domingo, 13 de mayo de 2018

El Lobo del Conde

Capítulo 2. Cicatrices de advertencia


Tenías razón, los buitres acechan.
Nota dirigida a Brigitte Hutton.

Brigitte suspiró sentada en la habitación de Alexis. Echaba de menos a aquel joven que se comportaba sumisamente pero que en el fondo ocultaba a un hombre salvaje y apasionado.
Recordaba muy bien la primera vez que lo vio. Ella iba a una fiesta de la condesa de Nottingham. Normalmente no iba tan lejos, pero hacía un año que el conde había muerto y aquella era la primera vez que daba un baile.
A medio camino, un grupo de bandidos los asaltaron y dejaron a su cochero y los dos fornidos mozos que la acompañaban fuera de combate. Estaba totalmente indefensa.
Pensaba que iban a lastimarla cuando un joven de unos dieciocho años la salvó. Era alto y delgado, y la ropa rasgada que llevaba dejaba ver unos músculos duros pero de finas curvas, su cabello rubio plateado estaba suelto y despeinado, y sus ojos grises eran fríos y fieros, como los de una bestia salvaje.
A pesar de que llevaban pistolas, el joven los venció con las manos desnudas. Pensó que se trataba de otro ladrón, por eso se sorprendió cuando el joven le hizo una profunda reverencia.
—No tenéis nada que temer, mi lady. Aunque no lo parezca, no soy un ladrón.
A pesar de que se sentía confusa, logró mantener la compostura.
—Le creo, y tiene mi más profundo agradecimiento, joven. ¿Cómo podría compensarle?
—No debe darme las gracias y mucho menos compensarme, el deber de un caballero es ayudar a una dama desprotegida.
Lo miró con lástima. Aquel joven parecía no tener siquiera un lugar donde dormir.
—Aun así, me siento obligada a hacer algo por usted.
En esa ocasión, este cambió de peso la pierna, como si estuviera dudando.
—Si insistís, me haría un gran favor que no le dijera a nadie que me ha visto. Dele el honor a sus sirvientes de haber protegido bien a su señora. —Hizo una reverencia y se dio la vuelta para marcharse.
—¡Espere! —No podía dejarle así—. ¿A dónde va?
—Al bosque.
Con cierta dificultad, contuvo una exclamación de horror.
—¿Vive allí? ¿En pleno invierno?
—Así es, mi lady.
Se llevó una mano al pecho, sobrecogida por la indiferencia de su voz, como si vivir en el bosque en la época más fría del año fuera algo normal. Pobre chico, estaba solo y no tenía nada y, pese a todo, no había intentado atacarla para llevarse sus joyas.
—¿Cómo te llamas?
El joven se sorprendió por la pregunta, pero respondió de todas maneras.
—Alexis.
—¿Alexis qué más?
—Solo Alexis. No conocí a mis padres, y la manta que me envolvía cuando me encontraron solo llevaba mi nombre bordado.
Sintió una oleada de compasión.
—Bien, Alexis. A partir de hoy, estarás a mi servicio.
El joven se sobresaltó al oírla.
—¿Yo, señora?
—Así es, es lo menos que puedo hacer por ti.
—Pero…
Ella alzó una mano para interrumpirlo.
—Nada de peros, Alexis. Limítese a aceptar.
Aquel joven la miró con una expresión que no pudo interpretar, pero luego esbozó una sonrisa tan dulce que habría derretido la nieve que los rodeaba.
—Por supuesto, mi lady.
Después de que los mozos y el cochero se despertaran, volvieron a Wellington para atender a Alexis y mostrarle su nueva vida.
Habían pasado cuatro años desde entonces y Alexis se había convertido en lo más parecido a un hijo que había tenido nunca.
Con una sonrisa, observó la habitación que había sido de su fiel sirviente, de paredes blancas y grandes ventanas que daban luminosidad a la habitación. A la izquierda de la cama, situada junto a una ventana, había un pequeño armario de madera de cerezo, y en la otra pared había un mueble con cajones donde Alexis guardaba sus libros.
A Brigitte le sorprendió encontrar libros sobre animales. No esperaba que a Alexis le interesaran esas cosas, pero al ver que pasaba sus ratos libres con los mozos de cuadra, ayudando con los caballos, pensó que era evidente. Por eso, el segundo año que pasaron juntos, le regaló un hermoso corcel negro, al que llamó Sky por sus ojos azules. Alexis se quejó de que era algo excesivo para un lacayo, pero al final no pudo resistirse a aquella belleza oscura.
Abrazó la manta azul claro con fuerza al recordar aquellos tiempos. Esa manta era la que Alexis llevaba siempre consigo, la que probablemente había hecho su madre para él.
El día que se despidieron este le dijo que, como ella había sido una madre para él, debía quedarse con la manta. Era el mejor regalo que le habían hecho en la vida.
Unos suaves golpes en la puerta la obligaron a mantener la compostura antes de dar permiso para pasar. Se trataba de su mayordomo, Wilson.
—Señora, ¿le apetece que prepare algo de té?
—Estaría muy bien, gracias.
El mayordomo se sentó a su lado. Había trabajado para ella durante más de treinta años, y tenían confianza de sobra para que le dijera:
—A Alexis no le gustaría verla de esa forma, la obligaría a ir a la cama y le contaría una de sus historias de lobos.
Brigitte sonrió.
—Adora a esos animales. Cuando escuchaba los aullidos de esas bestias, decía que no había nada que temer, que solo cantaban a la luna, para dar gracias por la luz que les daba para poder cazar en la oscuridad.
Wilson también sonrió.
—Nunca supe por qué sentía tanta devoción por los lobos, pero puesto que entretenía a mis nietas cuando venían a verme, no tenía ninguna queja.
Brigitte suspiró. Wilson tenía razón, no debía dejarse llevar por los sentimientos, aún tenía que prepararlo todo para que su heredero tuviera todo lo que necesitaba.
—Wilson, prepare mi abrigo, voy a ver a los abogados —le lanzó una mirada seria a su mayordomo —. Wilson.
—¿Sí, señora?
—Esta es la misión más importante que voy a darte.
Totalmente serio, el mayordomo asintió.
—La escucho.
—Proteja esos documentos. Hasta que yo me haya ido.


Alexis llamó suavemente a la puerta de Vincent y esperó a que su lord le diera permiso para entrar. Al no recibir respuesta, comenzó a olerse lo que debía estar haciendo, por lo que abrió la puerta y se asomó.
Tal y como había dicho lady Norfolk, su hijo estaba dormido. Y su misión era despertarlo costara lo que costara.
Cerró la puerta tras de sí y descorrió las cortinas. Como suponía, no obtuvo ningún resultado. Se acercó a la cama para intentar despertarlo.
—Vince, despierta.
Ni se movió.
—Vince, estas no son horas de estar dormido.
Nada. En un último intento de hacer las cosas por las buenas, se acercó a su oído.
—¡Vince! —gritó.
Y como respuesta a sus esfuerzos, lo único que obtuvo fue un ronquido.
El lacayo suspiró mientras pensaba en alguna otra forma de despertarlo. Sonriendo maliciosamente, se tumbó al lado de Vince y pegó su boca a su oreja. Poniendo voz de mujer y sin dejar de sonreír, murmuró:
—Mmm… Lord Norfolk, es usted mejor de lo que decían los rumores…
Intentó no reír cuando vio la sonrisa de Vincent.
—Me lo dicen a menudo. —Se acomodó entre las sábanas sin abrir los ojos—. Disculpe mi memoria pero, ¿nos han presentado?
Tapándose la boca con una mano, volvió a tragarse la risa.
—¡Oh, ya lo creo! Soy la señorita Redfox…
Vince abrió los ojos de golpe y, cogiendo la sábana para cubrirse, se alejó rápidamente hasta el otro extremo de la cama. Su rostro enrojeció de furia cuando vio a Alexis agarrándose el estómago mientras reía a carcajadas.
—¡Alex!
—Lo siento, Vince, órdenes de tu madre.
—¿Mi madre te ordenó que te hicieras pasar por esa mujer y darme un infarto? —preguntó, conteniendo las ganas de estrangular a su lacayo.
—Dijo que usara los recursos necesarios para despertarte antes de que desayunara sin ti.
—Me alegra ver que has disfrutado —comentó con tono irónico mientras fulminaba a Alex con la mirada, que seguía riéndose sobre la cama—. ¿No tuviste suficiente anoche cuando me dejaste a merced de esa chica?
—No tuve el placer de ver tu cara entonces.
Al ver que no dejaría de reírse, se lanzó a por él en un impulso por taparle la boca y dejar de escuchar sus carcajadas.
En ese momento, entró Alfred, un joven con el cabello negro corto y rizado de ojos verdes, escuálido y con pecas que formaba parte del servicio… y que se quedó petrificado al ver a su señor totalmente desnudo sobre el nuevo lacayo.
—¿Mi… lord?
Vince se apartó bruscamente y se tapó con la sábana mientras Alexis se incorporaba y volvía a su papel de lacayo.
—¿Qué quieres?
El tono fiero de su señor bastó para que el joven se arrepintiera de haberlo llamado cuando el conde y el lacayo parecían estar a punto de…
—Esto… tiene una visita…
—¿Quién es? —le preguntó sin suavizar ni un poco su tono.
—Eh… la señorita Redfox…
El nuevo lacayo contuvo una carcajada mientras el conde respondía con un gruñido. Alfred los miró a ambos sin comprender.
—Bajaré en unos minutos. Retírese.
El pobre Alfred salió casi corriendo de la habitación y cerró la puerta.
—Qué agradable sorpresa… —murmuró Alex, todavía conteniendo la risa.
Vincent iba a decirle algo, pero lo olvidó cuando vio una extraña marca en el cuello de Alex.
—¿Qué es eso? —preguntó levantándose de la cama y acercándose a él para señalar la marca.
Alexis desabrochó su camisa blanca y la abrió, dejando ver las cuatro marcas que cubrían su hombro derecho y descendían hasta el pecho.
—Un lobo me atacó cuando era pequeño.
Mientras inspeccionaba las cicatrices, pasó los dedos por las horribles marcas.
—Debía de ser enorme, a juzgar por estas marcas.
—Lo era, yo tenía seis años y era más grande que yo. Recuerdo que era blanco como la nieve, y que sus ojos eran grises.
—Como los tuyos.
Alex asintió. Aquella experiencia lo había marcado para siempre, jamás olvidaría a aquel lobo… y lo que pasó ese día.
—Tuvo que estar a punto de matarte —comentó Vincent, sin dejar de recorrer aquellas cicatrices con la yema de los dedos.
—Es más superficial de lo que parece —le dijo el lacayo, encogiéndose de hombros y abrochando su camisa.
Vince supo que no iba a hablar más del tema. Pero debía tener paciencia, hacía mucho que no se veían y aún podían tardar un tiempo en volver a tener la relación de hace diez años.
Sonrió cuando recordó lo mucho que lo había odiado cuando su madre lo trajo a casa. Se sintió desplazado cuando todos vieron a aquel niño tan extraño; con la piel pálida, el cabello rubio platino y los ojos grises. Toda una rareza.
Pero aquel odio desapareció cuando su hermano pequeño se perdió en el bosque y Alexis lo trajo de vuelta. Jamás se había sentido tan agradecido hacia nadie. Desde entonces, lo había tratado como si fuera su segundo hermano pequeño, a pesar de que Alex nunca pidió nada más que ser su lacayo.
Había llegado a quererlo como si fuera de su familia. Pero años más tarde, su padre lo echó sin darle tiempo siquiera a despedirse.
—Vince.
La voz de Alex lo sacó de sus pensamientos.
—¿Qué?
—Deberías vestirte, porque no creo que sea bueno para tu reputación que te encuentren desnudo con tu lacayo, como acaba de pasar —señaló su amigo—. Yo voy abajo, tendré que explicarle a Alfred lo que ha pasado.
—Está bien.
—Y no te retrases mucho… Quién sabe si tu madre es capaz de enviar a esa joven a tu habitación para que bajes… —le advirtió con una sonrisa antes de salir.
Vincent rodó los ojos y murmuró:
—O para condenarme.


Alfred estaba en la cocina, comiendo una manzana con aire distraído, aunque cualquiera que lo viera, pensaría que debía de estar sufriendo una fiebre muy alta, debido a las mejillas sonrojadas como tomates. ¡Por el amor de Dios! Lo que había visto en la habitación de su señor era… era… Ni siquiera sabía cómo llamarlo, pero estaba seguro de que no era algo normal.
—No es necesario que se sofoque, Alfred.
Se sobresaltó al escuchar una voz masculina que tenía un curioso toque melodioso. Se dio la vuelta y se encontró con el lacayo que llegó ayer desde Wellington.
—U… Usted es…
El lacayo se acercó con una sonrisa amable y le ofreció la mano.
—Mi nombre es Alexis. Y no debe preocuparse por lo que ha visto, solo ha sido un malentendido.
Se relajó visiblemente y estrechó su mano.
—Encantado. ¿Puedo preguntar qué ha pasado?
—Lo que ha presenciado ha sido un intento de homicidio.
Por el rostro de Alfred, Alex pensó que debería haberse mordido la lengua.
—No literalmente, por supuesto. Digamos que entre su madre y yo, le hemos gastado una broma que no le ha hecho mucha gracia.
—¿De qué broma se trata?
—Parece que a lord Norfolk no le es grata la presencia de la señorita Redfox.
En los ojos de Alfred apareció un brillo furioso, algo que le sorprendió.
—Silvya no es una mala persona, no entiendo por qué al conde le desagradaría su compañía. Es hermosa, dulce, atenta… —Se paró en seco al darse cuenta de lo que estaba diciendo y se sonrojó—. Disculpe, pero debo irme a… limpiar la sala oeste. Esta tarde, lord Norfolk tiene visita.
Alexis observó al chico hasta que desapareció por la puerta. Qué extraño… un lacayo no llamaría por su nombre de pila a una mujer que está por encima de su categoría, más aún si ni siquiera se trataba de su señora.
Las cicatrices que le hizo aquel lobo tantos años atrás comenzaron a arder, avisándole de que algo malo estaba pasando.
Tuvo un mal presentimiento respecto a ese chico y aquella mujer.


Vincent leyó la invitación de la condesa de Nottingham con una mueca. No le apetecía ir a una de esas insípidas fiestas, pero si quería conseguir una esposa, no tenía otro remedio que asistir. Especialmente cuando era su mejor candidata la anfitriona de aquel baile.
Se reclinó en el asiento de su despacho y dejó escapar un suspiro cansado. El desayuno con su madre y la señorita Redfox había sido un infierno, estaba seguro de que aquella muchacha se había pasado a propósito por su casa a saludar a su madre solo para que esta la invitara a desayunar con ellos. Y, cómo no, aprovechar para recordarle que la joven poseía una dote bastante decente pese a ser la sobrina de un barón. Afortunadamente, Andrew Hawke, duque de Arsen, había llegado justo a tiempo para evitar que diera un paseo junto a la señorita Redfox.
Andrew era un viejo amigo de la adolescencia y un libertino como él, sin embargo, hacía un año que había contraído matrimonio y estaba a punto de tener un hijo. Parecía feliz, decía que había tenido mucha suerte con su esposa, y deseaba que Vince también encontrara a una mujer adecuada. Por eso había ido a verle aquel día, para comentar quiénes eran las posibles candidatas.
Habían estado así toda la mañana hasta la hora de comer, en la que se despidieron y cada uno se fue a su respectiva casa, y el resto de la tarde, Vince lo dedicó a leer la correspondencia y a echarle un vistazo a sus negocios con la importación.
Estaba pensando en hablar con Alexis para que le diera información sobre la condesa de Nottingham cuando Thompson, el mayordomo, se asomó por la puerta después de que le diera permiso para pasar.
—Lord Norfolk, la cena está lista.
—Voy enseguida. Por cierto, ¿ha visto a Alexis?
Thompson frunció el ceño un momento.
—Mmm, sí, dijo que saldría un rato.
Entrecerró los ojos, pensativo.
—¿Dijo a dónde iba?
—No, milord, ¿desea que vaya a buscarle?
—No es necesario, puede retirarse.
Thompson hizo una reverencia y cerró la puerta con suavidad.
El conde entrelazó los dedos por encima de la mesa y se quedó mirando a la nada unos minutos, preguntándose a dónde habría ido su amigo.


Alexis entró en el carruaje que había alquilado de un salto y dio unos golpes para indicarle al cochero que ya podían irse. Se quitó la capa con capucha y pasó una mano por su cabello rubio platino.
Parecía que la mala suerte lo estaba persiguiendo. Primero, Vincent consideraba a lady Nottingham como su mejor candidata para casarse, después, se encontraba con aquel hombre que quería matar a amigo, y ahora descubre que Redfox está utilizando al pobre Alfred para llegar hasta el conde.
En cuanto había visto al joven salir de la mansión de los Lars a esas horas de la noche, no había dudado en seguirlo por si averiguaba algo. Había hecho bien en hacerlo, como ese chico diera demasiada información a esa mujer, ella no dudaría en utilizarla para chantajear a Vince y obligarle a casarse con ella.
Brigitte tenía razón cuando le dijo a lady Norfolk que debía tener cuidado con las mujeres a las que dejaba entrar en su casa, porque esa muchacha sabía muy bien cómo manipular a un joven ingenuo como lo era Alfred.
Bueno, si Silvya ya había puesto sus cartas sobre la mesa, Alex iba a tener que jugar las suyas.

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