Prólogo. El encargo
“Que este infierno
sea nuestro cielo.”
James
Joyce
El olor a azufre y
a carne quemada inundó sus fosas nasales. Una ola de insufrible calor estalló
contra su piel. La tierra arenosa pero dura como la piedra raspó sus patas
desnudas. Sus ojos recorrieron el paraje yermo que se extendía en el horizonte,
más allá de donde alcanzaba su vista.
El Infierno no
había cambiado un ápice en nueve mil años.
Para las almas que
eran castigadas allí, la morada de Lucifer era tal y como relataban las
leyendas, puede que incluso peor; un lugar caluroso, con ríos de lava y
montañas negras en las que vivía su ejército de demonios. También había un
desierto rocoso de arena rojiza, la entrada a los dominios del Diablo.
El restallido de
los gritos y aullidos, las risas malévolas de los demonios y el rugido de las
erupciones eran constantes en aquel mundo, así como el olor del humo y la
sangre.
Sí, a ningún
humano le gustaría estar en aquel lugar. El cielo, rojo con tintes violetas y
naranjas, sumido en un crepúsculo continuo, ya era bastante imponente y
escalofriante, además de la cordillera de volcanes que protegían la entrada a
los dominios del Infierno.
Para él, no había
un lugar mejor que aquel, su hogar. El calor era como una brisa refrescante en
comparación con su ardiente piel, su sensible sentido del olfato estaba más que
acostumbrado a aquel olor fuerte y cargado, y la imagen de las montañas
recortadas contra aquel cielo cálido le resultaba tan bella como acogedora.
Se encontraba
sentado sobre una roca del color del carbón en la amplia e infinita cordillera
que era la entrada del mundo de los muertos. Su deber era vigilar, estar alerta
a los miles de enemigos que podían cruzar volando la frontera. Esa había sido
su misión desde hacía, siglo arriba siglo abajo, cinco mil años.
El aleteo de unas
poderosas alas lo distrajo un segundo. Venía de su espalda, por lo que solo
podía ser uno de los suyos… y no se equivocaba.
Se levantó
perezosamente y cruzó los brazos mientras su cola se balanceaba de un lado a
otro.
—¿Cambio de turno?
Damián gruñó
sonoramente cuando aterrizó.
Como todos los de
su especie, Damián era muy alto, con sus dos metros y quince centímetros
intimidaba incluso a la Guardia Real de Lucifer. Tenía la piel negra recubierta
de gruesas rayas rojas que cubrían su musculoso torso, sus anchas espaldas, sus
poderosos brazos, sus grandes patas de dragón y parte de su larga cola. Las
grandes alas lo hacían incluso más grande y robusto, y su intenso cabello rojo,
que caía por su espalda, le daba un aspecto sanguinario que muchos temían. Los
largos mechones enmarcaban un rostro de facciones duras, la mandíbula cuadrada,
la nariz recta y los labios carnosos. De su cabeza, surgían dos grandes cuernos
negros curvados hacia atrás, justo por encima de las orejas puntiagudas, como
los colmillos que sobresalían de su labio superior. Sus ojos, de un diabólico
rojo oscuro, lo miraron entrecerrados.
—El jefe quiere
verte.
Eso no era normal.
Su expresión se ensombreció.
—¿Ha pasado algo?
Damián le hizo un
gesto con la cabeza para que le siguiera.
—Tiene una misión
para ti.
Eso lo dejó
intrigado, pero decidió guardar sus preguntas para más tarde.
Desplegó las alas
y siguió a Damián, no sin antes lanzar una orden a los demonios de los volcanes
de que vigilaran en su lugar. Sobrevolaron las montañas y los profundos
acantilados donde se torturaban a las almas malvadas, así como las altas
murallas del Palacio de Ébano, la morada de Lucifer.
Se dirigieron
justamente al balcón del salón de baile. Este era grande y muy espacioso, con
altas paredes de lapislázuli, gigantescas y complejas lámparas de araña de
cristal, ventanales con cortinas finas y vaporosas, y suelo de brillante mármol
negro decorado con dibujos circulares dorados.
En el centro de la
sala, se encontraba el Diablo. Era alto, aunque no tanto como Damián o él, y
desde luego tenía una figura mucho más elegante y esbelta, aunque no por ello
menos atlética. Tenía la piel de un tono pálido que hacía que sus músculos
parecieran estar cincelados en granito, algo que armonizaba con su corto
cabello rubio, cuyos indomables rizos caían sobre unas facciones perfectas y
suaves, casi delicadas.
Sin duda alguna,
los rumores de que Lucifer era uno de los ángeles más bellos no se quedaban en
meros susurros murmurados; era la pura realidad.
Lo único que
parecía desentonar en aquella imagen de serena belleza eran sus ojos. Tan
negros como el fondo de un abismo, tan oscuros y crueles que muy pocos creerían
que una vez fue un ángel. Solo con su mirada, sus facciones se volvían duras,
su hermoso cuerpo se convertía en un arma mortal, su presencia tranquilizadora
se transformaba en una sombra imponente.
Lucifer sonrió en
cuanto los vio atravesar uno de los ventanales y se dirigió a ellos con los
brazos abiertos.
—¡Evaristo!
Bienvenido a mi humilde hogar —dijo al mismo tiempo que chasqueaba los dedos,
con lo que hizo aparecer un confortable sillón de cuero y un largo diván—.
Gracias por traerlo, Damianos. Puedes retirarte.
Damián inclinó la
cabeza y se marchó por el balcón sin decir nada, ni siquiera le miró. Lo vio
subirse a la barandilla del balcón y dejarse caer para, a los pocos segundos,
reaparecer en todo su esplendor alzando el vuelo hacia el cielo rojizo.
—Está preocupado
por ti —comentó Lucifer como quien no quiere la cosa.
Evaristo frunció
el ceño.
—¿Ah, sí?
—Los demonios no
sois muy expresivos, especialmente los de vuestra raza.
—¿Debería
tomármelo como un cumplido?
—Solo he
reafirmado un hecho. —Hizo una pausa muy breve—. Pero no estamos aquí para
comentar las peculiares características de tu especie, sino para enviarte a una
misión.
El demonio
asintió.
—¿De qué se trata?
El Diablo apretó
levemente los labios y arrugó ligeramente la frente. Eso no era una buena
señal.
—Digamos que he
encontrado algo… muy interesante.
Evaristo alzó una
ceja.
—En tu retorcida
mente hay setecientas mil ochocientas cincuenta y dos cosas a las que calificas
de interesantes, entre las cuales se encuentran las series de adolescentes y
las novelas de Crepúsculo.
Lucifer lo miró
con cara de cordero degollado.
—Vamos, hombre, ¿a
quién no le gusta Stiles de Teen Wolf? Seamos sinceros, sin él esa serie no
tendría ni pizca de gracia. —Evaristo puso los ojos en blanco para, un segundo
después, encontrarse con el dedo acusador de Satanás—. Y no leo Crepúsculo, sino la saga de Cazadores Oscuros de Sherrilyn Kenyon.
Ni se te ocurra comparar ambas.
—Como sea. ¿Qué
tienes para mí?
Lucifer bajó el
tono, haciendo que su voz sonará mucho más grave.
—¿Qué tienes para
mí? —le imitó de una forma que a Evaristo se le antojó penosa—. Pareces Timothy
Hutton en Las reglas del juego.
Evaristo estuvo a punto
de preguntar cuánto tiempo dedicaba a las cien series que veía al mismo tiempo,
pero decidió morderse la lengua. Si le daba cuerda, al final perdería tiempo en
esa misión que Lucifer tenía que darle y que, empezaba a pensar, tenía pinta de
ser imaginaria.
—¿Vamos a ir al grano
o tengo tiempo de cazar la cena?
Su comentario
pareció hacerle gracia a la personificación de la maldad, pero no dijo nada al
respecto. En vez de eso, notó cómo se filtraba lentamente en su mente. Al
instante, una imagen se hizo paso en su cabeza. Era un hombre joven, de unos
veinticinco años aproximadamente. Era más alto que la media, aunque Evaristo
seguía sacándole más de media cabeza, y poseía una complexión atlética y
fuerte. Era muy atractivo, de facciones agradables a primera vista, y algo en
su rostro le recordaba a las idealizadas cinceladas de un escultor griego. Tenía
el cabello rubio y voluminoso, algo descuidado, además de una perilla que
necesitaba un recorte. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos, de un
brillante azul turquesa que atraparía cualquier mirada.
Cuando la visión
terminó, Evaristo ladeó la cabeza. A primera vista, parecía un humano normal y
corriente, de ahí que no comprendiera el interés de Lucifer en él.
—¿Quién es?
—Un ser fascinante
—anunció el Diablo reclinándose en su confortable sillón.
Desgraciadamente,
esa respuesta no aclaraba nada.
—¿Podrías ser más
concreto? —preguntó con los dientes apretados, haciendo un gran esfuerzo por no
gruñir.
—Conoces a Zeus,
¿no?
—¿Ese gilipollas
que intentó entrar aquí persiguiendo a Lilit?
—El mismo. Ya
sabrás que le gustan mucho las faldas… —Hizo una mueca al mismo tiempo que se
rascaba la nuca—. El caso es que logró seducir a un ángel y la dejó preñada.
¿Puedes imaginártelo?
Evaristo
entrecerró los ojos. Ese hombre debía de ser su hijo. Una mezcla entre ángel y
dios. Ahora podía comprender el interés de Lucifer en él…
—Quieres que lo
mate. —Era algo comprensible. Al Diablo no le convenía que Dios tuviera
semejante criatura en su poder.
—No.
Para variar,
Lucifer lo sorprendió.
—Pues explícame de
una vez cuál es mi papel en este asunto. Y no te vayas por las ramas.
—¿Te estoy
poniendo nervioso? —preguntó Lucifer, divertido.
—Siempre pones
nervioso a todo el mundo. El único que parece que te soporta es Nico.
—Un demonio
entrañable para pertenecer a tu raza pero, ya que veo que se te está acabando
la paciencia y que yo aprecio inmensamente nuestra amistad, no me andaré con
rodeos. —Esta vez, se puso muy serio y se inclinó, apoyando los codos sobre sus
rodillas y clavando sus ojos negros en los de Evaristo—. No sé por qué, pero
ese hombre no está de parte de los ángeles ni tampoco está bajo la protección
de Zeus, lo cual quiere decir que tenemos vía libre para… ponerlo de nuestro
lado.
Evaristo alzó una
ceja, pero admiró en el fondo la astucia de Lucifer. ¿Por qué no aprovecharse
de aquella situación y poner a esa criatura de su parte? Porque estaba claro
que lo que quería el Diablo era que, de alguna manera, él lo convenciera para
unirse a ellos.
Lucifer esbozó una
lenta sonrisa.
—Ya sabes lo que
quiero, ¿verdad?
Evaristo se la
devolvió.
—¿Cuándo empiezo?
El Diablo se
levantó poco a poco.
—Acabas de
hacerlo.
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