martes, 22 de mayo de 2018

Presa del Demonio

Capítulo 1. El trato del Diablo


“Cree a aquellos que buscan la verdad,
duda de los que la han encontrado.”
André Gide

—¡Eh, Bellow! ¿Qué coño estás haciendo? ¡Prepárate para grabar, hombre!
Dariel sintió deseos de gritarle que aún faltaba media hora para que terminara su descanso, pero las cosas ya estaban bastante tensas en su trabajo como para vérselas con don Imbécil. Así que cerró su fiambrera, la guardó en su mochila y fue a paso rápido hacia su puesto de trabajo, ignorando las miradas que se posaban sobre él.
La mayor parte del equipo lo odiaba, y el presentador, Howard York, más que nadie. Su joven esposa y copresentadora no había dejado de devorarle con los ojos desde que posó los pies en aquel plató, al igual que todas las mujeres que trabajaban allí, algunas de ellas novias o parientes de sus compañeros. Los informáticos, la gran mayoría de personas inteligentes pero con poco atractivo, y el resto del equipo, lo veían como esa clase de persona que intentaba ascender profesionalmente usando únicamente su físico.
Por eso, Dariel se había esmerado en tener el mayor aspecto descuidado posible. Sus camisetas anchas sobraban para ocultar su cuerpo bien formado junto a unos pantalones holgados y unas deportivas viejas muy gastadas. Añadiendo a todo eso su cabello ligeramente largo y algo enmarañado y su perilla de varios días, casi podría hacerse pasar por un fumador de marihuana.
Desgraciadamente, Megan York y la gran mayoría de sus compañeras seguían comiéndoselo con los ojos, y los demás no se tragaban su numerito ni apreciaban en absoluto su intento de suavizar las cosas.
Y colorín colorado, Dariel los envió a la mierda y se dedicó a hacer su trabajo.
Estaba a punto de llegar a su cámara cuando alguien le tocó un brazo. Al desviar la vista, se encontró con la amable sonrisa de April.
—No dejes que te machaquen —le susurró.
Dariel agradeció ese gesto de ánimo con un asentimiento y se colocó tras la cámara. Enfocó la mesa de los presentadores, donde Howard York acababa de maquillarse mientras trataba por todos los medios de captar la atención de su esposa, quien se pintaba los labios al mismo tiempo que le lanzaba una mirada lasciva que lo molestó.
Decidido a hacer de su estancia en el trabajo más soportable, comprobó que todo su equipo estuviera listo e ignoró la mueca despectiva de Michael, que trabajaba a su lado con el guion de lo que debían decir los presentadores.
La siguiente hora de trabajo le dio un descanso de sus compañeros y pudo meditar sobre la dirección que estaba tomando su carrera.
Su intención nunca había sido llegar a presentador. Ni a eso ni a nada que significara estar delante de una cámara. Su sueño había sido grabar documentales, ya fueran de historia, animales, viajes, culturas…
Un sueño al que había aprendido a renunciar. Creyó que aquel trabajo era su oportunidad para abrirse camino, pero teniendo en cuenta sus relaciones laborales, dudaba que el director de la cadena, cuya hija le miraba constantemente el trasero, le diera buenas referencias.
El grito del director ordenando el final de la grabación lo sacó de sus pensamientos. Apagó la cámara y cogió su mochila, dispuesto a marcharse con el mayor sigilo posible mientras todo el mundo felicitaba a los York por su impecable trabajo.
Hizo una parada rápida en el cuarto de baño. No había nadie, así que no había peligro de miradas despectivas y comentarios de desprecio susurrados por lo bajo. Dejó la mochila a un lado, echó una meada y se lavó las manos y la cara. Justo cuando alzaba la vista, sus ojos se fijaron en una figura de voluptuosas curvas que le dedicaba una sonrisa seductora, una que le recordaba a un gato relamiéndose.
—Por fin solos, Dariel.
Él entrecerró los ojos y cruzó los brazos a la altura del pecho.
—¿Qué quieres, York?
Megan se acercó paso a paso.
—Por favor, llámame Meg.
—No somos amigos.
—No, preferiría que fuéramos más que amigos. —A esas alturas, Megan estaba muy cerca de él, tanto que al alzar una mano esta se deslizó por su cuerpo, acompañada por su mirada lujuriosa—. Tienes un cuerpo increíble, Dariel. Deberías presumir de él en vez de ocultarlo.
La caricia le produjo un escalofrío, y no de los agradables. Se apartó de ella haciéndose a un lado.
—Sea lo que sea lo que quieras de mí, mi respuesta es no.
Megan abrió los ojos como platos, pero después sonrió.
—Vamos, Dariel, no te pido más de un poco de atención y, sin embargo, puedo hacer mucho por ti. Puedo darte un trabajo mejor que el de cámara. Tal vez no el de presentador, pero sí puedo ponerte en la sección de deportes… Estoy segura de que hasta las mujeres se interesarían por el béisbol si fueses tú quien diera las noticias…
—No estoy interesado —dijo con voz tajante.
Megan frunció ligeramente el ceño, confusa.
—Pero…
—Creo que no comprendes que no quiero estar delante de una cámara. Estoy bien donde estoy.
Sus palabras sorprendieron a Megan, quien se quedó con la boca abierta. Él no tenía tiempo para aquella tontería, solo quería regresar a casa y pasar el fin de semana sin ninguna otra compañía aparte de su persona. Así que se dispuso a marcharse, pero en ese instante, entró un hombre que se quedó parado al verlos.
Era Howard York.
Si no fuera porque sabía que estaba metido en un lío, habría reído de buena gana al ver que el rostro del presentador enrojecía por momentos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Megan se encogió y se apresuró a acercarse a su marido.
—Howard, yo…
—Le pregunto a él.
A Dariel le intrigó que él fuera el culpable de aquella escena en vez de su esposa. Pero en vez de decir lo que pensaba, optó por encogerse de hombros.
—Este es el baño de hombres —explicó con sencillez.
—¿Y qué hacías aquí con mi mujer?
Tanta estupidez empezaba a cabrearlo.
—Mira, es ella quien se ha metido aquí. Así que a mí no me mires —dijo al mismo tiempo que se dirigía a la puerta… Pero, antes de que pudiera salir, Howard York se interpuso en su camino y le dio un puñetazo.
Dariel ni siquiera trastabilló. Giró la cabeza con mucha lentitud hacia el presentador, cuyos ojos brillaban por la furia.
—Deja en paz a mi esposa.
El golpe debería haber sido la gota que colmara el vaso, pero no fue así. Aunque a Dariel lo enfurecía que le pegaran, no podía hacer más que sentir pena por aquel pobre estúpido. Así que soltó una risotada que retumbó en las paredes del cuarto de baño.
—¿Te estás burlando de mí? —preguntó York con la voz repleta de una ira que amenazaba con estallar en cualquier momento.
Dariel negó con la cabeza sin dejar de sonreír.
—De ti, York. Porque, ¿sabes qué?, no merece la pena ni devolverte el golpe.
Howard alzó el puño y Dariel se preparó para esquivarlo, pero el estallido de la puerta al golpear contra la pared los detuvo a ambos. April Bloom y Matthew Wolfe acababan de entrar en el cuarto de baño.
April, a primera vista, no imponía nada en absoluto. De metro cincuenta y poco, tenía un cuerpo regordete que no se molestaba en ocultar bajo su colorida ropa, consistente en una falda larga de color rosa y una blusa morada con mangas anchas y vaporosas. Las gafas multicolor y sus uñas fucsia hacían juego tanto con su indumentaria como con su personalidad alegre y abierta. Tenía el cabello rubio muy claro y peinado en largos tirabuzones que caían sueltos por sus hombros, y que enmarcaban una carita de redondos mofletes, nariz pequeña, labios llenos y ojos oscuros.
Para aquel que no la conociera, podía parecer inofensiva, pero todo lo que podría faltarle en atractivo, lo compensaba en un carácter fuerte y atrevido, afectivo y generoso. Pobre de aquel que la haga enfadar…
Matthew, en cambio, era la viva antítesis de April, razón por la que llamaba mucho la atención el hecho de que fueran amigos. Era bastante alto y tenía una complexión muy delgada. La piel paliducha solo lograba darle un aspecto más débil, unido a su cabello castaño y largo hasta los hombros y sus facciones escuálidas parecía el típico cerebrito con el que debían de meterse en el instituto, situación que empeoraba el hecho de que Matthew era tartamudo.
April apretó los labios y se acercó a Howard, seguida muy de cerca por Matthew quien, pese a ser tímido e introvertido, se mostraba muy protector respecto con ella.
—¿Cómo se atreve a golpear a Dariel, malnacido? —chilló ella, furiosa y roja como un tomate.
Howard apretó la mandíbula.
—Este cabrón estaba… —empezó señalando a Dariel y a Megan, pero ella le clavó un dedo en el pecho.
—¡Ni cabrón ni leches! ¡Si su mujer intenta llevárselo al huerto será porque usted no cumple con su parte o porque no la cumple bien!
A Dariel se le escapó una sonrisa, al igual que a Matthew e incluso a Megan. Howard, en cambio, enrojeció de furia.
—La culpa es de este hombre que no deja de ligar con…
—¿Quién? ¿Dariel? ¿Desde cuándo un hombre que flirtea lleva un aspecto tan descuidado? ¿Acaso lo ha visto hablando con ella? ¿Mirarla siquiera? ¡Vamos, hombre! Desde que está aquí solo se ha dedicado a trabajar. Así que no vuelva a golpearle a menos que quiera que le caiga un cubo de pintura en la cabeza estando en directo —dicho esto, April cogió a Dariel de la mano, fulminó con la vista a los presentadores y se marchó con la cabeza bien alta hacia fuera del cuarto de baño.
Una vez en el pasillo, Dariel deseó que la tierra se lo tragara. Gran parte del personal se había congregado en el cuarto de baño para escuchar lo que sucedía. Todos le lanzaban miradas que prefería evitar, los hombres de desprecio y las mujeres de celos.
Los mofletes de April se hincharon peligrosamente.
—¡¿Qué estáis haciendo aquí?! ¡¿Es que no tenéis vida?!
Todos se sobresaltaron ante el estallido de la mujer y se apresuraron a dispersarse. Todos menos el director, quien se acercó a Dariel con una sonrisa prepotente en el rostro que a ninguno de los tres les hizo gracia.
—Bellow, tenemos que hablar…
—No hay nada de qué hablar —gruñó April. Dariel ya preveía un nuevo estallido por el que podían despedirla, así que le estrechó la mano y se interpuso entre ella y el director.
—No pasa nada.
Ella le miró con los ojos llenos de pena.
—Pero…
—Necesitas este trabajo más que yo. No te preocupes por mí.
April tenía cuatro sobrinos que criar mientras su hermana se encontraba en tratamiento intensivo en el hospital. Aparte de su trabajo en la cadena, tenía otro nocturno como barman en un club. El sueldo de ambos le daba lo justo para mantener a su familia.
Y lo último que necesitaba era que la despidieran por su culpa.
Dio media vuelta y se enfrentó al director, quien sacaba pecho, orgulloso de tener por fin la oportunidad de ponerlo de patitas en la calle.
—Bellow, has provocado una pelea…
—Ha sido él quien me ha golpeado.
—No me interrumpas. Por mucho que Howard te haya golpeado, has sido tú quien ha provocado la pelea haciendo indecentes proposiciones a una mujer casada.
—Yo no le he hecho ninguna proposición a nadie —dijo con los dientes apretados.
El director iba a decir algo, pero alguien carraspeó. Era Matthew.
—N-no pu-pu-puede de-despedir a Dariel po-por algo que n-no está re-re-relacionado con el tra-trabajo. —Le costaba hablar, cierto, pero su mirada firme impidió que el director lo interrumpiera—. Dariel no ha gol-golpeado a na-nadie. Ha si-sido York y po-por eso no pu-pu-puede de-despedirle. Ni ta-ta-tampoco por a-asuntos fu-fu-fuera del tra-trabajo. Si Dariel n-no ha he-hecho nada que po-po-ponga en peligro la ca-cadena, n-no pu-pu-puede hacer na-na-nada.
El director lo miró como si acabaran de echarle un jarro de agua fría. Tal vez Matthew no pudiera hablar bien, pero desde luego era el más inteligente de todo aquel edificio.
El hombre dijo algo en un gruñido ininteligible y se marchó echando pestes.
Dariel les dedicó una sonrisa agradecida.
—Gracias, chicos.
Matthew esbozó una de sus escasas sonrisas orgullosas, y April se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla.
—Sabes que estamos aquí para lo que necesites, cariño. —Los cogió a él y a Matthew del brazo y los guio a la salida—. Bueno, chicos, ¿a quién le apetece cena en el chino y fiesta por la noche? Las chicas estarán encantadas de tener entre el mar a dos peces como vosotros.
Matthew se sonrojó y Dariel esbozó una leve sonrisa. A él no le interesaba en absoluto encontrar a alguien con quien pasar la noche, pero no iba a decírselo a April después de lo que había hecho por él.
La siguió junto a Matthew hasta su coche, en una calle que daba a un callejón. Dariel no notó nada extraño hasta que, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento. Se giró alzando los brazos en cruz a tiempo de detener la patada alta que le habría roto la nariz si no hubiera actuado a tiempo.
Cogió la pierna por el tobillo y la empujó hacia atrás, haciendo que su atacante trastabillara y cayera al suelo. Percibió otro movimiento entre las sombras. Había alguien más.
—¡Matthew! ¡Llévate a April!
April intentó resistirse, pero Matthew logró convencerla de meterse en el coche. Su alivio duró apenas unos instantes, pues Matthew aceleró para interponerse entre sus contrincantes y él. April abrió la puerta trasera.
—¡Sube! —gritó.
Dariel lo habría hecho, pero de repente, todo su cuerpo vibró. Apretó la mandíbula y cerró la puerta, confundiendo a April y a Matthew. Miró a este último a los ojos y, de alguna forma, comprendió lo que quería decirle. Vio el miedo en los ojos de Matthew antes de dar marcha atrás a toda velocidad.
Solo entonces se quedó tranquilo. Se adentró en el callejón, dispuesto a enfrentarse a los dos seres que ahora estaban de pie delante de él.
Las dos eran mujeres y se parecían mucho. Tenían la piel de una tonalidad blanca que hacía que sus figuras atléticas fueran más imponentes, su pose era altiva y agresiva, y llevaban el espeso cabello negro recogido en un perfecto peinado que dejaba sueltos un par de mechones rizados que caían por uno de sus hombros. Los ojos de una de ellas eran de un tono pardo con reflejos anaranjados, y los de la otra mujer eran de un frío gris metálico. Sus facciones eran regias y elegantes, como las de dos reinas de un tiempo antiguo, o los de unas esculturas que habían sobrevivido al paso del tiempo.
Dariel supo al instante que eran dos guerreras poderosas a las que no debía tomarse a la ligera.
—¿Quiénes sois?
La de ojos pardos esbozó una cruel sonrisa.
—La muerte.
Qué graciosa.
—No es eso lo que os he preguntado.
—Quiénes seamos no tiene la menor importancia —anunció la de ojos grises—, lo único que importa es que nuestra señora te quiere muerto.
Dariel entrecerró los ojos.
—¿Por qué?
—Nosotras no cuestionamos sus órdenes.
—Pero sabéis por qué quiere que muera, ¿verdad?
Los labios de la mujer se apretaron, convirtiéndose en una línea.
—Ya no importa. Vas a morir esta noche —y dicho esto, se abalanzó sobre él.
Dariel se hizo a un lado, pero la otra mujer llegó rápidamente hasta él y le propinó una patada en la parte baja de la espalda que le hizo gemir de dolor. Un puñetazo en la boca del estómago lo dobló en dos, pero logró apartarse del siguiente golpe, dar un brinco en la pared y pasar por encima de ellas.
El combate fue duro para Dariel. Siempre se le habían dado bien las artes marciales y el boxeo, pero esas dos mujeres, a juzgar por su forma de pelear, tenían mucha más experiencia que él y, para colmo, eran dos contra uno.
Las dos lo golpearon con fuerza en el pecho, logrando que retrocediera un paso, más que suficiente para que ellas alzaran una mano. Algo invisible lo estampó contra la pared y lo inmovilizó. Dariel trató de usar sus poderes, pero los de ellas hicieron más presión y al final ni siquiera pudo respirar.
Una de las mujeres, la de los ojos pardos, hizo un gesto con la mano.
—Adiós, hermanito.
Dariel no pudo procesar ese comentario, pues todo se estaba volviendo negro…
Y, de repente, pudo volver a respirar. Cogió una bocanada desesperada de aire y cayó de rodillas al suelo al mismo tiempo que tosía. Al alzar la vista, vio que las dos mujeres contemplaban desconfiadas a una poderosa figura.
Dariel lo contempló con atención. Era muy alto, le sacaría al menos media cabeza de altura, lo cual significaba que debería medir al menos unos dos metros. Tenía los hombros anchos y una complexión musculosa que su camiseta de manga corta blanca no conseguía disimular. Los sencillos vaqueros remarcaban unos muslos fuertes y ejercitados por horas de entrenamiento, y las botas de motero le daban un aire rebelde que la chaqueta de cuero reafirmaba. Su piel tostada hacía una escalofriante y perfecta sinfonía con su pelo negro, que caía en largos mechones hasta la nuca y rozaba su rostro de afilados rasgos, al igual que remarcaban unos brillantes ojos castaños que observaban atentos a las dos mujeres.
La de ojos grises fue la primera en hablar con la cabeza ladeada.
—¿Quién eres? No perteneces a nuestro panteón.
El hombre se acercó tranquilamente a ellas.
—No, y os diré una cosa más, no me gusta que se interpongan en mi camino. Así que ya podéis marcharos.
La mujer de mirada parda se adelantó un paso.
—¿Crees que te tenemos miedo?
—Deberíais.
—¿Y eso por qué?
De repente, el hombre cambió. Fue solo un instante, pero Dariel estuvo seguro de que la piel del hombre se volvió de un tono café veteada de un brillante amarillo. No tenía ni la menor idea de qué era esa criatura, pero fuera lo que fuera, sus atacantes retrocedieron y ahogaron una exclamación.
—Tú… —murmuró la de ojos pardos.
—Eres un Nefilim —terminó la otra en su lugar. Cogió a su compañera del brazo y la obligó a andar hacia atrás—. Vámonos, Eris. Ya nos encargaremos de él en otra ocasión —y tras decir esas palabras, desaparecieron.
Dariel intentó levantarse, pero se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared. Si esas dos se habían marchado nada más ver a ese hombre, él ya podía ir saliendo de allí cagando leches.
Sin embargo, cuando lo tuvo encima, lo cogió por un brazo y lo ayudó a sostenerse en pie.
—¿Es la primera vez que peleas contra dos diosas?
Dariel sacudió la cabeza y lo miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué me ayudas?
El extraño lo apoyó contra la pared para que se recuperara.
—Hay alguien que está muy interesado en ti.
Eso solo logró confundirlo aún más.
—¿Interesado en mí?
—Dime una cosa, ¿cuánto sabes sobre tus padres?
Dariel alzó la vista abruptamente y lo sondeó con la mirada.
—Que me dejaron en un orfanato con apenas un mes de vida.
El hombre asintió.
—Entonces tenemos mucho sobre lo que hablar… ¿O prefieres que pase directamente a hablarte de la propuesta que tengo que hacerte?
Dariel entrecerró los ojos, meditando. Siempre se había preguntado quiénes eran sus padres, cuál era el origen de sus extraños poderes… y ahora tenía la ocasión de averiguarlo.
Aunque, por otra parte, tampoco sabía si podía confiar en ese hombre o no.
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
—Porque si quisiera matarte podría haber dejado que esas dos lo hicieran o ya te habría destrozado yo mismo. Además, si quisiera llevarte a algún sitio puedo asegurarte que no me estaría tomando la molestia de que te recuperaras o de que permanecieras despierto.
—A menos que me necesites para algo.
—Aunque así fuera, la tortura es mucho más efectiva que la confianza. Además, a mí no me gusta esperar.
Tras unos segundos más de reflexión, decidió que no tenía motivos para no mantener una conversación con él, a pesar de que tampoco tenía razones para que se convirtiera en su mejor amigo de la noche a la mañana.
—Creo que tengo un par de preguntas que hacerte.
El hombre asintió.
—Me llamo Evar.
—Dariel.
—Bien, ¿dónde quieres hablar?
—Antes que nada, tengo que encontrar a mis amigos y decirles que estoy bien.
Evar asintió.
—Por supuesto.
No tardó mucho en dar con ellos. Nada más salir del callejón, localizó el coche de April a un par de manzanas calle abajo, además de que ella iba corriendo en su dirección con el rostro angustiado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó cuando llegó hasta ellos.
Dariel le cogió las manos, las cuales habían empezado a revolotear por su cuerpo como si buscaran alguna herida. Afortunadamente, solo tenía un par de moratones que aún tardarían una hora en ser visibles.
—Tranquila, estoy bien.
April pareció conforme, momento en que Dariel se dio cuenta de que Matthew no estaba con ella.
—¿Dónde está Matthew?
—Había ido a una cabina telefónica para llamar a la policía… ¡Ah! Allí está.
Dariel se giró y vio que Matthew iba corriendo en su dirección. Llevaba el pelo alborotado y jadeaba por la carrera. Cuando estuvo frente a él, lo recorrió con la vista y su rostro se llenó de puro alivio.
—Tienes unos amigos interesantes, Dariel —comentó Evar, que observaba atentamente a Matthew con la cabeza ladeada.
Su amigo se fijó entonces en él y frunció la nariz.
Antes de que pudiera preguntar a qué venía aquel comentario, April se acercó a Evar con una sonrisa coqueta.
—Y… ¿quién es tu nuevo amigo?
—Me ha ayudado con esos atracadores.
April abrió los ojos como platos.
—¿En serio? Muchísimas gracias.
Evar inclinó la cabeza.
—No tiene que dármelas.
—¡Claro que sí! ¿Qué habría sido de mí si el tío más bueno que he visto nunca deja de aparecer por mi trabajo? ¿Tienes la menor idea de la alegría que me da ver a este semental todas la mañanas?
A Evar pareció divertirle el comentario.
—Parece que eres muy popular entre las mujeres.
Dariel hizo una mueca desagradable.
—Sí, con lo fácil que es hoy en día engordar veinticinco quilos y quedarse medio calvo…
Evar frunció el ceño, sin entenderlo. Dariel no se molestó en explicárselo, no era asunto suyo ni tampoco quería hablar del trabajo.
April le cogió una mano y se la estrechó.
—¡No seas tonto! Estás para untarte nata en el cuerpo y tomar fresas sobre él… antes y después de explorarte a conciencia. —Como de costumbre, las palabras de April le arrancaron una sonrisa. Ella le cogió un mechón de pelo y lo examinó con el ceño fruncido—. Si te arreglaras un poco más podrías hacerte pasar por un actor de Hollywood.
Dariel esbozó una leve sonrisa que no le llegó a los ojos. April estaba hablando de un restaurante cuando Dariel recordó lo que Evar y él tenían pendiente. Una conversación de vital importancia para él.
—Evar, ¿me disculpas un momento? —le preguntó un tanto brusco, interrumpiendo así a April, que lo miró un tanto confusa, probablemente extrañada por su cambio de comportamiento.
Evar asintió y se alejó hasta quedarse apoyado en la pared de ladrillo, manteniendo suficiente distancia como para que no pudiera oírlos. O eso creía. Teniendo en cuenta que no era un ser humano normal y corriente, a Dariel no le sorprendería que pudiera oír cada palabra.
—¿Ocurre algo? —le preguntó April.
Dariel suspiró y le cogió ambas manos.
—Este hombre sabe algo sobre mis padres. —No esperó a que April o Matthew pudieran decir nada, se limitó a continuar—. Necesito hablar con él a solas. Necesito…
—Lo entiendo —le dijo April con dulzura—. Anda, ve. Si necesitas algo, mi móvil estará encendido toda la noche.
—Y e-el mío ta-también —añadió Matthew.
Dariel asintió, profundamente agradecido. Se despidió de ellos y se dispuso a marcharse, pero Matthew lo atrapó a tiempo. Frunció el ceño al mirar su mano. Lo cogía con una fuerza nada normal en un hombre de su constitución.
Al alzar la mirada, los ojos oscuros de Matthew tenían un brillo extraño, impropio en él, aunque Dariel no supo identificar lo que era.
—N-no t-te fíes de él.
Su petición le pareció extraña, pero decidió guardarse sus preguntas para otro momento. Así, dispuesto a obtener respuestas sobre sus padres, se dirigió adonde se encontraba Evar, quien observaba a Matthew con los ojos rebosantes de curiosidad.
—Tu amigo es muy curioso.
Dariel frunció el ceño.
—¿Matthew?
—Ajá.
—¿Por qué lo dices?
Evar frunció el ceño.
—¿No te lo ha dicho? —Al ver que él hacía un gesto negativo, Evar se encogió de hombros—. En fin, ya te lo contará. Ahora tenemos cosas de las que hablar. —Miró a su alrededor, como si buscara algún lugar adecuado—. ¿Dónde podemos hablar sin que nos molesten?
Dariel imitó su gesto y recorrió la calle con la mirada. No le gustaba la idea de hablar de algo tan íntimo e importante en un espacio abierto, con cientos de personas normales y corrientes que probablemente se asustarían si supieran que existía un mundo de seres sobrenaturales como él… y probablemente como sus padres.
Al final, soltó un suspiro.
—Vamos a mi casa.
Evar hizo un gesto afirmativo y le señaló con la cabeza una flamante Ducati 1098 R negra que estaba aparcada en la acera. Dariel fue hacia ella e inclinó la cabeza.
—Mmm…
—¿Algún problema? —preguntó Evar mientras le tendía el casco.
—No. Me preguntaba si esa persona que está tan interesada en mí es la misma que te paga lo suficiente como para comprarte esto.
—Pues sí.
—¿Y se supone que si trabajo para él ganaré lo mismo?
Evar se encogió de hombros.
—Probablemente. Es un precio pequeño en comparación a aguantarle.
Dariel alzó una ceja, pero decidió esperar a llegar a su casa para saberlo todo. De esa forma, acabó detrás de Evar, recorriendo las atestadas calles de Los Ángeles a toda velocidad. A Dariel no le molestaba la peligrosa forma en la que cruzaban las carreteras, de hecho, estaba acostumbrado a ir mucho más rápido que aquello.
Tardaron menos de siete minutos en llegar. Dariel vivía en el sur de Los Ángeles, en un pequeño piso situado en una finca un poco vieja del distrito de Compton. Guio a Evar por el recibidor hasta el ascensor y subieron a la sexta planta.
Su casa era pequeña aunque acogedora. Con su sueldo podía permitirse de sobra aquel piso y decorarlo a su gusto. Él mismo había pintado las paredes de un suave tono ocre, las cuales estaban decoradas a su vez con paneles de fotografías de ciudades y paisajes.
Su hogar contaba con un salón y un dormitorio, una pequeña cocina, un cuarto de baño y un diminuto balcón. Llevó a Evar hasta el salón, que tenía un sofá con forma de ele de color chocolate, un sillón de cuero del mismo color, muebles de tonos castaños claros, y estanterías con algunos libros, pero sobre todo llenas de documentales de toda clase.
Dariel no podía quedarse sentado, así que le ofreció a Evar asiento. Este se decidió por el confortable sillón.
—¿Quiénes eran mis padres? —preguntó sin tapujos.
Evar alzó una ceja pero, afortunadamente para él, tampoco se andaba por las ramas.
—Tu padre era Zeus, y tu madre uno de los mensajeros de Dios, comúnmente conocidos como ángeles. —La forma en que hablaba de estos últimos daba a entender que no le gustaban en absoluto, pero Dariel estaba demasiado impactado como para darse cuenta de ello.
Se dirigió al sofá y se dejó caer en él.
—¿En serio?
—Bueno, lo cierto es que te pareces a Zeus, aunque diría que el pelo rubio y los ojos azules son de tu madre, como todos los ángeles.
Dariel alzó la vista hacia él. Tenía tantas preguntas, tantas cosas que necesitaba saber que no tenía ni idea de por dónde empezar.
—¿Tú los conocías?
Evar arrugó la nariz.
—Me topé con Zeus una vez. Iba persiguiendo a una conocida y su marido, su familia y yo lo echamos de nuestro territorio. Era un hueso duro de roer, pero al final comprendió que Lilit no quería sus atenciones.
Dariel hizo una mueca. Conocía algunos mitos de Zeus donde se le describía como un mujeriego, así que no debería sorprenderle algo así.
—¿Y qué hay de mi madre?
Evar se encogió de hombros.
—A mi gente no les gusta los ángeles, y a mí tampoco. Por lo general, solo nos reunimos para matarnos entre nosotros.
Dariel, al oír esas palabras, se levantó de un salto y se alejó de él. Evar, sin embargo, no se movió un pelo.
—Tranquilízate, Dariel, no he venido para hacerte daño.
—¿Mataste a mi madre?
La sonrisa cruel que esbozó Evar le dijo que lo que estaba a punto de oír no iba a gustarle nada.
—He matado a cientos de ángeles pero, si quieres una opinión, dudo que ellos dejaran viva a tu madre después de que se hubiera acostado con un dios griego.
Dariel se quedó blanco. ¿Ángeles asesinando a uno de ellos? Se suponía que los mensajeros de Dios eran compasivos, justos y bondadosos, ¿cómo iban a matar a alguien, más aun si era uno de los suyos?
—Mientes —siseó. Sus poderes crepitaban en su interior y aumentaban acompañando su ira.
Evar esbozó una sonrisa torcida.
—Sabes muy poco sobre Dios, Dariel.
—He ido a un colegio católico, creo que sé lo suficiente.
—Ah, pero solo sabes lo que él quiere que sepas.
—¿Qué diablos quieres decir?
El hombre se levantó y se acercó a él. Esta vez, estaba mortalmente serio.
—Dime, ¿has oído hablar de los Nefilim?
Dariel lo fulminó con la mirada.
—¿Qué tiene eso que ver con mi madre?
—Que la historia de los Nefilim es el ejemplo perfecto para demostrarte que, a menudo, Dios es mucho más cruel que el mismísimo Diablo. —Se acercó un paso más a Dariel, por lo que sus rostros se quedaron a apenas unos centímetros—. Inténtalo una vez más. ¿Quiénes eran los Nefilim?
Dariel se preguntó de qué iba todo aquello, pero decidió darle lo que quería para averiguarlo cuanto antes. Hizo memoria de todo lo que recordaba sobre su educación religiosa, dando por fin con lo que buscaba.
—Los Nefilim eran hijos de los Grigori, un grupo de ángeles caídos que se acostaron con mujeres humanas.
—Exacto. ¿Y qué dicen los textos religiosos sobre esas mujeres?
Dariel trató de recordarlo, pero no encontró nada.
—No lo recuerdo.
—Porque no se mencionaba nada sobre su trágico final.
Alzó la mirada para encontrarse con los afilados rasgos de Evar. Había un brillo iracundo en su mirada que le hizo tragar saliva, empezando a intuir que lo que le estaba contando no era una mentira.
—¿Qué trágico final?
Evar apretó la mandíbula.
—Los Nefilim somos demonios al servicio de Lucifer. Éramos la élite, los más fuertes y poderosos, y por tanto, constituíamos una gran amenaza contra Dios y el ejército de Miguel. —Tragó saliva—. Dios envió a los ángeles a castigar a esas mujeres por engendrarnos. Fueron asesinadas de la peor forma posible. Nosotros intentamos protegerlas, pero solo llegamos a tiempo de verlas morir en nuestros brazos. —Alzó la vista y clavó sus ojos en los suyos—. Mi abuela estaba entre ellas. Ya era mayor, pero no tuvieron piedad con ella. Mi abuelo, mi padre, mi hermano y yo la encontramos desnuda y con quemaduras muy graves. Mi abuelo la lloró durante años, al igual que lo hicieron los Grigori que perdieron a sus mujeres. —El dolor que destilaban sus palabras no era fingido, era muy real, tanto que hasta a Dariel le apesadumbraba la muerte de aquella pobre mujer—. ¿Te parece eso obra de un dios misericordioso? Mató a aquellas a quienes llamaba hijas de Dios, ¿qué te hace pensar que no mató a tu madre por el hecho de haber creado un ser tan poderoso que podría suponer un problema para él en el futuro?
Dariel no sabía qué responder. Sabía que existían los dioses, los demonios y todo el resto, pero jamás llegó a cuestionar los mitos y leyendas que contaban sobre cada uno de ellos. Si fuera así, ¿cómo sabría en quién confiar?
Se apartó de él para sentarse en el sofá y ocultar su rostro entre sus manos.
—No hay ninguna posibilidad de que siga viva, ¿verdad?
Evar bufó.
—Ya es un milagro que lograra ocultar tu embarazo a Dios. Debía ser un ángel excepcional si logró esconderte durante tanto tiempo de él —dicho esto, bajó la mirada y suavizó su tono de voz—. Si no volvió a por ti, dudo que lograra pasar desapercibida mucho más tiempo.
Dariel entrecerró los ojos.
—¿De verdad crees que habría vuelto a por mí?
—Si te tuvo, fue porque quería tenerte. Los ángeles pueden abortar si se lo piden a Gabriel.
Esta vez, alzó la vista. Solo de pensar en ello, se le subía la bilis a la garganta, pero necesitaba saberlo. Necesitaba saber que no era hijo de uno de esos ángeles que masacraron a mujeres que no habían hecho nada malo.
—¿Crees… que ella fue una de los que mató a vuestras mujeres?
Evar entrecerró los ojos.
—No hay manera de saberlo. Pero ahora ya no tiene importancia.
Eso también era verdad.
Dejó escapar un suspiro cansado y se dejó caer en el sofá. Se sentía agotado, pero de algún modo aliviado. Al menos, sabía que su madre le había querido y que había intentado protegerle.
De repente, se levantó al recordar una cosa.
—¿Qué hay de mi padre?
Evar casi soltó una carcajada. Casi.
—Ese dios ha tenido tantas amantes e hijos que ya habrá perdido la cuenta. Aun así, no es la clase de hombre que deja a sus hijos en el mundo humano, normalmente los lleva con él al Olimpo, por lo que dudo que sepa de tu existencia.
Dariel asintió. Al menos, uno de sus padres seguía vivo, aunque tampoco estaba seguro de si quería conocerlo… todavía.
Evar, mucho más tranquilo, volvió a sentarse en el sillón.
—¿Es todo lo que querías saber?
Dariel no estaba seguro. Ese demonio no podía darle tantos datos sobre sus padres como esperaba, pero por el momento era suficiente.
—Por ahora.
El Nefilim asintió.
—Bien. En ese caso, ahora tienes que escuchar mi propuesta.
—¿De qué se trata?
Dariel supo que, por la sonrisa torcida de Evar, no iba a hacerle gracia.
—El Diablo quiere que trabajes para él.

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