Capítulo 6. La Salamandra
Yeralti Vala
Hacía una semana
que Yilan y los demás se habían puesto en marcha, y ya estaban muy cerca de la frontera
de Kurakarazi. La travesía había sido muy sencilla con Alev a su lado; al haber
vivido en el desierto tantos años, y pudiendo controlarlo, sabía dónde
encontrar otro agujero que condujera al oasis, y cuándo se acercaban las
tormentas de arena.
Ahora habían
llegado adonde se encontraba Zehir, la salamandra de la que les había hablado.
Aunque nunca había luchado contra ella, sabía que se trataba de un demonio
creado por Yangin, el antiguo dios del fuego, que le dio el poder de escupir
llamas por la nariz y echar nubes venenosas por la boca. A diferencia del
animal, que no sobrevive a terrenos áridos, esta salamandra contaba con una
especie de escamas muy duras que envolvían su cuerpo, a las que llamaba armadura, la cual la protegía del sol y
del calor, así como de armas afiladas.
Según la leyenda,
los dioses que precedieron a Zeker y Tanri, conocidos como los Antiguos,
organizaron un concurso para ver quién creaba el ser más extraordinario. En él,
participaron Orman, el dios de los bosques, Dalga, diosa del mar, y Yangin,
dios del fuego. El primero creó a Furfur, un ciervo alado que era omnisciente y
que decía la verdad a aquel que lo atrapara; la diosa dio vida a Nokar, la
serpiente marina cuyo deber consistía en proteger las Tierras Pálidas de invasores;
y, finalmente, Yangin creó a Zehir, una salamandra con un pulmón de fuego y
otro de veneno, capaz de sobrevivir en el desierto. La última criatura fue la
vencedora y, durante mucho tiempo, vivió en la Sabana Oscura, el continente
poblado por los yabani situado al sur
de Tohum, al otro lado del Mar Ovalar. Pero, nadie sabe cómo ni por qué, la
salamandra llegó a Yeralti Vala y se quedó allí.
En esos momentos,
Alev observaba atentamente unas dunas concretas, como si Zehir estuviera justo
delante.
—¿La has localizado?
—preguntó Irsis.
—La tenemos justo
delante —contestó, señalando las dunas que había estado observando—. Está
oculta bajo la arena. Debe de estar ahí desde hace un par de meses, los
suficientes como para que haya acabado tan enterrada.
—¿Y no se muere de
hambre?
—Zehir no come,
solo bebe agua cada seis meses, y la puede conseguir del oasis. —Miró la
dirección donde el demonio debía de estar—. Es el superviviente perfecto,
supongo que por eso los dioses la declararon ganadora.
—Eso está muy bien
y nos sentimos muy orgullosos de ella —dijo Irsis con sarcasmo—, pero eso no
evitará que nos fría como pollos o que muramos envenenados si le da por
bostezar.
—Para eso hemos
llevado a toda la manada. Nosotros iremos en el centro, y el resto de kumath se transformará en arena y nos
cubrirá. Zehir pensará que se trata solamente de los caballos y nos dejará
tranquilos.
Irsis asintió,
convencido.
—Creo que es un
buen plan pero, ¿cuánto tiempo tenemos para pasarla de largo?
—Unos quince
minutos.
—¿Y tu amiga lagartija
es muy grande?
—Como Yilan cuando
se transforma en serpiente, solo que no tan larga y más robusta.
El joven aplaudió
con ironía.
—Pues ¿a qué
esperamos para convertirme en alitas de cuervo?
—Se nota que aún
eres un adolescente —gruñó Zhor mientras rodaba los ojos—. Siempre tan
negativo…
—Yo me considero
más bien realista.
Mientras el joven
discutía con el soldado, Yilan se colocó junto a Alev, quien tenía el ceño
fruncido.
—¿Crees que nos
dará tiempo?
—Si no hay nada
que espante a los kumath, podremos
conseguirlo. Y no percibo nada en varios kilómetros.
—¿Qué hay de los
soldados?
—Pronto estarán
aquí. Así que vosotros decidís; o arriesgarnos con Zehir, o dar un rodeo y que
nos alcancen.
Al escucharlo,
Irsis olvidó rápidamente la discusión y prestó atención a la conversación.
—¿Con esa caja en
su poder? —Observó a sus compañeros antes de hacer un gesto negativo con la
cabeza—. De acuerdo que yo era partidario de quitarles esa cosa, pero teniendo
en cuenta que por ahora no puedo hacerlo, prefiero morir entre un infierno de
llamas venenosas que dejar que un miembro de la nobleza me deje inmovilizado en
el suelo y me degüelle como si fuera un perro callejero. Así que, con o sin kumath, voto por la salamandra.
Todos estuvieron
de acuerdo con él, así que comenzaron a descender por las dunas lentamente.
Alev temía que sus poderes aún no estuvieran recuperados del todo y hubiera
calculado mal la distancia que había hasta Zehir, de forma que al final acabara
detectando su presencia.
Cuando estuvieron
cerca de las dunas donde se encontraba la criatura, alzó una mano y dio la
señal. Los kumath se transformaron en
arena y los envolvieron rápidamente sin dejar un solo hueco. Solo entonces
aceleró el ritmo, inquieto porque no tuvieran tiempo suficiente para pasar de
largo a la salamandra. Pero, afortunadamente, lo lograron.
Suspiró aliviado
cuando pasaron la última duna de largo y los kumath volvieron a convertirse en caballos. Esperó unos minutos,
intentando percibir algún movimiento por parte de Zehir.
No hubo nada.
—Lo conseguimos.
—¡Sí! —exclamó
Irsis antes de acercarse para palmearle la espalda—. Eres el mejor, Alev.
Su hermano esbozó
una sonrisa, pero se borró rápidamente al percibir algo cerca de ellos, justo
en las dunas donde se encontraba la salamandra.
—¿Qué ocurre? —le
preguntó Yilan al ver su expresión.
—Hay algo cerca de
Zehir. —Miró hacia las dunas, pero no había nadie—. No lo entiendo, no veo a
nadie allí.
—Tal vez sean los akbalar —comentó Shunuk, recordando que
esas criaturas podían ir bajo la arena.
—No, no se
acercarían sabiendo que Zehir está aquí. —Frunció el ceño—. Esto es muy raro,
tengo la sensación de que son los soldados, de que están ahí delante, pero no
veo nada.
—Tal vez hayan
traído a un sacerdote con ellos —intervino Irsis.
—No seas ridículo,
los sacerdotes no luchan —comentó Zhor antes de darse la vuelta y
sobresaltarse—. ¿Pero qué coño…?
A las espaldas de
Irsis, había una especie de muro transparente, en el cual descargas eléctricas
zigzagueaban de un lado a otro.
Yilan acercó la mano
al muro… para retirarla rápidamente cuando un relámpago estuvo a punto de
alcanzarlo.
—Creo que Irsis
tiene razón —dijo, mirando las dunas—. Probablemente el sacerdote esté
utilizando un hechizo de invisibilidad.
—Y sabe que
estamos aquí —afirmó el más joven mientras bajaba del kumath y cogía uno de sus abanicos—. Está claro que no quiere
dejarnos escapar, por eso ha levantado este muro.
—Irsis, ¿qué vas a
hacer? —preguntó Alev, preocupado al ver que su hermano desplegaba su arma.
—Una vez le dije a
Yilan que he robado a muchos de los nobles de mi ciudad. No me refería solo a
los soldados, sino también a sacerdotes, por eso conozco bien sus trucos
—explicó mientras esbozaba una sonrisa diabólica—, y también sé cómo
bloquearlos. —Miró el muro fijamente, hasta que sus ojos brillaron—. Las
barreras espirituales tienen un núcleo desde el cual se extiende la energía,
solo hay que atacar ese punto con fuerza y adiós barrera. —Inspiró hondo y, de
repente, un fuerte viento comenzó a alborotar sus cabellos—. Vosotros id yendo,
yo me encargo del sacerdote.
—Deberías venir
con nosotros, la caja… —comenzó Alev, pero Irsis lo cortó con un gesto de la
mano.
—Nos alcanzarán de
todas formas, y entonces esa caja sí nos traerá problemas. No te preocupes, no
les daré tiempo para que la abran. —En ese instante, lanzó su abanico,
acompañado de las poderosas ráfagas de viento que había creado, hacia el núcleo
de la barrera, la cual estalló en una gran descarga antes de desaparecer—.
Venga, largaos ya y no os preocupéis por mí. Hace mucho que sé arreglármelas
solo.
Alev miró a Yilan
con inquietud, pero este sonrió y se dirigió a Irsis.
—Te esperaremos en
la frontera.
Irsis hizo un
gesto con la mano en señal de despedida y los demás se fueron. Inspiró hondo
varias veces, sabiendo que se jugaba la vida al estar solo contra los soldados,
pero estaba bastante seguro de que su plan funcionaría.
—Bien, Irsis, es
hora de hacer alarde de otras facultades —dijo mientras guardaba su arma y
estiraba los músculos.
Hacía tiempo que
no usaba esas habilidades, pero estaba ansioso por ver si seguía siendo tan
bueno luchando contra esos santurrones como hacía un par de años.
546 d. Z. Aragili, Asikhava
Hafiza Nazik era
considerado el hombre más raro de aquella ciudad. Pese a su respetada y bien
pagada profesión de médico, prefería vivir en soledad en una cabaña en el
bosque, a las afueras de Aragili; pasaba la mayor parte del tiempo recogiendo
plantas medicinales y estudiando a los animales en vez de relacionarse con
personas de la alta sociedad, en busca de ganancias más sustanciosas; y le
gustaba practicar la meditación y la reflexión sobre todo tipo de cosas, desde
el papel del ser humano en el mundo hasta el porqué de la esclavitud, el
machismo o el racismo. Sus conclusiones le habían granjeado el desprecio de los
altos círculos de Aragili, motivo por el que trabajaba especialmente para las
clases medias y bajas de la ciudad.
Sus pensamientos
iban a menudo en dirección a la muerte de su hija, y a ese nieto al que jamás
conocería por culpa de su yerno. Era una lástima que el fallecimiento de su
mujer lo hubiera afectado hasta el punto de convertirlo en un hombre cerrado y
malhumorado, del que se decía que había perdido la capacidad de sentir
emociones.
Aquella noche
estaba junto a sus dos cuervos, Dusunze y Bellek; ellos le traían noticias
sobre sus seres queridos, la mayoría eran amigos que habían sido condenados al
exilio por sus ideas religiosas.
Hacía muchos años
que Hafiza también pertenecía a los Hainler, una orden espiritual inspirada en
la ideología de los monjes de las Tierras Pálidas. Creían que la opulencia en
la que vivían los sacerdotes de Tohum los corrompía y los apartaba de su
verdadera función: servir a los dioses y ayudar al pueblo. Por ese motivo
tenían una existencia humilde, subsistiendo de lo que cultivaban ellos mismos y
a base de trabajo duro, dejando el dinero para aquellos que lo necesitaran.
Pasar tanto tiempo en los campos y los bosques les enseñó mucho sobre las
plantas, razón por la que la mayoría acabó aprendiendo medicina y ejerciéndola
sin coste alguno, tal y como hacía Hafiza, que prestaba sus conocimientos
médicos sin pedir nada a cambio. Eran de los pocos que pensaban que Zeker no
era un ser malvado, sino un simple dios con la función de cuidar las almas de
los fallecidos, de forma similar a lo que hacía Tanri con los vivos. Estaban en
contra de la esclavitud y pedían los mismos derechos para hombres y mujeres,
así como que favorecían la desaparición de los prejuicios contra las razas
extranjeras, como los soluk y los yabani.
Desafortunadamente,
los Hainler eran una minoría en Tohum y durante milenios habían sido
perseguidos y diezmados por los sacerdotes, quienes, temerosos de perder su
alto nivel de vida, se habían encargado de promulgar entre el pueblo que eran seguidores
de los dioses paganos de las Tierras Pálidas, o, actualmente, seguidores de
Zeker.
El yerno de Hafiza
sabía que él pertenecía a esa orden pero, por respeto a su difunta esposa, no
había dicho ni una palabra. A pesar de eso, le había prohibido acercarse a su
casa o a su hijo.
Estaba tan perdido
en sus pensamientos que, hasta que Dusunze no graznó, no se dio cuenta de que
alguien llamaba a la puerta. Fue a abrir con el ceño fruncido, extrañado de que
alguien fuera a verlo a esas horas, y se encontró con lo último que esperaba
ver.
Un niño, que no
tendría más de diez años, estaba de pie en su puerta y con una herida en el
pecho que desprendía mucha sangre. Su piel clara estaba llena de magulladuras y
arañazos, como si se hubiera arrastrado por un suelo de piedra durante horas,
su cabello negro estaba despeinado, y sus ojos oscuros delataban su miedo.
—Buenas noches,
señor —le saludó entre jadeos—, ¿podría ayudarme? —Al terminar la frase, tosió
sangre y acabó de rodillas en el suelo.
Hafiza no lo pensó
dos veces; cogió su cuerpo escuálido y tembloroso entre sus brazos y lo llevó
dentro, donde lo tumbó en la cama y se dedicó a tratar su herida.
Durante días,
cuidó del niño; le curó el profundo corte que tenía en el pecho, le desinfectó
los rasguños y le alivió las magulladuras, y le dio de comer y un lugar donde
descansar hasta que se recuperara. Durante ese tiempo, el chico no dijo ni una
palabra, aparte de que su nombre era Irsis.
554 d. Z. Yeralti Vala
El capitán se
felicitaba por haber sido lo suficientemente astuto como para llevar un
sacerdote con él. Aunque era obvio que aquel ser que le entregó la caja al rey
y el que lo salvó a él y a sus hombres de la tormenta de arena era uno de los vasi, no creía que Tanri y sus
guardianes fueran a hacerles todo el trabajo. Por eso había acudido al templo
de Mevkut y había entregado una buena cantidad de dinero al sacerdote que mejor
conocía el desierto.
Este era ya un
anciano, pero estaba en forma gracias a las muchas peregrinaciones que había
hecho a Yeralti Vala. Su piel morena estaba llena de manchas, y sus ojos
castaños rebosaban astucia y avaricia. Era de esa clase de sacerdotes que
estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de obtener dinero.
Todo parecía ir
bien; la salamandra no había detectado su presencia gracias al hechizo de
invisibilidad del guía espiritual, pero todo cambió cuando un joven montado en
un corcel pequeño empezó a gritar:
—¡Eh, Zehir! ¿Qué
te pasa, pequeña? ¿Es que ya eres demasiado vieja como para luchar contra un
niño? ¿En qué se ha convertido la gloria de Yangin?
—Haga algo,
sacerdote, hará que esa salamandra salga —ordenó sin perder la calma, aunque su
mano aferraba con fuerza la empuñadura de su espada.
El anciano observó
al muchacho y murmuró un hechizo en el antiguo todil[1]:
—Helemanthenik:
Kumuadamai.
Irsis sonrió
cuando notó que el suelo bajo las patas del kumath
temblaba. No había sido muy difícil provocar al demonio para que saliera de su
escondrijo, pero no tenía tiempo para celebrar que la primera fase del plan
había funcionado.
—Vamos, pequeña
—le dijo a su montura mientras bajaba de ella—, vuelve con tu manada. No creo
que quieras estar presente cuando una salamandra muy enfadada aparezca por
aquí.
El corcel relinchó
y se alejó de él a galope tendido. No se paró a observar su marcha, ya que la
arena que había a su alrededor empezó a arremolinarse hasta adoptar la forma de
unos hombres altos y muy delgados, casi esqueléticos, que lanzaron un aullido
espantoso antes de atacarlo.
El joven esquivó
rápidamente los golpes de sus contrincantes, pero cuando atacó, solo logró
traspasarlos. La confusión retrasó sus reflejos, llevándose así un puñetazo de
uno de los hombres de arena. Se levantó con rapidez y se limpió la sangre del
labio mientras analizaba la situación.
“Son sólidos
cuando van a atacar, pero no cuando yo les ataco a ellos. No me estoy
enfrentando a hombres, sino a arena”, reflexionó mientras una sonrisa se
extendía por su rostro.
—Vamos, tipejos
feos, venid a por mí.
Cuando los
monstruos aullaron de nuevo y se lanzaron a por él, murmuró algo que ni el
sacerdote ni los soldados llegaron a oír, pero que afectó a las criaturas de
arena. Empezaron a oscurecerse y, a cada paso que daban, se deshacían en
trozos.
Irsis sonrió al
darse cuenta de que, a veinte metros de él, el sacerdote lo miraba con la boca
abierta. Sentía el impulso de sacarle la lengua, o de bajarse los pantalones y
mostrarle el trasero, como le hacía a los soldados cuando era pequeño, pero se
contuvo. Esto no era una travesura, estaba demostrando que no tenían que
subestimarlo por ser el más joven. Además, él tenía más probabilidades de
acabar con el sacerdote que los demás.
Vio que las tropas
comenzaban a descender por las dunas en su dirección con las espadas
desenfundadas. Así que se habían cansado de esperar. Bien, justo en el momento
oportuno.
El leve temblor
del suelo se convirtió en un violento terremoto que logró evitar
transformándose en cuervo y alzando el vuelo. Así, desde las alturas, contempló
a Zehir.
Tal y como había
dicho Alev, era enorme, y parecía estar cubierta por una armadura impenetrable.
De color negro, tenía manchas amarillas por todo el cuerpo y ojos oscuros.
Cuando salió de la arena y resopló, una llamarada salió de sus orificios, la
cual no le alcanzó por los pelos.
Entonces, el
demonio se fijó en los soldados y gruñó amenazadoramente antes de lanzar otra
nube de fuego que alcanzó a varios guerreros, mientras que el resto intentaba
retirarse al galope. Por su parte, Irsis se lanzó en picado hacia el sacerdote,
a quien cogió entre sus garras para evitar que huyera, no podía permitir que
después volviera a ir tras ellos.
Lo soltó con
fuerza, de forma que el anciano rodó varios metros por la arena, con lo que el
joven tuvo tiempo de volver a su forma humana y ponerse sus pantalones, en los
cuales guardaba sus abanicos y donde tenía enganchado un cuchillo.
—Vamos, santurrón,
no tengo todo el día —le dijo mientras terminaba de vestirse. No es que fuera
especialmente pudoroso, pero tampoco iba a luchar desnudo si podía evitarlo—.
Te voy a resumir las dos formas en las que puede terminar esto; con una muerte
rápida y dolorosa o una lenta y más dolorosa todavía. Tú decides —comentó como
si estuviera hablando del tiempo.
El sacerdote,
ofendido porque aquel monstruo lo subestimara, lo miró con una mueca de asco y
desprecio.
—Te crees muy
fuerte solo porque seas uno de los hijos de Zeker, ¿verdad? Pues deja que te
diga algo, niño; no eres más que uno de los mortales maldecidos por Tanri.
Ojalá vuelvas al antro del que saliste y te pudras allí.
El naik terminó de abrocharse los
pantalones como si no hubiera oído nada, aunque su sonrisa socarrona decía todo
lo contrario.
—Créeme, Tanri me
adora, y muy pronto sabrás por qué. —Sonrió y comenzó a pronunciar en voz alta
unas palabras que el sacerdote entendió a la perfección—. Helemanthenik: Kumutabur.
A las espaldas del
sacerdote, la arena se deformó hasta convertirse en un ataúd que lo atrapó y lo
encerró. Pero, tal y como Irsis sospechaba, no fue por mucho tiempo. El
contenedor estalló en una nube de arena y el anciano lo miró con el ceño
fruncido, en parte por la confusión y en parte por la incredulidad.
—Tú… ¿cómo es
posible que conozcas el antiguo todil?
Irsis no
respondió, sencillamente, siguió atacando.
—Umuthenik: Karkatuyei.
Al principio,
pareció que no sucedía nada, pero cuando el sacerdote lanzó un hechizo
consistente en una descarga eléctrica que impactó de lleno en el joven sin
efecto alguno, intuyó que algo no iba bien. En ese instante, plumas negras
empezaron a caer del cielo. Al principio eran pocas, pero después fueron
aumentando hasta rodear al anciano por completo, de forma que no pudiera ver
nada.
Se quedó bloqueado,
sin entender lo que estaba haciendo ese naik,
pero no tardó en comprenderlo cuando algo frío y afilado se clavó en su pecho.
Entonces, vio los ojos de la muerte, brillantes y negros como la garganta de un
lobo hambriento.
Cuando Irsis
retiró el cuchillo, observó impasible cómo el cuerpo del sacerdote caía en la
arena. Lo vio toser sangre e intentar gritar agónicamente en busca de ayuda sin
sentir compasión alguna.
—Dime una cosa,
santurrón, ¿de qué te sirve ahora todo el dinero que tienes reunido en el
templo donde vivís tú y tus compañeros maricas? Espero que en el Zehennem hagan
que te arrepientas de haber dejado que la gente muera de hambre mientras que tú
tirabas la comida que te dejabas en el plato.
El anciano hizo
una mueca de asco.
—¿Te preocupas por
un montón de ignorantes que se dejan engañar? ¿Qué le importa a un demonio lo
que les pase?, tú los condenarás a la esclavitud y a la muerte.
Irsis soltó una
risotada, incapaz de evitarlo.
—Creo que aquí ha
habido un malentendido, viejo. No me gustan la gran mayoría de los humanos,
pero encuentro a los sacerdotes especialmente… despreciables —declaró,
agachándose a su lado. Ya no había asomo de diversión en su rostro, lo miraba
con un odio palpable—. Os aprovecháis de buena gente prometiendo que su vida
tras la muerte será pacífica a cambio de unos donativos, gente que trabaja duro
para que luego unos gilipollas avariciosos puedan vivir sin mover ni un puto
dedo. Y por si eso no fuera poco, no os importa lo más mínimo derramar la
sangre de aquellos que amenazan vuestro lujoso estilo de vida.
—Mira quién fue a
hablar —El sacerdote, a pesar de la herida mortal que lo conducía poco a poco a
la muerte, logró dejar escapar unas carcajadas—. Sé lo que eres, niño. Eres un…
—No tuvo tiempo de terminar la frase, porque Irsis le cortó el cuello con un
solo movimiento.
A pesar de que ese
despojo estaba muerto, no se sentía mejor, ni mucho menos satisfecho. Le habría
gustado seguir desahogándose con él, darle una muerte lenta mientras vengaba a
todas las personas que seguramente habían muerto o bien a sus manos o por su
culpa. Pero había estado a punto de decir algo que él jamás aceptaría.
Por desgracia, él
llevaba la sangre de la nobleza. Su madre era hija de un antiguo sacerdote del
que él había heredado el Don de Tanri, la energía espiritual con la que nacían
unos pocos humanos y que les permitía usar determinados poderes.
Hafiza lo supo
cuando le curó la herida mortal que había dejado una cicatriz en su pecho y le
enseñó a utilizar su poder. Aprendió muchas cosas de su abuelo, el único noble
al que no despreciaba y admiraba, aunque no estaba seguro de poder llamarlo
así, teniendo en cuenta la vida humilde que llevaba desde hacía años.
Pertenecer a la
nobleza era lo único de lo que se avergonzaba, razón por la que había querido
luchar solo contra los soldados, para que sus hermanos no lo vieran usando sus
poderes. Si podía evitarlo, nadie más aparte de él y su abuelo sabrían que era
un… sacerdote. Aunque él se consideraba más bien un Hainler, teniendo en cuenta
que Hafiza le había criado con los valores de la orden.
Se disponía a
regresar con sus compañeros cuando pisó algo duro bajo la arena. Frunciendo el
ceño, se agachó y desenterró lo que había, encontrándose con una larga caja de
metal decorada con paisajes desérticos y llamas, además de unas letras en rojo
sangre que no comprendía.
Al abrirla y ver
lo que había dentro, se sintió más confuso todavía. ¿Cómo demonios había
llegado eso al desierto?
Alev, al sentir
que la salamandra había despertado, había dado media vuelta para buscar a
Irsis. No había dejado que Yilan y los demás lo acompañaran porque él se las
podría apañar con Zehir, ya que el fuego no lo afectaba, y bastante tenía ya
con encontrar al más joven del grupo como para perder a alguien más en aquel
caos; el humo le dificultaba la visión, y de vez en cuando veía un rayo de
llamas en el aire, provocado por la salamandra. Afortunadamente, sus poderes le
informaban de la posición de la criatura y de los soldados, quienes o bien
huían como podían de aquel infierno o bien yacían en la arena, carbonizados o
asfixiados por el humo venenoso.
Zehir soltó una
nueva nube de gas tóxico, obligando a Alev a cubrirse la mitad de la cara. En
ese momento, notó que la criatura se estaba moviendo en su dirección.
Mierda, le había
detectado.
Sus sospechas se
confirmaron cuando la salamandra apareció de entre el humo y se encaró a él.
Alev se preparó para defenderse, no podía marcharse de allí sin Irsis; tal vez
estuviera atrapado bajo los cuerpos quemados de los guerreros de Siyagun… o tal
vez fuera uno de ellos. Aunque no quería ni pensar en esa posibilidad.
Zehir lanzó una
potente llamarada que debería matar a su oponente, pero Alev alzó una mano y el
fuego se detuvo unos instantes, solo para después ir en dirección contraria y
cubrir a su oponente por completo.
Tal y como
sospechaba, la bestia no sufrió daño alguno. La armadura de ese animal lo tenía
bien protegido y, de todas formas, el fuego no podía dañarle. Tenía que
encontrar alguna otra forma de entretenerlo lo suficiente como para que…
No tuvo tiempo de
pensarlo, porque unas garras separaron sus pies del suelo y de la salamandra.
Cuando miró hacia arriba, sonrió aliviado.
—¡Irsis! ¿Dónde
estabas?
—Lo siento, he encontrado esto y me he
retrasado —le explicó mentalmente. Alev se fijó entonces en que llevaba
algo muy largo en el pico, envuelto con su ropa. También parecía pesado, a
juzgar por la baja altura a la que volaba.
Ambos esperaban
que Zehir los siguiera pero, para su sorpresa, solo lanzó un gruñido y se quedó
donde estaba. Así que, cuando estuvieron lo suficientemente lejos de ella,
Irsis lo dejó en el suelo y se transformó en humano.
—¿Estás bien? —le
preguntó Alev.
—Sí, no te
preocupes. —Mientras se vestía, señaló la caja—. Échale un vistazo a eso.
Miró el objeto con
curiosidad. Era una pieza artesana muy valiosa, a juzgar por los materiales de
la decoración; dunas de oro, cielo de plata con nubes de cuarzo, además del
fuego hecho con rubíes y jaspe.
—¿A qué esperas?
—preguntó Irsis.
—¿De dónde has
sacado esto?
—Estaba enterrado
bajo la arena, ¿por qué?
—Me dedicaba a la
orfebrería, trabajaba el metal y las piedras preciosas. Antes de que se
descubriera que era un naik hacía
piezas para los nobles… y esta caja no la ha hecho nadie de Mevkut.
—¿Estás seguro?
—Totalmente,
conozco bien el estilo de mi ciudad. Y te aseguro que esto no es de allí… De
hecho, jamás había oído hablar de algo así, y mucho menos tan bien trabajado.
—Entonces, ¿de
dónde ha salido?
No lo sabía. Nadie
que él supiera trabajaba con tantas piedras preciosas, pues eran muy difíciles
de conseguir. Para un encargo así, el noble solía pedir una caja de metal y el
artesano conseguía algunas piedras para incrustarlas en ella.
Pero no decoraba
la caja entera con materiales tan caros. Aquel objeto debía de valer una
fortuna.
Aún curioso, lo
abrió y miró lo que había dentro. Se trataba de un arma, una larga alabarda de
acero en cuya punta había una gran hoja de hacha blanca con un dibujo rojo.
La cogió y la
empuñó, comprobando su peso. Para su sorpresa, era más ligera que la mayoría de
armas que había usado, lo cual le hizo preguntarse de qué estaría hecha
realmente.
—¿Qué opinas,
Alev? —le preguntó su hermano, mirando el arma con desconfianza.
—¿Qué opinas tú?
—Que si esa
alabarda no es de Mevkut, no quiero saber de dónde viene.
—¿No te gusta?
—Al contrario, es
preciosa, pero no puedo cogerla.
Miró al joven con
el ceño fruncido.
—¿Qué quieres
decir?
Irsis le mostró
las palmas de las manos, donde había quemaduras recientes.
—Nada más cogerla,
me he quemado. No sé por qué, pero no creo que esa alabarda haya sido forjada
por un ser humano.
Volvió a observar
el arma, preguntándose de dónde provenía y qué hacía allí.
3465 a. Z. Isinlari, Zennet
Yangin, dios del
fuego, el verano y el desierto, paseaba por los jardines del Zennet mientras la
inquietud lo carcomía. ¿Sería cierto lo que decía Dalga sobre Imha? ¿De verdad
el joven dios estaba perdiendo el control? Sidet había asegurado que era
normal, que después de aquel malentendido y teniendo en cuenta que Imha todavía
no estaba acostumbrado a la violencia de los humanos era comprensible que
estuviera alterado.
Pero él no creía
que se tratara de eso, no, había algo extraño en él. Aquella mañana le había
preguntado cómo se encontraba y el joven lo había mirado horrorizado y se había
marchado corriendo, como si su vida dependiera de ello.
Estaba pasando
algo malo, lo presentía, y por alguna extraña razón que no alcanzaba a
vislumbrar, tenía la seguridad de que Sidet estaba metido en aquello. Al fin y
al cabo, Imha iba a sustituirle llegado el momento y el dios de la destrucción
debía procurar controlar a su sucesor.
Apesadumbrado,
abandonó los jardines para materializarse en una nube de ceniza, arena y llamas
en el Zehennem, donde suponía que encontraría a Hayat, el líder de los dioses.
—Si buscas a mi
marido, no se encuentra aquí.
Dio media vuelta y
se encontró con Ruh. A pesar de ser uno de los inmortales más antiguos del
panteón, la diosa de los muertos y el Zehennem seguía desprendiendo un aura tan
poderosa y letal que ni siquiera las divinidades guerreras más fuertes se
atreverían a amenazarla. Era alta e imponente, de figura delgada y piel muy
pálida, casi similar a la de un cadáver, pero de apariencia firme y fuerte.
Llevaba el cabello negro muy largo, casi hasta la cintura y ligeramente
ondulado, enmarcando su rostro de regios rasgos y sus ojos morados.
—¿Dónde está
Hayat? —le preguntó después de saludarla con una profunda reverencia.
—Hablando con Imha
—respondió, entrecerrando los ojos—. El joven dijo que tenía algo muy
importante que discutir con él, que era cuestión de vida o muerte.
—Precisamente
quería hablar con él sobre eso, Ruh. Tengo un mal presentimiento respecto a ese
chico y Sidet. Hay algo en todo lo que ha pasado que no me gusta.
—Lo sé, Sidet no
ha vuelto a ser el mismo desde… —Se detuvo antes de terminar la frase, cerrando
los ojos con fuerza, como si le doliera algo—. En fin, digamos que ha estado
actuando de un modo extraño, aunque tampoco puedo culparlo. —Hizo una pausa y
lo contempló con esos ojos perturbadores—. ¿Por qué no hablas con Nabí? Él
siempre tiene respuestas para todo.
Yangin rodó los
ojos.
—Lo que tiene Nabí
no son respuestas, sino acertijos sin sentido que tardan miles de años en
resolverse.
—Pero muchos nos
hemos salvado gracias a él, incluido tú. Hazle una visita, tal vez te diga lo
que quieres saber.
Aunque no muy
convencido, Yangin se dirigió al mundo terrenal, a Kurakarazi, donde se
encontraba una de las criaturas creadas por Bilghik. Una vez allí, encontró el
territorio donde el ser había permanecido durante milenios y se internó en la
cueva en la que Nabí hacía sus predicciones a los humanos.
—Sé bienvenido, Yangin.
Al alzar la vista,
se encontró con la criatura, que lo esperaba frente a un lago. A primera vista,
no parecía un ser especialmente poderoso; tenía el aspecto de un lobo negro
normal, lo único que le hacía diferente físicamente era la cola de serpiente y
sus brillantes ojos amarillos, similares a los de un reptil.
—Déjame adivinar,
sabías que vendría, ¿verdad? —comentó Yangin con cierto sarcasmo—. Algún día
deberías fingir que alguien te da una sorpresa.
El lobo sonrió,
pero no hizo ningún comentario al respecto.
—¿A qué has venido?
—Dímelo tú, eres
el único aquí que ve el futuro.
Nabí entrecerró
los ojos mientras observaba el lago que tenía delante, algo que le provocó un
escalofrío al dios del fuego. En esos momentos, el demonio estaba viendo el
porvenir.
—No es necesario que te diga nada, Yangin.
Muy pronto sabrás lo que sucederá con Imha y Sidet. Solo te diré que el joven
no tiene la culpa de nada de lo que sucederá en el futuro, y que seas
comprensible con él, porque tu dolor también será el suyo.
Una vez más, Nabí
hablaba con adivinanzas, pero estaba claro que lo que tenía que venir, fuera lo
que fuera, no era nada bueno.
—Una cosa más —le dijo Nabí antes de que
se fuera—, tienes algo que hacer.
—¿El qué? —Todos
seguían al pie de la letra las instrucciones de Nabí, sin excepciones y a pesar
de que estaba por debajo dioses. Era lo mejor, aquellos que no habían seguido
sus consejos habían acabado muy mal.
—Pídele a Araba que forje una alabarda a la
que tú añadirás un conjuro.
—¿Qué clase de
conjuro?
—Uno con el que solo Galner podrá empuñarla.
—¿Galner? —Yangin
frunció el ceño—. ¿Te refieres a una de las criaturas que he creado? ¿Qué pasa
con él? ¿Para qué necesita una alabarda mi coyote?
Nabí lo miró con
sus diabólicos ojos amarillos, dando a entender que no quería ninguna réplica
al respecto.
—Algún día, cuando tú estés muerto, Galner se
convertirá en humano y tendrá que cumplir una misión. La alabarda le protegerá
y, cuando no la necesite, se la entregará a una persona digna de poseerla.
—El dios iba a marcharse, pero el lobo lo llamó de nuevo—. Por cierto, cuando la alabarda esté lista, llévala a Yewatani[2]
y que Zehir la custodie. Que no deje que nadie aparte de Galner se la lleve.
Yangin no
comprendía nada de lo que pasaría en el futuro, pero si Nabí lo decía, tenía
que hacerlo. Después de todo, sus predicciones siempre se cumplían. Nunca,
desde el día en que Bilghik lo creó, se había equivocado.
Así que esa tarde,
acompañado del propio Galner, fue a pedirle a Araba, el dios de los herreros y
artesanos, que le hiciera una alabarda.
—¿Nabí le dijo que esa arma era para mí?
—le preguntó el coyote mientras se dirigía con el dios a los jardines Isinlari
para dar un paseo.
—Sí, pero como de
costumbre, no sé por qué ni para qué. Tú solo recuerda que es tuya, Galner, y
que tendrás que entregársela llegado el momento a alguien digno del arma de un
dios. No lo olvides.
Galner asintió y
siguió a su creador con pasos tranquilos, disfrutando de la mutua compañía del
otro, sin saber que esa tranquilidad quedaría rota horas más tarde, cuando Imha
diera muerte a Hayat y se fugara del Zennet con Sidet.
554 d. Z. Olum Isik, Siyagun
Estaba en la
alcoba del rey, rezando porque aquella noche no la tocara otra vez, a pesar de
que sabía que era un sueño imposible. No la dejaría marchar hasta que se
quedara embarazada, después le quitaría a su hijo y a ella la mataría, estaba
segura.
¿Pero por qué? El
rey tenía una reina que podía darle todos los hijos que deseara, ¿por qué
buscarla a ella para darle un hijo? ¿Qué pretendía?
Un ruido
interrumpió sus pensamientos. Miró a todos lados, pero no vio nada que pudiera
provocar aquel sonido.
Volvió a
escucharlo y, esta vez, vio de dónde provenía. Se trataba de una piedra al
fondo de la habitación que se movía. Esta no tardó en ser apartada por las
manos de un hombre, que se asomó un poco para observar la estancia, como si se
estuviera asegurando de que no hubiera nadie. Sin embargo, cuando la vio a
ella, no pareció importarle su presencia.
—Estás sola,
¿verdad?
Asustada, asintió
mientras el hombre entraba en la habitación del rey. Por sus ropas, parecía un
plebeyo, aunque se movía con la elegancia y cautela propias de un depredador.
Era muy alto, tenía hombros anchos y cintura estrecha. Su complexión musculosa
bastaba para advertir a sus posibles enemigos de que no le tumbarían con un
solo golpe, y su piel parecía dorada. Sin embargo, no podía verle el rostro, ya
que estaba oculto por una capucha.
—Me llamo Deger, y
tú debes de ser Aglaya, una de las hijas de la posadera de Yeniden Dogmak.
La joven asintió,
todavía aterrada.
—¿Q-q-qué hace
aquí?
El hombre colocó
una mano bajo su ropa, lo que le hizo pensar que iba a sacar un cuchillo para
matarla, pero se trataba de un amuleto hecho con piritas y cuarzo. Se lo dejó
sobre la cama y luego retrocedió, diciéndole así que no iba a tocarla ni a
hacerle daño.
—Esto es de parte
de tu madre, para que te proteja —le dijo antes de volver a meterse en el
agujero y quedarse ahí, mirándola a pesar de que la capucha cubría sus ojos—.
Me han dicho que apenas comes. Yo si fuera tú cambiaría de actitud, si quieres
sobrevivir aquí.
Aglaya lo miró
enfurecida.
—¿Qué sabrás tú de
lo que es estar aquí encerrada? ¿De que el hombre que mató a mi padre me toque
todas las noches y no pueda hacer nada por evitarlo? ¿Acaso tienes idea de lo
que es eso?
El hombre no dijo
nada, pero tampoco le dio la impresión de que fuera a disculparse por lo que
había dicho. Cuando habló, lo hizo con voz tranquila, sin tono alguno de
reproche.
—¿Crees que tienes
mala suerte?, ¿que eres la única que ha pasado por esto? Seguro que la gente
que va a la posada de tu madre tiene problemas así; un pariente asesinado por
un soldado, una familia arruinada por un ministro, un hombre maldecido por un
sacerdote… Todo el mundo comete atrocidades por sus intereses, sobre todo los
nobles, porque saben que el rey no les hará ningún daño mientras estén de su
parte. —Hizo una pausa muy corta—. Antes, la gente no decía nada, no hacía
nada, porque creía que el monarca tenía razón en todos sus mandatos, que todo
aquel que fuera nombrado culpable por él lo era. Pero, gracias a ti, empiezan a
hacerse preguntas, empiezan a ver la realidad. Si la situación sigue así,
acabará habiendo una rebelión.
—¿Y el rey morirá?
—Es un privilegio
que me reservo.
Aglaya miró a
Deger durante unos minutos. Después, fue hacia la mesa, donde había bandejas
con comida, se sentó y empezó a comer.
Le pareció ver por
el rabillo del ojo que el desconocido sonreía antes de marcharse por el agujero
y volver a poner la piedra en su sitio, dejándola sola con sus pensamientos y
preocupaciones.
—¿Cómo ha ido?
—preguntó Sayfa cuando vio que Deger salía del pasadizo secreto, construido
durante la conquista de los reinos del Gun.
El hombre revolvió
el cabello del joven, un chico de catorce años con el pelo y los ojos castaños
claros que trabajaba como mozo de cuadra en los establos del rey.
—La chica comerá.
Gracias por decírmelo.
—Dáselas a mi
madre, es ella la que le pone la bandeja de comida y después la recoge. —Lo
miró con cierta inquietud—. Oye, Deger, habrá una rebelión, ¿verdad?
—Si todo va como
tengo previsto, dentro de unos años lo lograremos —dicho esto, observó la
muralla que protegía el palacio del rey—. Tengo que volver a la ciudad, debo
hablar con un par de personas más para continuar con la primera fase del plan.
Así dio por
concluida la conversación.
Poco después,
Deger recorría los suburbios de la ciudad, cabizbajo y evitando a los guardias
que vigilaban la ciudad, pues no le convenía que supieran de su existencia
todavía.
Pero ya faltaba
menos para terminar aquello. Sakasi y la gente que había reunido de aquella
zona de la ciudad se encargarían del plan mientras él se marchaba a Siginak, la
ciudad al sur de Siyagun, por un tiempo para encontrar información sobre los naik. Sin ellos, la rebelión no tendría
sentido, y sin esa rebelión, no podría reunirse con su padre y liberar a su
madre.