domingo, 13 de mayo de 2018

El Lobo del Conde

Capítulo 4. No quiero que te vayas


He sentido algo extraño, Brigitte. No entiendo muy bien de qué se trata, y me asusta descubrirlo.
Nota dirigida a Brigitte Hutton.

Estaba en la biblioteca, revisando varias cuentas mientras Alex limpiaba las estanterías y ordenaba unos cuantos libros. Sin embargo, era incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera en el probablemente misterioso amante de lady Nottingham.
No era que estuviera celoso, y distaba mucho de estarlo, sencillamente sentía curiosidad. Tal vez, cuando ella le explicara su situación, pudieran negociar de alguna forma para casarse. Él no tenía problema en que se acostara con otros hombres siempre que fuera discreta en esa clase de relaciones, de la misma forma, él también sería muy cuidadoso… Y la señorita Christine le parecía una mujer razonable.
—Alex —llamó, siendo respondido al instante de manera automática por su amigo—. ¿Lady Nottingham tenía algún amante cuando estabas a su servicio?
Los libros que estaba ordenando cayeron estrepitosamente y acabaron desperdigados por el suelo. Para su sorpresa, Alex soltó una maldición en voz alta y se arrodilló para recogerlos.
¿Qué le había pasado? Alexis jamás se alteraba por nada, todo lo contrario, procuraba mantener esa máscara impasible puesta todo el tiempo. Incluso cuando estaban solos, su amigo intentaba dejar cierta distancia entre ellos… Una distancia que esperaba ir acortando con el tiempo.
—Yo… No sé de qué me estás hablando.
Sonrió. Tuvo que suponer que sería discreto en esa clase de cosas. Los lacayos chismorreaban entre ellos, pero nunca con los aristócratas por miedo a que su amo les despidiera.
—Puedes decírmelo, Alex. No diré nada.
Este terminó de recoger los libros y los dejó amontonados encima de una estantería.
—¿Qué importancia tiene eso si pretendes casarte con ella? —preguntó con cierta… ¿brusquedad? Se le hacia muy extraño que Alexis le dirigiera la palabra en ese tono, a él o a cualquiera.
De todos modos, decidió ignorarlo. Ya sabía que Alex era muy protector con la joven, era normal que se pusiera a la defensiva.
—Creo que si negocio con ella, podríamos llegar a un acuerdo respecto a nuestros esponsales. A mí no me importaría que tuviera un amante, es más, creo que estaría dispuesto a dejarle dormir en mi casa siempre y cuando…
Esta vez, Alex le miró con ira contenida en los ojos. Por el amor de Dios, jamás había visto esa mirada en su lacayo, y la verdad era que resultaba muy inquietante y amenazadora con esos ojos de lobo.
—¿De verdad quieres eso, Vincent? ¿Quieres que tu propia esposa te engañe todas las noches? ¿Es que quieres darle a la gente algo de qué hablar? ¿Qué dirán de ti cuando se enteren? ¿Y qué dirán de ella? ¿Has pensado algo de eso? —le preguntó, iracundo, en un tono de voz que fue en aumento.
Se levantó e intentó calmarlo.
—Alex, me encontré con ella hace varios días y parecía tener mucha prisa por llegar a un sitio. Creo que se trata de un amante, y no de un revolcón de una noche, no si está decidida a ir en persona tan lejos solo para estar con él una o dos noches más.
No estuvo seguro de qué parte de lo que dijo lo dejó congelado unos instantes antes de volver a su estado de ira contenida.
—Olvídalo. Olvida a ese maldito amante del que hablas si ni siquiera estás seguro de ello. No tienes ni la menor idea, ¡no sabes nada de nada!
Alexis se estaba pasando. Le tenía aprecio, pero no iba a dejar que le gritara de esa forma. Era el maldito conde, y tenía que hacerse respetar, y si no podía hacerlo con sus lacayos no podría sobrevivir en aquella estúpida sociedad aristocrática.
—¿Por qué te molesta tanto que quiera casarme con ella? ¿Por qué la proteges de esa manera? —De repente, se hizo la luz. Eso lo explicaba todo, que no se hubiera acostado con ninguna mujer, su furia al hablar de su probable amante, su forma de protegerla y la molestia que sabía que sentía cada vez que comentaba sus intenciones de casarse con ella. Estaba tan claro… ¿Cómo no lo había visto antes? —. Dios mío, la amas, ¿verdad?
Esa pregunta hizo que Alex abriera los ojos como platos unos instantes, como si estuviera asimilando la información, antes de soltar una risotada.
No lo entendía, no entendía nada de nada.
—¿Amarla? —le preguntó, con un frío odio brillando en esos ojos grises—. No tienes ni idea de lo que es capaz esa mujer por conseguir lo que quiere, y no le importó nada echarme de su casa cuando no pudo tener lo que quería de mí. ¿Quieres casarte con ella? ¡Adelante! ¡Pero recuerda avisarme de la fecha de la boda para que pueda largarme antes de que ella ponga un solo pie en esta casa! —bramó mientras se dirigía a la puerta y la cerraba tras él con un golpe que retumbó en la sala.
Aquello le dejó sin habla. Se había equivocado desde el principio con la relación que había entre la señorita Christine y Alexis. Siempre había pensado que, al haber estado cuatro años a su servicio, este había desarrollado un instinto protector hacia ella, cuando la realidad era que no la soportaba.
Desde luego, las cosas nunca eran lo que parecían…
Se rascó la barbilla mientras una pregunta absurda se formulaba en su mente. Tenía que elegir entre su lacayo y amigo y su probable futura esposa, y lo primero que acudía a su cabeza no era la respuesta correcta.


—¿Alexis? Ya no trabaja aquí, le despedí hace ya un tiempo —respondió lady Wellington antes de tomar un sorbo de su taza de té.
Le pareció que el mundo se le venía abajo. Había hecho cosas muy desagradables para poder encontrar información sobre Alexis, y justo cuando por fin descubría dónde estaba, resulta que esa arpía moribunda le había despedido.
A pesar de que la noticia la dejó con ganas de abalanzarse sobre la duquesa, mantuvo la compostura y cogió su taza entre sus manos de tal forma que parecía darle absolutamente igual que el motivo por el que había aguantado aquel viaje lleno de baches y durmiendo en cualquier tugurio de mala muerte, rodeada de ladrones entre otras muchas cosas, hubiera desaparecido... otra vez.
—¿Hace cuánto tiempo, si me permite la pregunta? —interrogó discretamente con toda su buena educación, a pesar de querer zarandearla hasta que le dijera dónde se había metido Alexis.
La duquesa frunció el ceño unos instantes, como si intentara recordar, antes de encogerse de hombros.
—No estoy segura. No le presto atención a mis empleados. —Tomó otro sorbo de su bebida—. Mi mayordomo me dijo que había traído a una cualquiera a mi casa y le ordené que le echara. En mi casa no quiero mujeres de semejante clase.
Al escuchar que Alexis había estado con otra mujer sintió que su corazón dejaba de latir. ¿Cómo se atrevía? ¡Después de todo lo que había hecho por él! ¡Y se atrevía a huir de ella y acostarse con una... una...!
En ese instante, vio la mirada que la duquesa le dirigía. Fuera de sí, se levantó apretando los labios y lanzando la taza de té al suelo.
—Usted sabe por qué busco a Alexis, ¿verdad?
Lady Wellington terminó su taza como si nada, inmutable. No parecía importarle el estropicio que había causado ni mucho menos que le estuviera gritando.
—No es de mi incumbencia, ¿me equivoco?
—No, no lo es, pero lo sabe.
Se encogió de hombros.
—Alexis me contó por qué lo encontré en el bosque en pleno invierno sin casa, sin dinero, sin ropa de abrigo, sin nada que comer. —La fulminó con la mirada—. No eres más que una niña mimada, una egoísta a la que no le importó echarle al frío sin ninguna oportunidad de sobrevivir. Así que no, me temo que no puedo complacer tus deseos de encontrarle.
Tal vez fuera una condesa, una dama y todo lo demás, pero en esos momentos le habría gustado que alguien le enseñara a usar un arma de fuego. Esa bruja... ¿Quién se creía que era?
—Más te vale que me lo digas, vieja moribunda. No tienes ni la menor idea de lo que he tenido que hacer para descubrir que Alexis trabajaba para ti, y no me importará volver a hacerlo con tal de que sueltes dónde está.
Esta vez, la fría impasibilidad de la duquesa fue sustituida por una furia tranquila y controlada. Se levantó. A pesar de estar gravemente enferma, seguía siendo una mujer imponente, lo supo en cuanto vio esos ojos gélidos que la observaron con toda la majestuosidad de una mujer con mucho poder.
—Adelante, pequeña. Te invito a desafiarme cuanto quieras. No he llegado adonde estoy por no presentar batalla en cuanto esta se ha atrevido a asomarse a mis jardines. Pero deja que te diga una cosa... —Mientras decía esto, rodeó la mesita donde se servía el té y avanzó hacia ella. Al principio, se negó a retroceder, pero a medida que se acercaba, sintió un miedo irracional, un miedo causado por una vieja al borde de la muerte—. Soy una mujer con muchos recursos, y no todos ellos son buenos. Así que después no me vengas suplicando, porque si hay algo de lo que carezco con la gente que se atreve a amenazarme, más aún en mi propia casa, es piedad. Además, —esbozó una cruel sonrisa— aunque consiguieras vencerme, tu final sería igualmente nefasto, muchacha.
Tragó saliva y esperó unos instantes para tener la voz lo suficientemente firme para decir:
—¿A qué te refieres?
—¿Qué crees que hará Alexis si se entera de que me has amenazado? Yo no diré nada, no le necesito para acabar con tu lujosa vida y meterte en un burdel. Pero si se entera, te aseguro que irá a por ti, para destruirte.
Esta vez dio un salto atrás con las manos en el pecho.
—¡Alexis jamás haría algo así! Puede que me odie, pero jamás me pondría la mano encima.
La duquesa alzó una ceja.
—Cuatro años con él y no te has dado cuenta. ¿Acaso no has visto sus ojos? ¿No sabes lo que hay detrás de esa máscara que lleva puesta a todas horas?
Se quedó helada al recordar la última vez que Alexis y ella hablaron, cuando le dio a elegir. Sí... Recordaba muy bien aquella mirada lobuna, la de un cazador hábil y letal... que sería muy capaz de matarla.
Lady Wellington sonrió satisfecha al ver la repentina palidez de la joven, que prácticamente igualaba la suya. Así que había visto la mirada de la muerte, bien, así sabría lo que le esperaba.
Dio media vuelta, dándole la espalda, y tocó una campanita. Al instante, un par de lacayos estuvieron a su disposición en el interior de la sala. No parecieron sorprenderse al ver a lady Nottingham tan pálida y temblorosa.
—¿Me haríais el favor de recoger esto, queridos? Ah, Peter, tenga la bondad de acompañar a nuestra invitada hasta la puerta. Ya se marcha.
La condesa no dijo nada cuando Peter la cogió ligeramente del brazo y la llevó hasta la salida. El joven lacayo ya tenía experiencia de sobra acompañando a la puerta a aquellos a los que aterrorizaba con sus amenazas, así que no se molestó en mirar por la ventana si tenía algún problema con esa mujer.
De repente, Wilson apareció a su lado. A pesar de su avanzada edad, casi la misma que la suya, el hombre seguía teniendo una increíble habilidad para moverse sin hacer el menor ruido.
—Señora, creo que debería sentarse. Esta clase de enfrentamientos, en su estado, deberían dejarla agotada.
Brigitte sonrió.
—Entonces, ¿por qué me siento tan joven?
El mayordomo soltó una risilla.
—Siempre fue una duquesa de armas tomar, mi señora.
Rio de buena gana y accedió a sentarse. Le hizo un gesto a Wilson para que se sentara donde había estado lady Nottingham.
—Sí, es verdad. Mi esposo solía decírmelo. —Cerró los ojos con fuerza al mencionarle, apartando el dolor. Hacía años que había superado la muerte de su marido, pero cada vez que hablaba de él, su corazón se convertía en un puño. Respiró hondo y abrió los ojos—. Al menos esa muchacha no intentará nada contra nosotros. Mencionar a Alexis ha surtido el efecto deseado.
—Sí, pero ha sido arriesgado amenazarla de esa forma —la regañó suavemente el hombre—. Los nobles saben que no aguantará mucho tiempo, y podrían aprovechar para volverse contra usted.
—Oh, no lo creo —comentó con una sonrisa y un gesto despreocupado—. Mi estrategia para darle todo mi patrimonio y riqueza a mi heredero es perfecta. Si el resto de los nobles se niega a reconocerle en la alta sociedad, pediré que me paguen todo lo que me deben, y no es poco.
Wilson rio al mismo tiempo que se golpeaba la panza.
—Mi señora, debería estar en la guerra contra Napoleón, estoy seguro de que rivalizaría con usted.
Brigitte se unió a sus carcajadas.
—Tal vez, pero ser duquesa es el papel que me ha tocado en esta vida.
—Y lo ha desempeñado extraordinariamente, mi señora. Nunca había visto a tantos nobles amedrentarse ante una mujer.
Aceptó el cumplido con una sonrisa y miró por la ventana.
—En fin, Alexis está a salvo por el momento. Aunque... —Su sonrisa se ensanchó—. Me habría gustado saber qué habría hecho Alexis. Por mucho que lo envuelva esa aura peligrosa, no estoy segura de que hubiese hecho daño a Christine.
—¿Eso quiere decir que cree que podría hacerle daño?
Se quedó callada unos momentos, mirando los copos de nieve que empezaban a caer del cielo.
—Ha llegado el invierno. A Alexis le gusta esta época más que ninguna otra.
Wilson no dijo nada, comprendiendo la respuesta a su pregunta.


Vincent espoleó a su caballo. Se había quedado tan sorprendido por la actitud de Alex que había tardado varios minutos en reaccionar. Al principio, no estuvo muy seguro de si ir tras él era una buena idea, pero cuando se dio cuenta de que no estaba por ninguna parte y preguntó a un lacayo, este le dijo que se había marchado con su caballo.
De esa forma, había recorrido todo Londres sin encontrar rastro de él... hasta que se dio cuenta de dónde podría estar. Dando media vuelta, se había dirigido a las afueras, buscando la colina a la que solía ir cuando era pequeño y tenía tiempo libre.
Al darse cuenta de que su caballo resoplaba por el esfuerzo, decidió, a regañadientes, aminorar la marcha. Fue entonces cuando fue consciente de que estaba nevando y que una ligera capa blanca cubría la hierba.
Escuchó un relincho en la lejanía y acercó su corcel a lo más alto de una colina despejada de árboles.
Allí estaba.
No le llamó, estaba demasiado ocupado preguntándose si lo que estaba viendo era una ilusión o realmente estaba ahí.
Alexis cabalgaba sobre una brillante belleza negra, cuyas largas crines eran azotadas sin piedad por el viento. Su amigo apoyaba las rodillas en los flancos del animal, irguiéndose con el cuerpo inclinado hacia delante. Se había quitado el chaleco negro y llevaba la camisa blanca por fuera de los pantalones, de forma que el viento la alzaba y dejaba ver una porción atlética de su vientre.
El cabello, suelto, creaba olas plateadas y dejaba totalmente a la vista el rostro de Alex. Su piel, extremadamente pálida, casi podría confundirse con la nieve. Esta cubría su nariz aguileña, sus pómulos altos, los músculos del cuello y el pecho. Y resaltaba los labios, finos, de un tono rosado.
Pero seguía fascinado por sus ojos, de un gris plateado que le recordaba al de un depredador. En ese instante, más que en ningún otro momento, vio esa mirada de lobo, concentrada en el galope, mostrando una fuerza que Alex mantenía celosamente oculta en su interior.
Ahora podía palparla, y junto con la del animal que volaba bajo su cuerpo resultaba un espectáculo increíble. El contraste entre el negro del corcel y su jinete blanco no rompía la armonía entre ambos, unidos por ese momento en que iban contra el viento y la nieve que trataba de impedirles el paso. Pero ambos seguían, pese al frío que empezaba a calarle los huesos, galopando sin cesar.
En ese instante, los ojos del lobo se centraron los suyos y el caballo se detuvo, alzando un montón de nieve.
Sacudió la cabeza, como si intentara librarse de un hechizo, mientras el corcel de Alexis trotaba hacia él. Su mirada había cambiado, estaba más serena y tranquila, aunque fue muy consciente del brillo enojado que había detrás.
Notó un extraño ardor en el vientre cuando sus ojos se encontraron. Alex se había detenido y le miraba fijamente, esperando a que hablara. Llevaba el cabello desordenado, un detalle que le distrajo sin saber muy bien por qué.
Alex seguía esperando a que dijera algo, pero él no recordaba por qué había ido a buscarle. Ni siquiera sabía por qué habían discutido.
Al ver que no decía nada, el lacayo bajó la cabeza en señal de resentida sumisión y le dijo:
—Lamento mucho mi comportamiento anterior, mi señor. Aceptaré las consecuencias de mi inapropiada actitud respecto a usted.
No pudo evitar soltar un gruñido. Odiaba que le hablara de esa forma, sobre todo cuando estaban solos, cuando no tenían que fingir que existía cierta amistad entre ellos.
—No me hables así, Alex. No lo soporto.
Esa brusca respuesta le sobresaltó.
—Pero...
—Di mi nombre. —Al ver su rostro dubitativo, volvió a gruñir—. Dilo.
—Vincent.
—Ese no. Como me llamas siempre.
Alex respiró hondo.
—Vince.
Asintió, notando cómo la tensión entre ellos disminuía, aunque el ardor no había desaparecido en absoluto.
—Ahora, vamos a hablar de lo que ha pasado con calma, sin perder los nervios. —Hizo una pausa, pensativo—. No haré ninguna hipótesis hasta que me lo hayas explicado todo. Bien, ¿qué pasó entre lady Nottingham y tú?
Alex desvió la vista, aunque eso no evitó que viera la armadura que había creado a su alrededor.
Suspiró. No iba a obligarle a hablar de algo que no deseaba. Sabía que podía forzarle dándole una orden, pero no quería llegar a esos extremos, ni ahora ni nunca.
—Está bien. —Cogió aire y le hizo la pregunta que más temía—. ¿Qué harás si convierto a la condesa en mi esposa?
—Marcharme —respondió sin pensárselo dos veces.
—¿Y si te pido que no te vayas?
Eso pareció sorprender a Alexis. Lo miró un instante con cierta tristeza, pero negó con la cabeza.
—Me iré de todas formas. —Sus ojos se volvieron duros de nuevo—. Y no puedes ordenarme que me quede. Y aunque lo hagas, encontraría la forma de huir.
Se encogió de hombros.
—No tenía intención de ordenarte nada semejante. No quiero obligarte a hacer algo que no quieres. —Dio media vuelta, sabiendo que Alex le seguiría, y asintió para sí mismo—. Entonces está claro.
Alex frunció el ceño.
—¿El qué?
No se volvió para responderle.
—Dejaré de molestar a la condesa. —Se encogió de hombros—. Encontraré a otra que no sea chismosa y que tenga algo más en la cabeza aparte de fiestas, vestidos, joyas y todas esas tonterías. Y si no, me encargaré de domesticarla.
Se dio la vuelta al dejar de oír las pisadas de los cascos del caballo que había ido tras él. Alex se había detenido, y lo miraba como si se hubiera vuelto loco.
—¿Vas a renunciar a casarte con Christine?
—Sí —respondió, como si no fuera nada del otro mundo.
—¿Por qué?
No se lo pensó dos veces. Sabía perfectamente cuál era el motivo, aunque no tenía ni la menor idea de qué había causado que tomara esa decisión.
—Porque no quiero que te vayas.
Incluso cuando reanudó la marcha, Alex tardó unos segundos en reaccionar. Una extraña sensación cálida se había instalado en su pecho al oírle decir esas palabras, y se le había formado un nudo en la garganta.
Mientras le seguía, su mente daba vueltas vertiginosamente, preguntándose por qué era tan importante para Vince. Los lacayos no eran más que sirvientes. Por mucho que el conde le dijera que en la intimidad eran amigos conocía muy bien la cruda realidad. Su primer amo se encargó bien de ello.
No podía estar seguro de él, pero aun así...
Le dio un talonazo a Sky para que avanzara al trote y se colocó junto a Vince. Antes de que se adentraran en Londres y ser de nuevo el lacayo del conde de Norfolk quería hacer una cosa.
Inclinó la cabeza hacia Vince y dejó la frente apoyada en su hombro. El otro jinete no hizo nada por apartarse, sino que detuvo el caballo y dejó que permaneciera así durante un rato.
Cuando reiniciaron la marcha, ambos, aunque ninguno lo sabía, tenían la misma sensación en las entrañas. Una curiosa calidez en el pecho y el ardor en el vientre, como si anhelaran algo, aunque no tenían ni idea de qué era.

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