Capítulo 3. La advertencia del cazador
Edward,
parece ser que la condesa de Nottingham tiene otro candidato en mente.
Nota dirigida
a Edward Lars.
Vincent se levantó con dolor de
cabeza. Había pasado casi toda la noche en la biblioteca bebiendo whisky
mientras esperaba a que Alexis regresara y le explicara a dónde había ido, pero
se había quedado dormido en el sillón antes de que supiera nada sobre él.
Se levantó y pasó una mano por su
cabello, fue entonces cuando se dio cuenta de que no se encontraba en la
biblioteca, sino en su cama con solo unos pantalones puestos.
Se estaba preguntando cómo había
llegado hasta ahí cuando alguien llamó a la puerta. Después de dar permiso para
entrar, una cabeza rubia platina asomó a la puerta y sonrió.
—Buenos días, Vince.
Miró a Alexis sin saber qué hacer.
Por un lado, se alegraba de que no le hubiera pasado nada, pero por otro,
quería estrangularlo.
—¿Se puede saber dónde estuviste
anoche?
Alexis entró en la habitación y
cerró la puerta antes de descorrer las cortinas para dejar que entrara la luz, que
dañó los ojos del conde.
—Dando una vuelta.
Alzó una ceja con escepticismo.
—Pues esa vuelta duró más de cuatro
horas. —Suspiró mientras volvía a tumbarse en la cama—. Si has ido a un burdel
puedes decírmelo, yo he ido a muchos.
Alexis lo miró con los ojos abiertos
de incredulidad.
—No he ido a ningún burdel, es más,
yo nunca… —Se sonrojó y abrió el armario, buscando la ropa que se pondría su
amo hoy.
Pero el conde no estaba satisfecho,
quería saber lo que había estado a punto de decir su lacayo.
—Alexis, ¿me estás diciendo que nunca
has estado con una mujer? —preguntó un tanto incrédulo.
Alexis hizo caso omiso de la
pregunta.
—Alex, ¿cuántos años tienes?
Este suspiró y respondió finalmente:
—Veintidós. Y no, nunca me he
acostado con ninguna mujer, ¿satisfecho?
—Más bien confundido, pese a tu
posición social, eres lo suficientemente atractivo como para despertar el
interés de las damas. No entiendo por qué no has aprovechado eso.
Alexis se quedó pensativo. Nunca se
le había pasado por la cabeza acostarse con nadie, ninguna mujer había
despertado su interés de esa forma. Pero también reconocía que era algo
extraño, los hombres solían tener esa clase de necesidades.
—Yo tampoco lo entiendo, Vince.
Admito que ha habido mujeres que me han insinuado que comparta su cama, pero…
—Se encogió de hombros—. Supongo que no he encontrada a la adecuada.
Vincent se levantó y se puso la ropa
que le había dejado Alexis encima de la cama. Miró a su lacayo, que parecía
estar dándole vueltas al asunto sin llegar a ninguna conclusión. Se acercó y
puso una mano en su hombro.
—En fin, tampoco creo que debas preocuparte
demasiado. Al fin y al cabo, dicen que las mujeres solo traen problemas. Y,
hablando de mujeres, yo tengo que comenzar a cortejar a una.
Alexis entrecerró los ojos.
—¿Lady Nottingham?
—Así es.
Alex lo miró con aparente
impasibilidad, pero percibió una emoción que no acabó de identificar en sus
ojos.
—Supongo que, si te pido que lo
reconsideres, no lo harás, ¿cierto?
—Me temo que no, Alex. Lady
Nottingham es condesa, no tendrá problemas en cuanto a sus obligaciones como mi
esposa, es hermosa, tiene una buena dote y no es tan chismosa como la mayoría
de las aristócratas. Creo que será adecuada para mí.
Alexis asintió y empezó a hacer la
cama bajo la atenta mirada del conde. Esperaba que Christine rechazara a
Vincent, no soportaría verlos casados, estaba seguro. Aún recordaba con dolor
en el pecho los momentos felices que pasaron juntos… No, no podría seguir al
servicio de Vince si esa mujer se casaba con él.
Por otro lado, Vincent se preguntó
una vez más por qué Alex no aprobaba a lady Nottingham. ¿Sería por el aprecio
que le tenía a la joven? ¿Creía Alex que le sería infiel una vez casados? Era lo
más lógico, después de todo.
Se dijo a sí mismo que tendría que
ser muy cuidadoso con la condesa, apreciaba lo suficiente a Alex como para
desear que siguiera siendo su lacayo cuando ella fuera su esposa. Confiaba en
él, a pesar de que hacía diez años que no se veían.
Una vez estuvo preparado, tomó un
carruaje y fue a Hyde Park, donde sabía que estaría la condesa dando un paseo
con su doncella. Y allí estaba, con un sencillo vestido de muselina azul claro
que, de todas formas, parecía atraer la atención de bastantes caballeros… Con
un suspiro, se dispuso a bajar del carruaje cuando vio algo extraño en aquella
apacible escena.
Lady Nottingham parecía tener mucha
prisa por marcharse, pero lord Leinscer y lord Riverwood no parecían muy
contentos por la premura de la joven. Con largas y elegantes zancadas, se
acercó y, con una sonrisa engañosamente encantadora, se acercó a los tres.
—¡Vaya, qué coincidencia! —exclamó,
llamando la atención de los presentes—. No me imaginaba encontrarme con ustedes
durante mi paseo, ¿alguna novedad? —preguntó, dirigiendo su atención a los dos
hombres mientras se colocaba al lado de lady Nottingham en actitud protectora.
—Eso deberíamos preguntarle a usted,
milord —dijo lord Riverwood con una sonrisa forzada—, se rumorea que está
buscando esposa.
—Y así es —respondió, lanzando una
mirada significativa a lady Nottingham—, pero ¿y ustedes? ¿También buscan una
joven a la que conceder el honor de ser baronesa y marquesa? —El tono de su voz
dejaba traslucir cierta burla, a lo que los dos hombres se tensaron en un
intento de no cometer una estupidez como desafiar al conde de Norfolk.
—En efecto, milord —dijo lord
Leinscer lentamente y controlando su voz—, pero me temo que nos hemos
equivocado de lugar. Buenos días —se despidió y giró sobre sus talones para
marcharse, seguido de un lord Riverwood bastante iracundo.
Sonrió ampliamente, saboreando la
victoria, y clavó su mirada en la joven.
—Disculpe si he malinterpretado lo
que estaba sucediendo, pero creo que necesitaba mi ayuda.
—Y así era, milord, le estoy muy
agradecida —dijo lady Nottingham, irguiendo los hombros y recuperando la
compostura.
—¿Tiene prisa? —preguntó al ver que
ella miraba su carruaje.
—La verdad es que sí, voy a visitar
a una amiga muy querida de mi madre en Somerset.
Frunció el ceño.
—¿Somerset? Eso está muy lejos para
una mujer de su edad, confío en que estará protegida.
—¡Oh! No se preocupe, me acompañan varios
lacayos de confianza y mi primo.
Asintió con aprobación.
—Y, ¿qué se le ha perdido en
Somerset?
Lady Nottingham abrió los ojos como
si estuviera confusa, pero por la forma en la que evitaba mirarlo directamente
supo que estaba ocultando algo.
—Yo… Solamente voy a visitar a…
—Una amiga de vuestra madre, ya lo
ha dicho, pero una joven aristócrata no hace viajes tan largos para ello, sino
que escribe una carta. Usted va por otro motivo.
Lady Nottingham se frotó las manos,
nerviosa, pero luego le dirigió al conde una mirada firme.
—Puesto que me ha ayudado con esos
dos… caballeros —tuvo que evitar rodar los ojos al mencionar a lord Leinscer y
lord Riverwood—, le prometo que, cuando vuelva de Somerset, tendrá noticias
mías. Le contaré lo que estoy buscando.
Hizo una reverencia y la acompañó
hasta el carruaje.
—Esperaré noticias suyas entonces,
mi lady.
—Y yo le aseguro que las tendrá
—respondió ella antes de cerrar la puerta del carruaje.
Observó cómo los caballos tiraban
del carruaje y desaparecían por una esquina. Se quedó parado donde estaba,
rascándose el mentón pensativamente. ¿Tendría lady Nottingham un amante? No,
dijo que estaba buscando a alguien… Puede que se tratara del hombre por el que
ya no aceptaba atenciones de otros caballeros.
Giró sobre sus talones y volvió a su
carruaje con una sonrisa divertida en los labios.
Alexis caminaba por los pasillos
vacíos de la mansión de los Lars, buscando algo que hacer sin demasiado éxito.
Lady Norfolk había salido a hacer sus compras en Mayfair y no volvería hasta la
hora de comer, y gran parte del servicio había acompañado o a la condesa o a
Vince. Solo se habían quedado en la mansión el ama de llaves, el mayordomo y un
par de lacayos y doncellas.
Sin nada mejor que hacer, decidió ir
a las cuadras y pasar un rato con su corcel. Una vez allí, se dirigió
directamente a la cuadra de su hermoso caballo negro. Este, al verlo, relinchó
de alegría y se movió inquieto.
Sonrió y le acarició el hocico.
—No te preocupes, Sky. Pronto
llegará el invierno y las colinas estarán lo suficientemente solitarias como
para cabalgar sin que nadie nos moleste.
Como si le entendiera, Sky relinchó
con impaciencia, lo que le provocó una sonrisa en los labios.
—Yo también estoy impaciente, amigo.
Entonces, escuchó un ruido cerca. Se
agachó y se resguardó detrás de una esquina mientras aferraba una daga que
llevaba siempre escondida bajo el chaleco.
Fue en ese momento cuando dos
figuras aparecieron en el establo corriendo y riendo. No tardó en darse cuenta
de que, por el sonido de las voces, se trataba de una pareja de amantes.
Maldijo entre dientes. ¿Y ahora qué?
No le apetecía nada quedarse ahí durante una o dos horas mientras esos dos
pasaban un buen rato en las cuadras…
—No deberíamos estar aquí, alguien
podría vernos…
—¡No te preocupes tanto! Tanto el
conde como la condesa han salido. Nadie nos verá.
Esas voces hicieron que se
sobresaltara. Vaya, vaya, sabía que tarde o temprano iba a tener que
enfrentarse a esos dos, pero no esperaba que fuera tan pronto. En fin, tampoco
tenía motivos para esperar más, de hecho, cuanto antes actuara, antes acabaría
con esa amenaza.
Esperó hasta que escuchó el sonido
de la ropa cayendo sobre el suelo. No era tan tonto como para acusarlos de ser
amantes antes de que estuvieran desnudos, podrían poner alguna excusa.
Supo que había llegado el momento
cuando escuchó los gemidos del hombre. Se levantó y, con pasos lentos y
tranquilos, se asomó por una de las cuadras que estaban vacías y los vio.
La señorita Redfox estaba sentada a
horcajadas sobre Alfred, frotando sus caderas contra las suyas mientras este
acariciaba sus senos.
Tranquilamente, se apoyó contra la
puerta con una ceja alzada.
—Un gran espectáculo.
Su voz fría y amenazadora alertó a
los dos amantes, que se separaron rápidamente e intentaron taparse con sus
ropas, aunque era demasiado tarde, estaba claro que los habían pillado in flagrante delito.
—¡Alexis! Yo…
—Alfred, fuera.
—Pero…
—Si no quieres perder tu trabajo,
lárgate de aquí ahora mismo.
Alfred cogió su ropa a toda prisa y
salió de la cuadra tras dirigirle una mirada preocupada a su amante, de forma
que se quedó a solas con Silvya. Esta se levantó y le lanzó al lacayo una
sonrisa sensual.
—No es necesario que seas tan duro
con él, es solo un niño. Si tienes tanta prisa en poseerme…
—Tengo prisa en que te largues y no
vuelvas a esta casa jamás, zorra —dijo con dureza.
Sylvia se quedó con la boca abierta,
hacía mucho tiempo que había aprendido que los hombres solo buscaban dos cosas
en una mujer: dinero y satisfacer sus necesidades, y ella no tenía escrúpulos
en utilizarlas mientras pudiera conseguir lo que deseaba. Pero ese hombre, al
parecer, no deseaba su cuerpo…
—¿Quieres dinero, entonces? Te daré
todo el que quieras si me ayudas a casarme con el conde…
Él se acercó con esa lentitud
amenazadora y elegante, como un depredador que estaba a punto de dar el golpe
de gracia a su presa. Se acercó a ella, alzó la mano y le acarició el cuello
con un dedo mientras decía:
—Si no quieres que esa cabecita tuya
se separe de tu cuerpo de una forma bastante desagradable... te aconsejo que
salgas corriendo de aquí. Desnuda o no.
El miedo era evidente en los ojos de
Sylvia.
—No puedes hablar en serio, Alfred
sabría que has sido tú.
—Bueno, en tal caso, tendré que ir
contándole a todo el mundo que os pillé a ti y a un lacayo en las cuadras en
una situación un tanto comprometedora y te verás obligada a casarte con él. Y
tú no quieres casarte con un lacayo, ¿verdad? Deseas ser una condesa, por eso
utilizaste a Alfred, esperabas que confiara en ti para que él te contara algún
posible escándalo de lord Norfolk y poder usarlo para chantajear al conde.
Inteligente, Alfred es joven e ingenuo, no sabe lo viles que podéis llegar a
ser las mujeres con tal de conseguir lo que queréis.
Se dio cuenta de que la señorita
Redfox estaba deseando salir de allí cuanto antes, así que le soltó el cuello y
dejó que recogiera su ropa y se marchase de allí corriendo.
Se apoyó contra una cuadra y
suspiró. Había sido un atrevimiento hablar así a alguien cuya posición social
era superior a la suya y lo sabía, pero no iba a permitir que chantajearan a
Vince, no le importaba lo que tuviera que hacer para lograr que su viejo amigo
fuera feliz.
Aunque esa felicidad incluyera a
Christine.
Vince regresó a tiempo para comer.
Se sorprendió cuando vio a Alfred abrirle con la cara sonrojada y evitando
mirarlo directamente a los ojos. Parecía muy nervioso.
—¿Se encuentra bien, Turner?
El joven se sobresaltó ante la
pregunta, pero asintió con brusquedad. Sin darle más importancia, entró en el
salón donde se reunía la familia para comer y encontró a Alexis entre los
lacayos. Cuando sus miradas se encontraron, se dio cuenta de la repentina
seriedad en su mirada. Parecía… preocupado por algo.
—Podéis retiraros —ordenó a los
demás sirvientes con un gesto de la mano.
Cuando se quedaron solos, se sentó
en la mesa y miró a Alex.
—Siéntate, por favor.
Alex dudó un momento antes de
obedecer. No se retorcía las manos ni apartaba la vista. Sin duda, se le daba
muy bien ocultar sus emociones, pero lo conocía lo suficiente como para saber
que algo preocupaba a su amigo. Y no le gustaba.
—Bien, ¿qué ocurre?
Alex suspiró.
—Ha habido un… pequeño incidente.
—¿Con Turner?
El lacayo lo miró sorprendido.
—¿Cómo lo has sabido?
—Parecía que estuviera a punto de
caer desmayado al suelo en cuanto me ha visto. ¿Ha hecho algo malo? ¿Es por lo
que sucedió ayer?
—No, no es nada de eso, ya está
arreglado —dijo Alex con una voz sospechosamente tranquila.
—¿Y? ¿Qué ha pasado?
Su amigo entrecerró los ojos, hasta
que finalmente volvió a mirarle.
—Digamos que le he dejado claro a Turner
que, a casa de su señor, no se llevan… ciertos placeres.
Abrió los ojos como platos y soltó
una risotada que llenó la habitación. Alex, en cambio, no estaba tan divertido.
—¡Vamos, Alex!, no pongas esa cara.
La verdad, me esperaba algo peor.
—¿Peor? Vince, la amante de Turner
no es ni mucho menos una prostituta, si alguien se entera de que una joven de
su posición ha estado sola en tu casa, ella podría aprovechar para…
—He estado en Hyde Park todo el día,
Alex, tengo testigos de sobra para corroborar mi coartada, la única perjudicada
sería ella al intentar forzarme a un matrimonio cuando no he hecho nada
indecente… esta vez.
Alex pareció más tranquilo después
de aquello, pero Vincent no había terminado todavía.
—Y ¿quién es la misteriosa amante de
Turner?
—Preferiría… que no me obligaras a
revelar su nombre.
Se sorprendió ante la petición de su
lacayo. Pero no tardó en relajar los hombros, después de todo, Alex siempre
había sido de los que protegían a los demás.
—Muy bien, Alex, pero espero que a
Turner le quede claro que no quiero encadenarme a ninguna mujer por un descuido
suyo, ¿está claro? Si eso sucede, tomaré medidas.
Alex inclinó la cabeza.
—Asumiré toda la responsabilidad,
Vince.
Sonrió. Raras veces sonreía de
verdad, pero desde que Alex había vuelto se sentía más tranquilo y relajado,
era agradable tener a alguien en quien poder confiar plenamente y sin dudar.
Tenía la impresión de que el Vincent Lars que se dedicaba a buscar amantes en
damas de la alta sociedad y que había sido famoso por innumerables apuestas y
varias peleas había desaparecido casi por completo.
Cuando Alex se retiró para continuar
con su trabajo y le dedicó una leve sonrisa, no pudo evitar preguntarse si Dios
lo habría llevado hasta él para cambiarlo completamente.
Alfred caminó de un lado a otro en
la salita este de la mansión. Lord Norfolk se había dado cuenta, estaba seguro.
En cuanto Alexis le dijera que había estado con Sylvia lo echaría a la calle,
le hablaría a todo el mundo de ellos para que no encontrara trabajo y se viera
obligado a mendigar en la calle y moriría de hambre cuando llegara el invierno
y…
—Alfred, deja de murmurar o el conde
se enterará de los detalles.
Dio un salto cuando escuchó a Alexis
a su espalda. Se había sentado en uno de los sillones y una de sus piernas
estaba cruzada elegantemente sobre la otra.
—¡Alexis! —Recuperó la compostura y
agachó la cabeza—. Enseguida recogeré mis cosas y…
—¿Vas a dejar que te explique lo que
le he dicho a nuestro señor?
Inspiró hondo y esperó con la cabeza
alta. Si tenía que abandonar la mansión, lo haría con toda la dignidad posible,
ya se sentía bastante avergonzado como para tener que soportar las burlas del
resto del servicio.
—Le he dicho al conde que estabas
con tu amante, y él se ha reído y ha dicho que esperaba algo peor… Pero no
quiere que vuelva a pasar, de lo contrario, sí te quedarás en la calle.
Se quedó con la boca abierta. No
iban a echarle, podía quedarse en la mansión y seguir con su trabajo…
—¿El conde no ha… preguntado por el
nombre de… mi amante?
—Claro que lo ha hecho, pero le he
pedido que no me obligue a decírselo y él me ha concedido ese favor.
Miró a aquel lacayo detenidamente. No
se parecía a ninguna otra persona que hubiera visto; su piel era muy pálida,
tanto que le daría un aspecto frágil de no ser por su figura atlética
disimulada por sus ropas, su cabello rubio era tan claro como los rayos de la
luna, y sus ojos, de un curioso tono plateado, como si se tratara de nubes de
lluvia, parecían los de un cazador. Su aspecto era tan extraño como su actitud,
nadie del servicio era lo suficientemente atrevido como para desobedecer las
órdenes del conde… pero él tenía agallas.
—¿Por qué no le has dicho la verdad?
Alexis lo miró de esa forma que le
ponía el pelo de punta.
—No me gustaría que un buen lacayo
como tú acabara mendigando por culpa de una mujer —murmuró mirando a la nada, y
pensando en la mujer que lo traicionó.
Una semana más tarde, lejos de allí,
un carruaje se detuvo a las puertas de la magnífica mansión de la duquesa de
Wellington. De este, una figura envuelta en una capa bajó con el porte que
caracteriza a la aristocracia y subió las escaleras hasta llegar a las puertas
del ostentoso edificio. Llamó y un lacayo la invitó a pasar al salón este,
donde se tomaba el té, a juzgar por el mobiliario.
Se sentó en uno de los sillones y
esperó retorciéndose las manos de impaciencia. Había pasado cuatro años
buscándole, cuatro años esperando ese día, el día en que por fin volvería a
verle y convencerlo para que volviera a su lado. No sería fácil, lo sabía, le
hizo mucho daño, pero estaba dispuesta a todo para que la perdonara y todo
volviera a ser como antes.
No tuvo que esperar mucho hasta que
la duquesa, con su imponente presencia a pesar de que estaba enferma,
apareciera por las puertas del salón. Su rostro era severo de por sí, pero se
acentuó cuando la reconoció. Era obvio que no se alegraba de verla.
—Lady Wellington —saludó ella con
una profunda reverencia. Necesitaba la colaboración de la duquesa a toda costa,
necesitaba que lo liberara para que él se fuera con ella.
—Lady Nottingham —le devolvió el
saludo secamente—, no puedo decir que sea un placer volver a verla, la verdad
es que hoy no me encuentro muy bien.
—No sabe cuánto lamento haber
llegado en un momento tan inoportuno —se disculpó ella con suavidad—, pero,
puesto que he hecho un viaje tan largo, me gustaría, si es posible, hablar con
usted sobre un asunto que es de vital importancia para mí.
Lady Wellington hizo un gesto con la
mano para que volviera a sentarse mientras ella se acomodaba en el sillón de
enfrente.
—Por favor, dígame lo que necesita
con tanta urgencia, estoy muy ocupada.
Contuvo las ganas de contestar de
forma desagradable a esa vieja moribunda. No hacía falta ser médico para saber
que a esa arpía orgullosa le quedaba poco tiempo de vida; su forma de andar, su
dificultad para respirar, todo indicaba que la muerte no tardaría en visitarla.
—En tal caso, iré al grano. He
venido a llevarme a Alexis.
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