Prólogo. El pájaro enjaulado
Elisabeth Lars, condesa
de Norfolk, aceptó encantada esperar en el salón este de la mansión Hutton a
que la duquesa de Wellington la recibiera. Normalmente no hacía viajes tan
largos, pero esta vez, lady Wellington le había mandado una carta pidiéndole
que fuera a visitarla para algo muy importante. Y Brigitte Hutton no era de las
que pedían favores tan a la ligera... mucho menos desde que estaba enferma.
El ruido de pasos la
avisó de que alguien estaba a punto de llegar, por lo que se levantó y se alisó
el vestido de muselina azul. Nada más abrir la puerta, vio a su anfitriona, la
duquesa de Wellington. A sus sesenta años de edad, era una mujer alta y
delgada, que imponía con su sola presencia, y su piel era más pálida de lo que
lady Norfolk recordaba. Como una buena dama de la alta sociedad, llevaba la
elegancia en la sangre, y quedaba reflejada en su hermoso vestido, una preciosa
prenda verde oscuro, acompañada por unos guantes negros de piel; su pelo estaba
recogido en un perfecto moño oscuro, y sus ojos verde jade, resaltados por el
vestido, solo mostraban una fuerza que no poseían muchas de las mujeres de la
época, mucho menos una de su edad.
Lady Wellington esbozó
una sonrisa cálida al ver a la condesa.
—Elisabeth, querida, es
un placer volver a verte —avanzó un paso, pero se detuvo para decirle a un
lacayo al que no pudo ver que les trajera algo de té.
—Lady Wellington —saludó
la condesa con una reverencia.
—Por favor, Elisabeth,
fuimos presentadas a la alta sociedad hace muchos años, tenemos confianzas de
sobra como para llamarnos por nuestros nombres de pila —le dijo la duquesa
cogiéndole las manos y dándole un apretón cariñoso—. Oh, qué modales los míos.
Siéntate, querida, estarás cansada por el largo viaje que habrás hecho solo
para ver a una vieja moribunda.
—¡Brigitte! —exclamó
Elisabeth, horrorizada—. No digas esas cosas, por el amor de Dios, no te vas a
morir, solo estás enferma.
—Sí, vieja y enferma,
Elisabeth, y sabes lo que eso significa. Bueno, he tenido una buena vida, no
puedo quejarme, pero sé que pronto llegará mi hora... y por eso mismo te he
llamado.
Elisabeth intentó decir
algo, pero lady Wellington le hizo un gesto para que se sentara en una de las
sillas que rodeaban la mesita donde se tomaba el té.
—En fin, ha pasado mucho
tiempo desde que nos vimos por última vez y me gustaría saber cómo te va todo
antes de pasar a temas más serios. Cuéntame, querida, tengo entendido que tu
marido murió hace unos años...
—Así es, al parecer, lo
asesinaron en un duelo.
Lady Wellington se llevó
las manos al pecho con expresión de horror, pero se recuperó rápidamente y le
dio unas palmaditas en la mano.
—Lo lamento mucho.
—No te preocupes, a
diferencia de ti, lo nuestro fue un matrimonio de conveniencia, como bien
sabes, no lo amaba.
—Pero aun así, es el
padre de tus hijos, debías sentir cierto cariño por él.
—Por supuesto que sí,
lord Norfolk era un buen hombre, y fue un espléndido marido. Perderlo fue duro,
pero tengo una familia a la que sacar adelante. Vincent tenía veintidós años
cuando recibió el título de conde...
La duquesa asintió con
comprensión.
—Asumir semejante
responsabilidad tan joven es muy duro. Nuestra sociedad es implacable con los
débiles, lo sé mejor que nadie.
Elisabeth era plenamente
consciente de que así era. Brigitte había perdido a su marido cuando éste tenía
tan solo veinticinco años, mientras que ella tenía casi veintiuno. Muchos
pretendientes habían intentado casarse con ella y recibir el título de duque,
pero Brigitte los rechazó a todos y decidió hacerse cargo del ducado de Wellington
ella misma. Y lo había hecho lo suficientemente bien como para ser una persona
muy respetada en la sociedad.
—Y tus hijos, ¿cómo
están?
—Edward acaba de
marcharse para luchar en la guerra, está impaciente por zarpar y alejarse de su
madre —comentó, riéndose.
—¿No estás preocupada?
Elisabeth sonrió un
poco.
—Todas las madres se
preocupan por sus hijos, pero a pesar de tener veintiún años, Edward es
inteligente y prudente, mucho más que su hermano mayor. Seguro que estará bien.
—¿Y Vincent?
—Tuvo una época de rebeldía,
pero pagó con las consecuencias y ahora es más responsable —la condesa
suspiró—, aunque le faltan unos años para cumplir los treinta y aún no ha
encontrado esposa... eso es lo único que me preocupa...
—No seas así, Elisabeth,
dale tiempo para que conozca a alguien especial y, si no es el caso, puede
nombrar a cualquier persona como su heredero... después de todo, es lo que yo
voy a hacer, dado que no tengo hijos.
Elisabeth sintió una
oleada de compasión por Brigitte. Los duques de Wellington habían intentado tener
hijos muchas veces pero Brigitte parecía incapaz de tenerlos. Y le dolía. La
condesa sabía muy bien cuánto había deseado su amiga tener un hijo.
—Podrías casarte otra
vez —sugirió—, tengo entendido que últimamente tienes bastantes
pretendientes...
—No seas tonta,
Elisabeth. Todos son jóvenes y listos, saben que no tardaré mucho en morir y
uno de ellos heredaría mi fortuna y se casaría con una mujer joven. ¡Ja! Son
como buitres carroñeros. ¿De veras piensan que voy a tragarme ese truco tan
viejo de: "tienes unos ojos preciosos" o "tu cabello es como una
cascada azabache que resplandece a la luz de la luna"? ¡Por favor! No me
puedo creer que las jovencitas de hoy en día se crean esas chorradas cuando se
ve a millas de distancia que los hombres babean por su dinero...
Elisabeth solo pudo sonreír
ante el comentario de Brigitte. Lady Wellington no solo era conocida por su
fortuna o su imponente presencia, sino también por no tener pelos en la lengua,
con lo que lograba avergonzar a media sociedad, pero todos se callaban, no sea
que la duquesa decida tomar represalias contra ellos...
—Escúchame bien,
Elisabeth, no solo los hombres son así, las mujeres también son como buitres...
no, los animales adecuados para caracterizarlas son los zorros. Sí, son como
los buitres, pero mucho más listos y discretos...
—No hables de esa forma,
Brigitte, solo son jovencitas que no saben nada de cómo funciona el matrimonio.
Llegan con la esperanza de encontrar a su príncipe azul, pero acaban casándose
con un hombre que se pasa la noche buscando amantes...
Lady Wellington suspiró.
—Ay, Elisabeth, ¡qué
inocente eres! Las jóvenes de hoy en día están al tanto de lo que buscan los
hombres, y se aprovechan de ello para conseguir lo que quieren, ya sea por
dinero o por amor. —Elisabeth iba a decir algo, pero la duquesa alzó una mano
para que la dejara terminar—. Si te digo esto, es por el bien de tu hijo. Habrá
muchas mujeres que irán tras él solo por conseguir un título, y tú debes
impedir que pasen del umbral de tu casa. Créeme, no son tan tontas e inocentes
como lo fuimos nosotras...
Unos suaves golpes
llamaron a la puerta, anunciando la llegada de un lacayo o una doncella.
—Señora, vuestro té.
—Justo a tiempo. Pasa,
Alexis.
Elisabeth frunció el
ceño. ¿Alexis? ¿De qué le sonaba aquel nombre? No tardó en comprenderlo cuando
vio al joven lacayo que entró con pasos firmes y elegantes y dejó la bandeja
con la tetera y las tazas de té. Era un hombre increíblemente apuesto; debía
ser tan alto como el mayor de sus hijos, aunque no tenía las espaldas tan
anchas como Vincent. Su piel pálida le daba un aspecto delicado y frágil que su
cuerpo, atlético a pesar de que sus ropas lo ocultaban, desmentía. Sus dedos
eran largos y elegantes, pero sus manos parecían fuertes. La antítesis entre la
delicadeza y la fuerza de aquel joven resultaba palpablemente atractiva. Por
otro lado, llevaba el cabello largo y rubio platino recogido en una coleta que
caía hasta la mitad de su espalda, y sus ojos grises no perdían de vista el té
que servía en las tazas sin derramar una gota.
—Muy amable, Alexis —le
dijo lady Wellington, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Si las señoras
necesitan algo más, Wilson estará en la puerta —dijo con una voz masculina
extrañamente musical.
Elisabeth observó cómo
el joven lacayo se alejaba con pasos lentos y lo vio mirar por el rabillo del
ojo a la duquesa, como si quisiera asegurarse de que aún seguía en el mismo
lugar. Después, salió de la habitación cerrando las puertas tras él.
—¿Qué ha sido eso?
—¿El qué? ¿Que me haya
mirado? Simplemente estaba calculando cuánto tiempo podré seguir con esta
visita, Alexis es quien más se preocupa por mi salud. —Lady Wellington se puso
seria mientras miraba la taza de té que había dejado el lacayo—. Precisamente
quería hablarte de él.
—¿De tu lacayo?
El rostro de la duquesa
le dejó bien claro que no se trataba de ninguna broma.
—Alexis... es como el
hijo que siempre deseé. Me queda poco tiempo y... deseo que esté con una
familia que lo trate bien. —Tomó las manos de Elisabeth y la miró suplicante—. Te
lo pido como amiga, acoge a Alexis, no tiene ningún otro lugar al que ir y no
podré descansar en paz si él no...
—No digas nada más, Brigitte.
Hay algo que quiero contarte...
Un pájaro se atrevió a
acercarse a él. Era pequeño, delicado, un ser al que podía arrebatarle la vida
con una sola mano. Por eso extendió un dedo y, con cuidado, acarició el pecho
de la preciosa ave. El pajarito trinó y él le respondió con un silbido que imitó
a la perfección a la pequeña criatura. Juntos entablaron un breve pero hermoso
dúo, hasta que otro trino pareció llamar al pajarito, que se fue volando por la
ventana. Él solo sonrió con tristeza. Al menos el ave tenía un lugar al que
regresar...
Unos pasos acercándose a
su habitación hicieron que se sobresaltara por un instante, pero se relajó al
reconocer las pisadas de la mujer a la que más había querido en su vida, la que
lo había tratado como un miembro de la familia a pesar de pertenecer a clases
sociales muy distintas.
—Hola, Alexis —le saludó
Brigitte abriendo la puerta sin molestarse a llamar.
Suspiró como si
estuviera cansado.
—Lady Wellington,
debería llamar antes de entrar a la habitación de un hombre, o podría entrar en
un momento inoportuno, como ahora. —Señaló su vestimenta, consistente
únicamente en unos pantalones grises y en su camisa blanca desabotonada,
dejando su pecho al descubierto.
Brigitte rodó los ojos.
—Como si nunca hubiese
visto a un hombre desnudo. Deja de tratarme como si fuera una muchacha,
jovenzuelo, he vivido unas docenas de años más que tú.
Alexis estuvo a punto de
sonreír.
—Mi lady, en cuanto a lo
del traslado...
—Ya está decidido, te
irás con lady Norfolk.
Alexis se tensó al oír
ese nombre.
—¿Esa mujer era lady Norfolk?
—preguntó mirando incrédulo a Brigitte.
—Así es. —La anciana se
cruzó de brazos—. ¿Por qué no me dijiste que ya habías trabajado para mi amiga?
Alexis apartó la mirada,
recordando que un lacayo no debía mirar jamás a su amo a los ojos. No era digno
de ello.
—No era necesario darle
esa información, mi lady.
Ella se acercó a él y lo
obligó a mirarla a los ojos.
—Todo lo que tenga que
ver con tu vida me interesa, Alexis —dijo mientras acariciaba su mejilla con
ternura—. Sabes que eres como un hijo para mí.
Esas palabras siempre
lograban ablandarlo, le hacían olvidar lo lejos que estaban de ser iguales. Brigitte
también era como la madre que no conoció.
—Perdóname, Brigitte, no
volveré a hacerlo. —La besó en la frente y se alejó un paso, tratando de
recordarse a sí mismo que, por mucho que la quisiera, seguía siendo un lacayo.
Brigitte suspiró,
reconociendo el gesto que siempre hacía Alexis para poner distancia entre los
dos.
—En fin, me gustaría que
te quedaras, no lo niego, pero es peligroso que permanezcas aquí cuando... —dejó
la frase a mitad. Sabía que a Alexis no le gustaba hablar de ello, pero esta
vez era necesario.
—Estoy cansado de huir,
tal vez debería darle lo que quiere y así se olvidaría de mí —comentó mirando
por la ventana sin ser realmente consciente de lo que había ante sus ojos.
—No dejaré que eso
ocurra, Alexis. Si quieres enfrentarte a ella, hazlo, pero no dejes que te
gane. No tan fácilmente.
Cierto. Esa mujer había
echado por tierra todo lo que habían construido juntos, todo lo que habían
hecho. Lo había dejado todo atrás por un capricho. Le había hecho daño por su
egoísmo.
—Está bien, Brigitte. No
caeré sin luchar, pero no estoy preparado para enfrentarme a ella, no ahora.
—Lo sé, por eso mismo
quiero que te vayas con lady Norfolk. A ella le costará llegar hasta aquí, y
sabes que yo no revelaré dónde estás. —La duquesa sonrió maliciosamente—. No le
será tan fácil encontrarte.
Alexis miró esta vez a
los pájaros. Él también era uno de ellos, pero estaba metido en una jaula,
condenado a ver cómo los demás volaban libres por el cielo, mientras que él
tenía que someterse a sus amos para sobrevivir. Maldito fuera el día en que
lady Norfolk lo salvó de morir congelado en aquella calle... y maldita fuera la
mujer que lo había traicionado...
—Así que voy a volver a trabajar para los Lars... —Sonrió un poco,
recordando a un joven de cabello castaño con reflejos rojos y ojos dorados—. Me
pregunto si él se acordará de mí...
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