encontró
con el lacayo que llegó ayer desde Wellington.
—U… Usted es…
El lacayo se acercó con una sonrisa
amable y le ofreció la mano.
—Mi nombre es Alexis. Y no debe
preocuparse por lo que ha visto, solo ha sido un malentendido.
Se relajó visiblemente y estrechó su
mano.
—Encantado. ¿Puedo preguntar qué ha
pasado?
—Lo que ha presenciado ha sido un
intento de homicidio.
Por el rostro de Alfred, Alex pensó
que debería haberse mordido la lengua.
—No literalmente, por supuesto. Digamos
que entre su madre y yo, le hemos gastado una broma que no le ha hecho mucha
gracia.
—¿De qué broma se trata?
—Parece que a lord Norfolk no le es
grata la presencia de la señorita Redfox.
En los ojos de Alfred apareció un
brillo furioso, algo que le sorprendió.
—Silvya no es una mala persona, no
entiendo por qué al conde le desagradaría su compañía. Es hermosa, dulce,
atenta… —Se paró en seco al darse cuenta de lo que estaba diciendo y se
sonrojó—. Disculpe, pero debo irme a… limpiar la sala oeste. Esta tarde, lord
Norfolk tiene visita.
Alexis observó al chico hasta que
desapareció por la puerta. Qué extraño… un lacayo no llamaría por su nombre de
pila a una mujer que está por encima de su categoría, más aún si ni siquiera se
trataba de su señora.
Las cicatrices que le hizo aquel
lobo tantos años atrás comenzaron a arder, avisándole de que algo malo estaba
pasando.
Tuvo un mal presentimiento respecto
a ese chico y aquella mujer.
Vincent leyó la invitación de la
condesa de Nottingham con una mueca. No le apetecía ir a una de esas insípidas
fiestas, pero si quería conseguir una esposa, no tenía otro remedio que
asistir. Especialmente cuando era su mejor candidata la anfitriona de aquel
baile.
Se reclinó en el asiento de su
despacho y dejó escapar un suspiro cansado. El desayuno con su madre y la
señorita Redfox había sido un infierno, estaba seguro de que aquella muchacha
se había pasado a propósito por su casa a saludar a su madre solo para que esta
la invitara a desayunar con ellos. Y, cómo no, aprovechar para recordarle que la
joven poseía una dote bastante decente pese a ser la sobrina de un barón. Afortunadamente,
Andrew Hawke, duque de Arsen, había llegado justo a tiempo para evitar que
diera un paseo junto a la señorita Redfox.
Andrew era un viejo amigo de la
adolescencia y un libertino como él, sin embargo, hacía un año que había
contraído matrimonio y estaba a punto de tener un hijo. Parecía feliz, decía
que había tenido mucha suerte con su esposa, y deseaba que Vince también
encontrara a una mujer adecuada. Por eso había ido a verle aquel día, para
comentar quiénes eran las posibles candidatas.
Habían estado así toda la mañana
hasta la hora de comer, en la que se despidieron y cada uno se fue a su
respectiva casa, y el resto de la tarde, Vince lo dedicó a leer la
correspondencia y a echarle un vistazo a sus negocios con la importación.
Estaba pensando en hablar con Alexis
para que le diera información sobre la condesa de Nottingham cuando Thompson,
el mayordomo, se asomó por la puerta después de que le diera permiso para
pasar.
—Lord Norfolk, la cena está lista.
—Voy enseguida. Por cierto, ¿ha
visto a Alexis?
Thompson frunció el ceño un momento.
—Mmm, sí, dijo que saldría un rato.
Entrecerró los ojos, pensativo.
—¿Dijo a dónde iba?
—No, milord, ¿desea que vaya a
buscarle?
—No es necesario, puede retirarse.
Thompson hizo una reverencia y cerró
la puerta con suavidad.
El conde entrelazó los dedos por
encima de la mesa y se quedó mirando a la nada unos minutos, preguntándose a
dónde habría ido su amigo.
Alexis entró en el carruaje que
había alquilado de un salto y dio unos golpes para indicarle al cochero que ya
podían irse. Se quitó la capa con capucha y pasó una mano por su cabello rubio
platino.
Parecía que la mala suerte lo estaba
persiguiendo. Primero, Vincent consideraba a lady Nottingham como su mejor
candidata para casarse, después, se encontraba con aquel hombre que quería
matar a amigo, y ahora descubre que Redfox está utilizando al pobre Alfred para
llegar hasta el conde.
En cuanto había visto al joven salir
de la mansión de los Lars a esas horas de la noche, no había dudado en seguirlo
por si averiguaba algo. Había hecho bien en hacerlo, como ese chico diera
demasiada información a esa mujer, ella no dudaría en utilizarla para
chantajear a Vince y obligarle a casarse con ella.
Brigitte tenía razón cuando le dijo
a lady Norfolk que debía tener cuidado con las mujeres a las que dejaba entrar
en su casa, porque esa muchacha sabía muy bien cómo manipular a un joven ingenuo
como lo era Alfred.
Bueno, si Silvya ya había puesto sus
cartas sobre la mesa, Alex iba a tener que jugar las suyas.
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