lunes, 3 de julio de 2017

La Sombra de la Destrucción

Sinopsis


Hace más de quinientos años, se libró una batalla entre los dos dioses que rigen el mundo: Tanri, deidad de la vida y protector de los hombres, y Zeker, señor de los muertos y regente del inframundo. Dicha contienda terminó con Tanri sumamente débil y vulnerable, pero victorioso, pues Zeker fue confinado en una prisión de la que no puede escapar... por ahora.

Con sus últimas fuerzas, el dios de la oscuridad creó a los naik, seres humanos cuyos cuerpos han sido poseídos por los espíritus de diez demonios, cuyo deber es liberar a Zeker, sumir el mundo en las tinieblas y esclavizar a la humanidad.

O eso dice la leyenda.

A Yilan Beya, uno de los diez hijos de Zeker, poco le importa lo que cuenten sobre él y sus hermanos. Solo sabe que los hombres llevan siglos cazando y asesinando a su especie sin piedad, y que mientras su padre siga encerrado, tendrá que pasar el resto de su existencia mirándose las espaldas, temeroso de que acaben con su vida. Decidido a vengarse de los humanos que le atormentaron en el pasado y que le arrebataron todo cuanto amaba, partirá en un largo viaje en busca del resto de los naik.

Pero como ocurrió con sus antecesores, el camino no es fácil: no solo los hombres siguen su rastro dispuestos a exterminar la raza que los condenará a la oscuridad, sino que los seguidores de Tanri también irán tras ellos para impedir que Zeker sea libre de nuevo. Por si eso no fuera poco, un ente, más oscuro y aterrador que el propio señor del inframundo, ha despertado, y tiene intención de manipular a los naik para terminar lo que en otro tiempo empezó: la destrucción.

Presa del demonio

Sinopsis


Dariel Bellow siempre ha sabido que no es un humano normal y corriente. Desde joven, es poseedor de extraños poderes, aunque no sabe de dónde provienen ya que no conoció a ninguno de sus padres ni tampoco confía en otros seres sobrenaturales como para preguntarles. Ahora, tras un enfrentamiento con dos criaturas que pretenden matarlo, aparece un demonio que dice saber quiénes eran sus padres, pero solo le revelará dicha información si accede a escuchar su propuesta. Jamás se le habría pasado por la cabeza que el Diablo quería que trabajara para él.

Evar comprende lo importante que es para Lucifer que Dariel se una a ellos; es una criatura con poder suficiente para plantarle cara a Dios y darles ventaja en la guerra que llevaban librando con él durante milenios. Sin embargo, nunca llegó a imaginar que cómo reaccionaría al estar tan cerca de él, nunca pensó que volvería a sentir tanta atracción por alguien.

Tampoco creía que su misión se complicaría, pues hay una diosa que planea la muerte de Dariel y, por desgracia, Lucifer no es el único que lo quiere en su bando.

El lobo del conde

Sinopsis


Vincent Lars, conde de Norfolk, tiene la aburrida vida que cabía esperar de todo noble, dividida entre tres cosas simples: sus negocios, responsabilizarse de sus tierras y los insípidos actos sociales a los que se esperaba que acudiera. Por si no fuera poco, ahora tiene una nueva preocupación; encontrar una esposa que le dé un hijo para preservar su linaje y el legado de su familia. Sin embargo, todo eso se esfuma cuando se reencuentra con Alex, su amigo de la infancia, después de diez años. Aunque no tiene ni idea de lo que su regreso a su vida conlleva.

Alexis tiene muy claro cuál es su lugar en el mundo; servir a la familia de nobles para la que trabaja como lacayo. Pero cuando vuelve a estar al servicio de los Lars tras diez años ausente, se da cuenta de que llega en el momento oportuno, pues un individuo persigue a Vince para matarle. Sin embargo, para proteger la reputación de su amigo, tiene que velar por él en secreto al mismo tiempo que huye de su propio pasado y se enfrenta a los nuevos sentimientos que le provoca el que en otro fue su mejor amigo.

sábado, 1 de julio de 2017

Presa del demonio

Prólogo. El encargo


“Que este infierno sea nuestro cielo.”
James Joyce

El olor a azufre y a carne quemada inundó sus fosas nasales. Una ola de insufrible calor estalló contra su piel. La tierra arenosa pero dura como la piedra raspó sus patas desnudas. Sus ojos recorrieron el paraje yermo que se extendía en el horizonte, más allá de donde alcanzaba su vista.
El Infierno no había cambiado un ápice en nueve mil años.
Para las almas que eran castigadas allí, la morada de Lucifer era tal y como relataban las leyendas, puede que incluso peor; un lugar caluroso, con ríos de lava y montañas negras en las que vivía su ejército de demonios. También había un desierto rocoso de arena rojiza, la entrada a los dominios del Diablo.
El restallido de los gritos y aullidos, las risas malévolas de los demonios y el rugido de las erupciones eran constantes en aquel mundo, así como el olor del humo y la sangre.
Sí, a ningún humano le gustaría estar en aquel lugar. El cielo, rojo con tintes violetas y naranjas, sumido en un crepúsculo continuo, ya era bastante imponente y escalofriante, además de la cordillera de volcanes que protegían la entrada a los dominios del Infierno.
Para él, no había un lugar mejor que aquel, su hogar. El calor era como una brisa refrescante en comparación con su ardiente piel, su sensible sentido del olfato estaba más que acostumbrado a aquel olor fuerte y cargado, y la imagen de las montañas recortadas contra aquel cielo cálido le resultaba tan bella como acogedora.
Se encontraba sentado sobre una roca del color del carbón en la amplia e infinita cordillera que era la entrada del mundo de los muertos. Su deber era vigilar, estar alerta a los miles de enemigos que podían cruzar volando la frontera. Esa había sido su misión desde hacía, siglo arriba siglo abajo, cinco mil años.
El aleteo de unas poderosas alas lo distrajo un segundo. Venía de su espalda, por lo que solo podía ser uno de los suyos… y no se equivocaba.
Se levantó perezosamente y cruzó los brazos mientras su cola se balanceaba de un lado a otro.
—¿Cambio de turno?
Damián gruñó sonoramente cuando aterrizó.
Como todos los de su especie, Damián era muy alto, con sus dos metros y quince centímetros intimidaba incluso a la Guardia Real de Lucifer. Tenía la piel negra recubierta de gruesas rayas rojas que cubrían su musculoso torso, sus anchas espaldas, sus poderosos brazos, sus grandes patas de dragón y parte de su larga cola. Las grandes alas lo hacían incluso más grande y robusto, y su intenso cabello rojo, que caía por su espalda, le daba un aspecto sanguinario que muchos temían. Los largos mechones enmarcaban un rostro de facciones duras, la mandíbula cuadrada, la nariz recta y los labios carnosos. De su cabeza, surgían dos grandes cuernos negros curvados hacia atrás, justo por encima de las orejas puntiagudas, como los colmillos que sobresalían de su labio superior. Sus ojos, de un diabólico rojo oscuro, lo miraron entrecerrados.
—El jefe quiere verte.
Eso no era normal. Su expresión se ensombreció.
—¿Ha pasado algo?
Damián le hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera.
—Tiene una misión para ti.
Eso lo dejó intrigado, pero decidió guardar sus preguntas para más tarde.
Desplegó las alas y siguió a Damián, no sin antes lanzar una orden a los demonios de los volcanes de que vigilaran en su lugar. Sobrevolaron las montañas y los profundos acantilados donde se torturaban a las almas malvadas, así como las altas murallas del Palacio de Ébano, la morada de Lucifer.
Se dirigieron justamente al balcón del salón de baile. Este era grande y muy espacioso, con altas paredes de lapislázuli, gigantescas y complejas lámparas de araña de cristal, ventanales con cortinas finas y vaporosas, y suelo de brillante mármol negro decorado con dibujos circulares dorados.
En el centro de la sala, se encontraba el Diablo. Era alto, aunque no tanto como Damián o él, y desde luego tenía una figura mucho más elegante y esbelta, aunque no por ello menos atlética. Tenía la piel de un tono pálido que hacía que sus músculos parecieran estar cincelados en granito, algo que armonizaba con su corto cabello rubio, cuyos indomables rizos caían sobre unas facciones perfectas y suaves, casi delicadas.
Sin duda alguna, los rumores de que Lucifer era uno de los ángeles más bellos no se quedaban en meros susurros murmurados; era la pura realidad.
Lo único que parecía desentonar en aquella imagen de serena belleza eran sus ojos. Tan negros como el fondo de un abismo, tan oscuros y crueles que muy pocos creerían que una vez fue un ángel. Solo con su mirada, sus facciones se volvían duras, su hermoso cuerpo se convertía en un arma mortal, su presencia tranquilizadora se transformaba en una sombra imponente.
Lucifer sonrió en cuanto los vio atravesar uno de los ventanales y se dirigió a ellos con los brazos abiertos.
—¡Evaristo! Bienvenido a mi humilde hogar —dijo al mismo tiempo que chasqueaba los dedos, con lo que hizo aparecer un confortable sillón de cuero y un largo diván—. Gracias por traerlo, Damianos. Puedes retirarte.
Damián inclinó la cabeza y se marchó por el balcón sin decir nada, ni siquiera le miró. Lo vio subirse a la barandilla del balcón y dejarse caer para, a los pocos segundos, reaparecer en todo su esplendor alzando el vuelo hacia el cielo rojizo.
—Está preocupado por ti —comentó Lucifer como quien no quiere la cosa.
Evaristo frunció el ceño.
—¿Ah, sí?
—Los demonios no sois muy expresivos, especialmente los de vuestra raza.
—¿Debería tomármelo como un cumplido?
—Solo he reafirmado un hecho. —Hizo una pausa muy breve—. Pero no estamos aquí para comentar las peculiares características de tu especie, sino para enviarte a una misión.
El demonio asintió.
—¿De qué se trata?
El Diablo apretó levemente los labios y arrugó ligeramente la frente. Eso no era una buena señal.
—Digamos que he encontrado algo… muy interesante.
Evaristo alzó una ceja.
—En tu retorcida mente hay setecientas mil ochocientas cincuenta y dos cosas a las que calificas de interesantes, entre las cuales se encuentran las series de adolescentes y las novelas de Crepúsculo.
Lucifer lo miró con cara de cordero degollado.
—Vamos, hombre, ¿a quién no le gusta Stiles de Teen Wolf? Seamos sinceros, sin él esa serie no tendría ni pizca de gracia. —Evaristo puso los ojos en blanco para, un segundo después, encontrarse con el dedo acusador de Satanás—. Y no leo Crepúsculo, sino la saga de Cazadores Oscuros de Sherrilyn Kenyon. Ni se te ocurra comparar ambas.
—Como sea. ¿Qué tienes para mí?
Lucifer bajó el tono, haciendo que su voz sonará mucho más grave.
—¿Qué tienes para mí? —le imitó de una forma que a Evaristo se le antojó penosa—. Pareces Timothy Hutton en Las reglas del juego.
Evaristo estuvo a punto de preguntar cuánto tiempo dedicaba a las cien series que veía al mismo tiempo, pero decidió morderse la lengua. Si le daba cuerda, al final perdería tiempo en esa misión que Lucifer tenía que darle y que, empezaba a pensar, tenía pinta de ser imaginaria.
—¿Vamos a ir al grano o tengo tiempo de cazar la cena?
Su comentario pareció hacerle gracia a la personificación de la maldad, pero no dijo nada al respecto. En vez de eso, notó cómo se filtraba lentamente en su mente. Al instante, una imagen se hizo paso en su cabeza. Era un hombre joven, de unos veinticinco años aproximadamente. Era más alto que la media, aunque Evaristo seguía sacándole más de media cabeza, y poseía una complexión atlética y fuerte. Era muy atractivo, de facciones agradables a primera vista, y algo en su rostro le recordaba a las idealizadas cinceladas de un escultor griego. Tenía el cabello rubio y voluminoso, algo descuidado, además de una perilla que necesitaba un recorte. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos, de un brillante azul turquesa que atraparía cualquier mirada.
Cuando la visión terminó, Evaristo ladeó la cabeza. A primera vista, parecía un humano normal y corriente, de ahí que no comprendiera el interés de Lucifer en él.
—¿Quién es?
—Un ser fascinante —anunció el Diablo reclinándose en su confortable sillón.
Desgraciadamente, esa respuesta no aclaraba nada.
—¿Podrías ser más concreto? —preguntó con los dientes apretados, haciendo un gran esfuerzo por no gruñir.
—Conoces a Zeus, ¿no?
—¿Ese gilipollas que intentó entrar aquí persiguiendo a Lilit?
—El mismo. Ya sabrás que le gustan mucho las faldas… —Hizo una mueca al mismo tiempo que se rascaba la nuca—. El caso es que logró seducir a un ángel y la dejó preñada. ¿Puedes imaginártelo?
Evaristo entrecerró los ojos. Ese hombre debía de ser su hijo. Una mezcla entre ángel y dios. Ahora podía comprender el interés de Lucifer en él…
—Quieres que lo mate. —Era algo comprensible. Al Diablo no le convenía que Dios tuviera semejante criatura en su poder.
—No.
Para variar, Lucifer lo sorprendió.
—Pues explícame de una vez cuál es mi papel en este asunto. Y no te vayas por las ramas.
—¿Te estoy poniendo nervioso? —preguntó Lucifer, divertido.
—Siempre pones nervioso a todo el mundo. El único que parece que te soporta es Nico.
—Un demonio entrañable para pertenecer a tu raza pero, ya que veo que se te está acabando la paciencia y que yo aprecio inmensamente nuestra amistad, no me andaré con rodeos. —Esta vez, se puso muy serio y se inclinó, apoyando los codos sobre sus rodillas y clavando sus ojos negros en los de Evaristo—. No sé por qué, pero ese hombre no está de parte de los ángeles ni tampoco está bajo la protección de Zeus, lo cual quiere decir que tenemos vía libre para… ponerlo de nuestro lado.
Evaristo alzó una ceja, pero admiró en el fondo la astucia de Lucifer. ¿Por qué no aprovecharse de aquella situación y poner a esa criatura de su parte? Porque estaba claro que lo que quería el Diablo era que, de alguna manera, él lo convenciera para unirse a ellos.
Lucifer esbozó una lenta sonrisa.
—Ya sabes lo que quiero, ¿verdad?
Evaristo se la devolvió.
—¿Cuándo empiezo?
El Diablo se levantó poco a poco.
—Acabas de hacerlo.

El lobo del conde

Prólogo. El pájaro enjaulado


Elisabeth Lars, condesa de Norfolk, aceptó encantada esperar en el salón este de la mansión Hutton a que la duquesa de Wellington la recibiera. Normalmente no hacía viajes tan largos, pero esta vez, lady Wellington le había mandado una carta pidiéndole que fuera a visitarla para algo muy importante. Y Brigitte Hutton no era de las que pedían favores tan a la ligera... mucho menos desde que estaba enferma.
El ruido de pasos la avisó de que alguien estaba a punto de llegar, por lo que se levantó y se alisó el vestido de muselina azul. Nada más abrir la puerta, vio a su anfitriona, la duquesa de Wellington. A sus sesenta años de edad, era una mujer alta y delgada, que imponía con su sola presencia, y su piel era más pálida de lo que lady Norfolk recordaba. Como una buena dama de la alta sociedad, llevaba la elegancia en la sangre, y quedaba reflejada en su hermoso vestido, una preciosa prenda verde oscuro, acompañada por unos guantes negros de piel; su pelo estaba recogido en un perfecto moño oscuro, y sus ojos verde jade, resaltados por el vestido, solo mostraban una fuerza que no poseían muchas de las mujeres de la época, mucho menos una de su edad.
Lady Wellington esbozó una sonrisa cálida al ver a la condesa.
—Elisabeth, querida, es un placer volver a verte —avanzó un paso, pero se detuvo para decirle a un lacayo al que no pudo ver que les trajera algo de té.
—Lady Wellington —saludó la condesa con una reverencia.
—Por favor, Elisabeth, fuimos presentadas a la alta sociedad hace muchos años, tenemos confianzas de sobra como para llamarnos por nuestros nombres de pila —le dijo la duquesa cogiéndole las manos y dándole un apretón cariñoso—. Oh, qué modales los míos. Siéntate, querida, estarás cansada por el largo viaje que habrás hecho solo para ver a una vieja moribunda.
—¡Brigitte! —exclamó Elisabeth, horrorizada—. No digas esas cosas, por el amor de Dios, no te vas a morir, solo estás enferma.
—Sí, vieja y enferma, Elisabeth, y sabes lo que eso significa. Bueno, he tenido una buena vida, no puedo quejarme, pero sé que pronto llegará mi hora... y por eso mismo te he llamado.
Elisabeth intentó decir algo, pero lady Wellington le hizo un gesto para que se sentara en una de las sillas que rodeaban la mesita donde se tomaba el té.
—En fin, ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos por última vez y me gustaría saber cómo te va todo antes de pasar a temas más serios. Cuéntame, querida, tengo entendido que tu marido murió hace unos años...
—Así es, al parecer, lo asesinaron en un duelo.
Lady Wellington se llevó las manos al pecho con expresión de horror, pero se recuperó rápidamente y le dio unas palmaditas en la mano.
—Lo lamento mucho.
—No te preocupes, a diferencia de ti, lo nuestro fue un matrimonio de conveniencia, como bien sabes, no lo amaba.
—Pero aun así, es el padre de tus hijos, debías sentir cierto cariño por él.
—Por supuesto que sí, lord Norfolk era un buen hombre, y fue un espléndido marido. Perderlo fue duro, pero tengo una familia a la que sacar adelante. Vincent tenía veintidós años cuando recibió el título de conde...
La duquesa asintió con comprensión.    
—Asumir semejante responsabilidad tan joven es muy duro. Nuestra sociedad es implacable con los débiles, lo sé mejor que nadie.
Elisabeth era plenamente consciente de que así era. Brigitte había perdido a su marido cuando éste tenía tan solo veinticinco años, mientras que ella tenía casi veintiuno. Muchos pretendientes habían intentado casarse con ella y recibir el título de duque, pero Brigitte los rechazó a todos y decidió hacerse cargo del ducado de Wellington ella misma. Y lo había hecho lo suficientemente bien como para ser una persona muy respetada en la sociedad.
—Y tus hijos, ¿cómo están?
—Edward acaba de marcharse para luchar en la guerra, está impaciente por zarpar y alejarse de su madre —comentó, riéndose.
—¿No estás preocupada?
Elisabeth sonrió un poco.
—Todas las madres se preocupan por sus hijos, pero a pesar de tener veintiún años, Edward es inteligente y prudente, mucho más que su hermano mayor. Seguro que estará bien.
¿Y Vincent?
—Tuvo una época de rebeldía, pero pagó con las consecuencias y ahora es más responsable —la condesa suspiró—, aunque le faltan unos años para cumplir los treinta y aún no ha encontrado esposa... eso es lo único que me preocupa...
—No seas así, Elisabeth, dale tiempo para que conozca a alguien especial y, si no es el caso, puede nombrar a cualquier persona como su heredero... después de todo, es lo que yo voy a hacer, dado que no tengo hijos.
Elisabeth sintió una oleada de compasión por Brigitte. Los duques de Wellington habían intentado tener hijos muchas veces pero Brigitte parecía incapaz de tenerlos. Y le dolía. La condesa sabía muy bien cuánto había deseado su amiga tener un hijo.
—Podrías casarte otra vez —sugirió—, tengo entendido que últimamente tienes bastantes pretendientes...
—No seas tonta, Elisabeth. Todos son jóvenes y listos, saben que no tardaré mucho en morir y uno de ellos heredaría mi fortuna y se casaría con una mujer joven. ¡Ja! Son como buitres carroñeros. ¿De veras piensan que voy a tragarme ese truco tan viejo de: "tienes unos ojos preciosos" o "tu cabello es como una cascada azabache que resplandece a la luz de la luna"? ¡Por favor! No me puedo creer que las jovencitas de hoy en día se crean esas chorradas cuando se ve a millas de distancia que los hombres babean por su dinero...
Elisabeth solo pudo sonreír ante el comentario de Brigitte. Lady Wellington no solo era conocida por su fortuna o su imponente presencia, sino también por no tener pelos en la lengua, con lo que lograba avergonzar a media sociedad, pero todos se callaban, no sea que la duquesa decida tomar represalias contra ellos...
—Escúchame bien, Elisabeth, no solo los hombres son así, las mujeres también son como buitres... no, los animales adecuados para caracterizarlas son los zorros. Sí, son como los buitres, pero mucho más listos y discretos...
—No hables de esa forma, Brigitte, solo son jovencitas que no saben nada de cómo funciona el matrimonio. Llegan con la esperanza de encontrar a su príncipe azul, pero acaban casándose con un hombre que se pasa la noche buscando amantes...
Lady Wellington suspiró.
—Ay, Elisabeth, ¡qué inocente eres! Las jóvenes de hoy en día están al tanto de lo que buscan los hombres, y se aprovechan de ello para conseguir lo que quieren, ya sea por dinero o por amor. —Elisabeth iba a decir algo, pero la duquesa alzó una mano para que la dejara terminar—. Si te digo esto, es por el bien de tu hijo. Habrá muchas mujeres que irán tras él solo por conseguir un título, y tú debes impedir que pasen del umbral de tu casa. Créeme, no son tan tontas e inocentes como lo fuimos nosotras...
Unos suaves golpes llamaron a la puerta, anunciando la llegada de un lacayo o una doncella.
—Señora, vuestro té.
—Justo a tiempo. Pasa, Alexis.
Elisabeth frunció el ceño. ¿Alexis? ¿De qué le sonaba aquel nombre? No tardó en comprenderlo cuando vio al joven lacayo que entró con pasos firmes y elegantes y dejó la bandeja con la tetera y las tazas de té. Era un hombre increíblemente apuesto; debía ser tan alto como el mayor de sus hijos, aunque no tenía las espaldas tan anchas como Vincent. Su piel pálida le daba un aspecto delicado y frágil que su cuerpo, atlético a pesar de que sus ropas lo ocultaban, desmentía. Sus dedos eran largos y elegantes, pero sus manos parecían fuertes. La antítesis entre la delicadeza y la fuerza de aquel joven resultaba palpablemente atractiva. Por otro lado, llevaba el cabello largo y rubio platino recogido en una coleta que caía hasta la mitad de su espalda, y sus ojos grises no perdían de vista el té que servía en las tazas sin derramar una gota.
—Muy amable, Alexis —le dijo lady Wellington, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Si las señoras necesitan algo más, Wilson estará en la puerta —dijo con una voz masculina extrañamente musical. 
Elisabeth observó cómo el joven lacayo se alejaba con pasos lentos y lo vio mirar por el rabillo del ojo a la duquesa, como si quisiera asegurarse de que aún seguía en el mismo lugar. Después, salió de la habitación cerrando las puertas tras él.
—¿Qué ha sido eso?
—¿El qué? ¿Que me haya mirado? Simplemente estaba calculando cuánto tiempo podré seguir con esta visita, Alexis es quien más se preocupa por mi salud. —Lady Wellington se puso seria mientras miraba la taza de té que había dejado el lacayo—. Precisamente quería hablarte de él.
—¿De tu lacayo?
El rostro de la duquesa le dejó bien claro que no se trataba de ninguna broma.
—Alexis... es como el hijo que siempre deseé. Me queda poco tiempo y... deseo que esté con una familia que lo trate bien. —Tomó las manos de Elisabeth y la miró suplicante—. Te lo pido como amiga, acoge a Alexis, no tiene ningún otro lugar al que ir y no podré descansar en paz si él no...
—No digas nada más, Brigitte. Hay algo que quiero contarte...


Un pájaro se atrevió a acercarse a él. Era pequeño, delicado, un ser al que podía arrebatarle la vida con una sola mano. Por eso extendió un dedo y, con cuidado, acarició el pecho de la preciosa ave. El pajarito trinó y él le respondió con un silbido que imitó a la perfección a la pequeña criatura. Juntos entablaron un breve pero hermoso dúo, hasta que otro trino pareció llamar al pajarito, que se fue volando por la ventana. Él solo sonrió con tristeza. Al menos el ave tenía un lugar al que regresar...
Unos pasos acercándose a su habitación hicieron que se sobresaltara por un instante, pero se relajó al reconocer las pisadas de la mujer a la que más había querido en su vida, la que lo había tratado como un miembro de la familia a pesar de pertenecer a clases sociales muy distintas.
—Hola, Alexis —le saludó Brigitte abriendo la puerta sin molestarse a llamar.
Suspiró como si estuviera cansado.
—Lady Wellington, debería llamar antes de entrar a la habitación de un hombre, o podría entrar en un momento inoportuno, como ahora. —Señaló su vestimenta, consistente únicamente en unos pantalones grises y en su camisa blanca desabotonada, dejando su pecho al descubierto.
Brigitte rodó los ojos.
—Como si nunca hubiese visto a un hombre desnudo. Deja de tratarme como si fuera una muchacha, jovenzuelo, he vivido unas docenas de años más que tú.
Alexis estuvo a punto de sonreír.
—Mi lady, en cuanto a lo del traslado...
—Ya está decidido, te irás con lady Norfolk.
Alexis se tensó al oír ese nombre.
—¿Esa mujer era lady Norfolk? —preguntó mirando incrédulo a Brigitte.
—Así es. —La anciana se cruzó de brazos—. ¿Por qué no me dijiste que ya habías trabajado para mi amiga?
Alexis apartó la mirada, recordando que un lacayo no debía mirar jamás a su amo a los ojos. No era digno de ello.
—No era necesario darle esa información, mi lady.
Ella se acercó a él y lo obligó a mirarla a los ojos.
—Todo lo que tenga que ver con tu vida me interesa, Alexis —dijo mientras acariciaba su mejilla con ternura—. Sabes que eres como un hijo para mí.
Esas palabras siempre lograban ablandarlo, le hacían olvidar lo lejos que estaban de ser iguales. Brigitte también era como la madre que no conoció.
—Perdóname, Brigitte, no volveré a hacerlo. —La besó en la frente y se alejó un paso, tratando de recordarse a sí mismo que, por mucho que la quisiera, seguía siendo un lacayo.
Brigitte suspiró, reconociendo el gesto que siempre hacía Alexis para poner distancia entre los dos. 
—En fin, me gustaría que te quedaras, no lo niego, pero es peligroso que permanezcas aquí cuando... —dejó la frase a mitad. Sabía que a Alexis no le gustaba hablar de ello, pero esta vez era necesario.
—Estoy cansado de huir, tal vez debería darle lo que quiere y así se olvidaría de mí —comentó mirando por la ventana sin ser realmente consciente de lo que había ante sus ojos.
—No dejaré que eso ocurra, Alexis. Si quieres enfrentarte a ella, hazlo, pero no dejes que te gane. No tan fácilmente.
Cierto. Esa mujer había echado por tierra todo lo que habían construido juntos, todo lo que habían hecho. Lo había dejado todo atrás por un capricho. Le había hecho daño por su egoísmo.
—Está bien, Brigitte. No caeré sin luchar, pero no estoy preparado para enfrentarme a ella, no ahora.
—Lo sé, por eso mismo quiero que te vayas con lady Norfolk. A ella le costará llegar hasta aquí, y sabes que yo no revelaré dónde estás. —La duquesa sonrió maliciosamente—. No le será tan fácil encontrarte.
Alexis miró esta vez a los pájaros. Él también era uno de ellos, pero estaba metido en una jaula, condenado a ver cómo los demás volaban libres por el cielo, mientras que él tenía que someterse a sus amos para sobrevivir. Maldito fuera el día en que lady Norfolk lo salvó de morir congelado en aquella calle... y maldita fuera la mujer que lo había traicionado...
—Así que voy a volver a trabajar para los Lars... —Sonrió un poco, recordando a un joven de cabello castaño con reflejos rojos y ojos dorados—. Me pregunto si él se acordará de mí...

La Sombra de la Destrucción

Prólogo. Asesino


523 d. Z.[1] Olum Isik, Siyagun

En una posada los suburbios de la capital, un hombre se lavaba en una vieja bañera mientras entonaba una melodía fúnebre.
Estaba tumbado, de forma que sus pies quedaran apoyados en los bordes del pequeño receptáculo. Su piel, ahora que no estaba cubierta de sangre y suciedad, era clara y nítida, como si se tratara de las brillantes escamas de una serpiente; el cabello, largo y húmedo, se asemejaba a los tenues rayos de luna que iluminaban aquella noche; las pestañas negras ocultaban sus apagados ojos, y poseía un rostro de facciones duras y afiladas.
Era uno de los hijos de Zeker.
Entonó aquella triste canción hasta que, de repente, se detuvo en seco. No hizo ningún movimiento, no era necesario. Ya sabían que estaba allí, la gente de la posada le había delatado, tal y como sospechaba que harían. No tenía tiempo suficiente para huir, así que esperó a que los hombres del rey, vestidos con armaduras cubiertas por ropajes rojos con un sol negro en el pecho y armados con espadas, entraran en la estancia.
Estos no tardaron en derribar la puerta y colocarse en formación: un semicírculo formado por arqueros que se arrodillaron delante de un segundo donde se encontraban los guerreros armados con espadas.
Uno de ellos, que llevaba dos espadas cruzadas tras un sol negro en el pecho, símbolo del capitán, se quedó en la puerta y desenrolló un pergamino que llevaba el sello del rey.
—Por orden del rey de Siyagun, quedas arrestado por los siguientes cargos de los que se te acusa: conspiración contra la corona, alta traición a tu reino, asesinato del anterior rey y agresión contra su majestad actual. Por estos cargos, los dos generales te azotarán cincuenta veces cada uno, el pueblo te apedreará y serás ejecutado públicamente.
El hombre no dijo nada. Sencillamente, volvió a cantar en voz baja esa inquietante melodía mientras, lentamente, se ponía en pie.
Ante ese movimiento, los arqueros tensaron los arcos, preparados para disparar al menor intento de ataque.
—… las aguas del Afuyku te arrastran, te escapas de mis manos… —continuaba cantando, con voz profunda, tenebrosa y oscura, haciendo temblar a los guerreros allí presentes—. No, no huiste de mí, te arrebataron de mi lado, y ahora yo… los mataré.
En ese momento, abrió los ojos, y aquella mirada verde oscura, diabólica como solo podía serlo la de un naik, se posó en la de los soldados, que empezaron a gritar, muertos de miedo al ver que su aspecto cambiaba.
Fuera de la habitación, todos los que se encontraban en la posada escucharon los gemidos de dolor, el crujido de los huesos, los aullidos de agonía y las súplicas no escuchadas por el asesino. Las mujeres se encogieron atemorizadas, las ancianas se taparon el rostro y los hombres cogieron los cuchillos que llevaban en el cinto con manos temblorosas, sabiendo que no se atreverían a usarlos. Si los soldados no podían acabar con aquel hombre, mucho menos ellos iban a ser capaces de hacerle un simple rasguño.
Aunque solo fueron unos minutos, pareció pasar una eternidad antes de que todo quedara nuevamente en silencio.
Pronto se escucharon las pisadas del asesino, que apareció desnudo en lo alto de la escalera con los ojos entrecerrados y llevando algo en la mano.
—¿Queréis detenerme? —Al ser el silencio su respuesta, continuó—. Bien, porque si hubieseis intentado algo, habríais acabado así. —Lanzó el objeto que tenía en la mano, que cayó al suelo con un golpe sordo.
Las mujeres más jóvenes gritaron mientras que las más ancianas pronunciaban una plegaria y los hombres dejaban escapar murmullos estupefactos.
No se trataba de un objeto cualquiera, sino de un corazón. O lo que quedaba de él, ya que parecía haber sido arrancado y desgarrado por las garras de un animal o, en el peor de los casos, por unos colmillos.
El hombre esperó a que todos volvieran a prestarle atención para decir con voz serena y carente de emoción:
—Si apreciáis algo vuestras miserables y repugnantes vidas, os aconsejo que me traigáis algo de ropa a mi habitación. El rastro de sangre os guiará hasta ella —dicho esto, dio media vuelta y desapareció por el pasillo.
Los habitantes de la posada deliberaron durante un par de minutos quién sería el que le traería la ropa al asesino. Habían escuchado que a los hijos de Zeker les gustaban las jóvenes hermosas y vírgenes, por lo que eligieron a la hija del posadero, una muchacha de quince años rubia y con bonitos ojos azules.
Esta, temblando de miedo con las prendas en sus manos, subió las escaleras tratando de ignorar los llantos de su madre y las palabras tartamudas de su padre que pretendían consolarla sin éxito.
La joven siguió las indicaciones del asesino. Buscó los rastros de sangre para llegar a su habitación, pero encontró más que eso.
Eran los cadáveres, y la mayoría estaban hechos pedazos. El muy maldito les había quitado los ojos y la lengua, y también tenían profundos agujeros en el cuerpo, signo de que les había arrancado algún órgano que yacía desperdigado por el suelo o que, sencillamente, había desaparecido.
Procurando no llorar, tragó saliva varias veces antes de abrir la puerta de la habitación que ocupaba aquel rufián, pero esta se encontraba entreabierta y se quedó paralizada, pensando en lo que probablemente le haría ese monstruo.
Sin embargo, escuchó una voz que le hizo olvidar por qué había venido, la voz de un niño. Se asomó por la diminuta abertura y observó al pequeño de cabello castaño enmarañado y ojos almendra que miraba seriamente al desconocido.
—¿No tienes miedo? —le preguntó la voz grave y oscura del asesino. El pequeño negó con la cabeza sin pestañear siquiera—. ¿No te asusta la sangre que gotea por mis manos?
La joven observó estupefacta cómo el niño le cogía la mano manchada de sangre y le daba un apretón con la poca fuerza que tenía. El hombre parecía estar tan sorprendido como ella.
—No. No me da miedo.
Este lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué?
—Le recuerdo —dijo el niño sin dejar de observarlo con sus enormes ojos—. Usted estaba en mi colonia cuando los soldados la quemaron y mataron a mi mamá. Me sacó de la casa antes de que me ahogara, es una buena persona. Mi mamá me dijo que fuera un buen sirviente si encontraba a alguien como usted.
La muchacha reconoció con sorpresa la compasión en los ojos del hombre.
—Eres un esclavo, ¿verdad?
El pequeño asintió y le mostró el hombro izquierdo, donde tenía tatuada una tela de araña con una mariposa atrapada en ella. Era una marca de propiedad que llevaban todos los esclavos, y que representaba su destino de eterna servidumbre.
El hombre asintió.
—Entonces, ¿quieres venir conmigo? Debes saber que no siempre podrás comer buena comida ni dormir en un lugar caliente.
—Nunca lo he hecho, de todos modos —anunció el niño sin cambiar su tono de voz, tranquilo y pausado.
Tras esas palabras, el asesino estrechó la mano del niño y lo miró con una tenue ternura que sorprendió a la joven.
—Tu nombre es Shunuk, ¿cierto?
—Sí.
—Bien. A partir de hoy, yo cuidaré de ti, pequeño.
La muchacha dejó escapar un jadeo de sorpresa al escuchar el apelativo cariñoso con el que había llamado al niño. Desafortunadamente, el hombre la escuchó y abrió la puerta de par en par. Ella apartó la vista temblando, temiendo lo que le haría por haber estado espiando.
Escuchó que maldecía en voz baja.
—¿Cuántos años tienes, muchacha?
—Qui-quince, señor.
El hombre volvió a maldecir y añadió:
—¿Cómo dejan a una niña ver toda esta masacre? Entra, rápido.
La joven obedeció sin mirarle, solo se atrevió a observarlo de reojo cuando escuchó que la puerta se cerraba. Un escalofrío de miedo recorrió todo su cuerpo.
—Dame la ropa.
Ella levantó la mirada y observó la mano tendida del hombre, sin entender. ¿No iba a violarla? ¿No era eso lo que hacían los naik?
Como si pudiera leer sus pensamientos, este soltó un suspiro exasperado y le dijo:
—Tranquila, no voy a hacerte daño, solo quiero la ropa.
Ella le entregó las prendas y luego el niño se la llevó aparte mientras su amo se vestía. Trató de persuadir al pequeño para que no fuera con él, pero este se negó a ir a otro lugar donde no estuviera con su señor.
Finalmente, cuando el hombre acabó de limpiarse la sangre y vestirse, cogió a Shunuk en brazos y se dirigió a ella.
—Tu nombre.
—Ma-Masumi, señor.
—Bien, Masumi, no tengo intención de hacerte daño a menos que me obligues, ¿de acuerdo? —La joven asintió—. Ahora vas a acompañarme hasta la puerta de atrás y esperarás ahí media hora después de que me haya ido. Si haces eso, no te pasará nada. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
Masumi lo condujo hasta las escaleras del servicio, por donde llegaron a una estrecha puerta roñosa que llevaba al exterior. Ahí vio a un corcel negro, ensillado y listo para viajar. Se preguntó de dónde había salido, aunque la respuesta no se hizo esperar cuando el animal permitió que el hombre se acercara y comprobara que la silla estaba bien sujeta.
—Le agradezco la ropa que le ha dejado a mi amo, señorita —le dijo Shunuk de repente, distrayéndola, e inclinándose levemente.
—¿Estás seguro de que quieres ir con él?
Shunuk se tomó unos momentos para pensar su respuesta. Finalmente, le explicó:
—Yo vengo de la colonia de esclavas, como mi mamá. Mi amo es el rey, pero él envió a sus soldados a quemar nuestras casas. Sé que todos han muerto, les oía gritar. Yo no quiero morir.
Masumi se sobresaltó. ¿El rey había arrasado la colonia de esclavas?
Antes de que pudiera preguntarle qué había pasado o por qué, el hombre se acercó a ellos y puso una mano sobre el hombro de Shunuk, momento en que ella bajó la vista, procurando no mirarle. Aun así, no pudo evitar echar un vistazo por el rabillo del ojo para saber qué hacía. El extraño llevó al pequeño hacia el caballo y lo cogió en brazos para subirlo a su lomo. Luego, le dijo unas palabras al oído que hicieron que Shunuk sonriera y le diera un fuerte abrazo, dejando a Masumi boquiabierta.
Solo entonces, el asesino volvió sobre sus pasos para dirigirse a ella.
—¿Recuerdas lo que tienes que hacer?
Asintió rápidamente, nerviosa.
—Esperar media hora aquí —repitió.
—Bien, lo has hecho muy bien, Masumi. —Se quedó unos instantes en silencio, durante los cuales su rostro se volvió sombrío—. Vendrán más soldados a buscarme. Ten mucho cuidado con ellos.
Aunque sus palabras la extrañaron, decidió decirle lo que quería oír.
—Lo tendré, señor.
—Bien. —El hombre retrocedió un paso—. Entonces no creo que volvamos a vernos. Hasta siempre, Masumi. —Dio media vuelta, montó en el negro corcel y desapareció entre las calles junto a Shunuk, amparado por la oscuridad de la noche y bajo la protección, probablemente, de Zeker.
Cumpliendo sus órdenes por temor a que la estuviera observando de algún modo, esperó fuera media hora, reflexionando sobre el naik y el niño que se había ido con él. Todo el mundo decía que ese hombre había asesinado al anterior rey, y no lo dudaba, pero lo que le había contado Shunuk sobre la colonia de esclavas la había confundido. ¿Por qué el rey ordenaría destruirla, por qué matarlas? Ellas engendraban niños esclavos que servirían a los habitantes de la ciudad sin ningún coste, ¿qué sentido tenía acabar con eso?
Pasado el tiempo, Masumi regresó a la posada sin ninguna respuesta, donde sus padres se abalanzaron sobre ella, preguntando si le había hecho daño y si estaba bien. Respondió con monosílabos, haciéndoles saber que no la había tocado.
Poco después, todo el mundo regresaba a sus habitaciones, evitando lo máximo posible los cadáveres, los cuales estaba prohibido tocar sin la orden de un soldado. Cuando todos estaban dormidos y la familia de los taberneros eran los únicos que seguían despiertos, un grupo de soldados apareció en el local para preguntar por los hombres que el rey había enviado allí. No tardaron en inspeccionar los cuerpos después de pedirle al padre de Masumi que toda la familia esperara en el piso de abajo, limpiando las mesas. Sin embargo, la joven se acercó a la escalera para escuchar lo que decían los guerreros del rey, esperando averiguar qué había ocurrido en la colonia de esclavas. Hablaban en voz baja, pero no lo suficiente como para que no los oyera. Lo que escuchó hizo que se tapara la boca, tratando de no gritar de indignación.
¿Cómo se atrevían a engañarles de esa manera? ¿Cómo había podido el rey hacer algo así?
Fue rápidamente con sus hermanos pequeños, intentando pensar con claridad lo que debía hacer de ahora en adelante. Después de lo que acababa de oír, no quería quedarse de brazos cruzados, pero tampoco podía hacer nada contra los soldados.
Cuando estos volvieron abajo, cargando los cadáveres dentro de unas mantas, hablaron con su padre, que la señaló con un dedo. Uno de ellos fue hacia donde se encontraba.
—Disculpe, señorita, pero tengo que hacerle unas preguntas sobre el hombre que asesinó a los soldados de su alteza. Tengo entendido que le dio unas prendas de vestir, ¿cómo eran?
—Una camisa blanca y unos pantalones marrones, junto con un chaleco del mismo color y una capa bastante usada —respondió con nerviosismo y la vista clavada en el suelo. Los ciudadanos no miraban a los soldados a los ojos, su clase era más alta que la suya.
—¿Le hizo daño?
—No.
—¿De veras? —Por su tono de voz, supuso que el soldado probablemente había alzado una ceja escéptica.
—Dijo que no quería a niñas poco desarrolladas como yo —mintió.
—A mí no me parece en absoluto…
—¡Soldado! —gritó el que debía de ser el capitán—. No hemos venido aquí para entretenernos. Limítese a hacer las preguntas. Si quiere una mujer busque a su esclava o a una furcia.
El soldado gruñó, pero obedeció.
—¿Sabe a dónde iba?
—No estoy segura. Está oscuro y hay niebla esta noche. —Suponía que iría al bosque, hacia la frontera, pero no lo dijo.
—Está bien, eso es todo. Le deseo que pase una buena noche, señorita. —Cuando pasó por su lado, le susurró—. Aunque es una lástima que no la podamos pasar juntos.
Masumi se estremeció y, después de disculparse con un tartamudeo, se marchó rápidamente a su habitación y se arrodilló en el suelo para rezar. Miró por la ventana hacia la luna y entonó una plegaria que, a pesar de que el pueblo la pasaba de generación en generación, por miedo a que él se enfureciera, estaba prohibida.
—Oh, Zeker, señor del Zehennem, los muertos, las almas perdidas y extraviadas, la luna, la noche y la oscuridad, escucha mi humilde súplica y protege a uno de tus hijos, un soluk[2] con ojos de serpiente. Que tu sabiduría le guie y tu fuerza lo acompañe en su largo viaje —murmuró en voz baja mientras dibujaba con un dedo un círculo formado por dos medias lunas que estaban separadas por una línea.
Ahora, solo podía esperar a que el dios maligno escuchara su plegaria.


El naik detuvo el caballo en el cementerio y bajó del animal junto a Shunuk, quien no parecía en absoluto asustado por estar en aquel lugar siniestro y oscuro. Se dirigió hacia un gran pedestal, en el cual había una escultura con la forma de un hombre alto y robusto, cuyas alas de dragón estaban extendidas, y que empuñaba una guadaña.
Se arrodilló e hizo un dibujo en la tierra húmeda y fría.
—Oh, Zeker, señor del Zehennem, los muertos, las almas perdidas y extraviadas, la luna, la noche y la oscuridad, escucha mi humilde súplica y aparece ante mí.
Tras unos segundos, la estatua movió los ojos y observó al hombre que yacía arrodillado frente a él y al niño que estaba detrás, que lo miraba como si fuera lo más normal del mundo que una estatua se moviera.
—Vaya, vaya. Hoy debe de ser mi noche de suerte; dos personas me han rezado en menos de una hora. Levántate, hijo mío, sabes que no tienes por qué arrodillarte ante mí.
El hombre hizo lo que le ordenaba y miró el rostro de la estatua.
—¿Quién más te ha rezado esta noche, padre?
—La joven que te ha entregado las ropas que ahora vistes. Ella lo sabe, sabe lo que ese bastardo te ha hecho y ahora reza por tu seguridad.
El naik frunció el ceño.
—¿Cómo lo has sabido?
Zeker lo contempló con tristeza.
—Kinskalik me lo ha contado. Quería venir a decirte que lo sentía, pero imaginó que no era un buen momento.
Su hijo agachó la cabeza, pero se negó a perder la compostura. El dios supo que ahora no quería hablar de eso, así que cambió de tema.
—En fin, ¿por qué me has invocado?
—Deseo pedirte consejo.
—Eres escuchado, ya lo sabes.
—He venido a pedirte perdón —declaró el naik—. Como ya sabes, he asesinado a mis propios hermanos. Quiero saber si hay algún modo de que me perdones, y también quiero devolver las almas que les robé para que puedan reencarnarse de nuevo.
Zeker se quedó pensativo durante un rato. Luego, ladeó la cabeza a la vez que se inclinaba para poder mirar a su hijo a los ojos.
—Comprendo por qué hiciste lo que hiciste, ya te lo dije la otra vez. Pero eso no te salvará del castigo que te espera en el Zehennem. Si quieres redimirte, tendrás que reunir a tus hermanos… aunque algo me dice que ya habías pensado en ello.
—Yo les separé arrebatándoles la vida —susurró el hombre, mirando hacia abajo—, parece justo que sea yo quien los una de nuevo.
Zeker asintió.
—Que así sea.
El naik puso una mano en su pecho, que empezó a brillar con una luz verdosa y de donde salieron nueve esferas, dentro de las cuales giraba, inquieta, una especie de niebla, cada una de un color distinto. Se las entregó a la estatua, que las dejó caer antes de partirlas por la mitad con su guadaña. Al romperse, la niebla salió de todas ellas y se desperdigó en diferentes direcciones, buscando un nuevo cuerpo en el que reencarnarse.
—Ya está hecho. Ahora las almas de tus hermanos escogerán nueve seres humanos que sean dignos de ostentar el poder que yo les otorgué en su día. Ve en paz, hijo mío. Espero verte pronto. —La estatua regresó a su posición inicial y permaneció inmóvil, señal de que la criatura se había marchado del mundo terrenal.
El hombre murmuró unas palabras en un idioma extraño y se levantó. En ese momento, Shunuk lo cogió de la mano y la estrechó, pidiendo permiso para hablar. Él le devolvió el apretón, concediéndoselo.
—Los soldados se acercan, amo.
—Están barriendo la ciudad, supuse que tarde o temprano nos encontrarían. Por eso he venido aquí.
—¿Qué hacemos?
—Tú escóndete con el caballo, lo necesitaremos para llegar a nuestro destino. Yo me encargaré de ellos.
El niño asintió, cogió las riendas del animal y desapareció del cementerio. Él se quedó allí, inmóvil, a la espera de que llegaran los soldados.
Casi le dieron ganas de reír. Casi. ¿De verdad creían que unos pocos guerreros iban a poder con él?, ¿después de lo que había hecho en palacio? El príncipe era un completo idiota si lo pensaba en serio.
Esta vez no fueron doce soldados los que acudieron a matarle, sino una decena más. Tal vez el príncipe no fuera tan estúpido, después de todo.
Los miró con sus diabólicos ojos verdes, calculando la fuerza de todos ellos y la mejor forma de luchar. Había diez arqueros y doce jinetes que empuñaban lanzas. Primero tendría que acabar con los arqueros, que eran su mayor problema. Después, mataría a los caballos o los heriría para que los soldados tuvieran que bajar y luchar cuerpo a cuerpo, donde él tendría ventaja.
El líder de la guarnición se adelantó para hablarle. Le miraba con odio.
—Entrégate sin oponer resistencia, naik. No hagas enfadar al rey, lo lamentarás.
—Es el príncipe quien cometió un grave error al cabrearme —replicó duramente el hijo de Zeker al mismo tiempo que dirigía su mirada envenenada al capitán—. Y le prometo que pagará por lo que ha hecho.
—¿Esa es tu última palabra?
—Lo es.
—En ese caso, ¡soldados, a las armas!
El naik cerró los ojos y murmuró algo en un idioma que recordaba al siseo de una serpiente. Luego los abrió y separó los pies, preparado para atacar.
El primer jinete se abalanzó con la lanza en posición de ataque pero él, repentinamente, desapareció. Pocos segundos después, el caballo cayó al suelo y el soldado sintió que algo frío y afilado le atravesaba el pecho.
El asesino dejó caer el cuerpo sin vida y se encaró a los dos jinetes que cabalgaban en su dirección. Guardó la daga en forma de colmillo en el cinturón y desenfundó el látigo, el cual dirigió hacia una de las patas del caballo, haciéndole caer justo encima del jinete. Cogió rápidamente la lanza de este y la lanzó contra el otro soldado, matándolo en el acto.
Después, los jinetes empezaron a atacarle en numerosos grupos de seis o siete pero, misteriosamente, los caballos caían sin razón alguna y el asesino aprovechaba para degollar a sus víctimas con sus dagas.
En cuanto todos los jinetes hubieron muerto, el hombre de cabellera plateada desvió la vista hacia el capitán, que lo miraba estupefacto. ¿Qué había hecho con los caballos? Era imposible que todos hubieran tropezado o que ese demonio los hubiera hecho caer con el látigo.
—¡Arqueros! ¡Preparaos para…! —No pudo terminar la frase, puesto que todos estaban muertos a sus espaldas, descuartizados y con trozos de carne arrancada, como si alguien hubiera intentado comérselos.
No, el naik había estado todo el tiempo luchando contra sus hombres, era imposible que los hubiera matado…
—Tus sospechas son ciertas, capitán —dijo este con desprecio, enfatizando su rango y fulminándole con la mirada—. Ellos han sido los primeros a los que he matado. A mí no me va la lucha a larga distancia.
—Pero… ¿Cómo…?
—Eso no importa. —Se limpió la sangre de una mejilla con el dorso de la mano antes de continuar—. Lo que importa, capitán, es qué piensas hacer ahora que todos están muertos. Personalmente, acabaría contigo, pero tengo un mensaje para el príncipe y, por respeto a Duvar, te dejaré con vida esta vez si aceptas transmitírselo.
El capitán tragó saliva varias veces mientras contemplaba los cadáveres de los arqueros y los jinetes. No quería ceder ante ese demonio, pero también sabía que no era rival para él.
Resignado, le preguntó:
—¿Cuál es el mensaje?


—¡Maldita sea, dejadme! Esto no es nada —maldijo el rey mientras trataba de alejar al médico que le estaba tratando.
El monarca de Siyagun y señor de las Tierras Pálidas solo era un muchacho delgaducho y enclenque, de apariencia débil. Eso sí, tenía buenos pulmones cuando se trataba de conseguir sus caprichos o de castigar a alguien por desobedecer sus órdenes. Sin embargo, esa noche, con el rostro hinchado a causa de unos buenos golpes, los labios partidos y la nariz rota, no estaría en posición de satisfacer su ego.
—¡Quiero que lo encuentren! —gritó, dirigiéndose al sumo sacerdote, que también se encontraba allí junto a dos guardias, que custodiaban la habitación—. ¡Quiero que me lo traigan!, ¡y quiero que le hagan pedazos!
El otro hombre contuvo un exasperado suspiro.
—Mi rey, todas las tropas están buscando en la ciudad. Tenga paciencia.
—¡No necesito paciencia!, ¡lo que necesito es que separen su cabeza de su cuerpo!
—En tal caso, tendríais que haberle matado cuando yo os lo dije. Os advertí que era muy peligroso.
—Me dijiste que no podría escapar de esas cadenas —replicó el rey—, que eso anularía sus poderes. ¡Se suponía que no podría salir de su celda!
De repente, llamaron a la puerta. Uno de los guardias abrió, empuñando la lanza, pero la bajó al reconocer a uno de los capitanes. Dio media vuelta y anunció:
—Mi rey, el capitán Vasci ha regresado.
Al oírlo, el muchacho apartó al médico con un empujón y se puso en pie. El sumo sacerdote también se giró, sumamente interesado en las noticias que tenían que darles.
El capitán entró en la sala y fue hasta el rey. Cuando estaba a dos metros de él, se arrodilló y posó un puño sobre el pecho. En la otra mano, llevaba una bolsa con algo dentro. Fuera lo que fuera, la parte de abajo estaba chorreando.
—Mi rey —saludó.
—¿Lo habéis cogido? —preguntó, impaciente y con el rostro teñido de rojo.
—Me temo que no, mi rey. Ha matado a todos mis hombres, y a mí me encargó que os diera esto y un mensaje. —Seguidamente, le tendió la bolsa.
El muchacho la cogió con brusquedad y sacó precipitadamente lo que había en su interior. Nada más sacarlo, reconoció lo que era y chilló, soltándolo en el acto. El objeto rodó por el suelo hasta que se detuvo cerca de la puerta. Se trataba de una cabeza a la que le habían arrancado media cara y los ojos.
El capitán tragó saliva y continuó:
—Damballa me ordenó que os dijera: “Tú acabarás igual que él, cuando mis hermanos y yo traigamos de vuelta a Zeker.


[1] N. del A. La abreviatura d. Z. significa después de Zeker. Si en la obra vemos, por ejemplo, 500 d. Z., sería equivalente a 500 años después de Zeker. Igualmente, si nos encontramos con a. Z. significará antes de Zeker.
[2] N. del A. La palabra soluk significa literalmente pálido, y hace referencia a los habitantes del continente situado al norte, un archipiélago conocido como Tierras Pálidas. A menudo se usa con un valor despectivo.