viernes, 22 de junio de 2018

La Sombra de la Destrucción

Capítulo 3. El rey del desierto


—¡Escondeos, yabani[1]!, ¡pues ya invadimos tierras salvajes! ¡Mataremos a los hombres, violaremos vuestras mujeres, torturaremos a los viejos y vuestros hijos serán esclavos! ¡Huid y gritad, suplicando clemencia…!
—Oye, ¿los soldados cantan esas canciones tan desagradables? —preguntó Irsis mientras rezaba por quedarse sordo en algún momento.
—Lo que estás oyendo no es un soldado, sino un borracho —respondió Yilan.
—No me extraña, Shunuk le da todo el ron que pide. No entiendo cómo no ha estallado en llamas con la cantidad de alcohol que ha tomado y este calor —comentó antes de beber un trago de agua de su cantimplora—. Por cierto, ¿qué pretendes hacer con él? Un borracho no nos sirve de mucho, que digamos.
Esta vez, Yilan no contestó. No era necesario que sus hermanos conocieran todos sus planes de momento. El primer paso era encontrarlos a todos, después ya se encargaría del resto.
Zhor sería una pieza muy valiosa en esa parte. Al ser un soldado de Siyagun, probablemente tenía información que le sería de utilidad en el futuro, cuando regresara a Olum Isik y se encontrara de nuevo con el rey. El problema era que el guerrero se pusiera de su parte, algo que parecía bastante difícil teniendo en cuenta su temperamento. No podría doblegar su voluntad a base de golpes, Zhor podía soportar eso, así que tendría que encontrar otra forma…
—Yilan, mira eso —dijo Shunuk, que se encontraba en la parte de atrás del carro junto al soldado—. ¿Son lo que creo?
Él asintió mirando el cielo.
—Sabía que tarde o temprano vendrían. —Cogió el látigo que llevaba atado a su bolsa de viaje y se aseguró de que sus dagas estuvieran en su cinto.
—¿Qué pasa? —preguntó Irsis antes de mirar al cielo y ver a lo que se referían sus compañeros—. ¿Esos son los akbalar? Pues menuda birria, yo soy más grande que ellos en mi forma demoníaca.
—El tamaño no es importante —dijo Yilan antes de bajar del carro y mover los hombros, calentando para el combate.
—Eso dicen todas las mujeres y los aquí presentes ya sabemos qué piensan luego. —Miró fijamente a las criaturas, que se habían acercado más y ahora las veía con mayor claridad—. Por el amor de Tanri, ¿en qué coño estaba pensando el que creó eso?
—¿No te gustan los lagartos? —rio Yilan.
—Detesto cualquier cosa que sea viscosa, pero al menos no son bichos como los de antes.
—¿Te dan miedo?, no me lo pareció cuando luchabas contra los akrehler.
—Me dan asco, es diferente. Se arrastran por el suelo como si agonizaran, tienen esas repugnantes patitas peludas y sueltan una baba viscosa muy parecida a la que tienen esas cosas en el cuerpo. —Se estremeció mientras se ponía de pie en el carro y abría sus abanicos—. Seguro que dejan mis armas hechas un asco. Con lo cuidadas que las tengo…
—Mira el lado bueno, Irsis. Al menos no se arrastran por el suelo. Bueno, no siempre.
—¿No siempre? Eso no me consuela, de hecho, casi es peor que vuelen.
Mientras el joven se lamentaba por tener que enfrentarse a esas viscosas criaturas, los akbalar volaban en círculos, preparados para la hora de comer.
    

Olum Isik, Siyagun

En palacio, el rey disfrutaba junto a los ministros, sus dos generales y los capitanes de sus tropas, de una suculenta comida acompañada de las risas que provocaba el bufón de la corte, quien hacía malabares torpemente.
Pero, como la calma que precede la tormenta, malas noticias estaban a punto de entrar en la sala. Muy pronto apareció el capitán destinado a Dumanli Dag, cuya misión consistía en matar al naik que se encontraba allí, lleno de polvo y con sus ropas rasgadas.
La mesa, grande y alargada, estalló en murmullos mientras el soldado se dirigía al fondo de la sala, donde el rey presidía el banquete. Cuando estuvo frente a él, se arrodilló y puso un puño sobre el corazón.
—Solicito permiso para hablar, mi rey.
El monarca se levantó, impaciente por recibir noticias del capitán.
—Habla.
—Mis tropas han sido eliminadas por los akrehler. Solo he sobrevivido yo.
Una nueva ronda de murmullos invadió la habitación, pero el rey los hizo callar con un gesto de la mano.
—¿Cómo logró sobrevivir?
—No estoy muy seguro pero, al parecer, había unos hombres infiltrados en nuestros carros. Uno de ellos se enfrentó a un akrehler y los otros dos… —El soldado tragó saliva antes de continuar—. Estoy seguro de que eran naik.
Esta vez, exclamaciones y gritos retumbaron por el palacio acompañados de maldiciones y blasfemias. Los ministros se miraban entre ellos, asustados, mientras que los guerreros clamaban cien formas distintas de acabar con los naik.
—¡Silencio! —Todos obedecieron al instante al rey, que se dirigió de nuevo al capitán—. ¿Cómo estás tan seguro?
—Uno de ellos se transformó en un gran cuervo, mi rey.
—¿Y el otro?
—En una… serpiente blanca gigante, majestad.
El rey inspiró hondo, al mismo tiempo que sentía el pánico abalanzarse sobre él como una manada de caballos salvajes. Así que Damballa había encontrado a uno de sus hermanos, y seguramente sabía lo del naik de Dumanli Dag. Eso no iba bien, tenía que detenerlo cuanto antes.
—Buen trabajo, soldado. Regrese a casa y tómese un descanso, lo necesita.
El capitán dio las gracias y se retiró, dejando al monarca a solas con sus súbditos, que lo miraban esperando órdenes.
—Caballeros, este asunto se nos está yendo de las manos —comenzó a la vez que se sentaba en su silla con los dedos entrelazados—. Los naik nos llevan ventaja y no podemos tolerarlo. Tenemos que encontrar una forma de cruzar el desierto sin que los akrehler y los akbalar acaben con nuestras tropas. ¿Alguna idea?
Entonces, comenzó un debate. Uno de los generales, el encargado de proteger el palacio y de supervisar el entrenamiento de los jóvenes que se convertían en soldados, propuso movilizar el ejército real para cruzar el desierto. Pero el general que protegía la ciudad comentó que era demasiado arriesgado, pues los otros reinos podían pensar que se trataba de una invasión y, además, aprovechar la ausencia del ejército para atacar la propia ciudad.
La discusión siguió hasta que un hombre cubierto por una capa blanca se materializó en la sala. Todos observaron, con ojos como platos, cómo alzaba una mano oscura con largas uñas, en la cual sostenía una caja de madera con decoraciones de oro y esmeraldas.
—Con esta caja, ni los akrehler ni los akbalar se acercarán a vosotros. Recordadlo —dicho esto, desapareció en un estallido de luz blanca, dejando la caja flotando en el aire.
Superado el susto, el rey ordenó a un soldado que le trajera el objeto. Este, con un poco de temor, obedeció y le entregó la caja. Tras inspirar hondo, la abrió y observó su interior antes de volver a cerrarla con una risotada. Después, alzó el objeto para que sus hombres lo vieran.
—Caballeros, Tanri está de nuestra parte. Uno de sus vasi acaba de enviarnos este regalo para que cumplamos con éxito nuestro objetivo de acabar con esos demonios. Que tres tropas se preparen y marchen inmediatamente a Yeralti Vala.
Todos se apresuraron a cumplir las órdenes del monarca. Ninguno se acordó del bufón, que había permanecido todo el tiempo oculto tras una cortina, y que se marchó sigilosamente de la sala.


Horas más tarde, el rey caminaba nervioso hacia la habitación de su esposa. Hacía un par de días que la muchacha estaba en palacio, pero aún no había informado a la reina del motivo de su presencia.
Se paró cuando llegó a la puerta de la alcoba de su esposa, y un escalofrío subió por su espalda cuando escuchó el sonido de aquellas garras arañando la puerta.
—Buenas noches, mi reina. ¿Cómo te encuentras?
—Bien, mi rey —respondió esta, con voz neutra y carente de emoción—. ¿A qué debo su visita?
—He… He venido a comunicarte que han traído a una joven que me dará un heredero. Es necesario para el reino, ya que nuestro hijo no puede gobernar.
Se hizo un silencio tenso. El rey sudaba y tragaba saliva. Temía la ira de su esposa, pero también esperaba escuchar algún sentimiento en su voz, aunque solo fuera puro enfado, cualquier cosa que la sacara de ese aislamiento al que se había sometido voluntariamente durante treinta años.
—¿Eso significa que mi hijo y yo abandonaremos el palacio?
—¡No! Por las alas de Tanri, claro que no. Sois mi familia y os quedaréis aquí, conmigo. Sencillamente necesito un heredero, y puesto que no deseas compartir mi lecho, he tenido que recurrir a otros… medios. ¿Comprendes?
—Perfectamente. —En ningún momento su voz mostró otra cosa que no fuera indiferencia, por lo que las esperanzas del rey fueron en vano—. Entonces debe marcharse, tiene un heredero que engendrar.
Cabizbajo, el rey se alejó de los aposentos de su mujer arrastrando los pies. Tal vez jamás podría recuperarla, pero se negaba a dejarla marchar con su hijo. A pesar de todas esas décadas de frialdad e indiferencia, todavía la quería, y no soportaría tener la duda de si, tras abandonarle, buscaría a otro hombre que le diera un niño sano.
Así pues, entró en su alcoba, donde una muchacha que no llegaría a los dieciséis años sollozaba, desnuda y abrazándose las rodillas, sobre la cama.
—Tranquila, si te estás quieta y me dejas a mí, no te dolerá tanto —dijo antes de desnudarse y tumbarse junto a ella, logrando únicamente que la joven sollozara con más fuerza.


Gokhabis, Zennet

Aunque estuviera encerrado, Zeker aún podía utilizar ciertos poderes sin que fuera descubierto por los vasi. Podía comunicarse, durante un período muy corto de tiempo, con sus hijos a través de las estatuas que lo representaban, siempre y cuando ellos lo invocaran. Y también podía observar el mundo humano.
En esos momentos, contemplaba al rey de Siyagun, uno de los hombres a los que más odiaba. Pero su odio no hizo más que aumentar cuando vio lo que estaba haciendo; violar a una niña. Él era el dios de los muertos y había visto muchas atrocidades, pero ninguna le repugnaba más que aquella.
Soltó un siseo y trató de usar sus poderes para llegar al rey, pero la luz que había en la celda se intensificó, provocando una quemadura en su piel. Siseó furioso mientras maldecía en silencio.
—¿Un mal día, Zeker?
Miró por la rendija de su prisión y sus ojos brillaron al reconocer al vasi.
Zekilik. Hacía mucho tiempo que no te veía.
Zekilik era, probablemente, el más antiguo de los vasi que quedaba con vida en el Zennet. Era enorme, no solo por su más de metro noventa de altura, sino también por su complexión robusta y musculosa, con hombros anchos y poderosos brazos. Su piel era dorada y estaba salpicada con motas negras, a excepción de su torso, que era blanco, lo cierto era que su apariencia recordaba a la de un leopardo; de hecho, sus orejas y sus fuertes patas eran de felino, y una larga cola se balanceaba tras él. En la espalda, yacían plegadas sus grandes alas, doradas y salpicadas de manchas negras, con alguna que otra pluma blanca desperdigada. Sus facciones eran duras y curtidas, con una mandíbula cuadrada y la frente ancha; el cabello era muy largo, lo llevaba recogido en una gruesa trenza hasta la mitad de la espalda, y era oscuro y brillante; y sus negros ojos solían tener una mirada afilada y feroz.
Pero, en esa ocasión, el vasi sonreía con picardía.
—Me habría pasado antes, he estado ocupado con nuestros amigos del este. Parece frustrado, ¿qué sucede?
Lo que me sucede es que necesito darle una lección a cierto malnacido.
—Es el sueño de todo ser vivo. No puedo matar a un ser humano, va contra las normas pero, aparte de eso, ¿hay algo más que pueda hacer?
El dios sonrió. Sabía que no podría matar al rey, pero tampoco iba a dejarlo sin castigo. Y si Zekilik le ayudaba, se aseguraría de que a ese cabrón no le gustara nada su regalo.


Yeralti Vala

Los akbalar se cansaron de observar a sus presas y se lanzaron a por ellas. Eran criaturas bajas en lo referente a la altura, apenas llegaban a un metro de alto desde el nivel del suelo, pero sus cuerpos eran largos y escamosos, y estaban cubiertos con una sustancia viscosa que les ayudaba a mantenerse húmedos y soportar así el calor del desierto. Eran similares a las serpientes, solo que tenían diez pequeñas patas a los costados que les permitían moverse rápidamente por el suelo, y que llevaban pegadas a los lados cuando volaban. La cabeza era más parecida a la de un lagarto, cuadrada y maciza, con una potente mandíbula capaz de arrancar trozos de carne. A pesar de eso, no habría sido un ser tan imponente de no ser por las alas de buitre que tenía en el lomo, enormes en comparación con el resto de su cuerpo, el cual, al ser tan liviano y elástico, le permitía alcanzar una velocidad en el aire que los convertía en los depredadores más peligrosos del cielo. Curiosamente, sus pieles eran un espectáculo de vivos colores mezclados; tonos rojos, amarillos, verdes, naranjas, azules y morados surcaban el viento. Al menos fue así hasta que se abalanzaron sobre Yilan y los demás envueltos en llamas, como si fueran meteoritos.
—¡La madre que los parió! —exclamó Irsis—. ¿Pueden hacer eso?
—Te dije que no los subestimaras solo por ser pequeños —dijo Yilan mientras movía el látigo en círculos.
—¿Qué pasa? —preguntó Zhor, aún borracho—. ¿Habéis visto al Maligno o a vuestro suegro? —dicho esto, rio y bebió un trago de su botella de ron. Después, intentó levantarse sin mucho éxito, ya que se tambaleó y cayó del carro al suelo.
—Está muy, muy, muy borracho —comentó el más joven sin dejar de mirar a las criaturas, a las que les faltaba poco para llegar hasta ellos—. Podría ser una molestia si intenta luchar. Además, su pierna no está bien.
—No te preocupes. Shunuk ya sabe qué hacer, ¿verdad?
Como respuesta, el susodicho le dio un golpe seco al soldado en la nuca que lo dejó inconsciente al acto.
—Con esto bastará —comentó—, aunque creo que tendremos que pedirle disculpas más tarde.
—¡Olvídate de eso y céntrate! —gritó Irsis—, ¡ya están aquí!
Los akbalar bajaron en picado a por ellos con las mandíbulas abiertas y el fuego rodeando sus cuerpos. Irsis fue el primero en atacar; lanzó sus abanicos a uno de ellos, al que logró causar graves heridas en las alas, aunque no las suficientes como para matarlo. Yilan, por su parte, utilizó el látigo para atrapar a uno de ellos e inmovilizarlo en el suelo, de forma que pudo degollarlo con una de sus dagas antes de que intentara morderlo.
—¡Irsis! —le gritó al más joven—, ¡no dejes que te muerdan, son venenosos!
—¡Entendido! —chilló este por encima de su hombro antes de esquivar a un akbalar que se estrelló contra la arena y correteó por ella con las alas plegadas hasta acercarse al muchacho e intentar morderlo.
Afortunadamente, Irsis logró evitarlo, pero no tardó en aparecer otra bestia a su espalda que lo habría atacado de no ser porque la hoz de Shunuk lo mató al instante.
—¡Atento, Irsis! —le gritó este, que ahuyentaba a los akbalar con la larga cadena y los mataba con la hoz atada a la misma.
El joven asintió antes de extender los brazos y coger sus abanicos, que regresaron por sí solos con su dueño. Ahora debía concentrarse, desde que emprendió el viaje había estado practicando un poco sus habilidades, y ese era el momento perfecto para ver los resultados. Se centró en un akbalar, el cual le mostraba las negras fauces, y movió una mano, acompañada de su arma, hacia él.
—Prueba esto —dijo mientras convocaba sus poderes.
Una ráfaga de viento levantó la arena del desierto y, con ella, a todos los akbalar contra los que luchaba.
Yilan y Shunuk, al ser conscientes de esto, miraron a Irsis y palidecieron. El joven solo pretendía levantar potentes ráfagas para alejar a sus adversarios, pero había creado algo más aterrador.
—Irsis… Esto es demasiado —murmuró Yilan, sabiendo que si su hermano no se detenía serían tragados por el tornado.


Se levantó al percibir que un poder extraño estaba invadiendo su tierra. ¿Qué diablos era eso? Los akrehler se habían escondido y los akbalar regresaban a sus nidos. ¿De qué se trataba?
Cerró los ojos y su mente se deslizó por las dunas del desierto, llevándolo hasta un lugar no muy lejos de donde él estaba, en el cual un tornado de origen desconocido había atrapado a una partida de caza akbalar.
Gruñó antes de emplear su poder para detener aquel fenómeno extraño, de ningún modo producido por la naturaleza. Al fin y al cabo, era él quien dominaba aquellas tierras. Luchó contra el viento, introduciéndose en él, provocando una onda de fuego en su ojo que descendió hasta el suelo y provocó una explosión. Los akbalar quedaron libres y pudieron volver a la cacería, mientras que él se tumbaba en el suelo para poder descansar después de detener aquella extraña fuerza.
No sabía quién o qué había provocado ese tornado, pero no sería un enemigo fácil. Sin embargo, eso no le importaba. Aquel era su hogar y no dejaría que lo echaran de allí. Le daba igual cuánta sangre tuviera que derramar.


Yilan corrió hacia donde estaba Irsis, el cual se encontraba tirado en el suelo con la ropa quemada y heridas graves en la piel.
—¿Qué...? ¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Irsis con una mueca de dolor.
Su hermano se apresuró a coger una cantimplora y echarle agua, con lo que consiguió que el joven lanzara un aullido y maldijera. Pero se pondría bien. Shunuk le pondría una pomada que lo ayudaría a recuperarse en poco tiempo. De hecho, Irsis se levantó, aunque tembloroso, y cogió un cuchillo que llevaba al cinto, dispuesto a seguir luchando.
—¿Dónde se han metido los akbalar?
Sus ojos verdes recorrieron el desierto con lentitud y desconfianza.
—Probablemente estén… —No tuvo tiempo de terminar la frase, ya que las colas de estos, que se habían ocultadobajo la arena, se enrollaron en sus piernas y les hicieron caer.
Él logró deshacerse del suyo de una patada en la mandíbula, pero Irsis, dolorido por las quemaduras, fue arrastrado por la criatura en dirección contraria.
—¡Irsis! —Intentó ir a ayudarlo, pero Shunuk lo apartó a tiempo de evitar que los colmillos de dos akbalar se clavaran en su piel.
Shunuk lo miró con seriedad.
—No te precipites, Yilan. Solo quedan tres akbalar, los otros murieron durante el tornado o huyeron antes de que se los tragara. Nos encargaremos de estos dos y después ayudaremos a Irsis.
Yilan tuvo que reconocer que tenía razón. No podía descuidarse cuando corría el peligro de morir envenenado por los akbalar, así no ayudaría a nadie. Así que, resignado, se apresuró a encargarse, junto a Shunuk, de las bestias que le impedían ir con su hermano.
Por otra parte, Irsis no lo tenía nada fácil. Aunque se había librado de la criatura y ahora corría buscando sus abanicos, perdidos durante el tornado, esta se movía rápidamente, ansiosa por cazar a la presa que daría alimento a sus crías.
Cuando el joven tropezó y el akbalar estuvo sobre él, cerró los ojos, esperando sentir los colmillos en la piel. Pero solo oyó un rugido de dolor y, cuando se atrevió a mirar, la punta de una espada atravesaba la cabeza de la bestia.
Su salvador sacó el arma de la criatura y lo miró con mala cara.
—Esos bichos hacen mucho ruido. Y tengo una resaca para cagarse —dijo antes de volver al carro e intentar dormir un poco.
Irsis se quedó ahí, mirando cómo Zhor se alejaba cojeando hasta dejarse caer sobre la parte trasera del carro. Apenas tardó unos segundos en escuchar sus estridentes ronquidos.
No podía creerlo. Su cuerpo estaba lleno de heridas, su ropa rasgada y quemada, además de estar cubierto por esa asquerosa sustancia que desprendían esos seres repugnantes. Pero estaba vivo. Seguía con vida gracias al soldado al que había querido matar.
—¡Irsis! —Yilan se arrodilló junto a él. Estaba cubierto de sangre verdosa, señal de que había matado a los pocos akbalar que quedaban—. ¿Estás bien?
—No, no lo estoy. Te dije que acabaría cubierto de esta mierda —señaló las babas con una mueca de asco—. Creo que no podré superarlo, me siento sucio…
Su hermano mayor no pudo evitar esbozar una sonrisa de alivio. Si aún podía decir tonterías, significaba que no estaba tan mal como había imaginado.
—Venga, tenemos que irnos. En cuanto Shunuk te mire esas heridas podrás descansar.
Irsis quiso decirle algo, pero se desmayó antes de poder abrir siquiera la boca. Debía decírselo, debía decirle que algo había detenido su tornado. Alguien les estaba vigilando, y fuera lo que fuera, no era humano.


Despertó varias horas más tarde, cuando los gemidos de los akbalar a los que había salvado del tornado llegaron a su refugio. Se levantó y se acercó a uno de ellos, el cual tenía una herida que desprendía una gran cantidad de sangre, aunque no era mortal.
Analizó la herida con interés. Había sido hecha por algo largo y afilado. Habría aventurado que se trataba de una espada, pero la separación entre los bordes del corte era demasiado grande. No se había hecho con un arma humana, de eso estaba seguro.
Dejó descansar al akbalar y salió al desierto. Ya era de noche y los intrusos estarían cansados y desprotegidos, por lo que era el momento perfecto para atacar.
Sabía que eran cuatro. Dos hombres experimentados en el combate, un soldado herido y un niño inofensivo. Lo único que tenía que hacer era alejar a los primeros, de forma que los otros estuvieran indefensos.
Tal vez los akrehler y los akbalar no habían podido con ellos, pero de él no podrían escapar.


Olum Isik, Siyagun

Estaba en Yeniden Dogmak, una de las posadas que más frecuentaban los campesinos de todo tipo de profesiones: agricultores, ganaderos, herreros, mozos de cuadra, sirvientes, carpinteros, pequeños comerciantes…
Sin embargo, el hombre al que estaba esperando era un completo desconocido para la ciudad a pesar de que su presencia llamaría la atención de cualquiera. Con sus dos metros de altura y su complexión musculosa, parecía una montaña a punto de abalanzarse sobre ti. Aparte de eso, solamente podía decir que tenía la piel dorada, fuertes extremidades, hombros anchos y cintura estrecha. Era uno de los pocos que había visto su rostro, siempre oculto por una capucha, algo normal si se tenía en cuenta que podría ser reconocido, algo que no les convenía a ninguno de los dos.
—Sakasi.
Se dio la vuelta y se encontró con el hombre al que estaba esperando.
—Hola, Deger.
El recién llegado se sentó a su lado y pidió una cerveza que la posadera le sirvió con manos temblorosas y un rostro distraído teñido de tristeza e inquietud, algo que a ninguno de los clientes les pasó desapercibido.
—Lo sabes, ¿verdad? —preguntó Sakasi.
—El rey se ha llevado a su hija —dijo Deger, apretando los puños con fuerza—. Imaginas por qué, ¿verdad?
Sakasi resopló, disgustado.
—Sí, pero me sorprende que los ciudadanos no se hayan dado cuenta aún.
—¿Y te parece extraño? ¿Qué pensaría el pueblo si supiera que la reina no está enferma, sino que se niega a compartir el lecho de su marido? Sería el hazmerreír de su propio reino.
—Eso no estaría tan mal. Ese cabrón no podría ni dirigir un carro de caballos, a este paso la ciudad quedará arruinada. Los impuestos cada vez son más altos, igual que el nivel de criminalidad.Es cuestión de tiempo que la gente honrada deje de ganar lo suficiente para comer. ¿Y para qué?, para que esos cerdos de la nobleza puedan pagarle a sus niños mimados y caprichosos un pony. Si este reino no ha caído en la miseria es gracias a los recursos de las Tierras Pálidas, y a que explotan a la pobre gente de allí. —Bebió un trago de su jarra para calmarse y miró a su acompañante con el único ojo que veía bien, pues el otro lo tenía casi cerrado debido a la deformidad de su rostro—. Pero no hemos venido aquí a criticar al rey, sino a decidir qué quieres hacer con él.
Deger hizo rodar su jarra pensativamente.
—Ya es hora de poner en marcha la primera fase del plan.
—¿Estás totalmente seguro de que quieres hacer esto? Si nos pillan, no acabaremos solamente en la mazmorra, nos ahorcarán en la plaza de la ciudad.
—Ya te dije que no tienes por qué formar parte de esto.
—¿Bromeas? No pienso quedarme al margen. Seré un bufón, repulsivo, feo y estaré castrado, pero aún puedo hacer un par de cosas por mi ciudad.
Deger sonrió.
—Entonces ya sabes qué hacer. —Se levantó, dispuesto a irse después de dejar una moneda en la mesa, pero la voz de Sakasi lo detuvo.
—Por cierto, tus amigos naik lograron infiltrarse.
Deger enarcó una ceja, interesado.
—¿Sabes algo más?
—Los soldados enviarán más tropas al desierto. No van a dejar a ese naik de Dumanli Dag así como así.
—Eso no será un problema para Yilan y los demás. Cruzar el desierto es difícil, los soldados no llegarán a Kurakarazi antes que ellos.
—Yo también lo pensaría de no ser porque un vasi ha aparecido ante el rey.
Deger se tensó ante la mención de la criatura.
—¿Qué ha pasado con él?
—Le ha dado al monarca una caja. No sé lo que hay dentro pero, por lo que he llegado a oír, esa cosa impedirá que los akrehler y los akbalar molesten a los soldados.
Esperó a que Deger dijera algo, pero solamente asintió y se marchó de la posada, dejando a Sakasi pensativo hasta que la posadera empezó a sollozar y los clientes trataron de calmarla. Él no tenía hijos, había nacido deforme y, probablemente, le habrían matado por ser tan repulsivo de no ser porque a la realeza le pareció divertido burlarse de sus defectos, de ahí que se convirtiera en bufón. Sin embargo, su hermano nació normal y había creado una familia de la que él formaba parte y, aunque no fuera su padre, si le pasaba algo a su sobrina sabía que sufriría tanto como lo hacía aquella pobre mujer.
Bueno, como bufón, su trabajo era entretener, ¿no? Puede que no llevara puesto en esos momentos su traje de vivos colores, pero no los necesitaba. Se colocó en mitad del local y empezó a ridiculizar al rey delante de todos. El público no tardó en estallar en carcajadas y, aunque la posadera no se rio, si logró arrancarle alguna sonrisa y que dejara de llorar. Eso lo alivió.


Yeralti Vala

Al anochecer, Yilan y los demás se detuvieron en mitad del desierto para descansar y dormir un poco. Mientras Shunuk revisaba la pierna de Zhor y las heridas más recientes de Irsis, Yilan se alejó un poco del grupo para inspeccionar el terreno en busca de depredadores. No percibió nada especialmente peligroso con sus sentidos agudizados, proporcionados por Damballa, que vivía dentro de él, así que regresó al carro y se sentó en la arena, un poco alejado de los demás. Se había quitado la capa, no la necesitaba ahora que no estaba entre humanos que podrían reconocerle como a un soluk, por lo que solo llevaba la camisa y los pantalones para protegerse del frío del desierto, aunque a él apenas le afectaba, ya que provenía de un continente donde reinaba un invierno constante. Aparte de eso, llevaba una especie de pañuelo atado por debajo del hombro izquierdo; parecía muy viejo y estaba sucio y desgastado, pero eso no parecía importarle a Yilan. Lo desató y lo contempló unos momentos. La ira brilló en sus ojos mientras lo apretaba con fuerza.
—¿Estás bien?
Se sobresaltó al escuchar que había alguien a su lado. Al reconocerlo, le dedicó una mirada reprobatoria.
—Deberías estar descansando, Irsis.
El joven resopló y se sentó a su lado.
—Me duele cuando me muevo, pero tampoco es para tanto —dicho esto, señaló el pañuelo—. Me he dado cuenta de que siempre lo llevas puesto, a pesar de que no tiene pinta de haber conocido tiempos mejores. ¿Significa algo para ti?
—Es un recordatorio.
—¿De qué?
En vez de responder, Yilan apretó los labios con fuerza y sus pupilas se volvieron rasgadas, manifestando al demonio que llevaba dentro. Vale, Irsis sabía cuándo pisaba terreno peligroso.
—Hay algo que tengo que decirte —le dijo, esperando distraerle.
—¿Te refieres a la explosión de fuego? —inquirió su hermano, atándose de nuevo el pañuelo al hombro—. Ya sé que no fue cosa tuya; por mucho que controles el viento, dudo que puedas crear remolinos de llamas.
—¿Y sabes qué puede haber sido?
—Ni la más remota idea. —Yilan frunció el ceño, pensativo—. Cuando estuve aquí, no luché contra nada que pudiera provocar algo así, por lo que deduzco que, sea lo que sea esa cosa, llegó no hace más de una década.
—Es peligroso —afirmó Irsis con seriedad—. Sentí su aura cuando intentó detener el tornado. Está furioso, quiere que nos marchemos del desierto.
—Y lo haremos, cuando lleguemos a Kurakarazi.
El joven dejó escapar una carcajada.
—Creo que quiere que demos media vuelta ya, hermano.
—Pues mala suerte para él. Tarde o temprano tendrá que plantarnos cara él mismo. Ya ha visto que ni los akrehler ni los akbalar pueden con nosotros.
—Pues espero que sea tarde, porque hasta que no se curen mis quemaduras no podré transformarme en cuervo… Bueno, sí que podría, pero me desgarraría los músculos y creo que ya tengo bastante con mis heridas.
—No te preocupes, Shunuk y yo te protegeremos —prometió Yilan mientras le revolvía el pelo a Irsis, quien soltó un quejido y le apartó la mano.
—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta? —Cuando su hermano asintió, el joven se atrevió a hacerla—. ¿Tú vienes de las Tierras Pálidas?
Yilan sonrió.
—Lo dices por mi pelo y mi piel, ¿verdad?
El muchacho asintió.
—Son demasiado claros para ser de Tohum[2], pero tus ojos son oscuros, por eso me has hecho dudar todo este tiempo. ¿Por qué viniste aquí?
El soluk entrecerró los ojos, perdido en sus recuerdos. Eran pocas las personas que conocían su infancia, pero no veía el problema en contársela a Irsis.
—Siyagun invadió mi hogar hace cincuenta y tres años. Yo tenía doce años; era demasiado pequeño para combatir, pero lo suficientemente mayor como para entender lo que sucedía. Mi padre murió durante la guerra, y a mí me separaron de mi madre y mis dos hermanos para convertirme en esclavo del rey. Fui un botín de guerra.
Irsis se arrepintió de haber preguntado, pero no tardó en olvidarlo cuando Yilan comenzó a hablarle de Semya, su ciudad, y de los bosques nevados donde jugaba con sus hermanos al escondite. Le habló de las misteriosas montañas Vechny, donde vivían unos seres a los que llamaba besmertny, criaturas extrañas y pacíficas que a veces ayudaban a los humanos. Le relató cuentos sobre Nokar, la serpiente marina que protegía las Tierras Pálidas, y sobre Snegzhens, una mujer que secuestraba niños que acababan muertos de frío. También le contó leyendas sobre Dyphani Smerti, una isla donde habitaban demonios muy poderosos.
En medio de todo esto, Irsis comenzó a intuir lo que pretendía Yilan al querer reunir a los naik y liberar a Zeker pero, aunque no iba muy desencaminado, todavía le faltaban un par de piezas importantes para averiguar cuáles eran sus objetivos.
Sin embargo, el joven no era el único que observaba a Yilan. Un soldado con una pierna herida los escuchaba atentamente y con expresión pensativa.
Por lo que estaba comprobando por sí mismo, esos dos a los que llamaban hijos del Oscuro no parecían seres tan monstruosos como los describían las leyendas. Uno estaba marcado por la invasión de Siyagun sobre las Tierras Pálidas, y el otro… El otro parecía solamente un chico que no tenía a nadie aparte de ese hombre.
—¿En qué piensas, Zhor?
El susodicho miró al esclavo, que afilaba su hoz con una piedra. Con esa expresión impasible y serena, iluminado solamente por la luz de la hoguera y acompañado por el chirrido de la piedra al chocar contra el acero, parecía una tenebrosa representación de la muerte.
—Estoy pensando.
—No me digas. —Le pareció percibir cierta burla en su voz—. ¿En qué?
Como respuesta, señaló con la cabeza a los naik, quienes seguían charlando.
—Ya veo. ¿Tus reflexiones dan frutos?
Zhor no dijo nada. La verdad era que no comprendía nada. Se suponía que dos de las personas con las que ahora viajaba eran demonios, esos seres a los que se suponía que debía matar, los monstruos que traerían de vuelta al Maligno para esclavizar a la humanidad y destruir el mundo. O eso era lo que le habían enseñado.
Sin embargo, ahora que los observaba de cerca, solamente veía a dos personas que huían de aquellos que querían acabar con sus vidas, esos humanos a los que no habían hecho daño alguno pero que, de todas formas, los odiaban y temían.
Tal vez se estuviera volviendo loco, o aún estuviera borracho, pero ya no estaba tan seguro de que las cosas fueran tal y como le habían repetido una y otra vez a lo largo de su vida.


Había llegado el momento.
Estaba sobre una duna, mirando a los intrusos que tantos problemas habían causado en su territorio. Era hora de encargarse de ellos, pero esta vez utilizaría otro recurso. Admitía que eso era jugar sucio, pero años atrás aprendió que, cuando querías librarte de alguien, cualquier artimaña es válida.
Ahora estaban dormidos, por lo que tenía una valiosa oportunidad para atacarles. Solo tenía que acercarse un poco, utilizar su poder y esperar. Entonces, los mataría a todos.


El relincho nervioso de los caballos despertó a Yilan. Se levantó, observando su alrededor, buscando alguna amenaza. Al no encontrarla, se acercó a los animales para acariciarlos, intentando que se calmaran. Cuando lo logró y dio media vuelta para volver a dormir, se dio cuenta de que algo había cambiado. La arena bajo sus pies se había vuelto blanca y muy fría, árboles de troncos negros cubiertos de una fina capa pálida habían aparecido por todas partes, de forma que no podía ver dónde estaban el carro y sus compañeros.
¿Qué había pasado?
—¡Hermano!
Se giró y su cuerpo se tensó al ver a dos niños pequeños. Ambos tenían el cabello tan claro como el suyo, al igual que la misma tonalidad pálida de su piel. Lo único que los diferenciaba eran los ojos, de un gris claro, parecido al cielo de su tierra natal.
—Sima… Vether… —murmuró al reconocer a sus dos hermanos pequeños.
—¡Vamos!, ¡ven con nosotros! —dijeron antes de salir corriendo entre risas.
Yilan los siguió, olvidándose de sus compañeros, que dormían tranquilamente en el carro.


Irsis se despertó cuando escuchó dos voces conversando entre ellas. Al incorporarse, con una mueca de dolor por las quemaduras, vio a Shunuk montado en uno de los caballos, mientras que Zhor tenía una mano sobre la empuñadura de su espada.
—¿Qué pasa? —preguntó, preocupado al no ver a Yilan por ninguna parte.
—Yilan se ha ido —respondió Shunuk sin mirarle apenas.
—¿Cómo que se ha ido?
—Lo que oyes. Yo iré a buscarle, tú quédate aquí con Zhor.
Intentó replicar, pero la mirada severa de Shunuk lo obligó a quedarse donde estaba, esperando con los dedos cruzados a que volviera con su hermano.
—Oye, niño —lo llamó el soldado de repente.
“Y dale al niño de los cojones”, pensó, rodando los ojos. ¿Por qué todo el mundo lo llamaba así? ¿Por qué tenía que soportarlo?
—¿Qué quieres, viejo?
Zhor lo miró con cara de pocos amigos.
—No me llames así.
—Tú no me llames niño, que tengo diecisiete años.
—Como sea. Quiero preguntarte algo.
El joven extendió los brazos, señalando el desierto.
—Mira dónde estamos, ¿ves a alguien que te impida hacerme una pregunta?
El soldado lo ignoró, pues sentía mucha curiosidad por saber un par de cosas. Puesto que sus reflexiones no lo llevaban a ninguna parte, había decidido recurrir directamente a la fuente. Tal vez si hablaba con los mismos naik sacaría algo claro del caos que había en su mente. Se debatía entre todo lo que le habían enseñado de pequeño y entre lo que realmente pensaba. Necesitaba deshacerse de todo eso.
—¿Cómo te trataban por ser naik?
Para su sorpresa, el muchacho se encogió de hombros.
—Nadie lo sabía, a excepción de mi padre. Así que pudo haberme ido mucho peor.
—¿Qué quieres decir?
—Mi padre me odió desde el instante en que nací, ya que mi madre murió durante el parto. Pero nuestra relación empeoró cuando descubrió que me transformaba en cuervo. —No se le escapó que el joven se tocaba inconscientemente el pecho, donde le pareció ver la sombra de una cicatriz—. Tuve que marcharme de casa con unos ocho años, y puesto que no había tenido tiempo de aprender ningún oficio, me hice ladrón. —Esbozó una sonrisa tensa—. La verdad es que nunca me arrepentí de huir de mi padre. Nunca fui feliz con él, y con el paso de los años he acabado odiándolo.
Zhor se sorprendió al darse cuenta de que comprendía al muchacho. Él también odiaba a su padre. A pesar de que hubo un tiempo en que ambos se profesaban afecto, ahora su odio hacia él era evidente para cualquiera que los viera juntos. Tras la muerte de su hermano Hata se distanciaron y, después de eso, se vio obligado a convertirse en soldado. Él nunca había deseado derramar sangre, matar personas solamente porque otro se lo ordenara. Le parecía algo irracional. Pero con el paso del tiempo, y bajo la estricta vigilancia de su padre, acabó acostumbrándose a asesinar a cualquiera, hasta que llegó un punto en el que pensó que se estaba convirtiendo en su padre, poco más que un perro faldero que solo sabía obedecer.
Y por algún extraño e irracional motivo, esos naik le recordaban a Hata. Hacían que recordara los valores que había defendido y por los que había muerto, lo mucho que lo había admirado… y que había aspirado a ser como él.
Consternado por esas divagaciones, sacudió la cabeza y soltó un gruñido disgustado. Había tomado demasiado ron esa mañana, puede que todavía estuviera borracho, eso explicaría toda esa mierda sensiblera que tenía en la cabeza.
—Tú no eres como los otros soldados —comentó Irsis de repente, sacándolo de sus pensamientos.
Su comentario lo sorprendió.
—No sé de qué me hablas.
—Cuando luchábamos contra los akbalar, me salvaste la vida, y tu misión es matarme. —El chico lo miró con sus brillantes ojos negros—. Eso demuestra dos cosas; que eres noble y…
—¿Y qué?
—Bastante gilipollas —dijo el naiksoltando una carcajada, lo cual provocó que un músculo comenzara a latir en el cuello de Zhor—. En serio, ¿quién, en su sano juicio, salvaría la vida de un naik arriesgándose a que lo tachen de traidor?
—Mira, chiquillo, no vuelvas a… —No pudo terminar de hablar, ya que una gran mole oscura se abalanzó sobre él.
Irsis, asustado, se apartó como pudo y observó el cuerpo sin vida del soldado. Pero no tuvo mucho tiempo de lamentar su muerte, ya que la criatura percibió su presencia y lanzó un gruñido que dejó al descubierto sus afilados dientes.
“Corre”, fue lo único que pensó. Sabía que esa cosa acabaría alcanzándolo, pero al menos esperaba entretenerla lo suficiente como para que Yilan y Shunuk llegaran a tiempo de ayudarle.


Yilan seguía corriendo tras sus hermanos, intentando alcanzarlos. Pero siempre se quedaba atrás, los perdía de vista o se escondían de él, como si estuvieran jugando.
—¡Vamos, Yilan!
Entonces, se paró en seco. Los niños, al ver que no los seguía, también se detuvieron.
¿Yilan? ¿Por qué le llamaban así? ¿Por qué no le llamaban por su nombre? En ese momento lo recordó todo; el rey, Zeker, Shunuk, los naik… Irsis y los demás estaban en el carro, y estaba seguro de que se había alejado bastante de ellos.
Sus ojos se oscurecieron por la ira.
—No sé quién eres, pero vas a pagar muy caro por esto.
Los niños dejaron de sonreír y se desvanecieron junto a la nieve y el bosque. De repente, se encontraba en un nido de serpientes, las cuales se deslizaban a su alrededor siseando furiosamente.
Todo había sido un espejismo. Alguien había escuchado su conversación con Irsis y había creado esa ilusión. Lo había separado de los demás, y probablemente sería Shunuk quien saldría a buscarlo, así que el objetivo de su enemigo era encargarse primero de los heridos.
No pudo dar media vuelta, ya que una serpiente se lanzó a por él mostrando los colmillos. Pero solo tuvo que agarrarla con una poderosa mano del cuello para detener su ataque.
Shezer sen shezrar salshirizen, zen zelesesolzurmessen. ¿Sim sonshilazuzen suzari shurada?
La serpiente lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendida porque aquel humano estuviera hablando en su lengua.
Solzral.Sim sersashma shanzin ze ussa sol[3].
Conforme con la respuesta, soltó al animal, que calmó al resto de las serpientes y las persuadió para que regresaran con sus huevos, permitiendo así a Yilan alejarse de ellas.
Justo en ese instante, cuando se hallaba sobre una duna para calcular a cuánta distancia estaban sus compañeros de él, vio un caballo galopando hacia él y, en su lomo, a Shunuk.
—¡Yilan! ¿Dónde estabas?
—Eso no importa, ¿y Zhor e Irsis?
—En el carro.
Iba a preguntar cuán lejos había llegado, pero no le hizo falta al ver a un segundo caballo que se dirigía adonde estaban ellos.
—Creo que te equivocas —comentó mientras señalaba al jinete, quien venía con una mueca de dolor.
—Un coyote gigante nos ha atacado y ahora persigue al chico. Yo… No podía hacer nada por él, no estoy en condiciones de luchar con mi pierna así.
Yilan no se quedó el tiempo suficiente para oír el resto. Solo se quitó la ropa y se transformó en una serpiente blanca, la cual se deslizó a toda velocidad sobre la arena, aterrada por la posibilidad de que le sucediera algo a Irsis.
Un coyote gigante… desprende fuego y domina el desierto… y, además, crea espejismos. Estaba muy claro. Se enfrentaban a Galner, uno de sus hermanos naik.


[1]N. del A. La palabra yabani significa literalmente salvaje. Se usa para designar a las personas que viven en el continente del sur, conocido como Sabana Oscura. Suele tener un valor peyorativo.
[2]N. del A.Tohum es el continente en el que se desarrolla la historia. Está formado por los reinos de Siyagun en el centro, Asikhava en el este, Kurakarazi en el sur, Uzurum en el oeste y Yayla en el norte.
[3]—Si vuelves a atacarme, te mataré. ¿Quién me ha guiado hasta aquí?
—El rey del desierto. Aquel que desprende fuego y domina el desierto.

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