sábado, 1 de julio de 2017

Presa del demonio

Prólogo. El encargo


“Que este infierno sea nuestro cielo.”
James Joyce

El olor a azufre y a carne quemada inundó sus fosas nasales. Una ola de insufrible calor estalló contra su piel. La tierra arenosa pero dura como la piedra raspó sus patas desnudas. Sus ojos recorrieron el paraje yermo que se extendía en el horizonte, más allá de donde alcanzaba su vista.
El Infierno no había cambiado un ápice en nueve mil años.
Para las almas que eran castigadas allí, la morada de Lucifer era tal y como relataban las leyendas, puede que incluso peor; un lugar caluroso, con ríos de lava y montañas negras en las que vivía su ejército de demonios. También había un desierto rocoso de arena rojiza, la entrada a los dominios del Diablo.
El restallido de los gritos y aullidos, las risas malévolas de los demonios y el rugido de las erupciones eran constantes en aquel mundo, así como el olor del humo y la sangre.
Sí, a ningún humano le gustaría estar en aquel lugar. El cielo, rojo con tintes violetas y naranjas, sumido en un crepúsculo continuo, ya era bastante imponente y escalofriante, además de la cordillera de volcanes que protegían la entrada a los dominios del Infierno.
Para él, no había un lugar mejor que aquel, su hogar. El calor era como una brisa refrescante en comparación con su ardiente piel, su sensible sentido del olfato estaba más que acostumbrado a aquel olor fuerte y cargado, y la imagen de las montañas recortadas contra aquel cielo cálido le resultaba tan bella como acogedora.
Se encontraba sentado sobre una roca del color del carbón en la amplia e infinita cordillera que era la entrada del mundo de los muertos. Su deber era vigilar, estar alerta a los miles de enemigos que podían cruzar volando la frontera. Esa había sido su misión desde hacía, siglo arriba siglo abajo, cinco mil años.
El aleteo de unas poderosas alas lo distrajo un segundo. Venía de su espalda, por lo que solo podía ser uno de los suyos… y no se equivocaba.
Se levantó perezosamente y cruzó los brazos mientras su cola se balanceaba de un lado a otro.
—¿Cambio de turno?
Damián gruñó sonoramente cuando aterrizó.
Como todos los de su especie, Damián era muy alto, con sus dos metros y quince centímetros intimidaba incluso a la Guardia Real de Lucifer. Tenía la piel negra recubierta de gruesas rayas rojas que cubrían su musculoso torso, sus anchas espaldas, sus poderosos brazos, sus grandes patas de dragón y parte de su larga cola. Las grandes alas lo hacían incluso más grande y robusto, y su intenso cabello rojo, que caía por su espalda, le daba un aspecto sanguinario que muchos temían. Los largos mechones enmarcaban un rostro de facciones duras, la mandíbula cuadrada, la nariz recta y los labios carnosos. De su cabeza, surgían dos grandes cuernos negros curvados hacia atrás, justo por encima de las orejas puntiagudas, como los colmillos que sobresalían de su labio superior. Sus ojos, de un diabólico rojo oscuro, lo miraron entrecerrados.
—El jefe quiere verte.
Eso no era normal. Su expresión se ensombreció.
—¿Ha pasado algo?
Damián le hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera.
—Tiene una misión para ti.
Eso lo dejó intrigado, pero decidió guardar sus preguntas para más tarde.
Desplegó las alas y siguió a Damián, no sin antes lanzar una orden a los demonios de los volcanes de que vigilaran en su lugar. Sobrevolaron las montañas y los profundos acantilados donde se torturaban a las almas malvadas, así como las altas murallas del Palacio de Ébano, la morada de Lucifer.
Se dirigieron justamente al balcón del salón de baile. Este era grande y muy espacioso, con altas paredes de lapislázuli, gigantescas y complejas lámparas de araña de cristal, ventanales con cortinas finas y vaporosas, y suelo de brillante mármol negro decorado con dibujos circulares dorados.
En el centro de la sala, se encontraba el Diablo. Era alto, aunque no tanto como Damián o él, y desde luego tenía una figura mucho más elegante y esbelta, aunque no por ello menos atlética. Tenía la piel de un tono pálido que hacía que sus músculos parecieran estar cincelados en granito, algo que armonizaba con su corto cabello rubio, cuyos indomables rizos caían sobre unas facciones perfectas y suaves, casi delicadas.
Sin duda alguna, los rumores de que Lucifer era uno de los ángeles más bellos no se quedaban en meros susurros murmurados; era la pura realidad.
Lo único que parecía desentonar en aquella imagen de serena belleza eran sus ojos. Tan negros como el fondo de un abismo, tan oscuros y crueles que muy pocos creerían que una vez fue un ángel. Solo con su mirada, sus facciones se volvían duras, su hermoso cuerpo se convertía en un arma mortal, su presencia tranquilizadora se transformaba en una sombra imponente.
Lucifer sonrió en cuanto los vio atravesar uno de los ventanales y se dirigió a ellos con los brazos abiertos.
—¡Evaristo! Bienvenido a mi humilde hogar —dijo al mismo tiempo que chasqueaba los dedos, con lo que hizo aparecer un confortable sillón de cuero y un largo diván—. Gracias por traerlo, Damianos. Puedes retirarte.
Damián inclinó la cabeza y se marchó por el balcón sin decir nada, ni siquiera le miró. Lo vio subirse a la barandilla del balcón y dejarse caer para, a los pocos segundos, reaparecer en todo su esplendor alzando el vuelo hacia el cielo rojizo.
—Está preocupado por ti —comentó Lucifer como quien no quiere la cosa.
Evaristo frunció el ceño.
—¿Ah, sí?
—Los demonios no sois muy expresivos, especialmente los de vuestra raza.
—¿Debería tomármelo como un cumplido?
—Solo he reafirmado un hecho. —Hizo una pausa muy breve—. Pero no estamos aquí para comentar las peculiares características de tu especie, sino para enviarte a una misión.
El demonio asintió.
—¿De qué se trata?
El Diablo apretó levemente los labios y arrugó ligeramente la frente. Eso no era una buena señal.
—Digamos que he encontrado algo… muy interesante.
Evaristo alzó una ceja.
—En tu retorcida mente hay setecientas mil ochocientas cincuenta y dos cosas a las que calificas de interesantes, entre las cuales se encuentran las series de adolescentes y las novelas de Crepúsculo.
Lucifer lo miró con cara de cordero degollado.
—Vamos, hombre, ¿a quién no le gusta Stiles de Teen Wolf? Seamos sinceros, sin él esa serie no tendría ni pizca de gracia. —Evaristo puso los ojos en blanco para, un segundo después, encontrarse con el dedo acusador de Satanás—. Y no leo Crepúsculo, sino la saga de Cazadores Oscuros de Sherrilyn Kenyon. Ni se te ocurra comparar ambas.
—Como sea. ¿Qué tienes para mí?
Lucifer bajó el tono, haciendo que su voz sonará mucho más grave.
—¿Qué tienes para mí? —le imitó de una forma que a Evaristo se le antojó penosa—. Pareces Timothy Hutton en Las reglas del juego.
Evaristo estuvo a punto de preguntar cuánto tiempo dedicaba a las cien series que veía al mismo tiempo, pero decidió morderse la lengua. Si le daba cuerda, al final perdería tiempo en esa misión que Lucifer tenía que darle y que, empezaba a pensar, tenía pinta de ser imaginaria.
—¿Vamos a ir al grano o tengo tiempo de cazar la cena?
Su comentario pareció hacerle gracia a la personificación de la maldad, pero no dijo nada al respecto. En vez de eso, notó cómo se filtraba lentamente en su mente. Al instante, una imagen se hizo paso en su cabeza. Era un hombre joven, de unos veinticinco años aproximadamente. Era más alto que la media, aunque Evaristo seguía sacándole más de media cabeza, y poseía una complexión atlética y fuerte. Era muy atractivo, de facciones agradables a primera vista, y algo en su rostro le recordaba a las idealizadas cinceladas de un escultor griego. Tenía el cabello rubio y voluminoso, algo descuidado, además de una perilla que necesitaba un recorte. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos, de un brillante azul turquesa que atraparía cualquier mirada.
Cuando la visión terminó, Evaristo ladeó la cabeza. A primera vista, parecía un humano normal y corriente, de ahí que no comprendiera el interés de Lucifer en él.
—¿Quién es?
—Un ser fascinante —anunció el Diablo reclinándose en su confortable sillón.
Desgraciadamente, esa respuesta no aclaraba nada.
—¿Podrías ser más concreto? —preguntó con los dientes apretados, haciendo un gran esfuerzo por no gruñir.
—Conoces a Zeus, ¿no?
—¿Ese gilipollas que intentó entrar aquí persiguiendo a Lilit?
—El mismo. Ya sabrás que le gustan mucho las faldas… —Hizo una mueca al mismo tiempo que se rascaba la nuca—. El caso es que logró seducir a un ángel y la dejó preñada. ¿Puedes imaginártelo?
Evaristo entrecerró los ojos. Ese hombre debía de ser su hijo. Una mezcla entre ángel y dios. Ahora podía comprender el interés de Lucifer en él…
—Quieres que lo mate. —Era algo comprensible. Al Diablo no le convenía que Dios tuviera semejante criatura en su poder.
—No.
Para variar, Lucifer lo sorprendió.
—Pues explícame de una vez cuál es mi papel en este asunto. Y no te vayas por las ramas.
—¿Te estoy poniendo nervioso? —preguntó Lucifer, divertido.
—Siempre pones nervioso a todo el mundo. El único que parece que te soporta es Nico.
—Un demonio entrañable para pertenecer a tu raza pero, ya que veo que se te está acabando la paciencia y que yo aprecio inmensamente nuestra amistad, no me andaré con rodeos. —Esta vez, se puso muy serio y se inclinó, apoyando los codos sobre sus rodillas y clavando sus ojos negros en los de Evaristo—. No sé por qué, pero ese hombre no está de parte de los ángeles ni tampoco está bajo la protección de Zeus, lo cual quiere decir que tenemos vía libre para… ponerlo de nuestro lado.
Evaristo alzó una ceja, pero admiró en el fondo la astucia de Lucifer. ¿Por qué no aprovecharse de aquella situación y poner a esa criatura de su parte? Porque estaba claro que lo que quería el Diablo era que, de alguna manera, él lo convenciera para unirse a ellos.
Lucifer esbozó una lenta sonrisa.
—Ya sabes lo que quiero, ¿verdad?
Evaristo se la devolvió.
—¿Cuándo empiezo?
El Diablo se levantó poco a poco.
—Acabas de hacerlo.

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